15
A Pablo le tocó instalarse en la Escuela Cantonal, compartiendo litera con Miguel Morayta, y desde el principio trató de adelantarse al futuro.
—¿Ahora qué? —preguntaba todas las noches.
—A descansar, artista, que mañana será otro día —zanjaba Morayta como si fuera un padre—. Piensa en ella. ¡Dios es grande y te la ha devuelto!
—Pero habrá que buscar trabajo, digo yo. ¿Dónde quedan los estudios?
—Has pasado meses durmiendo al relente y en pensiones llenas de chinches. Para la cabeza y dale descanso al cuerpo.
—¿Cómo voy a dormir si no tenemos ni una perra gorda? —volvía a insistir.
—¡Pesos! Las pérdidas de hoy pueden ser ganancias de mañana. Mira que te lo haré repetir alguna vez.
Salvo los que tuvieron oportunidad de arramblar con sus ahorros, tarea casi milagrosa, o los relacionados con la sociedad mexicana por familia o amistad, nadie poseía dinero. La evacuación de los españoles del Quanza había sido sufragada por el JARE —Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles—, al frente de la cual Indalecio Prieto se encargaba de gestionar los recursos de la derrocada República. Eso sí, tras haber pleiteado largo y tendido con un organismo paralelo bajo la órbita de Negrín, llamado SERE.
Pero los fondos escaseaban, y entre albergues, comedores y hospitales, poco quedaba para subvencionar nuevos proyectos, como el inicio de un negocio. Además, la picaresca había propiciado el negativo retrato de un refugiado haragán, un vago que prefería cobrar subsidios a ganarse la vida con empleos precarios, dado que el país no se caracterizaba precisamente por la alegría de sus sueldos.
Total, que en Veracruz remoloneaba un grupo heterogéneo de españoles en busca de parné. Libres, cierto es, pero más pobres que las ratas.
Con semejante realidad, Pablo no podía dilapidar su tiempo y empleaba las mañanas en ayudar a cuanto tendero español se echaba en cara. Para ellos ordenaba estantes, limpiaba la trastienda o empaquetaba lo que se terciara. A cambio recibía unos pesos con los que invitar a Aurora por la tarde.
Pasaron los días; el primer sábado en la ciudad despertó cubierto y ventoso.
—El fuerte lo mandó construir Hernán Cortés —le informaría Aurora cuando visitaron la isleta de San Juan de Ulúa—. Fue la primera tierra firme que vio desde el mar. Igual me sucedió a mí desde la cubierta del Île de France. Era un Viernes Santo y Cortés la bautizó Villa Rica de la Vera Cruz.
—¿Tú crees en Dios? —inquirió de pronto Pablo con gravedad.
—Por supuesto —contestó ella, ignorando el motivo de ese cambio en él—. Mañana es domingo e iré a misa con los niños.
Oyéndola, Pablo corroboró que llevaba años sin entrar en una iglesia. E incluso había declinado la posibilidad de sumarse a las oraciones a bordo de un buque en que se contaban más católicos que descreídos.
—¿Sabes que pasé la última Semana Santa encerrado en un barco? —le dijo.
—¿En el Quanza? Pero ¿cuánto habéis tardado en llegar aquí?
—Fue en otro. Uno maldito.
Hasta el momento, las confesiones de Pablo con respecto a su viaje habían sido tibias, pero esta frase abrió en él la espita del dolor iniciado el 16 de enero de 1941. En esa fecha salió de Marsella hacia Argentina, en una travesía que debía durar en torno a quince jornadas, y que fueron más, infinitas más.
—Adquirimos un pasaje al mismísimo averno —admitió el joven al encarrilar su relato—. Porque eso era el Alsina, un barco francés acostumbrado a trasladar emigrantes donde nos metimos unos 200 españoles; el resto eran judíos y americanos. Total, 750 desarraigados en busca de patria, sin poder entendernos hasta que los portugueses nos enseñaron su lengua. Los hombres y las mujeres íbamos separados: en la bodega de proa, nosotros, y ellas, en la de popa. La nuestra tenía una abertura en el techo porque el aire era irrespirable, pero durante la noche las olas arrasaban la cubierta y se colaban dentro empapándonos. Menuda temeridad viajar con los alemanes torpedeando cualquier cosa que se moviera en tierra, mar y aire; pero al fin rodeamos la costa española hasta desfilar por el Estrecho e hicimos la primera escala en Dakar. ¿Sabes dónde queda?
