13
Madrid, España. 16 de julio de 1936
Deliciosa mañana de jueves. Brillante.
Faltaban adjetivos para enaltecerla y sobraban ganas de tomársela libre.
—No tardéis —aconsejó Berta al despedir a sus hijos—. A mediodía se dispara el calor y Madrid es un infierno, Aurora.
—Descuide, señora. Una vuelta y regresamos.
Minutos después, Aurora y los dos hermanos paseaban por el parque del Retiro.
El edén de las niñeras y sus cachorros. Un avispero de barquitas y neófitos dirigiéndolas. Olor a verdín. Hojas secas crujiendo bajo los pies. Eso era el jardín más importante de la capital; pero el día añadió una actividad más a su anecdotario: lo había convertido en un plató de cine.
—¿Habéis visto eso? —Aurora llamó la atención de los niños—. Allí, donde los veladores del lago, ¿lo veis ahora? Están filmando una película.
No hubo otras explicaciones que dar, puesto que los tres echaron a correr directos al embalse que ocupaba el corazón del Retiro. Vaya sorpresa, cuando solo unas horas antes Berta no transigía con que salieran de casa; tenía miedo, pero se resistía a verbalizarlo. Aurora ignoraba a qué obedecía su excesivo celo, tan de repente, pero aquel día la vida en España circulaba a dos velocidades: una, la de los menús rápidos de las cafeterías a tres pesetas; el curso festivo de las tiendas de moda, como Freddy’s o Ayalde, las tardes taurinas en Las Ventas y las veladas canallas en Chicote; y otra…, el de las conspiraciones que estaban a punto de liquidar el país.
—¿Quiénes son los actores? —preguntó Hugo tirando del pichi a cuadros de la chica.
—Creo que esos dos señores sentados —precisó ella—. ¡Oh! Mirad a la rubia. ¡Es igual que las estrellas americanas!
Bajo unos castaños de indias, una rubia de piel blanquísima se protegía del sol. Vestía un elegante traje azul ultramar con nervaduras blancas, zapatos y sombrero a juego, y de su brazo colgaba la correa de un perro caniche.
—¿Es la protagonista? —insistía en preguntar el niño.
—Debe de serlo porque la están maquillando —aventuraba Aurora, abrumada entre querer solventar sus dudas y no perderse nada.
—¿Y el señor gordo que está a su lado? —decía ahora el pequeño Tirso.
—No sé, será su marido. O el jefe de todo esto, porque…
—Es George Marck e interpreta el papel de domador —apuntó alguien a su espalda—. El mandamás de «todo esto» es aquel que está subido a la grúa.
Aurora miró hacia donde indicaba el joven que se les acababa de acercar y distinguió la figura de un hombre muy delgado, casi enclenque, con el pelo revuelto y cierta apariencia de diablillo, pegado a una cámara.
—Se llama Armand Guerra —añadió él—, y es el director. Un imbécil.
—¿Cómo? —exclamó asombrada por su petulancia.
—Bueno, a lo mejor me he excedido —fanfarroneó el chico—. Digamos que es… presuntuoso e incompetente.
—Oye, ¿y tú quién eres para hablar así?
—¿Yo? El asistente del asistente. Un meritorio, niña.
—¡¡¡Aliaga!!! —gritaron a través del megáfono—. ¡¡¡Los figurantes a toma 1!!!
El chico se azoró e hizo ademán de salir corriendo, pero frenó sus pasos un instante para dirigirse a Aurora mientras sonreía pícaro.
—Oye, ¿vosotros queréis salir en la película?
Media hora después, la niñera capitaneaba un corro de varios chavales que canturreaban una canción popular —«… comeremos ensalada como comen los señores, naranjitas y limones…»—, mientras la cámara saltaba de ellos a los actores una vez y otra, hasta que el director pronunció la frase mágica en el cine: «¡Corten! Está hecha, a por la siguiente».
—¡Tomad, os habéis ganado un refresco! —les dijo el joven, mostrándoles el contenido de una cesta de mimbre—. ¿Una gaseosa de naranja?
Aurora y los niños se habían sentado sobre la grava después de terminar la escena. A la muchacha le dolían los pies de tanto saltar y tenía la boca como un estropajo, así que se tomó la bebida de un solo trago.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
Aurora le observó fijamente, esquivando el sol de sus ojos. Los suyos eran de color miel. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, con un lengüetazo de brillantina. Bastante alto, delgado y fibroso. Los brazos y las piernas largas. De repente reparó en una mácula de su barbilla, una especie de escisión central, hasta confirmar que se trataba de una cicatriz. Le resultó un rasgo esclarecedor de su personalidad: aquel joven, a buen seguro, habría sido un niño muy travieso.
