C A P Í T U L O 9

ESE año llovió muy poco en el verano. En la calma absoluta de la tarde, la ciudad entera parecía un baño turco. Al atardecer la luz se reflejaba en la bahía y daba una sensación agobiante de sofoco. Iban ciudad adentro por las calles las carretas cargadas de sacos, destellándoles las ruedas, levantando una polvoreda blanca. El olor a boñiga lo apestaba todo.

A mediados de mes colgaron las linternas del alero de las casas. Los grandes almacenes lucían el mismo tipo de linternas y además faroles cúbicos con dibujos de flores pájaros e insectos. El sol no se había puesto todavía y los niños, impacientes, cantaban en procesión:

Farola, farolita,

el que tire una piedra

se quedará sin mano…

Farola, farolita,

el que tire una piedra

se quedará sin mano…

Apoyado en la ventana se puso a tararear la canción. Sin entender la letra, sentía un dejo de melancolía. Quizá fuera la canción misma, quizá su reacción personal al escucharla, ¿cómo saberlo?…

En la casa de enfrente una mujer, suelta la cabellera, extendía, en baldas cubiertas de jara seca, melocotones, azufaifas y vainas de soja. Las llamaban «baldas de los espíritus» y era una de las ceremonias acostumbradas en el país para agasajar a los espíritus de los antepasados cuando la noche del trece regresaban a sus hogares. Para él había perdido ya la novedad. En un diccionario japonés-holandés que le había dejado Ferreira, creía recordar que al festival del obón lo llamaban allí «hetsterffest».

Los niños que jugaban a hacer procesiones le vieron asomado a la rejilla y se pusieron a insultarle a coro: «Pablo el renegao, Pablo el renegao…». Hasta hubo alguno que hizo ademán de tirarle piedras.

—Pero, ¡qué niños tan malos…!

La mujer del pelo suelto se volvió hacia ellos riñéndoles y los niños escaparon a la carrera. Él los despidió con la mirada, sonriendo melancólicamente.

El padre pensó de repente en las noches de ánimas de los cristianos. La noche de ánimas en la iglesia católica venía a ser como el obón. Hasta el detalle de que en Lisboa encendían candelas en las ventanas de las casas se parecía mucho al obón de este país.

Su casa estaba en Sotouramachi. Una calleja estrecha y escarpada como tantas en Nagasaki, con las casas alineadas a ambos lados, como a horcajadas una sobre otra. En seguida, al fondo, estaba el barrio de caldereros, así llamado por vivir los caldereros en esa calle; y al terminar el día se oía el seco repiqueteo de los martillos. En dirección opuesta quedaba el barrio de los tintoreros y los días despejados flameaban al viento como banderas las piezas de tela teñidas. Todas las casas estaban techadas de tabla o paja, sólo algún comercio estaba recubierto de teja como en las lujosas avenidas que daban a Maruyama.

No le permitían salir a la calle a su antojo y sin permiso del gobernador. Su única distracción en los ratos libres era quedarse mirando a los peatones apoyado en la ventana. Por la mañana cruzaban camino de la ciudad las mujeres de Omura y de Isahaya con sus cestas de hortalizas a la cabeza. Al mediodía veía pasar a los arrieros —con taparrabos y cantando a todo pulmón—, tras las escuálidas cabalgaduras bien cargadas. Al anochecer iban los bonzos colina abajo haciendo sonar sus esquilas. Y él se comía con los ojos una a una todas estas escenas del Japón como si pensase en contárselas después a alguno de sus amigos de Portugal. Caía entonces de repente en la cuenta de que ya no volvería jamás a su tierra natal, y muy poco a poco se iba dibujando en su rostro una sonrisa amarga y resignada.

En tales ocasiones le hervía en el pecho la desesperación: «¿Por qué esto a mí?». No sabía si los misioneros de Macao y Goa se habrían enterado ya de su apostasía. Pero muy probablemente los comerciantes holandeses, a quienes se permitía residir en Dejima, junto a Nagasaki, habrían llevado ya la noticia hasta el mismo Macao y a estas horas habría sido expulsado de su orden misionera. Y no sólo eso, quizá había sido despojado de sus derechos como sacerdote y lo miraría el clero como una lacra de la que había que avergonzarse. «Pero, ¿a qué viene eso? ¿Qué significa eso? El único que me puede juzgar por dentro es el Señor, no son mis compañeros…». Se lo decía a sí mismo, mordiéndose los labios, sacudiendo la cabeza.

Y sin embargo, a veces a media noche, el fantasma de sus compañeros le desvelaba de repente y sentía sus uñas afiladas arándole el pecho por dentro. Entonces se le escapaba un alarido y saltaba de la cama. Tenía ante sus ojos un cuadro de la inquisición, la escena del juicio final que describe la Apocalipsis.