—En África, claro —replicó Aurora resabiada.
—Es la capital de Senegal, colonia francesa del África negra. Pura sabana y una costa dorada con las copas de los árboles de aceite rompiendo su perfil. Nada más entrar en la bahía izaron la red metálica que la protegía de submarinos enemigos y lo que vimos fue dantesco: torpederos y toda clase de barcos ardiendo a medio reventar.
—¿Por?
—Un par de días antes la Royal Navy había atacado a los buques franceses tratando de evitar que la armada alemana los utilizara. —Pablo enumeraba los hechos fríamente, para protegerse del calvario que suponía revivirlos—. Anclamos en ese mar de fuego, sin saber qué iba a ser de nosotros. Era 27 de enero y no zarpamos en cinco meses. Cinco meses allí porque el barco carecía del plácet del gobierno británico para cruzar el Atlántico.
—Para eso están las autoridades portuarias, ¿no? Aquí lo hacen a diario. —A ella le costaba entender los comportamientos ilógicos de la guerra.
—A los barcos franceses se les impedía navegar a América sin obtener antes el consentimiento, y tanto lo dilataron que resultó imposible. Entonces nos rodearon el acorazado Richelieu y varios buques de guerra, prohibiéndonos bajar del Alsina.
—¿Quieres decir que no pudisteis desembarcar?
—¡No! —exclamó Pablo con la saliva blanqueando las comisuras de su boca; lo provocaba la rabia y el recuerdo de un miedo que atemorizaba al mismo miedo—. Era una cárcel flotante. Las horas pasaban en un tedio insoportable porque, a pesar de que tratábamos de negociar otro flete, nadie se hacía cargo: las autoridades españolas no entregarían más de lo abonado por los trayectos; las francesas se desentendieron, y la tripulación igual. A lo sumo ponían otro barco, si costeábamos nosotros la diferencia del pasaje. ¡Pero no teníamos dinero ni forma de conseguirlo!
Ahora entendía parte de su tristeza, de la nostalgia desencadenada por arrastrar una existencia llena de parches.
Siguieron avanzando con el mar a sus espaldas. Ese océano que significaba una promesa de libertad, pero que, tal y como Aurora comprobaba, también podía ser una prisión. La pareja llegó a los Portales de Lerdo. Eligieron una mesa en una de sus terrazas, y pidieron un café y unas conchas que rebosaban nata.
—¡Los hombres siempre metidos en la ideología! —prosiguió Pablo—. Allí, en mitad de la bocana del puerto, asfixiados por la humedad y el calor, solo teníamos cabeza para organizar tertulias con el objetivo de derrocar al nuevo régimen y redactar idearios. Hicimos hasta periódicos en todos los idiomas del barco.
—Deberíais estar escarmentados, porque las doctrinas solo conducen a la cerrazón —adujo ella probando la nata con la lengua—. La vida es otra cosa.
—¿Qué coño es la vida, pues? —soltó Pablo con un punto de crispación.
—Esto. La alegría que sale de cualquier café, los que bailan allí un danzón —contestó Aurora señalando a unas parejas que seguían el ritmo de una danzonera al fondo de la plaza—. El afán de los vendedores de cacahuetes, las risas de los niños, qué sé yo. Las cosas pequeñas.
—También cumplir un sueño… como hacer cine. Nada tiene sentido si uno no puede luchar por algo; eso o derrocar gobiernos impopulares.
A Aurora se le ensombreció el semblante. Pablo le recordó a quienes se quedaban anclados, como barcos en el muelle sin más camino que recorrer, y sus discusiones giraban siempre en torno a los mismos argumentos.
