11
Edwina nunca premeditó echar raíces en Veracruz.
Inició la travesía sin destino concreto, pero, una vez hubo desembarcado, aquel lugar repleto de mercancías apiñadas le pareció tan malo como cualquier otro. O tan bueno.
—Me da pena despedirme de usted —dijo entonces Aurora en la escalerilla, a punto de descender del Île de France—. Le he cogido cariño.
—Es más fácil reconocer eso cuando no se volverá a ver a alguien —apuntó cáustica la alemana.
—¿Cree que nunca más nos encontraremos? —habló la niñera con un poso de amargura—. Bueno, usted se queda en un edén. ¿No le parece hermoso?
Ella no tenía ojos más que para ese mar turquesa y la luz blanquecina con la que el sol abrazaba Veracruz.
En cambio, a Edwina le parecía haber llegado a un estercolero. La ciudad se le antojó sucia, maloliente y salvaje; de calles sin asfaltar donde los zopilotes carroñaban la basura. Llena de gente pobre y peces hediondos de los cuales se habrían hastiado incluso los mosquitos, porque había una nube de ellos apostada sobre los equipajes a la espera de sangre nueva. Esta fue su demoledora impresión. Aunque, como no quería desencantar a Aurora, cambió de asunto de inmediato.
—¿Os marcháis directamente a Puebla? —preguntó.
—Al parecer, nos aguardan varios coches para el traslado. Quizá volvamos una vez estemos instalados, cuando Berta alumbre y se recupere.
A pesar de las buenas intenciones, Aurora y Edwina no volvieron a verse en años. Cuando lo hicieron, una y otra se habían dado por perdidas, puesto que la dirección escrita a trompicones por la chica antes de decirse adiós se la arrebató de la mano a la pintora un golpe de ese viento que batía a traición los toldos de los balcones según arrebolaba las faldas.
Edwina se instaló en el hotel Diligencias, rincón que alojaba a cualquier ilustre en tránsito; se hospedaría donde Jack London jugó durante horas a los naipes y Graham Greene tomó notas para El poder y la gloria, mientras degustaba vasos de tequila con cerveza. Hasta allí le había acompañado amablemente un práctico del puerto.
—¿Todavía no estás lista? —preguntó Aurora desde el umbral aquella mañana de noviembre de 1941.
Hacía calor y se había quitado la rebeca, luciendo unos hombros brillantes. Edwina, a su vez, se quitó las gafas y la miró con el entrecejo fruncido.
—El barco, Edwina —aclaró Aurora—. Hoy toca recibimiento.
—¡Oh, por Diosito Santo! Lo olvidé —confesó despistada.
—¿Y bien?
—Tengo que terminar esto, llevo mucho retraso. —Edwina se puso las gafas y regresó a sus cuentas.
—Las tradiciones están para cumplirlas —protestó Aurora, llamando de nuevo su atención—. Si nosotros no mostramos interés, no esperemos que lo hagan los demás.
—No sé qué tan vacía vaya a quedar España si manda más barcos.
La mujer desparramó sobre el escritorio decenas de billetes y se puso en pie. Cerró la puerta con una de las llaves que escondía en su escote y acompañó a Aurora a la entrada.
Qué extraña la pintora. Al poco de instalarse en Veracruz prescindió de los plumines y se afanó en un negocio siniestro y peligroso. Para ello supo bucear en el alma mexicana hasta conocerla del todo. Y ahora a nadie le extrañaba su modo de hablar, cargado de expresiones jarochas, mientras modulaba los finales de las frases en un español que dominaba sin fisuras. Asimismo, no solo había sacrificado el acento alemán, sino algunos kilos y, tratándose casi de una cuarentona, estaba más hermosa que cuando Aurora la conoció.
Edwina deslizó el brazo por sus hombros y le recompuso la chaqueta.
—Tápate un poco. Que no vean más carne de la que tienen que mirar.
Aurora ignoró esta ternura. Estaba molesta porque al final no iría con ella y no pensaba disimularlo.
—El de hoy parecía importante —se lamentó—. Dicen que en el barco viaja Alcalá-Zamora.
—¿Y ese quién es?
—Fue presidente de la República —proclamó Aurora con grandilocuencia.
—Qué manía de hablar de lo que ya no existe. La mitad de los españoles de este país viven atarugados en otro tiempo.