«¿Lo podréis entender? Sí, vosotros, los superiores de Europa y de Macao…» —y en las tinieblas se volvía a sus compañeros abogando por su propia causa—. «Vosotros vivís tan felices misionando en sitios tranquilos y seguros, en sitios en que no azota asoladora la tormenta de la persecución, de las torturas… Os quedáis en la otra orilla y la gente os venera como a ministros de Dios fuera de serie… Generales que mandan a la tropa a un frente de combate y se quedan en la tienda de campaña al amor de la lumbre, eso sois vosotros. Y, ¿cómo pueden esos generales censurar a un soldado que ha caído prisionero? Pero no. Todo esto son excusas tontas. Me estoy engañando a mí mismo» —se repetía negando lánguidamente con la cabeza—. «¿Por qué estas disculpas degradantes? He apostatado, de acuerdo. Y sin embargo, Señor, tú sabes muy bien, tú lo sabes, que yo no he renunciado a mi fe. El clero se estará preguntando por qué he apostatado. ¿Porque me aterraba el tormento de la fosa? Pues sí, eso es. ¿Porque no pude soportar los gemidos de los campesinos colgados de la fosa? Eso es. ¿Porque cedí a la tentación de Ferreira y pensé que si yo apostataba, aquellos pobres campesinos se salvarían? Exacto, eso es. Claro que a lo mejor ese ceder por amor era sólo una excusa para justificar mi propia debilidad…».

«Lo anterior lo reconozco todo. Renuncio ya a encubrir mis muchas debilidades. Después de todo sería cosa de ver qué diferencia hay entre Kichijirô y yo. Y sin embargo hay algo más definitivo todavía, y es que me he convencido de que el Dios que predica el clero en las iglesias y mi propio Dios son dos seres distintos».

Le había quedado tatuado a fuego en sus párpados el recuerdo de aquel «fumie», aquella placa de madera que el intérprete le había puesto a los pies. Incrustado en ella un medallón de cobre y cincelado el rostro de aquel hombre, reproducción del artista japonés. Era totalmente distinto del rostro de Cristo que estaba acostumbrado a ver cientos de veces en Portugal y en Roma, en Goa y en Macao. No era un rostro que irradiase majestad y altivez, ni tampoco un rostro bello, agobiado de sufrimientos. Tampoco era el rostro rebosante de energía, inaccesible a toda la tentación. El rostro que tenía a sus pies era un rostro demacrado, hundido, agotado de cansancio. Eran muchos los japoneses que le habían puesto el pie encima y en la tabla alrededor del medallón quedaba la huella ennegrecida de los pulgares. De pisada que estaba, la misma cara había quedado desgastada y comida. Y esa cara comida se le había quedado mirando con unos ojos doloridos, unos ojos que eran una súplica: «Písame, písame… Si yo estoy en el mundo, es para que vosotros me piséis…».

Recibía todos los días visita de inspección del «otoña» y concejales del barrio. El «otoña» era el representante del distrito. De ordinario una vez al mes le mudaban la ropa y lo acompañaban al palacio del gobernador.

A veces también, por medio del «otoña», recibía una citación de los funcionarios. En una cámara de palacio le ponían delante un objeto imposible de catalogar para ellos y su misión consistía en aclararles si ese objeto tenía algo que ver con los cristianos. Entre los artículos que traían los extranjeros de Macao había infinidad de cosas raras y era él o Ferreira, uno de los dos, el que podía dictaminar en seguida si estaban entre los objetos cristianos prohibidos. Cuando terminaba su trabajo le daban en palacio dulces y dinero en pago de sus servicios.

Siempre que iba a Motohakata, el palacio del gobernador, el intérprete y los oficiales le recibían con toda la cortesía. Jamás recibió una humillación ni un mal trato como si fuera un malhechor. El intérprete adoptaba la pose perfecta del que se ha olvidado por completo de su pasado. Y el padre, muy en su papel, le obsequiaba con una sonrisa como si nada hubiera sucedido. Pero esos recuerdos que ambos evitaban tocar, desde el preciso instante en que ponía el pie en palacio, eran para él una tortura interior, algo así como si le aplicasen un hierro candente en el corazón. Lo que más le mortificaba era que le hicieran atravesar la antecámara. Porque desde allí se veía a cierta distancia del patio una galería oscura, y allí fue donde una pálida mañana caminó él tambaleándose, dejándose llevar en brazos de Ferreira. Por eso torcía la vista azorado.