—A veces es mejor una mala paz que la más justa de las guerras —adujo ella.
—¿Quién tiene paz cuando vive un presente ruin? Nadie puede tenerla en mi país, aunque ya no se oigan las bombas. Mientras tú te bañabas en este mar, la gente allí se moría a chorros. Reventada por las balas o de hambre.
—¡Eres un impertinente! Por lo poco que recuerdo de ti, no has cambiado.
Se levantó, se ajustó la chaqueta y se despidió con un simple «no quiero demorarme en volver». Pablo ni siquiera se esforzó en retenerla. Él creía firmemente en sus convicciones, que, desde luego, no eran las de esa joven con apariencia de burguesa, aunque fuese simplemente una niñera.
Aurora se perdió entre el bullicio de Independencia y sintió cómo se deslizaban unas lágrimas por sus mejillas. No quiso frenarlas.
Hasta que no se echó encima el ocaso y las luces de las farolas empezaron a cargar los Portales de sombras chinescas, Pablo no se puso en pie. En ese tiempo ingirió varios cafés y repasó mentalmente el resto de su truculenta historia a bordo del Alsina.
Una vez disminuidas las provisiones y los medicamentos, las enfermedades fueron diezmando la salud de aquellos «escombros vivientes de un mundo hundido», tal y como describiera Niceto Alcalá-Zamora a los pasajeros del barco. Cierto que el ingenio, sumado al cáustico humor de los españoles, les había permitido sobrevivir entreteniéndose en clases de idiomas, torneos de ajedrez —juego habilidoso de pocas palabras en el laberinto lingüístico del barco, cuya final ganó, por cierto, un hijo del expresidente—, representaciones teatrales y mucha creación literaria, alguna de cierta talla y casi toda de andar por casa. O por cubierta.
Recordaba Pablo que en mitad del desamparo surgían tentativas de huida. A veces por amor, como las parejas que previo pago tomaban una motora y se perdían por las calles de Dakar en busca de algún motel donde sentir lo que a bordo era imposible. Otras por rebeldía o por afán de libertad. Así, su ardor aventurero le abocó a forjar proyectos de fugas peregrinas.
—¿Y si abandonamos el barco en plena noche y cruzamos la frontera? —había presionado alguna vez a Miguel Morayta.
—¿Tirándonos al agua? —respondía este mordaz.
—Al océano voy si nos mandan de vuelta a Marsella. ¡No regreso al campo de concentración más que muerto! —blasfemaba el joven.
—¿Pero no ves que nuestros permisos no valen en Senegal y si vamos al sur nos metemos en Guinea, que es la boca del lobo?
—Pues a Liberia, territorio libre apoyado por Estados Unidos.
—¡El mundo está en guerra, mentecato, no queda tierra libre! Puede que ni siquiera lo sea Argentina, aunque no lo digas en alto, que allí vamos cuando los británicos o los franceses dejen mover este apestoso barco.
Una madrugada, un grupo de pasajeros trató de escapar, pero las autoridades los interceptaron y en represalia confiscaron todos los pasaportes. Menos los de unos pocos acaudalados que viajaban en primera, y cuyos billetes terminaron comprando otros pasajes en barcos de lujo, o en veleros rumbo a los mares de China. Y con esto Pablo olvidó sus sueños de desertar.
Pasaban las semanas y la falta de noticias minaba la moral. La miseria empezaba a cobrarse sus primeras víctimas, como un pasajero judío, cuyo funeral improvisaron entre todos, o un niño muerto de fiebre amarilla después de tres días de agonía. Era terrible contemplar los rostros de unos chavales alimentados únicamente de leche condensada.
—El hambre me come las tripas —decía Pablo a medianoche—. ¿No las oyes?
—Te oigo a ti, que eres mi cruz —le hacía callar Morayta.
La pareja compartía camastro y alimento, poco y disperso, porque el último servicio de comidas se daba a las cinco de la tarde y de ahí al desayuno tocaba vegetar en la abstinencia. Qué largas se hacían las madrugadas sin luz, ennegrecidas para blindarse de los bombarderos, y cuánto miedo a esos sonidos que no reconocían en la penumbra, al zumbido de unos insectos de tamaño y forma inimaginables o a las navajas que zanjaban en la noche las rencillas nacidas durante el día.
