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Cuando Aurora llegó al muelle, el Quanza ya había atracado. El puerto, que fue reformado durante el porfiriato a fin de ahondar su calado y otorgarle categoría, era la entrada natural de México y convertía Veracruz en el mercado más esmerado del país. Antaño vainilla, cacao, metales preciosos, tintes o tabaco. Ahora la vida.

Y si entonces las novedades fueron recibidas con cierta desconfianza, en el presente no iba a ser menos porque un sector recelaba del secesionismo que suponía crear guetos para tantos exiliados. No obstante, ese martes no se notaban las suspicacias y en el puerto dominaba el entusiasmo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el joven Hugo a Aurora.

—Dejar las bandejas en aquellas mesas sin separarte de mí —ordenó ella.

—¿Los que están aquí son familia de los que vienen?

—¡No! —Aurora se rio de su ocurrencia.

—¿Entonces?

El chico tenía los ojos grandes del padre y la mirada parda de la madre. Era alto y guapetón, dueño de la empatía suficiente como para entender que las cosas no siempre pueden salir según capricho. Una actitud infrecuente en un chaval de doce años, pero cada vez se parecía más a Berta.

—Es una forma de desearles lo mejor. Hagamos algo —sugirió ella—: al ver a alguien de tu edad, le das la mano. Está solo y en un país que no conoce. Te lo agradecerá siempre.

—¿Y si no nos volvemos a ver? —inquirió el chico.

—Es lo más probable, pero jamás olvidará tu gesto de hospitalidad.

Cogidos por el brazo recorrieron el malecón hasta depositar sus manjares. A lo largo del fondeadero había decenas de tablones sobre los que la gente hallaba viandas, como en una feria de pueblo, formando un corredor por donde en breve desfilarían los pasajeros del Quanza.

Si bien la expectación y el número de asistentes habían ido mermando con el transcurso de los años, todavía un desembarco de esta clase merecía que el fotógrafo oficial de El Dictamen, Joaquín Santamaría, merodeara por allí y lo convirtiera en noticia del día.

—¿Me permitiría una fotografía la muchachita más relinda de la ciudad? —preguntó el periodista a Aurora, pues la conocía de los eventos sociales.

—¿A poco no encontró otra mejor todavía? —coqueteó ella, mientras posaba con soltura ante su objetivo.

Viejo y muy curtido, el barco portugués conocía bien Veracruz. Años atrás había partido de ella conduciendo a Porfirio Díaz a su exilio, tras estallar la revolución mexicana. Su nombre por entonces era Ipiranga. Ahora exhibía un casco herrumbroso, con la pintura ajada y vencido en su popa a causa del peso. Los primeros en aligerar el buque fueron unos inmensos cajones, de cuyo interior brotaban unos ruidos infernales.

«¿Qué será aquello?», se preguntaban todos en el muelle, hasta que algún erudito explicó que esa clase de mugidos solo podían ser tachados de bravura. En efecto, en aquellas descomunales cajas se hallaban los toros de lidia que habían sido embarcados en España para fecundar vacas aztecas, y así regalar a la afición mexicana grandes tardes taurinas.

Poco después los refugiados empezaron a serpentear por entre las mesas de avituallas y, para entonces, ya se había desencadenado entre los de tierra la liturgia de siempre: buscar, buscar y buscar. De este modo sus ojos brincaban ansiosos del rostro de un recién llegado al siguiente, creyendo identificar en alguno los rasgos de un familiar o de un viejo amigo. Porque, en el fondo, qué duro era saberse tan lejos de la patria.

—¿Qué hace aquel? —preguntó Hugo señalando a un hombre que corría por el muelle saltándose cualquier orden.

Ella había visto esa reacción antes. Una zancada tras otra sin que nadie les diera el alto.

—Probar la libertad —precisó Aurora—. Lo importante no es correr, sino que nada se lo impida. Algún día lo entenderás, Hugo.

—Soy mayor. A mí se me hace que ya entiendo.

El chico continuó sirviendo raciones de cochinita y pan de cazón, hasta que advirtió aquella inquietante presencia. Frente a ellos se acababa de apostar un hombre. Su aspecto era alto, enjuto y de barba crecida.

—¿Pasa algo? —interrogó extrañado a Aurora.

—¿Por? —fue su respuesta.

—¿Tú conoces a ese hombre? No te quita los ojos de encima.

Aurora levantó la cabeza y le sostuvo la mirada un instante antes de bajarla. Era un poco irracional, pero le molestaba la forma en que la observaba, casi con codicia. Como quien se asoma al interior de un armario ambicionando todo lo que hay dentro.

—¿Se le ofrece algo? —preguntó, en la idea de que, si comía algo, el individuo se relajaría.

Él rehusó en silencio, sin apartar los ojos de ella.

—Está sabroso —insistió Aurora, y depositó un pedazo de comida sobre papel de estraza—. No reniegue, le va a gustar.

En cuanto le rozó la mano sintió una descarga.

—Aurora…, ¿eres tú? —tartamudeó el hombre.

Lo supo antes de oírle hablar. En cuanto advirtió esa cicatriz en su barbilla, Aurora intuyó que él regresaba desde lo más profundo de su memoria.

—Si me dejaras, te convertiría en una estrella —creyó oírle decir.

Aunque quizá no lo dijese.