A Ferreira tampoco le podía ver a discreción. Lo tenía prohibido. Sabía que vivía en Teremachi, cerca de Saishóji, pero no le permitían ni visitarle ni recibir visitas. La única ocasión en que se veían la cara era cuando acudían al palacio del gobierno escoltados por el «otoña». Los dos, Ferreira y él, tenían que ponerse el quimono que recibían de palacio y sólo intercambiaban un breve saludo en un japonés mal hablado para que el «otoña» pudiera también enterarse. En palacio hacía un esfuerzo por mostrarse extremadamente abierto con él, pero le era imposible formular en palabras los sentimientos que Ferreira le suscitaba. Se mezclaba en ellos todo lo que siente un hombre por otro hombre. Ferreira y el padre se odiaban, se despreciaban mutuamente. Y él por lo menos, si odiaba a Ferreira no era porque le hubiera inducido a apostar —eso ya no le causaba ni rencor ni indignación—, era porque en Ferreira podía ver en carne viva la deformidad de sus propias heridas. Allí estaba Ferreira sentado ante sus ojos, un suplicio para la vista, el suplicio de una persona deforme que ve su propio rostro en el espejo. Ferreira lo mismo que él, forzado a vestir a la japonesa, forzado a hablar en japonés. Ferreira lo mismo que él expulsado de la iglesia.

—Jajajajaaa… —Ferreira tenía siempre a punto aquella sonrisa servil cuando se trataba con los funcionarios—. ¿Con que Lucock, el de la firma holandesa, se ha presentado ya en Edo? El mes pasado cuando estuve en Dejima, eso me dijeron…

Se quedaba contemplando en silencio a Ferreira, sus ojos hundidos, su voz aguardentosa, sus hombros huesudos. El sol le estaba dando en los hombros. La primera vez que le encontró en Saishóji, también daba el sol en esos hombros. Pero no era sólo odio y desprecio lo que sentía por Ferreira. Sentía además compasión, una compasión mezcla de solidaridad con el compañero de destino y de piedad consigo mismo. «Parecemos dos gemelos siameses…», pensó de repente mientras clavaba sus ojos en la espalda de Ferreira, «dos gemelos que se odian por su deformidad, que se desprecian, pero que no pueden separarse. Eso somos él y yo…».

Los asuntos de palacio solían terminar al atardecer. Los murciélagos pasaban entre el portalón y los árboles en vuelo rasante y revoloteaban en el cielo de púrpura apagada.

Sus respectivos «otoñas» les hacían un gesto con los ojos y salían cada uno por su lado, uno por la derecha y otro por la izquierda, acompañando a estos extranjeros que tenían a su cargo. Mientras caminaba, el padre volvió la cabeza en silencio hacia Ferreira. También Ferreira se volvió hacia él. Hasta el mes siguiente ya no volverían a verse y cuando se vieran, ninguna de los dos podría tampoco calar la hondura de la soledad del otro.

Del diario de Jonassen, agente de una firma holandesa en Dejima, Nagasaki.

Julio 1644 (1er año de Shohó, sexto mes)[14]

3 de julio. Salen tres juncos chinos del puerto. He conseguido permiso para que el Lillo leve anclas el 5; así que mañana cargaremos a bordo plata, material de guerra y carga general. Habrá que ultimar todos los preparativos.

8 de julio. Están cerrados los tratos con los comerciantes, cambistas, propietarios y Shiroemon-dono. Por orden del director de la firma he hecho unos cuantos pedidos al objeto de que esté a punto para el próximo viaje la mercancía destinada a Holanda, la costa de Coromandel y Siam.

9 de julio. Se descubrió una imagen de la Virgen en la casa de un ciudadano de esta región y en consecuencia la familia entera fue inmediatamente encarcelada y sometida a interrogatorio. Como resultado se dio con el paradero del vendedor y se le sometió a un escrutinio minucioso. Al interrogatorio asistieron el apóstata padre Sawano Chuan y el portugués, también apóstata, padre Rodrigo.

Hace tres meses se descubrió en casa de un ciudadano la medalla de un apóstol cincelada en un penique. Se arrestó a toda la familia y se les sometió a tortura para que apostataran, pero por lo visto se negaron en absoluto a apostatar. El apóstata portugués padre Rodrigo que asistía al interrogatorio, intercedió insistentemente ante el magistrado para salvarles la vida, pero no atendieron a sus ruegos y fueron sentenciados a pena capital. Al matrimonio y a los dos hijos les afeitaron media cabeza y por lo visto los estuvieron paseando cuatro días por la ciudad montados en jamelgos. Al padre y a la madre los ajusticiaron el otro día colgándolos cabeza abajo. A los hijos los hicieron presenciar la ejecución y después los devolvieron a la cárcel.

Al atardecer tomó puerto un junco chino. Trae una carga de azúcar, porcelana y algunos tejidos de seda.

1 de agosto. Llega un junco chino de Fuchow con carga general. Hacia las diez, el vigía de turno avistó un velero a unas seis millas de la rada de Nagasaki.

