20
Valdelomar, España. Septiembre de 1936
Supo que el matrimonio tramaba un plan por cómo susurraban a espaldas de los demás. De todos menos de Zita. De ella no se ocultaban, pues andaba tan en su mundo que ni deletreándole su intención de marcharse a México se hubiera enterado.
Por fin, recién iniciado septiembre, Berta se lo anunció sin rodeos.
—Haz tu maleta y ve pensando de quién querrías despedirte si fueras a estar un tiempo sin verle —le anticipó la mujer, entrando en su cuarto.
Sus palabras volvían a encriptarse, como cuando le comunicó que dejarían la capital en dos días.
—¿Nos vamos de aquí? —indagó ella—. ¿Volvemos a Madrid?
—No. —Berta se sentó en el borde de la cama y le indicó que la secundara—. En realidad, tú deberías decidir si nos acompañas o no.
Ella bajó la vista hasta posarla en las filigranas modernistas del suelo. Pensar en separarse de Hugo le parecía un infierno. Perder a los niños, el afecto de Berta… No podía pensar en una vida sin ellos.
—En breve viajaremos a México y quisiera que vinieras con nosotros, pero entendería que esta aventura fuese demasiado arriesgada para ti.
—¿México está muy lejos? —Aurora no ignoraba que hablaba de otro país, pero era incapaz de situarlo en ese momento en el mapa.
—Al otro lado del Atlántico —precisó Berta—. Más de una semana navegando. Si prefirieras quedarte en Valdelomar, siempre podrías trabajar aquí.
Ella frunció el ceño. Ni en malos sueños viviría en Casa Gialla, junto a ese despreciable «ogro grandullón» y a escasos metros de la maligna torre.
—¿De veras no quieres que hablemos de lo que sucedió la otra tarde? —dijo Berta, como si se hubiera apoltronado en algún punto tras su frente desde el que adivinaba sus inquietudes—. Debes acomodar tus emociones y eliminar toda esa culpa que atormenta tu cabeza. Es destructiva.
No habían vuelto a referirse al episodio del torreón. Aurora intuía que la sombra de ese atardecer donde ella salió a la carrera dejando a Berta a medias la acosaba cada vez que se quedaban a solas. Sin embargo, no era el momento de hablarlo.
—¿Puedo buscar en el globo terráqueo dónde está México? —soltó.
—¡Claro!
De este modo truncaría un incómodo interrogatorio.
Aurora bajó al gabinete en busca del mapamundi que trataba de marcar los límites de un planeta inabarcable. Buscó su nuevo destino en la esfera de piel y señaló España con un dedo, mientras recorría el océano con otro.
—Más arriba —oyó decir a su espalda—. Eso es la península de Yucatán. Una zona virgen e indómita, llena de indígenas como los que se encontró Hernán Cortés. Allí no atracan los barcos que proceden de Europa.
Atilano se aproximó a ella, mostrándole un punto hacia el norte.
—Llegaréis al puerto internacional de Veracruz —añadió—. Y residiréis aquí, en Puebla.
—Están muy cerca —pronunció Aurora en un hilo de voz. No daba crédito: había sido capaz de hablarle a la cara.
—No creas —siguió él, animado por su respuesta—. Las distancias en México son enormes. Es un país formidable, te gustará. Lo conozco bien —se animó a compartir una confidencia—. Lo he visitado muchas veces, pero nunca con quien habría deseado hacerlo. Yo… solo quise ofrecer lo…
La voz de Atilano se había quebrado y le costaba hilar sus argumentos. Ella tampoco quería oírlos, prefería fantasear con barcos que cruzaban el Atlántico y playas de arena blanca donde hundir sus pies. Bajó la cabeza y examinó el mapa para escaparse mentalmente de allí; entonces vio su mano izquierda apoyada sobre el globo terráqueo. En su dedo anular, brillaba un sello de enorme semejanza al que el enigmático desconocido le había regalado por su cumpleaños. Esta vez la piedra era roja.
La simple idea de que su anillo hubiese pertenecido a Atilano le estremeció, en una mezcla de temor y repulsión. Al levantar los ojos, descubrió los del hombre colmados de lágrimas.
No quería saber nada más. Echó a correr y abandonó la sala.
El 10 de septiembre, los Vigil de Quiñones dejaron Casa Gialla. La despedida resultó un retrato virado al sepia, que aportaba matices según quien lo recordara. No obstante, la fotografía presentaba algunos elementos innegables: por una parte, la figura omnipresente de Atilano vestido de traje y con gesto adusto, mientras dotaba de suntuosidad lo que no dejaba de ser un desgarro íntimo; por otra Zita, una mujer quebradiza, amparada por los brazos de una criada. El resto era la ceremonia de un adiós rotundo.
—Hijo mío, nunca olvides dónde está tu hogar —repetía Atilano—. Ahora das el paso que consideras más conveniente, pero aquella tierra no es la tuya.
