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Valdelomar, España. Julio de 1925
—Abran ya los portones —ordenó uno de los mayorales a los obreros que sesteaban por los aledaños del porche delantero—. ¿No ven la polvareda? El señorito está por llegar. ¡Apúrense, que les pesa el calzón!
El capataz no se equivocaba, pues el coche que traía a Hugo desde la capital, donde el hijo de los dueños estudiaba la carrera de abogado, llevaba más de una hora hormigueando los caminos amarillos en torno a Casa Gialla.
Antes de distinguir la mansión era preciso serpentear un laberinto de rutas dragadas entre campos de cereales y huertas, y cruzar una alameda, nacida al abrigo del riachuelo que bordeaba el pueblo de Valdelomar. Entonces se recortaba a lo lejos la fantasmagórica silueta de la casa familiar de los Vigil de Quiñones.
Los abuelos de Hugo la levantaron a finales del XIX, después de viajar por toda Europa en busca de inspiración. La habían hallado suspendida en un acantilado. En Escocia. Entre las ruinas desvencijadas de un castillo sin moradores, ni restos de ellos durante los últimos siglos.
—Quiero eso —dijo rotunda la abuela a su marido en cuanto lo vio.
—¿Qué dices, mujer? Es un cementerio con una torre a medio derrumbar.
—Quiero una igual —silabeó ella, echando a correr hacia la quebrada.
Él pensó que se había vuelto loca. Cuando el abuelo de Hugo alcanzó a su mujer, esta se había mimetizado con los restos de la construcción y le costó reconocerla. Vestía de gris, de pies a cabeza —aunque hubiera jurado que el abrigo que se había puesto antes de abandonar el hotel era de color café—, y la piel del rostro se veía tan pálida que creyó que iba a desplomarse. Grises eran las piedras, el cielo encapotado a punto de desaguarles encima, gris un mar indómito bajo ellos. Al hombre le estremeció su mirada y, sin rechistar, consintió construir en mitad de la meseta una vivienda insólita.
Tres años demoró su finalización. Una casa revestida en piedra; atestada de alcobas, salones, varias cocinas, una decena de cuartos de servicio y aquel diabólico torreón a la derecha de su fachada principal.
—Es lo que deseabas, ¿no? —preguntó el abuelo de Hugo a su mujer el día que terminaron las obras, pletórico por haber cumplido su deseo.
—Llévame a la torre y te responderé.
Desconcertado por la falta de entusiasmo, tomó a su mujer de la mano y se dirigieron hacia el torreón. Una vez arriba, la abuela se asomó a la ventana.
—Desde aquí se domina el mundo y se toca el cielo —confesó—. Gracias, esposo. Estando tan cerca de Dios, podría morir tranquila.
Así fue. Meses después falleció en ese mismo rincón de la casa. En él solía recluirse horas, llenándolo de muebles y cuadros, mientras las niñeras cuidaban de su hijo Atilano y su marido atendía los negocios. Como si no concibiera otro lugar donde ella importase.
Ahora bien, durante sus aislamientos había crispado los nervios a todos.
—¿Dónde está la señora? —se interrogaban de continuo las sirvientas.
—En la torre esa del infierno. La vi subir esta mañana y aún no ha bajado —precisaba una de ellas.
—¡Mentira! Acabo de ir y allí no hay nadie. Ve y pregunta al patrón.
Lo hacían, pero él las mandaba de regreso al torreón. Hasta que en alguna de aquellas idas y venidas, la mujer aparecía como por arte de magia. «Siempre he estado aquí», aseguraba maliciosa, y el servicio sospechaba que, fueran ellas o la señora, alguien empezaba a perder la razón.
A partir de la muerte de su mujer, el abuelo de Hugo odió el torreón. En su fuero interno, y aun sabiendo lo irracional del juicio, lo hacía responsable. Resultaron inútiles todas las aclaraciones de los médicos sobre la fragilidad de sus pulmones, incapaces de bregar contra la tiranía de aquel invierno.
