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¿Puede el pasado arrollar con el brío de una locomotora y zarandearle a uno sin aviso? Aurora lo estaba comprobando en ese momento.

—¿Pablo…? —dijo después de unos segundos eternos, rescatando el nombre de su memoria.

—Aliaga —confirmó él.

—¿El futuro director de cine?

—La estrella estrellada —admitió él con profunda tristeza.

—¡Ahhhh! —hilvanaba una exclamación tras otra—. ¡Oh, bendito sea el cielo! ¡Ay, Hugo! Este es…, quiero decir, este señor es… ¿Recuerdas que fuimos al Retiro y allí rodaban una película? ¡El de la cesta de gaseosas!

El chaval conservaba una difusa idea de su aventura en el cine, poco más, por eso le desconcertó la familiaridad de Aurora. Cierto que ya no pensaba en él, pero antes sí lo había hecho. Muchas veces.

—Actuaban una actriz rubia, francesa —siguió ella—, y una cantante…, ¿cómo se llamaba?

—Tina de Jarque —apuntó él turbado—. Ella murió. Y la francesa también. Todos han muerto a causa de la guerra. Y los que no, se mueren de pena.

Qué distinto le resultaba de aquel joven que había conocido años atrás. El hombre que ahora tenía delante aparentaba una edad incierta, aunque solo tuviera veinticinco años; sus hombros estaban vencidos hacia delante y la cabeza gacha. Tenía el pelo bastante largo, sin lustre, y la barba crecida, menos en la cicatriz, fruto de cierto desaliño durante la travesía o de una maltrecha autoestima que le impelía a descuidarse.

Los primeros minutos los dedicaron a escudriñarse el uno al otro, y a contarse a borbotones detalles de sus vidas. Lo hicieron sufriendo los empellones de quienes rastreaban el muelle en busca de las aduanas o de la inspección médica. Pero habría resultado imposible resumir sus historias en cuatro frases, incluso para el mejor de los guionistas; por tanto, Aurora le propuso a Pablo que agilizara los documentos y guardase para más tarde las explicaciones. Poco después, él manoseaba un papel azul que recogía sus datos, a la espera de la tarjeta definitiva de inmigración, que le entregarían en D. F. Con sus permisos en regla, Pablo Aliaga arrastró a Aurora hacia donde se encontraban sus compañeros de viaje. Ella se dejó hacer, tirando del brazo de Hugo, y el muchacho a su vez de las criadas, formando todos un trenecillo hilarante.

«¿Una cerveza? Traiga, que le llevo la maleta». «Venga acá un beso para el niño y allá un abrazo, aunque no tenga ánimo para festejar». «Tome un taco o esta camisa que, aun remendada, bien le servirá»: de este modo voceaba el pueblo mexicano sus bienvenidas. Frases que los escoltaron mientras Pablo rastreaba entre los improvisados corrillos la presencia de un tal Miguel. Tras mucho preguntar, se toparon con un hombre de mediana estatura que sacudía una voluminosa chaqueta.

—¡Miguel, no daba contigo! —gritó Pablo Aliaga.

—Amigo, si hace este calor en noviembre, qué nos esperará en agosto —dijo él enjugándose el sudor con un pañuelo—. Vaya, ¿esta belleza forma parte del recibimiento?

—Se trata de… una antigua amiga que… —balbuceó Pablo, pues era difícil reprimir el impacto que le había causado hallarla al otro lado del planeta—. Te presento a Miguel Morayta, capitán de artillería y cineasta. También el responsable de la inteligencia en África y sobrino de Franco…

—Algunas cosas no puede uno dejar de serlas, por desgracia —adujo Miguel.

—Ha estado conmigo en…, bueno, en Francia y Senegal.

—Y en Casablanca, artista —se apresuró a apuntar él.

—¡Diablos, nos hemos recorrido el mundo con nuestras ideas por maleta!

—Que no le apabulle mi biografía porque lo más importante no está aquí, y son mi mujer y mi hijo. —Al aclarar el detalle, Morayta se entristeció recordando a los suyos—. Ya ve…, en Argentina deberíamos andar, pero los submarinos alemanes y la pericia del capitán nos han traído aquí, señorita…

—Aurora… —se aprestó Pablo a cumplir las cortesías, constatando que solo conocía su nombre de pila—. ¿Cuál es tu apellido?

—Unos ojos así no lo necesitan —añadió Miguel besándole la mano.

Miguel le clavó la mirada como si la conociera de antes y después se dirigió a Pablo dándole un fuerte palmetazo en la espalda. Ella se dio cuenta de que había algo anómalo en él, una disonancia difícil de especificar. Tenía el cabello liso y pegado hacia atrás, enmarcando un rostro redondo. Sus pobladas cejas cercaban unos ojos pequeños y atentos, igual que un búho en alerta; la nariz era prominente y algo cómica; los labios, tan finos que al cerrarse parecían una simple línea dibujada. Lo vio claro: el suyo resultaba un rostro descompensado, como si faltara alguna pieza o fallaran las proporciones de las existentes. En cualquier caso, su primera impresión fue la de estar frente a un buen hombre.