2 de agosto. Por la mañana, manos a la obra y descargamos el barco que llegó ayer. Hemos adelantado mucho trabajo. Al mediodía se presentó en mi oficina el primer secretario del magistrado con unos ayudantes y un intérprete en el grupo. Me interrogaron durante dos horas. El motivo era que el apóstata Sawano Chuan, que vive en Nagasaki, y el portugués apóstata padre Rodrigo les habían hablado de la decisión tomada en Macao de enviar al Japón padres de la India en barcos holandeses. En opinión de Ferreira, los padres van a seguir este sistema: entrarán al servicio de los holandeses, se encargarán en los barcos de los oficios más humildes y así entrarán de incógnito en el país. El secretario nos avisó que si el plan se llevaba a cabo, la firma se vería en una situación muy comprometida y nos urgió suma vigilancia. Otra cosa además. Si cogían a uno de esos padres venidos al Japón en un barco holandés, tratando de volver en otro barco nuestro, porque la estricta vigilancia que había no le dejaba entrar de incógnito, eso también sería catastrófico para los holandeses. De hecho los holandeses se confesaban siervos y vasallos del emperador y del Japón y, por tanto, tendrían que recibir el mismo castigo que los japoneses. Eso me comunicó el secretario y me entregó de parte del gobernador un memorial en japonés que transcribo a continuación.

Traducción del memorial

El padre Sawano, arrestado el año pasado por el rey de Hakata, ha declarado ante el gobierno central en Edo, que también entre los holandeses y en Holanda misma existen muchos católicos romanos. Que en Cambodia los holandeses acuden a casa de los padres y confiesan ser de su misma religión. Que los padres han decidido entrar en Europa al servicio de la compañía naviera como empleados o marinos y desplazarse hasta Nagasaki en el Japón en los barcos de la compañía. El gobierno no lo podía creer y respondió que, como los portugueses y españoles eran enemigos a muerte de los holandeses, lo que Sawano probablemente pretendía con sus declaraciones era hacerlos caer en desgracia. Sawano Chuan replicó categóricamente que lo que él decía no eran puras palabras, que eran hechos. Por las susodichas razones el gobernador conmina enérgicamente al capitán para que se cerciore de que en su dotación no hay católicos romanos. Caso de haberlos deberá comunicarlo a las autoridades. Si en el futuro arribara al Japón en barcos holandeses algún católico romano y se viera que no había sido delatado, el capitán se vería en una situación muy comprometida.

3 de agosto. Al atardecer terminamos de cargar el barco antes citado. Hoy preguntó el gobernador si había algún artillero en ese barco que pudiera manejar morteros y envié al auxiliar administrativo Paulus Ver a que se informase, pero quedó claro que no había nadie. Informé en este sentido. El magistrado volvió a preguntar si no vendría alguien en los próximos barcos y ordenó que se le tuviera al tanto caso de venir.

4 de agosto. Por la mañana vino al barco Honjo-dono, caballero de alto rango en el gobierno e inspeccionó escrupulosamente hasta las cajas que había en los rincones. Pesquisas tan severas son consecuencia de haber delatado los ex padres que hay en Nagasaki al gobierno central que entre los holandeses hay católicos romanos y que los traen aquí barcos holandeses. Explicaron a los oficiales del barco que, de no haber sido por estas nuevas sospechas, la inspección habría sido más benigna que el año pasado. Cediendo a sus instancias me fui al barco y en su presencia hice ver a la tripulación que si tenían algún objeto de culto católico que lo debían entregar, que no serían castigados. Todos a una respondieron que no tenían nada, y entonces di lectura al decreto que obligaba a todo miembro de la dotación. Honjo-dono quiso saber el contenido de mi arenga, se lo dije con todo detalle y regresaron a tierra asegurándome que en su informe tratarían de tranquilizar al gobernador.

Al atardecer llegó un junco chino de Nanking. Su carga principal: gloria, raso, crespón de seda y otros tejidos tasados en 80 kan. Además traía azúcar y carga general.

7 de agosto. A los dos hijos del matrimonio cuya ejecución mencioné anteriormente, los ataron hoy a un tercer reo y montados en jamelgos los llevaron al lugar de la ejecución donde los decapitaron.

1645 (noviembre y diciembre del segundo año de Shójo).

Llega de Nanking un junco chino con seda en bruto, gloria, raso, brocado de oro, damasco y otros géneros, una carga de 800 a 900 kan. Comunica que dentro de mes y medio o dos meses vendrán tres o cuatro juncos más con mucha carga. Que si pagan al administrador de la región de 100 a 600 taeles, según la carga, tienen plena libertad para viajar a Japón.

16 de noviembre. Llega un pequeño de Changchew con tela de lino, alumbre y cerámica con otros productos. Algo más de dos cofres de carga.

29 de noviembre. Por la mañana vienen a la firma dos intérpretes, mandados por el magistrado y me enseñan una estampa de María con la siguiente inscripción en holandés: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú entre las mujeres». (Le 1,25). La habían recibido de un bonzo de cerca de Shimonoseki y querían saber, primero qué idioma era, y además qué significaba la inscripción. Los apóstatas portugueses Rodrigo y Sawano Chuan decían que, como no era latín, portugués ni italiano, ellos no sabían lo que decía. Se trataba del avemaría en holandés y la había imprimido un flamenco. Los flamencos hablan nuestro mismo idioma. No cabe duda de que la estampa vino en uno de nuestros barcos; pero hasta que no me lo pregunten pienso callarlo. En lo del idioma me temí que el padre Rodrigo y Sawano Chuan se lo habrían indicado ya, y preferí dejar en claro toda la verdad.

