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Île de France, en algún lugar del Atlántico

La travesía invitaba a repetir a diario la misma liturgia: hamacas reservadas desde primera hora persiguiendo el curso del sol, té a las cuatro, partidas de tenis y ping-pong junto a las chimeneas del barco, carreras de sacos, bailes en cubierta, discos de shuffleboard arañando la teca… El rítmico chapotear del agua en el casco mientras cabeceaba su proa.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Hugo a Berta acariciándole la barriga.

—¿Notas cómo se mueve? —respondió ella.

A lo lejos campaneaba un gong que anunciaba la cercanía de la cena. De buena gana Berta habría cambiado la tumbona por la cama, sin embargo, se había prometido no aguar el viaje a Hugo.

La fatiga volvía a mellarla y por la mañana había consultado al doctor del buque, a espaldas de Hugo. «El aire de mar relaja o reconstituye según cada paciente. Mejorará, no dramatice», había concluido él, recomendándole paciencia. Pero en ocasiones la perdía, pues resultaba difícil ocultar sus ojeras, la palidez y unas ronchas oscuras que brotaban en su piel sin ningún motivo.

Esa noche Berta y Hugo se vistieron de largo y con esmoquin. Las cenas en el Île de France exigían un arreglo propio de una estrella de cine, y más si se compartía velada junto al capitán. Como era el caso.

Por la escalinata en piedra de Lunel y mármol amarillo, desfilaron trajes cortados al bies, dibujando líneas angostas y adherentes. Drapeados en seda, vaporosas túnicas de tul y muselina creadas por Madeleine Vionnet. Diosas de piel pálida, cejas egipcias, boca roja y cabellos color mies.

—Dado que son españoles —saludó el capitán en castellano—, entendí que les placería coincidir con su gran artista Carmelita Aubert.

Fue la última en aparecer, y lo hizo entonando un tango arrastrado, mientras sorteaba a los comensales entre aplausos.

A pesar de lo sofisticado de su aspecto, Carmelita saludó campechana, y, al colocarle delante una langosta, la agarró con los dedos sin miramientos. Al final se descubrió como una de tantas jóvenes barcelonesas, abatida por el devenir de los suyos e inquieta ante el futuro de España.

—Nada, que no puedo volver —aseveró ella—. La meva mare está allí y no la puedo traer conmigo tampoco.

Durante la cena se esforzaba en negar cualquier adscripción al firmamento artístico que, en cambio, subrayaba el empresario Ortigão Ramos, promotor de su tournée mexicana. El empresario había puesto a sus pies el Parque Mayer, una especie de Broadway lisboeta, donde era aplaudida tanto por el pueblo como por lo más granado de la alta sociedad europea. El conde de Villapadierna o el duque de Windsor y Wallis Simpson se confesaban grandes admiradores de la tanguista, que además se atrevía con el jazz en su repertorio. Lástima que la cerrazón política hurtara tantas habilidades al público español.

—Al actuar no cuentan las ideas. Somos de quien paga —explicaba ella con desparpajo—. Pensamos, como todo el mundo, pero callamos porque nuestra religión es no pasar hambre.

—Carmelita, você tem que ser mais discreta —alertó Ortigão Ramos.

—¿Este barco no pertenece a Francia? ¡Es territorio libre! —protestó ella.

—¿Por qué no puede regresar? —preguntó curiosa Berta.

—¿Ha visto Abajo los hombres? —dijo la artista dirigiéndose a ella.

Berta negó agitando la cabeza.

—Una película que parece hecha en Hollywood —aclaró Carmelita—. Es un musical dentro de un barco igual a este, donde solo había mujeres y… quin disbarat! Pues no canto un tango llamado Clemencia y el año pasado me lo censuran porque decían que pedía la amnistía para los de la insurrección de la Generalitat en el 34… ¡Y ahora me persiguen por la misma película, pero los del bando contrario!

—No entiendo —apuntó Berta desconcertada.