En cuanto al resto de los refugiados, a medida que prosperaba el día fueron alcanzando más confianza, animados también por las cervezas y el tequila.

Aunque Aurora cayera en la tentación de conjeturarles un mismo origen, era ingenuo porque no todos arrastraban el estigma de un carné o de un arma tras de sí. Muy al contrario, bastaba hablar brevemente con ellos para comprobar que la República se había convertido en un episodio digno de olvidar. Lo común era querer empezar de nuevo.

—¿A la Escuela Naval? ¿Y eso dónde está? —se interrogaban sobre sus destinos, después de validar sus filiaciones.

Las familias fueron derivadas a la Casa del Niño, al Hospital Militar o al Edificio de Faros, mientras los viajeros que pensaban continuar su trayecto en el Quanza fueron instalados durante una semana en el hotel Diligencias, a la espera de concluir la limpieza del barco. Entre ellos se encontraba un Alcalá-Zamora, ovacionado por el pasaje sin distinción, que había aguantado la estrechez del viaje dignamente, prescindiendo de privilegios y en tercera clase. Pasó sus días en alta mar jugando al ajedrez y acudiendo a la misa impartida por un cura portugués asombrado ante la fe que mostraban los exiliados, a los que había presumido agnósticos militantes y, por tanto, hijos del diablo.

—¿Adónde crees que vas? —gritó Pablo, después de ir tras ella a la carrera.

—De regreso —explicó Aurora—. Ya ha terminado la recepción.

Minutos antes, Pablo conversaba distraído cuando se dio cuenta de que se había hecho humo y no tenía forma de localizarla. Y sintió el feroz vacío de extrañar a alguien que en el fondo se trataba de una desconocida.

—No vas a hacerlo otra vez —advirtió sin aliento.

—¿El qué? —inquirió ella desconcertada.

—Desaparecer. Aurora comotellames, dime dónde vives.

—¡Ja, ja, ja! No has cambiado, sigues siendo un insolente.

—¿Dónde? —insistió Pablo con tal voluntad que no pudo resistirse.

—Calle Lagunilla con Aquiles Cerdán. La casa azul.

—Mañana a las doce estaré allí —aseguró él.

—Oye —dijo ella, girándose cuando ya había empezado a vadear el malecón—. ¿Tú qué has venido a hacer en México?

—Yo huyo, Aurora —confesó con acritud.

Advirtió que el rostro de Pablo volvía a nublarse. En verdad, él no se había atrevido a confesarle que su afán era dirigir las películas que nunca llegó a filmar en España.

Tañían las campanas de la iglesia de la Asunción anunciando el mediodía y Pablo Aliaga apretaba un ramo de flores amarillas que se había procurado de uno de los macizos del Ayuntamiento. Ni el sueño ni el cansancio hubieran sido excusas para, aun sin pegar ojo durante la noche, no anclarse frente a la casona azul, cuyas salidas vigilaba a la espera de que Aurora apareciese por alguna. Hasta allí le habían acompañado las miradas de las tortilleras, que, desde los portales, inspeccionaron atentas al joven repeinado de camisa limpia.

Parecía un pollo asustado. Estaba a punto de ver a la joven de penetrantes ojos azules que cientos de veces se había cruzado por su cabeza, aunque pareciese increíble. Quizá algunas personas se instalan en la mente de uno como estampas indelebles porque remiten a instantes felices, en agrio contraste con las convulsiones cotidianas.

Contaba, eso sí, con la prueba palpable de sus fotos. El carrete empleado en retratar a una quinceañera retozando por un parque abrasado a reventar. En su momento, al revelarlas, no había sacrificado ninguna e incluso guardó los descartes. Después se extraviaron aquí y allá en su tortuoso camino hasta llegar a México. Solo tres habían sobrevivido a tantos avatares.

Las guardaba dentro de un sobre, después de fajarlas entre viejas páginas de un ejemplar de Abc de 1937 que relataba glorias republicanas. Tras la contundencia de la derrota estas parecían grotescas, pero no empañaban la belleza de Aurora.

Vaciló en decírselo. Esperando que asomase, Pablo Aliaga pensó en cómo debía retomar la conversación de su llegada. Lo que le contaría y lo que silenciaría de estos años. Tantas experiencias le habían mellado que se preguntaba por qué ella, recién hallada, habría de compartirlas todas.

—Debe de estar bello lo que ve, niña, porque no se despega de la ventana —advirtió Tula.

—¡Ay, qué susto me has dado!

En una sala de la segunda planta, Aurora se escudaba entre los visillos para espiarle. Pablo, impaciente, miraba y remiraba la punta de sus mocasines.

—Tengo que salir a la bonetería —anunció a la criada—. Estate pendiente de los niños.

