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Valdelomar, España. 19 de agosto de 1936

—Podéis quedaros aquí el tiempo que queráis —aseguró Atilano sirviendo a la pareja unas copas de brandy—. El pueblo es seguro, mande quien mande.

—No se engañe, padre —declaró Hugo—. La mitad es suyo, de lo contrario, los tendría litigando en la puerta.

Las ventanas abiertas recibían la brisa nocturna, aliviando el bochorno del verano. Hugo todavía no se había atrevido a trasladarle sus planes acerca de México. Tampoco había sido claro con Berta. Lo había sugerido tibiamente, pero ella aludía a su embarazo como excusa para no afrontar una decisión tan categórica. Por ello, el abogado dispuso que debía ser él quien suscribiera las decisiones familiares. De repente entró en el salón un taciturno fantasma, moviéndose igual que un pajarito de huesos frágiles y plumaje escaso.

—¡Madre! —exclamó Hugo—. ¿Qué hace levantada a estas horas?

—¿Ustedes quiénes son? —les dijo—. No son horas para visitar a nadie.

Zita vestía camisón largo, estaba descalza y los contemplaba con extrañeza. La misma que se intercambiaron ellos en unas rápidas miradas.

—Zita, soy su nuera —determinó Berta poniéndose en pie—. No debería andar por ahí porque hace frío. Está desorientada.

La mujer se dejó dirigir por ella sin resistencia.

—¿No hay nadie que la vigile? —preguntó a Atilano su nuera.

Él frunció el entrecejo en señal de duda, aunque negó con la cabeza y las dos desaparecieron juntas.

—¿Desde cuándo lleva así? —interrogó Hugo al cabo de unos segundos.

—Va por días. A veces aparenta estar bien y otras, ni me reconoce. Ya ves, decidió que este sitio no le complacía y es como si no viviera aquí.

Hugo abandonó la butaca y se dirigió hacia la ventana. El aire de la sala se había tornado espeso e irrespirable.

—¿Por qué empezó todo, padre? ¿Qué sucedió para que nos odie tanto?

—¡Cómo puedes decir eso! Tu madre te adora.

—¡Buf! —resopló—. Pero si no sabe ni quién soy.

—Porque no se encuentra bien, pero todo lo ha hecho por ti. De lo contrario, quizá hubiera regresado a Italia y me hubiera abandonado.

—Perdone, padre, pero no le comprendo. ¿Acaso discutieron ustedes? ¿No se entendían? ¿Fue por mi culpa?

Atilano vertió coñac sobre su copa. Empezaban a ahogarle tantas preguntas.

—Hijo, deja de mortificarte. Hay cosas que suceden en los matrimonios que no obedecen a razón. Pasan y ya está. Tú estás casado y lo puedes deducir.

—Precisamente por eso, porque yo nunca haría nada que dañara a mi mujer y menos a mis hijos. —Hugo respiró hondo; le costaba proseguir—. ¿Por qué madre dejó de dormir con usted?

Atilano se revolvió incómodo en el sillón y eludió su mirada. No encontraba el modo de desglosar su vida de pareja en cuatro frases y daba vueltas a la alianza en silencio. Cómo le explicaba a su hijo que no había existido más motivo que el tedio, porque cuando este invade la vida de las mujeres y ellas dicen «no», las puertas se cierran para no abrirse. La de su matrimonio se había atrancado a los treinta y dos años —la edad actual de Hugo—, y Atilano los juzgó muy pocos para renunciar a sus conquistas. Quién le contaba que entonces inició un rosario de cortejos. Y reflexionó un instante en aquellas mujeres cuyo cariño trató de compensar con joyas y vestidos, y que no significaron nada para él. Hasta que apareció ella.

Pero qué padre es capaz de argüir al hijo que el verdadero amor de su vida no fue su madre.

—¿Interrumpo algo? —inquirió Berta al regresar.