30 de noviembre. Tiempo despejado. Muy de mañana llevo a bordo el pinzote del timón y la pólvora y termino con lo que quedaba por cargar. Al mediodía fui al barco, pasé lista a la tripulación y les entregué sus papeles. Después volví a la firma y di un banquete a Bonjoy y su grupo. Antes de anochecer cambió el viento a noroeste y el Overschie no izó velas.

5 de diciembre. Al mediodía vino un intérprete preguntando por nuestras fuentes de abastecimiento y le respondí que nos abastecíamos casi exclusivamente de China y Holanda. Quería saber si crearía problemas cortar el acceso a los chinos.

Yo, desde que vine al Japón, he estado tratando de informarme sobre casos de padres apóstatas. Hubo un japonés, Tomás Araki, que residió en Roma largo tiempo y hasta sirvió en la corte papal. Ya en anteriores ocasiones había confesado que era cristiano, pero el magistrado lo había dejado en paz, pensando que eran chocheces de viejo. Tiempo después lo colgaron día y noche de la fosa y apostató, pero murió sin renunciar a la fe en su corazón. Actualmente sólo hay vivos dos apóstatas, uno es el portugués Chuan, provincial que fue de los jesuítas del Japón, personaje siniestro. El otro es el padre Rodrigo, portugués nacido en Lisboa. También este pisó el «fumie» en el palacio del magistrado. En la actualidad los dos viven en Nagasaki.

9 de diciembre. Presenté a Saburózaemon-dono un estuche con diversos ungüentos y medicinas, igual a los ofrecidos al emperador y a Chikugo-dono, y lo aceptó de muy buen grado. Por lo que me dicen, el magistrado quedó muy satisfecho de que incluyera un catálogo con las propiedades de cada uno de los específicos escrito en japonés. Al anochecer entra en puerto un barco de Fuchow.

15 de diciembre. Zarpan 5 juncos chinos.

18 de diciembre. Zarpan 4 juncos chinos. Cuatro o cinco marineros de un junto de Nanking pidieron permiso para ir a Tonkín o Cochín en otro junco chino, pero el magistrado no otorgó el permiso.

Un cabeza de familia de esta isla ha oído que el apóstata Chuan ha redactado un documento con diversos puntos que afectan a portugueses y holandeses y que pronto va a mandarlo a la corte imperial. Con tal de que no nos cree problemas a la firma, hasta me alegraría que muriera ese canalla que ya ni se acuerda de Dios. En fin, Dios nos defenderá de sus embustes. Por la tarde atracaron ante las oficinas de la firma dos barcos japoneses. Nosotros saldremos en uno y en el otro cargarán unos camellos. Al anochecer llegan a la oficina los intérpretes con los criados que nos van a acompañar en nuestro viaje a Kamigata. Uno de los criados es un lavandera que habla un poco de holandés, y yo había expuesto mi deseo de que por el momento hiciera el viaje con nosotros con categoría de cocinero, pero Dembe y Kichibe insistieron en que el gobernador había prohibido que nos acompañara en el viaje nadie que supiera holandés. Yo no los creí y supuse que me hacían la contra porque querían llevar los negocios a su capricho. Les dije que a nosotros nos sobraba y bastaba con japonés y holandés, que de tener prevención contra algún idioma, ése sería el portugués y no el holandés. Católicos que hablaran holandés no había uno; que hablaran portugués, en cualquier momento se podrían contar con decenas.

23 de diciembre. Zarpa un junco pequeño de Fuchow. Al anochecer llegó a la rada un junco chino de gran tonelaje. Hacía viento contrario y durante la noche lo tuvieron que remolcar hasta Nagasaki con una flotilla de barcos a remo. Traía mucho personal a bordo, con mucha algarabía de tambores y flautines y un despliegue de gallardetes de seda. (Final del diario).

Primero de año. Grupos de paisanos recorren casa por casa las calles de Nagasaki. Van tocando entre golpes de gong y repiqueteo de tambor. Mujeres y niños salen a la puerta a darles sus ochavos. Es también el día en que los mendigos de Funatsu y Kakuibara se juntan en grupos de dos o tres, oculta la cabeza bajo el sombrero cónico y recorren las puertas cantando el «yaara».

2 de enero. En los comercios es el primer día de ventas y desde antes del amanecer están las tiendas engalanadas y con cortinas nuevas a la entrada. Los «tooragos», viajantes que venden babosas de mar, visitan las tiendas una por una.

3 de enero. El consejo de ancianos de cada ciudad va hoy a palacio a que se les entregue la placa del «fumie».

