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Valdelomar, España. 3 de agosto de 1936

—¿Qué diantres es eso? —alertó Berta—. ¡Para, Hugo!

—¿Estás loca, mujer? —protestó él—. ¿Pero no ves que tengo los coches detrás?

—Se trata del torreón —habló ella—. Creo que hay alguien en la habitación.

Hugo apartó la vista del camino y, aflojando la marcha, acechó a su mujer.

—Hace años que ahí no sube nadie y tú lo sabes —sentenció dramático.

—Juraría que lo he visto.

—No has dormido en toda la noche, Berta. Estás agotada.

—Puede ser.

La mujer sacó los brazos por la ventanilla y jugó con el viento, tratando de olvidar la sombra que había creído reconocer. Tenía razón él, desde hacía siete años el rincón más enigmático de Casa Gialla se había convertido en un espacio endemoniado que no visitaba nadie, soterrando de este modo lo que allí había sucedido.

Ese lunes, apenas amaneció, Berta y los suyos habían sacrificado su confortable vida madrileña para instalarse en Valdelomar, huyendo de la debacle que era la capital. Por desconfianza y precaución. Porque los contactos de Hugo así se lo habían sugerido al abogado. Porque pronosticar cuándo acabarían los efectos de la sublevación parecía un inútil ejercicio de adivinación. Porque, y esto no se había deslizado de la mente de su marido, aquella sería la primera escala de un larguísimo viaje.

A medida que se acercaban, la turbadora torre iba engrandeciéndose. El sol se hendía en el horizonte y el amarillo que diera nombre al lugar empezaba a enrojecer incendiando los cristales. Entonces volvió a distinguir la estela de una figura alborotando los visillos. Pero esta vez Berta no dijo nada.

Cuando el cortejo de vehículos accedió al portón principal de Casa Gialla, además de la mayoría del servicio perfectamente uniformado, los aguardaba el «ogro grandullón» con los brazos abiertos. Así calificaba Aurora a Atilano en su fuero interno.

—Que haya tenido que desatarse una guerra para que vengáis a verme. ¡Ya está bien! —saludó el patriarca de los Vigil de Quiñones.

—¡Padre, no diga usted eso ni en broma!

Aurora bajó la primera del coche y rehuyó su mirada mientras ayudaba a los niños a descender. No obstante apreciaba sus ojos sobre ella, lo que la incomodó tanto como para coger su maleta dispuesta a desaparecer dentro de la residencia.

—Se deja esto, señorita —advirtió el conductor, señalando el Baúl de los Secretos. Ojalá lo hubiera olvidado dentro, pero su presencia la perseguía como condena por cumplir.

—Niños, saludad al abuelo —sugirió Hugo a sus hijos—. ¿Y madre?

—En el salón, ordenando partituras —aclaró Atilano.

—Sabe que venimos, ¿no, padre?

El hombre se encogió de hombros, pues él y su mujer mantenían la misma distancia que sus iniciales en el abecedario. No siempre fue así. Al principio, Zita fue un arrebato incapaz de embridar.

Atilano conoció a Zita en uno de sus frecuentes viajes de negocios a Italia, y, tras el implacable flechazo, se casaron ocho meses después en este país. De modo que la genovesa, acostumbrada a un paisaje prolijo en matices, se desmoronó en cuanto vio la tierra de su marido. Corría el verano de 1904 y Valdelomar era un secarral consumido.

Tutto è giallo[4] —había pronunciado antes de desvanecerse, y de tal manera bautizó a la imponente casa. La pareja desconocía que esperaba ya un hijo.

—¿Dónde queda el mar, mio caro? —preguntó una vez repuesta, dominada por la nostalgia de Génova.

—A trescientos kilómetros por una carretera empedrada e impracticable, amor. Pero si tú me lo pides, lo pongo a tus pies —se comprometió Atilano.

Así fue. Entonces estaba loco de atar por Zita y, fruto de su delirio, mandó construir una enorme piscina que circundaba la parte trasera de la vivienda. Una especie de lago artificial, con remansos de arena traída del Mediterráneo a modo de playas, donde se reprodujeron toda clase de peces y plantas acuáticas.

—¡Igual que el de Brugneto! —exclamó Zita, cuando le mejoró el ánimo, al recordarle el gran lago italiano.