—No, querida —alegó su suegro—. Yo ya me iba a dormir. Buenas noches.

El hombre dejó el salón y en él, a su hijo desorientado.

Al día siguiente, Hugo emprendió camino hacia Madrid con el propósito de enviar algunas cartas y mantener diversas reuniones que allanaran el viaje a México. La excusa ante su esposa fue que no podía desatender los negocios por tanto tiempo.

El resto de los habitantes siguió viviendo al ritmo lento de Casa Gialla.

Aurora pasó aquellos días jugando con los hermanos y especulando acerca del origen del sello con el que alguien había querido celebrar su cumpleaños.

El anillo era una pieza compacta de oro amarillo en cuyo centro se engarzaba una aguamarina. Estaba segura de que el regalo no provenía de Berta, porque no habría actuado con tanto secretismo. Así que el único en quien podía pensar era en Hugo —pues él siempre le había obsequiado algún regalo al volver del internado—, aunque no se diera por aludido cuando ella le buscó con la mirada durante el desayuno.

En adelante, Zita se iría aficionando a sus escapadas, mientras en Berta crecían la apatía y la desgana, que Aurora achacó a la ausencia del enamorado. Una mañana le pidió que se sentara junto a ella y le acarició la cabeza.

—No has bajado al pueblo, ¿verdad? —dijo—. Deberías ver a tus hermanos.

Aurora sospechó el derrotero de la conversación. No le agradaba.

—Son tu familia y, aunque no te hayan mostrado afecto, no les debes guardar rencor. O te arrepentirás en un futuro.

—Lo que usted diga —asintió resignada.

—Aurora, pienso que es bueno para ti.

Resultaba incomprensible que algo que la lastimara pudiera ser beneficioso, pero aceptó sin replicar. Y al caer la tarde ocupaba el asiento delantero de un coche que la conduciría hacia su pasado.

El pueblo de Valdelomar, ubicado a tres kilómetros de Casa Gialla, crecía alrededor de una calle principal en torno a la cual surgían unos sarmientos de ínfimas construcciones. Chozos de adobe y ladrillo en los que malvivían familias enteras.

Aurora descendió del vehículo y tomó una callejuela hasta desembocar en uno de ellos. Allí descorrió una burda tela rayada antes de escurrirse dentro.

Entre la penumbra identificó una olla humeante, una mesa, varias sillas de enea, un deshecho catre y una mujer amamantando a un crío. Esta tardó un rato en reaccionar y darse cuenta de que acababa de entrar su hermana.

—¿Cómo estás, Consuelo? —así se presentó—. Soy Aurora.

—No soy Consuelo, soy María —respondió una voz áspera—. Pero es normal que no te acuerdes de nosotras. Consuelo está en la era, con su marido.

—¿Es mi sobrino? —preguntó ella.

—El último. —La mujer destetó al bebé y le mostró un renacuajo desfallecido—. No sé si va a salir adelante porque nació antes de tiempo y no chupa nada.

—¿Qué tal estáis todos? —inquirió reteniendo las lágrimas.

—Depende, a veces muertos de hambre y otras de pena. Estás guapa. ¿Qué tal la capital?

—Ahora con la guerra es muy peligrosa. Pero me gusta mucho. ¿Y Vicente? —preguntó por su hermano.

—Se ha ido del pueblo. A defender su pan y el nuestro, aunque le cueste la vida.

E interpretó que se había afiliado al ejército, dejando mujer e hijos. Entre las dos se instaló un silencio solo roto por el ulular del viento colándose por los resquicios de la argamasa de las paredes y el crepitar de la lumbre.

—¿Quieres un vaso de caldo? —preguntó su hermana señalando a un caldero sobre ella—. Es lo que hay, aunque tú estarás acostumbrada a otras cosas.

Aurora se sirvió un poco del mejunje que hervía dentro de la olla y lo probó sin ganas, por no hacerle un desprecio. Solo deseaba salir de allí. Entonces preguntó por sus sobrinos. Ella recordaba cinco.