El rito del «fumie» empieza para el pueblo a partir del 4. Ese día los «otoña» y jefes de barrio de Edo, Imazakana, Funatsu, Fukuro, etc., reciben de palacio la placa del «fumie» y van casa por casa contrastando cada una con los datos del registro de «fumies» rituales. Casas y calles están limpias y barridas esperando en silencio que lleguen los «otoña» y los jefes de barrio. Por fin a lo lejos se oye la cantinela del pregonero: «Vayan saliendo…», y los miembros de la familia aguardan inmóviles, formando hilera, en la habitación inmediata a aquella en que tiene lugar un rito.

La longitud de la placa del «fumie» viene a ser de siete a ocho pulgadas, su anchura de cuatro a seis pulgadas, y en la placa está incrustada una imagen de la Virgen y el niño Jesús. Primero ha de pisar el padre de familia, después la madre y después los niños. A los bebés los hacen pisar su madre teniéndolos en brazos. Si hay enfermos, en presencia de los oficiales, acostados como están, se les aplica a los pies el «fumie».

El 4, recibió el padre una llamada repentina de palacio. Se presentó el intérprete con un palanquín. No hacia viento, pero el cielo estaba nuboso y plomizo, y el frío era bastante intenso. Quizá fuera por la ceremonia del «fumie», pero la calle estaba muerta, totalmente distinta de lo que había sido hasta ayer. En el palacio del gobernador, en Motohakata, le aguardaba en la sala de entrada transida de frío, un oficial vestido de gala.

—El señor gobernador le está esperando…

En la sala había un braserito de hierro y el señor de Chikugo esperaba sentado a la japonesa. Al oír rumor de pasos volvió la cabeza —aquellas orejas tan grandes…— y se quedó mirando al padre fijamente. Había en su rostro y sus labios un esbozo de sonrisa, pero sus ojos no reían.

—Se le saluda —dijo el señor de Chikugo en tono sosegado.

Desde su apostasía era la primera vez que se veía frente a frente con el magistrado. Sin embargo, ya no sentía ante este hombre la menor afrenta. Cuando luchaba, no era contra los japoneses representados en Inoue, luchaba contra su propia fe. Poco a poco lo había ido comprendiendo. Pero el señor de Chikugo jamás lo entendería…

—Cuánto tiempo sin vernos, ¿eh? —asintió el señor de Chikugo acercando ambas manos al brasero—. Supongo que estará usted completamente hecho a Nagasaki…

El gobernador le preguntó si tenía alguna queja. Le dijo también que si algo le incomodaba, no tenía más que decirlo en palacio sin ningún reparo. Se veía claro que el gobernador se esforzaba para no tocar el tema de su apostasía. ¿Sería por compasión? ¿O quizá la autosuficiencia que da el haber vencido? El padre de vez en cuando levantaba furtivamente la mirada y la fijaba en su rostro. Pero aquel rostro inexpresivo de anciano nada revelaba.

—Dentro de un mes se irá usted a Edo y se quedará a vivir allí. Ya está preparada la casa para el padre. Una casa en el barrio de Obinatachoo, donde vivía yo antes…

¿Lo había hecho a ciencia y conciencia? El señor de Chikugo había dicho «padre» y sintió que la palabra se le clavaba aguda en la piel.

—Además, ¿sabe? Como estará toda su vida en el Japón, será mejor que tome un nombre japonés. Por suerte acaba de morir un tal Okada San’emon. Cuando vaya a Edo puede tomar ese nombre sin más.

Todo esto lo decía el gobernador de un tirón, frotándose las manos sobre el brasero.

—El difunto deja mujer. Al padre, eso de vivir siempre solo toda la vida no le viene bien…, ¿qué tal le parece quedarse con su mujer?

El padre había estado escuchando con los ojos en tierra. Detrás de sus párpados, se perfilaba una pendiente. Y él iba resbalando ahora pendiente abajo… Inútil pretender resistir o detenerse. Que le dieran el nombre de un japonés le tenía sin cuidado, pero jamás pensó que le obligasen a casarse con su mujer.

—¿Qué le parece?

—Estoy de acuerdo.

El padre asintió encogiéndose de hombros. Se sintió de repente dominado por una mención mezcla del agotamiento y resignación al mismo tiempo. «Me basta que me comprendas tú, tú que sufriste todas las humillaciones… Aunque los fieles y el clero me miren como una lacra en la historia misionera, ya me da todo lo mismo».

—Seguro que se lo habré dicho ya alguna vez, ¿verdad? El cristianismo no se adapta al Japón. No hay modo de que el cristianismo eche raíces…

El padre recordó que Ferreira había usado las mismas palabras en Saishóji.

—No he sido yo el que ha vencido al padre, qué voy a ser yo… —el señor de Chikugo se quedó contemplando fijamente la ceniza del brasero—, lo ha vencido esta ciénaga que llaman Japón…

—Nada de eso —instintivamente el padre elevó la voz—. Toda mi lucha ha sido contra el cristianismo que me dictaba mi propio corazón.