—Aurora —contestó ella por fin.
—¡Vaya, igual que la protagonista! —exclamó señalando hacia el centro del lago.
—Creía que la protagonista era la rubia —objetó, mientras limpiaba las bocas de los hermanos y les arreglaba las camisas.
—Las dos lo son: una rubia y otra morena. Una buena y otra mala, como la vida misma. ¿Ves a la mujer del tocado color crema? —El joven aludía a una mujer que trataba de enderezar una barca—. Es Tina de Jarque e interpreta a Aurora. ¿Te suena?
—No —reconoció ella.
—Pues es bien famosa —añadió tan rotundo como una verdad del catecismo—. Ahora está en el teatro de La Zarzuela. Y sale mucho en las revistas.
Ella respondió con un mohín de indiferencia. Claro que las ojeaba, pero era imposible retener el cortejo de caras que atestaban las publicaciones del espectáculo. Cada sábado Cinegramas, Estampa o Crónica destripaban las andanzas de las artistas de varietés o de las figuras del cine, dando alas a quienes soñaban con ver algún día su nombre entre neones.
—¿Tampoco viste en el Crónica de hace un mes a Marlène Grey? —siguió él—. Es esa de ahí, la del perrito, aunque su apodo es la Venus Rubia. Viene de Francia y todos los días baila desnuda delante de cuatro leones en el Circo Price. Actúa junto a su marido, el «hombre autómata», que es contorsionista.
A pesar de su edad no le escandalizaba saber que aquellas mujeres aligeraran su ropa e incluso se desnudaran, pues las revistas reflejaban el alto grado de tolerancia alcanzado por la sociedad. Cuántas veces no habría visto a estrellas como Catalina Bárcena, Consuelo Reyes la Yankee o Isabelita Ruiz inmortalizadas en la prensa frívola apenas unas páginas antes de que esas chicas lo hicieran en bañador o retratadas por Manassé —la firma que reunía a varios fotógrafos, magos del desnudo— como sus madres las trajeron al mundo. Cualquier cosa por lograr una oportunidad.
—¿Cómo se llama la película? —preguntó intrigada.
—Carne de fieras. Es la historia de la mujer de un boxeador que tiene un amante; su marido la descubre y entonces se divorcian. Pero él se acaba enamorando de la Venus Rubia.
—¡¿Carne de fieras?! ¡Menudo nombre! —remachó Aurora—. ¿A ti te gusta?
—A mí me gustas más tú —soltó el joven de repente.
Nunca le habían dicho algo semejante. A ella, que con mirarse al espejo ya trepidaba porque su reflejo le recordaba a una mujer cuya imagen le infundía un miedo insostenible. Nadie había repasado su cuerpo con los ojos como estaba haciendo él. Aurora se percató de que un sudor cálido —tan distinto al que solía paralizarla, cuando resucitaban los espectros de aquella noche de San Juan— le ascendía de pies a cabeza y el corazón se le desbocaba.
Entonces el joven empezó a relatar los secretos del cine, de un arte sin cuya presencia, le habría de confesar, no vislumbraba su vida. Le contó que el director de fotografía era el amo del rodaje, pues de sus hechiceros dedos nacían las luces y las sombras que embellecían o frustraban a los actores; que el texto declamado por ellos en directo era inservible y, al concluir la filmación, debían repetirlo con precisión milimétrica en un estudio de doblaje; que en España proliferaban como chinches las empresas de producción (mencionando también extraños nombres como Orphea Films, C. E. A., Cifesa o Filmófono) y a la larga alumbrarían trabajo para jóvenes ambiciosos, como se reconocía él. Que además de popular, el cine debía ser considerado un bien común bajo la tutela del Estado, para protegerlo de la codicia de quienes lo estimaban simplemente un negocio. Por eso él se había afiliado al Sindicato Único de Espectáculos de la FAI.
El meritorio no dejó de hablar ni un segundo mientras ella permaneció en el parque del Retiro. Y fue mucho tiempo.
De la inmisericorde gravilla, Aurora y los niños habían pasado a un velador donde almorzaron con el equipo de rodaje. De allí, fueron a tumbarse sobre la fresca hierba, al amparo de los castaños, donde los chicos se durmieron en su regazo, mientras ella, ajena al horario, congelaba su atención en la cicatriz de su barbilla, además de en unos labios que se abrían y cerraban dejando escapar sugerentes revelaciones. Hasta que él mencionó aquello.
—Cuando termine Carne de fieras, vendrá otra película y otra más —dijo agarrando sus manos—, y puede que en alguna… haya hueco para estos ojos.
Notó cómo temblaban sus piernas ante la insinuación.
—¡Eres idiota! —exclamó ruborizada—. No te burles de mí.