—Porque la dirigió José María Castellví, miembro de la FAI. ¡No hay más!

—Carmelita, per què no ens cantes Cocaína en Flor? —El empresario pidió la melodía del anuncio de moda, en un intento de cambiar de asunto.

—«Cocaína en flor, perfume de amor…» —arrancó a tararear—. Cantar, yo la canto. Pero eso no quiere decir que use la colonia.

Què rebel! —exclamó él.

—Es muy inteligente y goza de personalidad a pesar de su juventud —medió Berta—. Portugal tiene la fortuna de disfrutar de ella, no así su país.

Edwina Schäfer había leído tantas veces el listado de pasajeros que se sabía de memoria sus apellidos y la cabina que ocupaba cada uno. Hasta el momento no había frecuentado el comedor de primera clase en los horarios más concurridos. Al contrario, acudía cuando el barco se desperezaba o cuando quedaban las sobras del menú.

Tampoco conocía la sala de música ni el refinado salón de té, y se había perdido la contemplación de un Jean Dupas, cuyo colorido alababa todo el pasaje.

Pero esa noche, harta de su ostracismo en el camarote, decidió cenar a una hora convencional en segunda clase. Tenía hambre y sus tripas protestaban. Al acceder al comedor escogió una discreta mesa. Pocos minutos después se aproximó un camarero, junto a una champanera y dos copas.

—Se ha equivocado, no he pedido eso —advirtió ella tajante.

El sirviente se disculpó, indicándole la presencia de quien la remitía.

—Aun así, llévesela.

A partir de ahí cenó frugalmente, arrepentida, y con deseos de regresar a su cabina.

—¿Tan poco aprecia a los de su posición que prefiere juntarse con la plebe? —le interpeló Tobias Leisser.

—Lo mismo que usted, doctor. Disculpe, prefiero continuar sola.

Pero él estaba decidido a hacerle compañía. La alemana le miró displicente. Leisser parecía un lechón horneado tras su prolongada exposición al sol.

—He pensado mucho en usted estos días —confesó irónico—. De hecho, la he buscado por las crujías sin éxito. ¿Acaso se esconde de mí?

—Le agradezco su preocupación, pero debo retirarme temprano —zanjó Edwina el rumbo de una charla que no le interesaba lo más mínimo.

—¿Sus baúles se encuentran en buen estado?

La mujer sintió una sacudida, imperceptible al ojo humano, pero suficiente como para dejarla clavada en la butaca.

—Supongo. He tenido otras cosas en que pensar —mintió ella.

—¿Por qué será que no la creo, señorita Schäfer?

—Señora —silabeó Edwina irritada.

—Hay algo en usted que me es tremendamente familiar —dijo aproximándose a ella y rastreando sus manos—. No paro de darle vueltas, dónde nos habremos visto antes…, Edwina.

—Se equivoca. Si fuera así, lo recordaría —aseguró desafiante—. Un rostro tan repugnante como el suyo no se olvida nunca.

Edwina arrojó la servilleta sobre la mesa, volcando la copa de vino sobre la pechera de Leisser. Mientras él se limpiaba blasfemando por lo bajo, ella se levantó y se esfumó entre las mesas.

Tobias Leisser tuvo que reprimirse para no lanzarse tras ella y reventarle la cabeza contra la pared. Ninguna mujer se atrevía a tratarle así.

Él las dominaba. Si bien el físico no le acompañaba, sí lo hacía su habilidad para manipular sus cerebros. Rabiando por dentro, salió del comedor rumbo a la bodega de previsión.

—Soy Herr Schäfer —advirtió al botones—. Necesitaría abrir mi equipaje, por favor. Está a nombre de mi mujer: Edwina Schäfer.

—Por supuesto, Herr Schäfer —respondió—. ¿Me muestra su identificación?

Leisser palmeó su chaqueta fingiendo buscar algo en ella y al final se llevó la mano a la frente, en señal de despiste.