—Padre, no me voy a quedar a vivir allí —aseguraba Hugo—. Es una decisión transitoria. Todo lo breve que pueda.
No obstante, al abogado le inquietaba su madre. Tanto que su instinto le sugería despedirse de ella con la gravedad que obliga a saldar cuentas.
—Madre, ha llegado la hora —anunció Hugo—. Sabe que me voy, ¿verdad?
Zita observaba lo que se precipitaba alrededor, con actitud ida.
—¿A qué viene este jaleo en mi casa? —preguntó ella—. ¿Y usted quién es?
—Soy Hugo, su hijo. Esta es mi familia y la suya. —Cómo le dolía tener que dar estas explicaciones—. ¿Nos puede dejar solos? —sugirió a la criada—. Yo me encargo de sostenerla.
Rodeó sus hombros y cada uno de los huesos le golpeó el alma. Juntos caminaron unos pasos, alejándose de los demás, hasta sentarse en un poyete cercado por macetas de geranios cuajados de flores. No sabía por dónde empezar. Nadie le había mostrado el camino para una despedida tan dura.
Pero la impertinencia del reloj pinzó su estómago acuciándole a sincerarse, y a partir de ahí sus palabras fueron un manantial fluido.
—Si en algo le he causado dolor, si mi existencia le ha desencadenado este mal… —dijo, desahogándose—, yo necesito pedirle perdón. Cierto es que me he sentido solo y la he necesitado muchas veces, y eso me ha llenado de rencor. Ahora entiendo que los motivos de los padres no son los de los hijos. Madre, perdóneme si he sido huraño o ingrato, si a veces he resultado un niño rebelde o un adolescente huidizo. Si le ha faltado mi abrazo cuando, en el fondo, yo me estaba muriendo por el suyo. Sé que no queda más vida para enmendar el camino, por eso preciso su perdón…
Según hablaba, algo dentro le decía que a lo peor esa sería la última vez que la vería. Entonces cualquier oportunidad de recomponer lo quebrado se desvanecería.
—No llores, hijo, las vacaciones vuelven pronto. ¿Me das un beso?
Uno no, mil. Hugo besó a su madre en los carrillos, en las huesudas manos. En los pliegues de una piel vieja. Hasta que a Zita se le quitaron las ganas y le rechazó de golpe.
—¿Y tu hermana? —le increpó—. ¿Te has despedido de ella?
—Madre, no tengo ninguna hermana —trató él de razonar—. Ella es mi mujer, Berta.
—Ladinooo —golpeándole en la punta de la nariz, como hacía cuando era un niño—. Regrésame a casa, que me canso. ¿Y los otros?
—¿Qué otros, madre?
—Los que le quieren a él más que a mí —espetó rotunda.
Hugo se sintió derrotado. Estaba claro, la enajenación gobernaba su cabeza y resultaba inútil cualquier esfuerzo por hacerla entender unos argumentos que servirían para su padre o Berta, pero eran inválidos para su madre. Zita no quiso hablar más, en cambio, tuvo un gesto que le desconcertó: se echó ambas manos al cuello y torpemente se desabrochó una cadena. De la joya pendía una medalla. La mujer la puso entre las manos de su hijo.
—Hugo… —susurró, mirándole fijamente.
El corazón del hombre volvía a brincar, pero ahora por un resquicio de luz: el milagro de recordar su nombre.
—Llévate a tu hermana —dijo tajante—. No la quiero ver más aquí.
—Pero ¿qué tontería está diciendo? —respondió decepcionado comprobando que un avance implicaba nuevos recesos.
Entonces una repentina furia la quebró.
—¡Fuera, fuera! —gritaba en un delirio—. ¡Idos todos!
Las criadas la metieron en la casa, mientras ella manoteaba el aire, y Berta se esforzaba en distraer a su marido, a fin de que obviara esa reacción de Zita. No quería que fuese su último recuerdo de ella.
Aurora se marchó de Casa Gialla sintiendo la presencia de su madre más tangible que nunca. Ahora que partía por un plazo indefinido de aquel lugar, lo entendía con absoluta nitidez: Antonia aún permanecía allí, palpitaba en cada uno de los peldaños que conducían al misterioso torreón. Era un aliento en las alcobas; una sombra aullando entre los visillos, los mimbres del lago o los peces de colores.
Quizá no se materializase con unos brazos y unas piernas tan largas como las suyas. Ni con ese pelo enmarañado en mil horquillas que la bella mujer iba perdiendo por cualquier sitio. Sí tal vez como un suspiro, insuflando luz a quienes la quisieron algún día. El roce de la seda. La tibieza del aire al transitar de un cuarto a otro. Un beso sin labios. Y era mejor apreciarla así, porque nadie podría vivir tranquilo enfrentándose a la responsabilidad de la muerte de sus progenitores.
Los coches habían arrancado e iniciaban a andar en el instante en que Atilano quiso compartir con su nuera la última de sus sentencias.
—¡Cuida de mi hijo! —le dijo—. Es más débil de lo que él se cree.