—No miento, princesa. Nunca he tenido nada tan claro. ¿Cuántos años tienes?
—Casi quince.
—A tu edad, Rosita Díaz Gimeno ya trabajaba —comentó él.
—La he visto en Rosa de Francia. Es muy guapa.
—Tú lo serás muchísimo más. ¡Eh, no te enfades! Sé de lo que hablo. Soy todo un experto en primeros planos —apuntó irónico.
Palabra a palabra fue hilando su enredo, y ella, aunque sospechaba de tanta adulación, se dejó seducir. Cada uno de sus vocablos era una prodigiosa caricia. Un beso huido al aire y desplomado después en cualquier rincón de su rostro. Entonces, de repente, comprendió que se había hecho demasiado tarde y Berta andaría rabiando ante su tardanza.
—¿Qué hora es? —quiso saber.
—¿Tienes prisa?
—Sí, debería estar ya de vuelta —afirmó agobiada—. ¿Son ya las dos?
El meritorio echó un vistazo a su reloj. Le costaba creer lo que advertían las manijas, y lo agitó un par de veces antes de asegurar a Aurora que se había estropeado. Se resistía a dejarla marchar, por eso mintió.
Aun así, estaba convencida de tener que irse y despabiló a los niños.
—No puedes irte —dijo el joven pegado a su oído, y su aliento le erizó el vello—. Quiero que me des algo. Un recuerdo que me acompañe siempre.
Imaginaba a lo que se refería, pero qué vértigo solo de pensarlo. Lo había leído en muchas de esas novelas que vendían en los quioscos a treinta céntimos el ejemplar. Normalmente las compraban las criadas y, después de llorar a moco tendido con su lectura, se las pasaban de extranjis porque a Berta no le gustaba que se entretuviera en esas vulgaridades. Este era el modo en que los hombres pedían un beso doblegando las resistencias femeninas, por tanto aquella sería su primera vez. Un temblor recorrió su espalda de norte a sur. Pero apenas sus brazos la aprisionaron más, percibió algo rígido entre sus glúteos que le cortó la respiración. Paralizada, sin saber qué hacer, recibió la insólita proposición del asistente.
—¿Me dejas que te tome unas fotografías? —soltó sin rodeos.
El joven se lo había preguntado tras extraer una cámara de fotos del macuto que colgaba en bandolera cruzándole el torso. Entonces fue sugiriendo las favorecedoras posturas que debía adoptar y ella obedeció sin rechistar, pues le resultaba todo tan atípico que le pareció mejor no negarse.
Nunca había retratado un rostro con tantísimo magnetismo. En eso cavilaba mientras sus dedos trastabillaban accionando el obturador, hasta que hubo consumido toda la película virgen.
—¿Hemos acabado? —preguntó ella complacida.
—Sí, no tengo más película —confesó entristecido—. Pero tus ojos no se me van a despintar así como así. Dime, Aurora, ¿cuándo volveré a verte?
—Ya me tienes ahí hasta que te canses —argumentó coqueta, rozando con los dedos la cámara.
—¿No te gustaría encontrarte conmigo otra vez?
—¡No puedo! Yo no mando en mi vida. Nunca salgo sola de la casa ni tengo amigas de mi edad, siempre estoy con los niños.
—¿Y novio? —sondeó receloso.
Esa duda le hizo darse de bruces con la realidad, y Aurora comprendió que estaba dejándose llevar por unas cuantas frases llenas de artificio.
—¡Eres idiota! —protestó tirando de los niños y apretando sus pisadas por el camino de carruajes del Retiro.
—¡Auroraaa! —gritó él dándole el alto—. Perdóname, no quería lastimarte.
El chico se echó mano al bolsillo y de él sacó una bola plateada del tamaño de una nuez.
—Toma —dijo dejándosela entre las manos—. Es el pago por tu trabajo.
—¿Qué es esto? No lo quiero.
—¡No seas necia! —insistió él—. Te estoy regalando mi bola de la suerte. Todo el mundo en Madrid tiene una. Se hace enrollando el papel de las cajetillas de tabaco, y, cuanto más grande sea, mayor la fortuna que atraerás.
Ella la aceptó a regañadientes. La esfera era perfecta y su tacto relajante. El juego de moda entonces consistía en anotar un deseo en un primer papel de plata y liar sobre esta ambición capas y capas.
—¿Tú has escrito algo dentro? —quiso saber Aurora.
—Por supuesto.
—¿El qué? —porfió muerta de curiosidad.
—Es un secreto —aclaró tajante él.
—Pero si me la das, lo puedo descubrir ahora mismo.
—No lo harás, princesa. Mi suerte será la tuya desde ahora.
