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Aurora esperó a Edwina un buen rato. Merodeaba por su despacho y ojeaba las firmas de los cuadros para confirmar por enésima vez que ninguno era de su autoría.

—¿Por qué no cuelgas tus pinturas? —le había preguntado en alguna ocasión.

—Me avergüenzan —resolvía la alemana sin más aclaraciones.

Imaginaba que su amiga aún no había saldado las cuentas pendientes que arrastró hasta México en sus gigantescos baúles.

Cansada de aguardar su vuelta, salió de La Orgía Dorada directa a su casa. Allí nadie sabía dónde había estado; nunca hablaba de sus visitas al burdel. ¿Cómo iba a entender Hugo la relación que sostenía con una madame?

Unos metros antes de ver la fachada azul, reconoció el perfil sentado sobre el bordillo de la acera.

—¿Qué haces tú aquí? —increpó a Pablo al llegar a su altura.

—Esperarte —le dijo clavándole las pupilas.

A primera vista advirtió en él cierto desánimo, pero también que su aspecto parecía más saludable desde que no se veían. Seis días, bien llevaba Aurora la cuenta. Pablo ejercía sobre ella una magnética atracción, pero no le gustaba que fuese tan rebelde. Hubiera querido doblegarle como a un potrillo salvaje por más que ignorase qué sentido tendría domesticarlo.

Sus contados escarceos con el sexo contrario nunca habían desencadenado tantas emociones contrapuestas. En Puebla, mantuvo una amistad con un joven ricachón y muy devoto, cuyo cortejo no pasó de hacer manitas frente a tazas de humeante chocolate en los cafés del Zócalo. Pero, por entonces, tenía suficiente con sortear los envenenados mordiscos del azar.

De vuelta al Caribe, había comprobado que el mar suelta lastre en el amor. Durante los bailes del balneario Villa del Mar, algún chico había estrujado su talle y la había besado con ganas y, puesto que no solo no le había importunado, sino que disfrutaba el flirteo, había asumido que una parte de ella tendía a lo pasional. Era Antonia. Su madre revoloteando por dentro. Esa herencia que durante años había ignorado, pero que, tras las conversaciones con Berta y todo lo acaecido en Puebla, Aurora había ido aceptando como un rasgo más de su naturaleza.

—No tenías por qué —respondió orgullosa—. No hay motivo por el que…

—Debamos vernos, ¿no? —atajó él poniéndose en pie.

—Quiero decir que si bien os ayudamos…

—¿Os ayudamos? —interrumpió.

—A los refugiados.

—Somos españoles, Aurora. Como los dueños de La Antigua, donde barro a diario por cuatro pesos. Igual que vosotros.

—Iguales no, la colonia lleva toda la vida aquí y no le gusta mezclarse.

—¡Ah, los gachupines! —dijo Pablo sarcástico—. ¿No se les llama así?

—¿Quién te ha enseñado eso?

—¿Tú dónde estás? Di. ¿En qué bando? ¿En el de los parias o el de quienes amasan dinero con la especulación y la usura?

—Te va a malograr tanto resentimiento —replicó Aurora gravemente.

Las cosas no fluían con el brío que él habría deseado. Al contrario, cuantas más ganas tenía de abrazarla, mayor era el abismo entre los dos. Y eso que se había prometido no volver a mencionar el Quanza, ni mucho menos sus penurias en el campo de concentración marroquí.

—Lo siento —se sinceró al final—. Claro que la gente es hospitalaria, pero me corroen los nervios viendo pasar la vida por delante.

Aurora acarició sus musculosos brazos y sonrió. Le pareció bellísima.

—México es un país libre, Pablo, deberías apreciarlo. Este no es lugar para hablar. Quizá mañana, por la tarde…

A esa hora la calle bullía llenándose de camisas limpias y mujeres con olor a colonia. Al principio no oyeron los gritos de Tula, que había abierto el portón, descompuesta, buscando a Aurora.

—¡Ay, niña, por fin llega! —exclamó cruzando la calle y arrastrándola del brazo hacia la casa.

—¿Qué pasa, mujer? —preguntó asustada.

—Al señor le cayó la salazón y nos va a destripar a todos. ¡Metidito anda en su gabinete profiriendo gritos y llantos!

Aurora no se despidió de Pablo y echó a correr hacia la casona. Cuando entró, se acercó al despacho y golpeó la puerta. Como no obtenía respuesta, pegó el oído a la madera y reconoció un jadeo ronco al otro lado.

—Ábranla —ordenó.

—¿Sin llave, niña Aurora? —replicó Tula.

—¡Como les dé la gana! ¿Acaso no oyen?

—No sé qué tan fuerte soy para un empellón —habló un mozo—. Voy, pues.

El golpe hizo saltar la cerradura, despejando el paso a un cuarto que tenía las cortinas echadas y olía a vómito. Algunos muebles auxiliares, los libros y decenas de objetos de valor hechos añicos alfombraban el suelo. Hugo yacía en el suelo, junto al sofá, doblado sobre sí mismo. Parecía que en lugar de unos minutos hubiesen pasado años y se hubiera convertido en un anciano.

—Hugo, ¿qué te pasa? —dijo ella arrodillándose—. ¿Qué has hecho?

Él se resistía a hablar, pero Aurora lo enderezó irguiendo su espalda.

—Ahora ella —tartamudeó Hugo, envuelto en lágrimas.

—Está así desde la conferencia —precisó Tula—. Atendió al teléfono y ya no paró de gritar. Como la otra vez, niña. Igualito que cuando la desgracia.

La india se santiguó implorando a los santos por lo bajini. Aurora se estremeció al pensar en los días grises de Puebla y el manto de tristeza en que quedó envuelta la familia.

Le besó en la frente. En los ojos mojados. Entre el nacimiento del pelo y el mentón, no dejó un centímetro de piel sin laminar con sus labios. Pero por más amor que aplicara, su intento de consolarle parecía baldío.

—Vamos, tienes que hacer un esfuerzo por reponerte —le dijo—. ¡Ayúdenme a levantarlo!

El mozo y Tula le tomaron por las axilas mientras ella trataba de agarrarle. Hugo cerraba con fuerza su puño derecho. Entonces distinguió una cadena que asomaba a través de él; tras vencer su resistencia descubrió que dentro de la mano apretaba la medalla de una virgen.

—¿Qué significa esto? —preguntó incrédula.

No era para menos. Sin considerarle un agnóstico recalcitrante, Hugo no frecuentaba las iglesias ni se entregaba a rezos. Ni siquiera usaba símbolos religiosos en su indumentaria.

Palpó la medalla y trató de recordar dónde la había visto antes. Desde luego, no formaba parte de las joyas de Berta, ni estuvo nunca entre los pequeños tesoros contenidos en el Baúl de los Secretos. Sí en otra mano femenina, y de ella pasó a Hugo como si le encomendase un testamento final.

Súbitamente Aurora lo comprendió todo.