—¡No seas dura! Es normal que la gente guarde sus recuerdos con cariño —atemperó Aurora.
—Nomás los entierran y mejor les iría.
—Eres imposible, Edwina. Me marcho, pues.
Se despidieron con un beso. Aurora enfiló el malecón, al encuentro de los suyos. Mientras la alemana la observaba ventear el traje, balancear la falda suavemente como un dulce de gelatina, empezó a liar un pitillo.
—¿Venden trago? —preguntó una voz masculina a su espalda.
Era un marinero astroso, demasiado joven para carecer de dentadura y, desde luego, no el perfil de hombre cuyo aspecto serviría para apalabrar la valiosa mercancía de Edwina.
—Aquí despachamos amor —replicó insolente—. Para tal cosa no tienes pesos que valgan.
Giró sobre sus talones, evaporándose entre las brumas del local. El marino, algo azorado, repitió en voz alta el nombre que había cautivado su atención cuando se tambaleaba por la acera: La Orgía Dorada.
Edwina dedicó sus primeros días en Veracruz a caminar por todas las calles de la ciudad, bordeando los límites del centro histórico, a partir del cual el municipio empezaba a desordenarse. Inventarió las tiendas, los cafés y restaurantes. No tardó en constatar que era una ciudad canalla que rezumaba deseo por todas sus esquinas. Y reparó en que solo había un tipo de furcias: mulatas entradas en carnes, con el pecho ajado y olor a mugre, que fornicaban con los marineros a cambio de unos pocos pesos. Los marineros no les hacían ascos tras semanas de encierro en un buque, pero ¿y el resto?
¿Los caballeros de alta alcurnia? ¿Los que degustaban brandy y puros en las cafeterías de los hoteles, los que frecuentaban las notarías o paseaban los domingos con su familia frente a la Escuela Naval? ¿Acaso no buscaban ellos placer? Ese sería su negocio, su oportunidad en Veracruz.
Los varones que le interesaban a Edwina eran burgueses, terratenientes de paso o con raíces en la ciudad. Mercaderes ansiosos por festejar sus tratos. Políticos, deportistas, actores de pedigrí… Hombres limpios, pertrechados de recursos.
De esta forma, Edwina se confió no a la divina providencia, como hubiera hecho cualquier mujer de bien, sino a Santa Lujuria, e inauguró su primer club de La Orgía Dorada en la calle Clavijero. Ahora, gracias al emporio que había levantado, en Veracruz se podía eyacular en cada esquina.
—¿Esta mugre cuesta 60 000 pesos? —exclamó crispada, cuando terminó de examinar la casa—. ¿Dónde está la mina de oro, enterrada con las viejas?
En pleno carnaval de 1937, el experto en bienes raíces tuvo que esforzarse para acceder a la calle Clavijero y que Edwina inspeccionara el inmueble. «Quiero hacerlo a conciencia», había advertido ella. Nada más verla, el empleado llegó a sospechar que aquella mujer de pelo oxigenado y extraños ropajes se habría escapado de alguna comparsa. No en vano los carnavales de la ciudad eran muy afamados y acostumbraban a acoger personajes variopintos, venidos desde cualquier estado de la República.
—No la entiendo, señora —se disculpó él.
—¿No me ha dicho que en esta cochambrera han vivido unas ancianitas?
—Sí, señora —apuntó con artes de vendedor—. Cinco hermanas solteras que se han ido muriendo, hasta que no quedó una viva. Por eso la sobrina que vive en Jalapa vende la casa.
—¿Pero ella sabe que ofrece solo cuatro muros y medio tejado?
—Las doñitas no tenían pesos para arreglarla y como a la sobrina no le gusta el mar…
—¡El mar es para quien lo entiende! —zanjó Edwina—. Dígale que le doy la mitad hasta mañana. Pasado mañana cambiaré de opinión y rebajaré mi oferta.
La calle Clavijero tenía una ubicación estratégica, se trataba de una vía estrecha con breves aceras y algún que otro comercio diseminado. Pero sobre todo tejida por viviendas discretas y poco jaleosas. Oscura para lo que era Veracruz, cuyos toldos se pasaban el día pleiteando con el sol en una urgencia de sombras y oreo.
Perfecta para albergar en ella un prostíbulo.