En efecto, tras lo sucedido, la aislada torre se reveló un lugar desapacible y gélido —a pesar de las gruesas cortinas empleadas para amortiguar el frío—, y nadie quiso visitarlo. Ni siquiera las criadas acudieron a eliminar las telarañas de los rincones.
Él nunca regresó. El abuelo decapitó la casa sin tocar una sola de sus lajas. Aunque solo fuese en su imaginación, cercenó la presencia de la atalaya en la arquitectura del edificio y se olvidó de ella. Salvo cuando, en Valdelomar, alguien de escasos miramientos, en cualquier charla intrascendente, aludía sin tacto al «torreón maldito». Entonces en el abuelo revivía el fantasma del baluarte escocés y el dolor por su duelo no le dejaba respirar.
El seco viento solano entraba por las ventanillas del automóvil y agitaba el cabello de Hugo, evaporando los restos de brillantina con la que trataba de domar unos rizos iguales a los de Zita, su madre. Si arreciaban sus soplidos, al final del día una capa de polvo amarillo terminaba cubriendo la fachada e introduciéndose entre los resquicios de las cornucopias y los angelotes que la mujer colgaba en ella, aunque su estilo no se acoplara al de la vivienda.
Sucedía lo mismo cada verano. Y sumaban muchos en los que regresaba a Casa Gialla, tras finalizar el curso académico en Madrid. Tenía diez años cuando lo enviaron a un colegio interno, tras la insistencia de su madre. Él no quería. Atilano, su padre, tampoco. Pero Zita era una genovesa testaruda y empleaba con solidez sus argumentos.
—Nuestro hijo no puede educarse entre gorrinos y gente con alpargatas —se quejaba a su marido.
Para Zita, los inconvenientes de que Hugo creciera en lo que ella llamaba la rutina rupestre de Casa Gialla eran muchos, y así, tras años de institutrices a domicilio, Atilano cedió y el niño ingresó en una prestigiosa institución. Hugo abandonó el campo desolado. Atrás dejaba un paraíso, libre y sin ataduras, para aventurarse en lo que sería un mundo de soledad.
No obstante, la resolución de Zita le hizo un virtuoso de los libros, aunque hambriento de un cariño que apenas paliaba durante las vacaciones.
Para suerte suya, en agosto de 1921 se encontró con una sorpresa dentro de un canasto entre las macetas del porche. Hugo había cumplido quince años y ya rumiaba la idea de convertirse en un hombre de leyes.
—Es la niña de Vicente, el guardés —le advirtió una de las criadas.
—Pero ¿no se había quedado viudo? —preguntó intrigado.
—Se ha casado con una tal Antonia. Una lagarta más joven que él, señorito —cuchicheó la sirvienta—. Lo ha engatusado pero bien… y mire, al poco se preñó y trajo esta bendición. ¡Más guapa no pudo haberle salido!
—¿Cuántos hijos tuvo con su esposa? —curioseó él sin mayor intención.
—Tres: un varón y dos hembras. A cual más rebelde.
Hugo dedujo entonces que a un viudo con familia a su cargo el mundo se le caería encima; por esa razón buscó enseguida quien le ayudara a criarlos. Y acertaba. Vicente, el guardés, apalabró su boda con la persona que le sugiriera un conocido. Ni siquiera evaluó su aspecto antes de decidirse. Aceptó y listo. Igual que comprar lechones al peso.
Las malas lenguas relataban su fama, pero, puesto que Vicente no era amigo de alcahuetes, poco le importaba que la hubieran deshonrado y en su aldea no encontrase marido, pues al día siguiente él la estaba desposando.
Cuando Antonia se instaló en Casa Gialla contaba veinticuatro años y su esposo, treinta y nueve. En el trato, admitió a unos hijos que la habrían de observar con suspicacias desde el primer instante. Sin embargo, el tiempo corría a su favor, pues, tarde o temprano, ellos se marcharían a servir o a labrar al campo. Entonces doblegaría a su antojo los humildes dominios de Vicente.