—Tienes nueve, sin contar con esta birria: dos del Vicente, cuatro míos y tres de la Consuelo. Somos unas conejas, y eso que ya hemos enterrado tres.

—¿Puedo verlos?

—¡Anda, estaría bueno! —Su hermana depositó al recién nacido en una caja y salió de la choza—. ¿Ves aquellos olivos? Se han empeñado en excavar una trinchera. Ve tú, no quiero dejar al crío, no vaya a morirse solo.

Aurora rebasó el mísero lugar donde habitaba su familia y dirigió sus pasos campo a través. Le caían lagrimones por el rostro, pero era el único modo de desenredar su madeja y liberar sus cabos.

Nunca había sido consciente de la suerte que supuso marcharse a Madrid y ahora lo entendía. A ella la vida le había dado otra oportunidad, aunque el desencadenante de esta decisión fuese una gran tragedia.

Todo el trecho de vuelta a Casa Gialla lo hizo llorando. Antes había visto a sus sobrinos —una recua de chavales más malos que la tiña— y dijo adiós a su hermana de lejos, porque le dolía averiguar si el bebé vivía aún o no.

El chófer se apeó para abrir los portales de hierro cuando se abatía el sol. El atardecer había transfigurado el torreón en una imagen diabólica, dueña de un ventanal enrojecido como la sangre. Aurora tragó saliva y se limpió la nariz con la manga de la rebeca antes de mirar hacia él.

El miedo y las contriciones no podían suplir eternamente a los juicios, pues tarde o temprano debía madurar. Lo que implicaba dejar de arrastrar por su biografía a los muertos y enterrarlos de una vez; aunque paradójicamente tuviera que exhumar el contenido de su baúl y airear los secretos que amparaba.

Pero ¿estaba preparada para ese trance? No lo sabía. Entonces observó algo anormal en el torreón, el rastro de una sombra al cruzar rauda el ventanal. En el mismo espacio donde falleció la abuela de Hugo y la maldición había condenado a su familia.

—Me quedo aquí —determinó solemne al chófer—. Gracias, señor.

Blindada por una firmeza inusitada en ella, Aurora bajó del coche antes de que llegase al porche delantero. Lo prefería para no encontrarse con nadie. Después bordeó la fachada hasta la entrada exterior del torreón. Sentía el aleteo del corazón martilleando sus sienes.

Sin duda, lo más simple hubiera sido encontrárselo cerrado. Así no habría sido preciso discurrir más. Ella habría hecho el esfuerzo de tomar la decisión, pero el destino se habría pronunciado con rotundidad. Sin embargo, la puerta cedió sin esfuerzo.

Una, dos, cien hojas de un cuaderno descuajeringado al aire, sus excusas se precipitaron al vacío.

Penetró en un vestíbulo que poseía pocos muebles: un aparador, su espejo y un perchero atestado de sombreros y viejas prendas de abrigo. Un poco más al frente, ascendían los peldaños de una escalera de caracol de notable anchura. Asentó el pie sobre el primer escalón y los fue sumando igual que batallas conquistadas.

Costaba creer que estuviera a punto de entrar en el laberinto de sus tinieblas.

Cuando llegó arriba, el ambiente se había condensado y le costaba respirar. Aurora se quitó la chaqueta de punto y desabrochó un par de botones de su vestido, perdiendo la cuenta de los segundos en que retuvo su temblorosa mano sobre el picaporte antes de decidirse a abrir la puerta.

Al doblar la manija, la hoja de madera dejó paso libre al cuarto del torreón. La habitación, que se extendía por casi toda la planta, estaba regida por una cama endoselada, cuya colcha reproducía los mismos abigarrados motivos de la pared. El resto era el sabido mobiliario de caoba y el suelo entarimado que aún gemía bajo cada pisada. Lo recordaba a la perfección, pero ahora le parecía más pequeño.