—¿De veras? —El señor de Chikugo esbozó una sonrisa irónica—. Sí, ya me enteré que después de apostatar le contó usted a Ferreira que el Cristo del «fumie» le mandó que lo hiciera. Y eso, ¿qué quiere decir? Puras palabras para encubrir su flaqueza, ¿verdad? Yo, Inoue, sé muy bien que ésas no son palabras de un cristiano.

—El señor gobernador puede pensar lo que bien le parezca.

El padre puso las manos sobre sus rodillas y volvió la vista al suelo.

—A los demás los engañará usted, pero a mí no me engaña —prosiguió el señor de Chikugo fríamente—. Se lo pregunté a otro que era tan padre como usted: «¿Qué diferencia hay entre la misericordia de Buda y la misericordia de Deus? La criatura nada puede contra su propia debilidad y se abandona a la misericordia de Buda. En ese abandono está la salvación. Eso es lo que en este país predica». Y entonces el padre me contestó con toda la claridad: «Pues sí, la salvación no se gana con sólo abandonarse a Dios; el creyente además tiene que ser fuerte de espíritu». Ahora que lo pienso, veo que en esta ciénaga del Japón, usted, sin sentirlo, ha terminado deformando el cristianismo…

«El cristianismo no es lo que tú dices…», quiso gritar el padre. Pero sintió que dijera lo que dijera nadie, ni Inoue, ni el intérprete iban a comprenderle, y ese sentimiento le forzó a tragarse sus palabras. Escuchaba en silencio al gobernador con las manos en las rodillas, pestañeando sin cesar…

—El padre quizá no lo sepa pero en Goto e Ikitsuki quedan todavía muchos campesinos que creen en Cristo. Sin embargo, el gobierno no tiene interés en capturarlos.

—¿Por qué no? —preguntó el intérprete.

—Porque ya tienen cortadas las raíces. Si siguieran viniendo de occidente otros padres como el que está aquí presente, no nos quedaría más remedio que arrestar a los cristianos… —continuó el magistrado riéndose—, pero no hay cuidado. Y la razón de no arrestarlos es que al cortar las raíces, los brotes y las hojas decaen. Y la prueba está al canto: el Dios que adoran en secreto los campesinos de Goto e Ikitsuki y el Deus de los cristianos no se parecen en nada.

El padre levantó la cabeza y miró al rostro del señor de Chikugo. Había un esbozo de sonrisa en su cara y en su boca, pero sus ojos no reían.

—El cristianismo que trajeron los padres, aislado de sus fuentes, se irá convirtiendo en un cuerpo extraño…

El señor de Chikugo dejó escapar un suspiro. Un suspiro hondo, como si lo arrancase del fondo del alma.

—Así es el Japón. No hay nada que hacer, ¿verdad, padre?

Había sinceridad en aquel suspiro, toda una resignación dolorida.

El gobernador le regaló unos dulces, el padre dio cortésmente las gracias y se retiró junto con el intérprete. El cielo seguía como siempre, plomizo y nuboso. Hacía frío en la calle. Bajo aquel cielo plomizo y con el tranqueteo del palanquín se le iba la mirada absorta hacia el mar, un mar inmenso, del mismo color plomizo. Pronto lo enviarían a Edo. El señor de Chikugo le había dicho que tendría casa puesta, pero la verdad es que lo iban a internar en una cárcel para cristianos. Ya había oído hablar de ella. Y en esa cárcel pasaría toda su vida. Ya nunca volvería a cruzar aquel mar plomizo para volver a su tierra natal. Cuando estaba en Portugal solía pensar en ser misionero era hacerse por completo a este país. Quería venir al Japón, hacer la misma vida que un cristiano japonés. ¿Sí…? Pues eso sería, tenía ya el nombre de un japonés, Okada San’emon, se había hecho japonés… ¿Okada San’emon? Se echó a reír en voz baja. Así, a primera vista, el destino le había dado todo lo que había apetecido. Se lo había dado con regodeo, con ironía. Él, sacerdote, célibe de por vida, iba a tener esposa. «No es que me queje contra ti, Señor, no. Me río sólo del destino del hombre… Mi fe en ti es distinta de la que tenía antes, pero de veras que te sigo queriendo…».

* * *

Hasta el atardecer siguió apoyado en la ventana, contemplando a los niños. Los niños correteaban por la cuesta tirando del hilo de una cometa, pero no hacía viento y la cometa se arrastraba por el suelo. Al atardecer se hendieron un poco las nubes y se filtro un sol lánguido. Los niños cansados de jugar con la cometa se pasaban de mano en mano un pino de año nuevo atado a una caña de bambú y cantaban repicando en las cancelas de las casas:

No le pegues al topo

que no hace daño, que no hace daño…

Palitroque, palitroque

tres bendiciones…

Pinito uno, pinito dos,

pinito tres, pinito cuatro…

Quiso imitar en voz baja el canto de los niños, pero no le salía y eso lo dejó triste. «No le pegues al topo, que no hace daño…». A eso se parecía él, al topo, un bichejo estúpido que se arrastra bajo tierra aunque nadie se fije en él. La vieja de la casa de enfrente se estaba metiendo con los niños. La misma vieja que le traía dos veces al día de comer.