Una mañana de junio llegó la noticia de que el Alsina partiría a Casablanca, donde les reembolsarían el setenta y cinco por ciento del billete. Y a su perra suerte quedaron condenados.
—Cambia esa cara —conminó Morayta entrando en puerto marroquí—. Mejor nos irá aquí que dentro de esta lata que ni navegar puede.
Después de meses varado, el Alsina había realizado una torpe travesía lastrado por la basura marina que había ido adosándose a su quilla en Dakar. Como si se resistiera a vaciarse de tantas almas desnortadas.
—Te irá bien a ti, que hasta con los bereberes hablas, pero a mí… —se quejaba Pablo—. Es hora de que deje de ser una carga. Tus contactos en Casablanca no tienen por qué ocuparse de un fardo como yo.
Pablo aventuraba que alguien con la hoja de servicios de Morayta debería tener amistades incluso en el infierno, más si gran parte de su quehacer profesional se había desarrollado en África. Militar de carrera e ingeniero industrial de formación, su amigo tenía treinta y cuatro años y el honor de haber sido el oficial artillero más joven del ejército.
A Morayta le había sorprendido el alzamiento en Tánger y, lejos de unirse a los sublevados, permaneció allí, fiel al gobierno. Interpretó que su conocimiento del terreno, como administrador territorial del Sáhara y la Guinea, sería de gran ayuda en un territorio que se mostraba desleal a la República desde la génesis del golpe. Allí compuso la red de información para convertirse en jefe del servicio de espionaje como director general del Servicio Secreto de Información Colonial, que abarcaba por extensión todo el norte del continente.
Lo peor de su biografía lo contaba el mismo Miguel Morayta cuando había alcanzado cierta confianza con su interlocutor. «Ya ves qué clase de primo le ha salido a mi madre: golpista, bajito y dictador». Así explicaba su relación familiar con Francisco Franco.
Casablanca resultó ser una ciudad dentro de otra y, a su vez, de otra. Nadie era capaz de entrever todos sus secretos, quizá porque no había un solo europeo que paseara por sus calles terrosas sin guardar el suyo.
El peor de los enigmas para el crisol de refugiados a los que dejó el Alsina como quien evacua excrementos sobrantes fue su destino.
Si bien no habían faltado las suposiciones durante el viaje, algunas bastante apocalípticas, en los viajeros siempre planeaba la esperanza de mantenerse firmes y aglutinados como grupo de presión. Esto les facilitaría fletar otro barco capaz de proseguir el trayecto proyectado desde Marsella a Buenos Aires. Disgregarse no era deseable.
Y puesto que no estaba en el ánimo de ninguno hacerlo, así permanecieron. Por ello la aparición de las autoridades marroquíes les dejó sin capacidad de reacción. Inertes después de tanta desidia oficial.
—¿Qué pretenden? —cuestionó Pablo—. ¿Acaso no traemos papeles en regla?
—Nada bueno —supuso Morayta—. Desde quedarse con el dinero cuando nos lo devuelvan hasta apresar a los sospechosos de sedición.
—Que tire la primera piedra quien esté libre de duda, ¿acaso no somos forajidos para la comunidad internacional?
—Delitos de sangre —precisó Morayta—. Eso es lo que buscan.
—Todos los que hemos estado en el frente nos hemos ensuciado las manos de sangre. ¡Joder, somos el bando republicano!
—Somos una recua clamando cada uno por lo suyo. Ni aquí ni en España, no hay bando que valga, sino gente que se subleva y gente que no.
El modo en que fueron introducidos en unos autobuses que aguardaban en el muelle no dejó lugar a la duda. Los subieron como delincuentes aborregados y los condujeron a Sidi-el-Ayachi, a ochenta kilómetros al suroeste de Casablanca, y a Kasjaba Tadia. Eran campos de concentración.