Aurora se extrañó de encontrar la ventana abierta y sin querer imaginó la de veces que dos mujeres habían contemplado aquel mismo espectáculo. La abuela de Hugo y Antonia, su madre. Bajo los cristales se ubicaba un escritorio y, apoyada en él, una lámpara de tulipa. La joven pulsó el interruptor y la estancia se llenó de luz, infiriéndole una pátina doméstica. El bufete estaba dividido por varios cajones irregulares. Aurora los abrió y cerró sin hallar nada, salvo papeles macilentos, algo que delataba la pantomima del lugar, pues nada allí poseía vida alguna. El cuarto del torreón estaba muerto.

En la pared opuesta, unos estantes albergaban libros y figuras de porcelana ordenados con hierática precisión. Pero también ocultaban otra mentira. Los objetos decorativos eran una treta, una medida disuasoria para alejar la atención de la estantería, tras la que Aurora tendría que haber permanecido escondida aquella noche, al igual que en otras ocasiones. Pero ¿por qué no lo hizo? ¿Qué maldita desobediencia la había condenado a no participar del secreto que guardaban las baldas suspendidas de la pared?

Al avanzar hacia ellas tropezó con unos botines de seda descuidados junto a la cama. Tenían un tono empolvado y lucían una inicial bordada en la puntera. Apenas reconoció la letra se derrumbó sobre el suelo.

—No está —afirmó Berta desde el umbral—. No está aquí, no te obsesiones en buscarla.

La mujer avanzó unos pasos y se sentó junta a ella.

—¿Por qué no me has pedido que te acompañara? —le dijo.

Sin embargo, Aurora parecía encontrarse en trance; tan absorta que no había percibido sus pisadas en el rellano.

—La he visto, por la ventana —confesó a duras penas.

—No, es imposible y tú lo sabes.

—Sí, yo la presentí la noche del primer día…

Mientras se esforzaba en sosegarla, Berta habría de rememorar los golpes propinados por su suegro, años atrás, en la puerta de su alcoba. Aún flotaba en su mente la agitación de su voz y la impresión que le causó ver la sangre que profanaba sus burguesas ropas. «Tienes que ocuparte de ella», le rogó entonces, y acto seguido fue a por Aurora, quien, como un ovillo, se acurrucaba contra la pared.

—¿Qué es lo que sucede, Atilano? —inquirió ella.

—Ahora no hay tiempo para parloteos, Berta. Y no avises a nadie hasta que vuelva, por favor. —Y desapareció al momento.

Fue la noche del 23 de junio de 1929. Berta tumbó a la niña en su cama y la interrogó por la causa de semejante conmoción. Aurora no habló entonces. Tampoco al día siguiente. Ni al otro. Durante semanas guardó un mutismo que les llevó a dudar si no habría sucumbido a alguna enfermedad. Iniciado septiembre, y con el parto de su primer hijo en vísperas, llegaba el momento de regresar a Madrid; sin embargo, se sintió incapaz de abandonar a una cría desorientada allí donde no pertenecía a nadie.

—No te engañes —retomó Berta—. Tu madre está muerta.

Al oír la frase, Aurora dedujo que su vida era una tragedia. Sin paliativos. Cruel. Arbitraria y tirana. Hecha de presentes míseros y pasados amargos.

Entonces se limpió las lágrimas con una manga y pareció recomponerse.

—Porque la maté yo, ¿es eso, verdad? —preguntó a Berta con insolencia—. Fui yo la única culpable. Por mi culpa. Porque no cerré la puerta.

—No fuiste responsable de nada, querida —atemperó la mujer—. Simplemente, una niña que vio lo que nunca debería haber presenciado.

—¡Usted no lo entiende! —gritó Aurora histérica—. ¡Yo disparé! Fui yo quien mató a mis padres.