No quería darle explicaciones. Sabía que Tula, la india que llegó con ellos desde Puebla, fiscalizaba la vida de la casa. Por supuesto, sus movimientos. De modo que aceleró el paso para ahorrarse su consabido gruñido, cruzó la galería del patio techada de madreselva y una vez en el vestíbulo se cuadró frente al espejo. Aurora se observó un instante según ondeaba los pliegues del vestido con las manos.

Aún no había reflexionado sobre lo que suponía rebasar esa puerta, porque hacía mucho que no pensaba en qué habría sido de él. De hecho, al poco de asentarse en México, la Aurora que salió de España se había ido difuminando a medida que enraizaba en la realidad diaria. Uno se ancla en el presente y el pasado se empolva, es ley de vida.

Sin embargo, el encuentro del día anterior estaba por voltear su destino y de qué modo.

—Para ti —dijo Pablo, entregándole su destartalado ramo—. Creí que te habías arrepentido y no vendrías.

—Vivo ahí, difícil escapatoria —respondió ella—. Ven, te voy a enseñar este pequeño paraíso.

Y enfilaron la avenida de la Independencia en dirección a 20 de Noviembre, para adentrarse en la agitación aledaña al puerto. El faro Venustiano Carranza, la catedral, la plaza de Armas, el baluarte de Santiago, la isla de los Sacrificios, el palacio del Ayuntamiento, con su torre del XVIII; Aurora iba describiendo el adorable desorden constreñido en esa trama de vías transversales que era el centro histórico. Y él se dejaba arrastrar, curioseando los escaparates. Poseído por esa clase de asombro que distinguía a los llegados de una España desabastecida, donde no existía nada que comprar y cuyos pedazos sembraban las calles como empedrado. Aquel paseo le dejó el sabor de cambiar en su retina una fotografía en blanco y negro por un retrato en color.

Aunque Pablo no interrumpía las explicaciones de la joven, afanadas en lo estético, él deseaba relatarle sus andanzas. Sí, ahora lo tenía claro: quería desahogarse. Deshojar la margarita de sus recuerdos, de la amargura de los últimos años, y hacerlo con alguien que durante mucho tiempo había sido una feliz evocación. La única en su vida.

En silencio rumiaba la necesidad de contarle su entusiasmo al alistarse, en la falsa idea de que el frente le convertiría en un hombre completo, una vez hubiera sostenido sus ideales épicamente. Recordar cómo había conocido a Miguel Morayta y al grupo de amigos intelectuales; sus charlas al abrigo de los atardeceres del mediodía francés, en el campo de Argelès-sur-Mer, le impregnaron de una cultura hasta entonces vedada al paupérrimo bolsillo de su madre.

También quería contarle detalles sobre ella. Una mujer soltera, castiza y guapetona, estigmatizada por unos difamadores dedos que la tacharon de furcia cuando se quedó embarazada. Y de cómo fue repudiada por quien había empeñado tanto cariño en vano, por un padre al que nunca llegó a conocer. Su madre había mantenido la reducida familia formada por ellos dos, lavando y remendando ropa que ella no hubiera podido usar, porque ni en mil vidas podría habérsela costeado. Con probabilidad, aquella mañana inflamada de trópico, a Pablo se le habría calentado la lengua a la hora de esclarecer el origen de su apellido, pues no era Expósito —como hubiera correspondido en España a los nacidos fuera del matrimonio— debido al emperramiento de la mujer y a la compasión de un oficinista del Registro Civil, que consintió inscribirle con los apellidos maternos.

—Espérame aquí, tengo unos mandados que hacer —dijo Aurora en la puerta de una mercería—. ¿Por qué no tomas una cerveza en esa cantina?

Allá se encaminó Pablo Aliaga sin pesos en el bolsillo, ni ganas de cerveza. Él tan solo quería hablar, pero ya no tanto a Aurora, sino a cualquiera que le hubiera prestado la atención suficiente. Referir a un oído atento la soledad de criarse a pespunte de su amargada madre. Charlar de cómo esas salas de cine donde ella le dejaba durante horas, mientras corría de casa en casa rematando dobladillos, alimentaron su pasión. Dos, tres sesiones continuas, un día detrás de otro, daban para más que memorizar los rótulos o tararear las músicas de las bandas sonoras, y así terminó entendiendo de encuadres y técnicas narrativas, más que de sumas y restas.

En 1896 apareció en la carrera de San Jerónimo el primer cinematógrafo, fue el inicio de un incesante florecer de salas cinematográficas en la capital. Se trataba de un invento francés presentado al público como vanguardia elitista, pero enseguida las proyecciones compartieron los programas de los teatros, hasta emanciparse en humildes barracones y, después, en pabellones de mampostería. Todos ellos templos donde un chaval se fascinó viviendo mundos paralelos, hasta desear crear obras como aquellas. Así nació la vocación de Pablo.

—¿No te has tomado la cerveza? —preguntó Aurora cuando regresó con un manojo de cintas de raso envueltas en papel de seda.

—Sabe rara —se justificó él.

Bastante le costaba confesar su carencia de dinero como para lograr fluidez en el discurso. Tantas eran sus ganas de conversar que se quedó mudo.