—¡Valiente estupidez! —Y se le escapó una carcajada—. Pero si no sé ni cómo te llamas.
—Pablo Aliaga. Acuérdate de este nombre porque algún día lo verás en los carteles de estreno.
—Me pareces un fantasma, Pablo Aliaga —comentó Aurora, mientras despabilaba a los niños, que habían vuelto a desplomarse sobre la hierba.
A lo lejos se oyeron voces que requerían la presencia de Pablo.
—Te dejo, que me buscan —se despidió, enfilando el set de rodaje. Aunque de pronto se detuvo y, llamando su atención, dio la vuelta.
—¿Y ahora qué quieres? —preguntó la chica.
Pablo tomó su rostro entre ambas manos y confesó algo que le estallaba por dentro sin interpretar bien los motivos.
—Algún día, si tú quisieras, yo haré de ti una estrella.
Después recortó la distancia entre ambas bocas y con sus labios mordió los de Aurora. Su primer beso la sacudió como si un cable eléctrico recorriera ambos cuerpos, dibujando sus perfiles en un trazo continuo.
Luego él echó a correr hacia el lago diluyéndose como una sombra en mitad del grupo de faranduleros.
Cuando Aurora cruzó la verja del parque ya estaba enamorada.
La niñera realizó el camino de vuelta con la ilusión impulsando sus zapatos y las mejillas arreboladas a más no poder.
No solo saldría en una película. —«¿Cuándo la echan? ¿En qué cine? ¿Se nos verá de cuerpo entero o será un primer plano?», preguntas que Pablo no le supo responder—, sino que la habían valorado no como una niña, sino como una jovencita. Hermosa e incluso con aptitudes cinematográficas. Menudo aturdimiento si se paraba a recordarlo.
Nada más entrar en la casa le inquietó su penumbra, pero no quiso distraerse en averiguar el motivo de la poca luz y, sin ni siquiera comprobar la hora, ascendió los peldaños preguntándose de qué modo se disculparía ante Berta por su retraso. Mientras franqueaba el cuarto infantil sintió un silbido y a continuación un escozor en el carrillo.
—¡No vuelvas a hacerlo! —escupió Berta tras abofetearla—. Jamás, ¿me has oído?
Aurora se llevó ambas manos al rostro. Berta nunca la había agredido, era la primera vez que empleaba el castigo físico, y por tarde que fuese no se lo merecía. Le pareció un correctivo exagerado. Al sostenerle la mirada, encontró a una mujer encolerizada que no paraba de gritar mientras abrazaba a sus hijos, como si alguna amenaza invisible quisiera arrancárselos de cuajo.
Con las piernas aferradas al suelo para no caerse, la niñera juntó los brazos y empezó a clavarse las uñas de una mano sobre la palma contraria.
Los niños arrancaron a llorar, a imitación de los mayores, y el pequeño Hugo preguntó a su madre si su enfado obedecía a que hubieran participado en una película.
—¿En una película? —increpó Berta—. ¿De qué estupidez habla el niño? ¿Qué les has hecho a mis hijos?
Aurora se hizo añicos y huyó del cuarto. Se sentía herida. Por otra parte, las últimas horas habían prendido en ella tal ilusión que no iba a permitir que nada la empañase.
Cuando miró el reloj marcaba las nueve y diez de la noche. ¡Cómo podía haber pasado tanto tiempo fuera de casa! Sin embargo, no sentía ningún arrepentimiento porque una especie de efecto narcótico la ayudaba a relativizar lo que estaba sucediendo alrededor. Incluso tasaba con benevolencia la histérica desmesura de Berta. Se lo debía a Pablo, a sus elogios y promesas, a su modo de mirarla como una mujer.
Ahora bien, ¿la simple presencia de otra persona podía llegar a provocar esas sensaciones en el ser humano? Y esta ilusión ¿sería tan poderosa como para redimirle de sus demonios?
En su alcoba y sin cenar, Aurora se apresuró a desvestirse tratando de que no se esfumara ni un detalle de lo que había vivido. Arropada por la sábana, también trataba de domar su revoltijo de nervios mientras apretaba la bola plateada preguntándose qué clase de deseo custodiaría dentro. ¿Hablaría de las ambiciones cinematográficas de Pablo o de un amor? Por supuesto, no podía mencionarla a ella, hubiera sido descabellado ambicionarlo, pues aún no la conocía, pero no se le ocurría mayor aspiración que saber su nombre dentro.
Dos noches después, cuando los disparos culebrearon por las esquinas de Madrid volando su paz, Aurora alcanzó a entender la ira de Berta. Entonces, solo evocar a Pablo Aliaga le aplacaba el miedo hasta poder dormirse. Algo que se repitió durante días, meses e incluso años.