Atilano pensó erróneamente que las incomodidades de la recién casada irían prescribiendo cuando alumbrara a su hijo. Pero lejos de esta suposición, Zita fue alimentando un desafecto cada vez mayor hacia aquella región bárbara, indocumentada y paupérrima —como la adjetivaba ella— llamada Castilla-La Nueva, y cuyo lugar en el mapa tardaría en aprender. La italiana empezó despreciando la heredad y siguió con el hombre, del que no entendía cómo pudo haberle inspirado esa clase de deseo que arranca las enaguas y mariposea el estómago.

Pasó meses y años tratando de mitigar este desafecto. Adquiría cortinajes y muebles nuevos. Cambiaba los usados de sitio. Colmaba los jarrones con flores. Impartía clases de italiano al servicio, aunque para ellos resultaran inservibles sus enseñanzas. Llenaba Casa Gialla de música. Atendía con férrea disciplina a su hijo Hugo. Pero nada frenaba sus deseos de huir, por lo que empezó a viajar a Italia. A su vuelta venía cargada de maletas llenas de telas, acuarelas, hilos de mil colores y partituras de música, entre las que valoró especialmente unas óperas dedicadas por el maestro Puccini. «Él vive en Torre del Lago y yo poseo mi lago Zita», solía decir cuando se encontraba de buen humor, lo que sucedía pocas veces. Lo normal era que no dejase de refunfuñar o se encerrase en su propia alcoba, porque desde 1910 había abandonado el dormitorio matrimonial para no regresar.

Hugo entró en el vasto salón. Halló a Zita sentada y rodeada de papeles.

—¡Madre! —exclamó el abogado—. ¿Por qué no ha salido a recibirnos?

Zita levantó la cabeza y Hugo se estremeció. Frente a él estaba una anciana con el moño entreverado de canas y unas temblorosas manos nervudas que estrangulaban las obras musicales.

—¿Ha venido Giacomo? —dijo Zita sin ninguna emoción—. Habrá que prepararle el piano, digo yo. ¡Vete y ordena al servicio!

—¡No, madre! Soy Hugo, su hijo. ¿No me reconoce usted?

—¿Y qué haces aquí? —preguntó extrañada—. ¿Tú no estabas casado?

—Con Berta —trataba de contemporizar, sin dar importancia a sus desvaríos—. A usted le gusta mucho, dice que le recuerda a las mujeres genovesas. Y tenemos dos niños, ¿se acuerda? Hugo y Tirso.

—A ver, no me voy a acordar.

Zita empezó a leer las partituras y se puso a canturrear.

—Es lo único que hace —le advirtió su padre desde el umbral de la puerta—. Escuchar una ópera tras otra y mirar fotos antiguas. Si le sirvieran para recordar, pero ni eso.

—Madre, ¿quiere ver a sus nietos? —insistió Hugo.

—Bueno, hijo —admitió ella—. Oye, ¿tú por qué no estás hoy en el colegio?

La familia cenó muy temprano y se retiraron a descansar.

—¿Quieres que charlemos, Hugo? —preguntó Berta mientras se acostaba.

—¿De qué?

—De ella —aclaró—. No me ha reconocido.

—No quiero hablar de eso, Berta —respondió incómodo.

—A lo mejor te haría bien. Para Zita deben de ser muchas emociones.

Hugo entornó las contraventanas. Permaneció de espaldas unos segundos y después miró a su mujer con ojos enrojecidos.

—¿Cómo crees que debe reaccionar un hijo cuya madre no le recuerda?

—No seas injusto, Hugo. Está enferma y hay que tener paciencia.

—¡No digas tonterías, ni la disculpes! —protestó quitándose las zapatillas de un puntapié y sentándose en la cama junto a su esposa—. Mi madre se ha pasado la vida apartándome de su lado. Y tú lo sabes perfectamente, Berta.

—Tendría sus motivos —trató de suavizar la mujer.

—¿Motivos? —escupió—. ¿Mis estudios, por ejemplo? ¿Sus continuos viajes? Jamás me visitó en el internado. Ni una vez. Cuando los otros chicos tenían el abrazo de sus padres en la puerta, yo me encontraba con un chófer. Siempre ha hecho lo que le ha dado la gana.

—A lo mejor se ha evadido del mundo porque ha sido infeliz en él —aventuró ella—. Tú siempre me has dicho que echaba de menos su país.

Berta recorrió la columna de su marido con los dedos, para después lamerle la nuca mientras desabrochaba los botones de su camisa.

—¿Y tenía que amargar a mi padre? —decía Hugo, como si las manos de su mujer no le hablaran también—. ¿Distanciarse de mí?