—¡Oh, me la he dejado en el camarote! Llegamos tarde al baile y ella necesita un tocado. Si regreso sin él, no sabe la que me espera. ¿Podría hacer el favor?

Al principio, el ordenanza negó con la cabeza, pero en cuanto distinguió los francos encima del mostrador, y puesto que solo cubría unos minutos al compañero que había tenido que ausentarse, condujo a Leisser hasta las valijas. ¿Quién se iba a enterar de su indolencia?

—Cinco minutos —advirtió el trabajador.

¡Ahí estaban! Dos baúles más altos que él y cuya anchura ocupaba el doble de su torso. Los golpeó con los nudillos. Entendió que era madera cubierta de piel, pero con algún refuerzo metálico en su interior. Pesadísimos. No le extrañaba ahora que los hubieran confinado en esa bodega. Desde luego, no le parecieron muy nuevos —les calculó unos diez años de vapuleada vida—, ni que hubieran sido fabricados en Alemania. Quizá su autoría fuera inglesa. Los británicos tenían práctica en proyectar enormes mudanzas a lo largo y ancho de los océanos.

Sin poder zarandearlos dadas sus dimensiones, calculó qué contendrían. Los cuadros no eran muy pesados. Salvo que los acarreara con marcos incluidos. Pero ¿quién en su sano juicio se aferraría a unas simples molduras? A no ser que estas valiesen su peso en oro. «Maldita zorra alemana, ¿qué llevas ahí dentro?», rumió mientras echaba un vistazo a sus cerraduras.

—Su marido acaba de entrar, señora Schäfer. Se le ha adelantado —decía el botones a viva voz.

Leisser se quedó paralizado. Había que reconocer que era listo el grumete: le estaba avisando. De ese hábil modo demostraba que, entre la lealtad a su trabajo o al dinero, el joven sabía bien qué elegir. Entonces se deslizó a lo largo del pasadizo hasta quedar oculto tras unos equipajes, desde donde vio acercarse a Edwina, claramente ansiosa.

—¿Dónde está mi marido? —gritó al grumete.

—Creo que me he equivocado, Frau Schäfer —se disculpó bajando la cabeza—. Se trataría de otro pasajero.

El austriaco observaba la escena salivando. Ahora sí que estaba seguro de haber coincidido antes con esa mujer, y no pararía hasta averiguar dónde.

El barco temblaba continuamente. Aurora lo sentía al permanecer estática unos segundos apuntalando sus piernas abiertas; pero si hubiera descendido a las entrañas del buque, mayor habría sido su oscilación.

Así se lo había aclarado la extraña mujer con quien coincidiera durante una de sus excursiones por el Île de France. Desde entonces se veían a diario, aunque lo guardase en secreto.

—¿Cuándo me pintará a mí? —le preguntó al poco de conocerla.

—Aún no tengo paz para retratos —aseguró ella—. Prefiero dibujar el mar, que me calma.

Le había dicho que se llamaba Edwina; que había sido una reconocida artista en su país, hasta que una terrible desgracia la había enemistado con su talento. Aurora imaginó la eventualidad de una viudez prematura o el adiós de una pareja que le habría inundado de desesperanza. Desde luego, la alemana no había sido tan explícita en ese lenguaje repleto de palabras como bisturís. «Se me ha olvidado tu idioma», se excusaba, aunque ella la entendiera perfectamente. La solía encontrar en una hamaca, cerca de la amura de estribor, donde la pintora garabateaba sus cuartillas, que al poco terminaban desterradas en un cartapacio. «No me llega la inspiración», se disculpaba para no mostrarle sus bocetos.

Tampoco mostraba sus rasgos, que ocultaba bajo unos excéntricos turbantes y unas gafas de sol. Incluso cuando hablaba con ella se cubría las piernas bajo la manta, para que no quedara libre ni un centímetro de piel. Aurora había llegado a pensar que padecía alguna extraña dolencia de la que se negaba a hablar, pero terminó interpretando que su enfermedad se llamaba tristeza. O melancolía. Igual que la suya.