Era de noche y soplaba el viento. Aguzando el oído evocaba el rumor de la brisa tiempo atrás, cuando estuvo encerrado en el calabozo, el rumor de la brisa meciendo el follaje. Esa noche, como todas las noches, evocaba en su alma el rostro de aquel hombre. El rostro del hombre que había pisoteado.

—Padre, padre…

Se quedó mirando con ojos hundidos hacia la puerta, de donde venía aquella voz conocida.

—Padre, soy yo, Kichijirô…

—Yo ya no soy un padre —respondió en voz baja, abrazado a sus rodillas—. Márchate inmediatamente. Si te descubre el «otoña» vas a meterte en un lío…

—Pero usted puede oír todavía mi confesión…

—Qué sé yo… —el padre dobló la cabeza—. Soy un apóstata, un sacerdote apóstata.

—En Nagasaki lo llaman usted el apóstata Pablo. No hay quien no sepa el nombre.

Abrazado como estaba a sus rodillas, el padre rió tristemente. Sin que nadie viniera a contárselo, sabía de tiempo atrás que le habían puesto ese mote. A Ferreira le llamaban el apóstata Pedro y a él, el apóstata Pablo. A veces venían los niños a la puerta y le daban la cencerrada gritándoselo.

—Por favor, escúcheme. Si puede oír confesiones, aunque sea el apóstata Pablo, déme la absolución de mis pecados. Por favor…

«¿Quién es el hombre para juzgar? ¿Quién mejor que el Señor conoce nuestra debilidad?», pensaba el padre en silencio.

—Yo vendí al padre. Y pisé también el «fumie»… —la voz llorona de Kichijirô seguía sonando en sus oídos—. ¿Sabe, padre? En este mundo hay débiles y hay fuertes. Los fuertes no se rinden al tormento y podrán ir al paraíso, pero los cobardes de nacimiento como yo, cuando los llevan al sitio del «fumie» y les dicen los guardias: «¡Pisa!», y les empiezan a dar tormento…

«Yo también puse mi pie sobre el «fumie». Este pie mío pesó sobre el rostro hundido de aquel hombre… El rostro en que soñé cientos de veces. El rostro en que no dejé de soñar errante por los montes y después en el calabozo. Sobre el rostro del hombre al que quise amar toda mi vida. El rostro estaba vuelto hacia mí desde la tabla. Un rostro gastado, hundido, con aquellos ojos tristes. Y aquellos ojos tristes me dijeron: “Písame… Sí, písame. Tienes los pies doloridos como tantos otros que me han estado pisando hasta el día de hoy… A mí me basta que los pies os duelan. Yo participo de vuestro dolor, vivo vuestro sufrimiento. Para eso estoy en el mundo…”».

—Señor, me dolía que estuvieras siempre en silencio…

—No estaba en silencio. Estaba sufriendo contigo.

—Pero tú le dijiste a Judas: «Vete…». Le dijiste: «Vete y haz lo que tienes que hacer». ¿Qué fue de Judas, Señor?

—Yo no le dije eso. Le dije a Judas «hazlo» como te he dicho a ti «pisa». Porque Judas tenía dolorido el corazón como tú tienes los pies…

Fue entonces cuando puso él su pie sobre el «fumie», sucio de sangre y de polvo. Los cinco dedos de su pie cubriendo el rostro del hombre que amaba. Aquel gozo violento, aquella emoción, no la podría él explicar a Kichijirô…

—No existen fuertes y débiles… ¿Quién asegura que los débiles no han sufrido menos que los fuertes? —Se puso a hablar atropelladamente, vuelto hacia la puerta—. Si no quedan padres en este país que puedan oír tu confesión, tendré que hacerlo yo. Di al final las oraciones de después de confesar… Vete en paz.

En Kichijirô la tensión había desaparecido. Lloraba ahora ahogando sus sollozos. Por fin se arrancó de la puerta. Él, Sebastián Rodrigo, había tenido la arrogancia de conferir a aquel hombre un sacramento que sólo los sacerdotes en activo podían dar. Sus compañeros le atacarían violentamente, le dirían que era un sacrílego; pero aunque a ellos los traicionase, sabía muy bien que a aquel hombre no le traicionaba. Le seguía queriendo de manera muy distinta que hasta ahora. Para llegar a ese amor todo lo sucedido hasta ahora había sido necesario.

«En estos momentos soy el último sacerdote católico en este país. Aquel hombre no ha quedado en silencio. Aun suponiendo que él hubiera callado, toda mi vida hasta hoy estaría hablando de él…».