Atilano y Zita celebraron que su empleado hubiera encontrado una esposa, y más que a los pocos meses les anunciara su futura paternidad. En cambio, los vástagos no relataron al padre las ínfulas de Antonia ni sus desplantes. Prefirieron tener la fiesta en paz, mientras le fueron abandonando.
Nunca imaginó Vicente que la felicidad anduviera escondida bajo su falda. Ni que el amor de verdad resultase ser aquel torbellino de emociones capaz de mitigar los estragos de sus cuarenta años, al tiempo que se incrementaba el miedo a perderla. Claro que, cuando nació su hija, brotó junto a la niña una nueva adoración.
No solo en él. Desde que Hugo descubrió la existencia del bebé, adoptó sus risas, sus balbuceos, los primeros pasos a gatas y los que les siguieron, mal sostenida por sus piernecitas. Como si el destino le obsequiara un regalo providencial, su presencia compensó la falta de esa hermana que la biología le había escatimado. Cada verano se asombraba de cómo crecía, encaramándola sobre sus hombros. Juntos se bañaban en el lago; repartían los restos de los ricos guisos de Casa Gialla a las gallinas o recorrían los campos amarillos de Valdelomar mientras más de una traicionera tormenta los empapaba. Él la enseñó a montar en bicicleta y ella, a elegir manzanas sin gusanos.
El señorito Hugo y la niña Aurora tejieron al ritmo suave de los estíos una mullida complicidad.
¿Aurora? Sí, este sería su nombre. El propio Vicente lo había escogido porque insinuaba el instante del día en el que todo renace. Donde cualquier cosa parece posible porque el espíritu se reinventa. Tal y como se sentía él.
—¿Puede ir más deprisa? —rogó Hugo al conductor, cuando traspasaron las puertas de hierro forjado que anticipaban la llegada a Casa Gialla.
Al chófer le enterneció su impaciencia. El joven llevaba meses alejado de su familia y parecía natural ese irrefrenable deseo de salir corriendo. Pero nada más apearse del coche, Hugo apretó el paso en dirección a las cuadras.
—¿No entra, señorito? —inquirió el trabajador confundido—. ¿Y el equipaje?
—¡Avise a mis padres que tardaré un rato! —exclamó él sin pararse.
Descorrió las maderas trancadas del establo y gritó el nombre de Aurora hasta desgañitarse.
—¿Auroraaa? ¿Dónde anda mi muñeca? ¿Cuánto me ha echado de menos?
Hugo la encontró dormitando sobre unas balas de paja, mientras unas crías de conejo cosquilleaban sus pantorrillas.
Advirtió que lucía una piel bronceada y el pelo enmarañado, con restos de broza y flores secas. Estaba preciosa. Su labio superior, algo más abultado, señalaba la punta de la nariz, lo que solía sucederle si se quedaba dormida dejando la boca entreabierta. La estuvo admirando un rato antes de besarla en la frente. Al final, Aurora entreabrió los ojos y, nada más reconocerle, se enganchó a su cuello. Lloraba y reía a la par.
Cuando abandonaron las caballerizas, el viento había cambiado de rumbo y de un soplo les desbarató el pelo, lo que se convirtió en otro motivo de risa. De pronto, Hugo dirigió la vista hacia arriba incapaz de contener la obsesiva atracción que ejercía sobre él el torreón. Era la sugestión de lo clandestino.
Los ventanales que horadaban la fachada principal se guarecían con unos cortinones azules descoloridos por el sol. Siempre permanecían cerrados. Entonces, ¿qué hacían aquellos visillos flameando como suspiros?
Frenó de golpe sus pasos y Aurora se sobresaltó. Hugo creyó distinguir una sombra tras las finas colgaduras. Pero desde lo de su abuela, nadie pisaba el torreón.