—En mi opinión, ha vivido en dos lugares simultáneamente, y, al final, no forma parte de ninguno.

Berta bajó los dedos por su torso hasta la cintura y le aflojó el pantalón.

—Regresaba a Génova cuando quería.

—No se trata de eso, Hugo. A veces uno se siente extraño en su propia casa.

—¿Ah, sí? —replicó mordaz—. Pues tenía una mansión para ella sola.

Tras un rato jugueteando entre la ropa interior, Berta había liberado su falo y de un salto abandonó la cama para arrodillarse ante él. Los embarazos no limitaban sus deseos, al contrario. Mientras, su marido razonaba teorías.

—A veces creo que ella es culpable de todo lo malo que ha sucedido aquí. —De repente miró a su mujer desconcertado y la descubrió practicándole una felación—. ¿Qué haces?

—Callarte de una vez.

Aurora tomó un tazón de leche antes de retirarse a su cuarto. Estaba triste. No solo porque la estancia en Casa Gialla fuera un suplicio, sino porque nadie le había felicitado el día de su cumpleaños. ¡Qué aniversario tan triste fue aquel!

La casa permanecía en penumbra y sus livianos pasos eran lo único que se oía aquella noche, aparte de los sonidos del campo. En la ciudad los había extrañado. El croar de las ranas, las cigarras apareándose, las ramas coqueteando con el agua… Siempre le había agradado meterse en el lago y sentir el jugueteo de los líquenes en sus pies. Cuando lo hacía, conseguía olvidar que a pocos metros se situaba el torreón.

Al cruzar el zaguán, vio el estanque a través de la galería que lo conectaba con la vivienda. ¿Por qué no acercarse? Al fin y al cabo, sospechaba que le iba a costar dormirse. Así se dirigió al porche trasero y pisó la arena de la playa artificial que delimitaba de punta a punta la fachada. Sin pararse a mirar atrás, se adentró en el lago. El agua estaba oscura, lóbrega; sobre ella, apenas se distinguían algunos tiznajos blanquecinos, cuando la luna se despejaba de nubes. Aunque pareciese absurdo, prefería la negrura del agua a la construcción que se levantaba a su espalda. Después de chapotear un rato, decidió recogerse en su alcoba. Entonces lo oyó. Reconoció el sonido de aquella llave forcejeando en la cerradura. Lo había escuchado años atrás, mientras se escondía entre unas faldas de paño y olía en otra piel ese jabón tan familiar.

Quería echar a correr, pero se reconocía incapaz. Permaneció inmóvil, en silencio, rezando por hacerse invisible.

En la eternidad de aquellos minutos creyó distinguir un reflejo amarillo rielando sobre la superficie. Como si alguien hubiera encendido una luz en una parte de la casa y su destello se hundiera en la laguna. Aurora dedujo dónde, pero no se giró. No hasta que no estuvo segura de que los pasos se diluían en la oscuridad de la mansión. El miedo paraliza o activa, y ya era hora de que el suyo la forzara a huir de allí. Salió del lago en estampida y no se detuvo hasta alcanzar su humilde dormitorio.

Una vez a salvo, palpó el embozo de la cama para abrirla a ciegas y meterse en ella, pero entonces sus dedos se toparon con algo. Alguien había accedido a su cuarto, hurgado en su lecho y depositado aquello allí.

En un acto reflejo de rechazo arrojó el envoltorio sobre la cama, pero su curiosidad era mayor y, después de comprobar que se trataba de un pañuelo, lo cogió y se acercó a la ventana. Bajo la tenue luz de la luna, extendió uno a uno los dobleces sobre la palma de su mano hasta airear lo escondido entre la tela de hilo.

En su interior identificó dos cosas que le turbaron. Una era un trocito de papel plegado sobre sí mismo. La otra se trataba de un sello, cuya circunferencia bailaba en todos sus dedos, incluso en el pulgar. Motivo por el que dedujo que sería masculino.

Mantuvo el anillo dentro del pañuelo y procedió a abrir la nota. Se encontró dos palabras escritas a mano. Un deseo superlativo. «Feliz cumpleaños».

Fuera del cuarto, unos ojos habían seguido sus pasos con avidez. Espiando cada gesto. Admirando el cambio abismal que estaba practicándose en ella, de la adolescencia a la juventud. Añorando en sus formas a otras.

—Querida niña —musitaron esos ojos—. ¿Me perdonarás alguna vez?