C A P Í T U L O 6

EL cielo se había encapotado. Se alzaban lentas las nubes hasta la cumbre de Gosendake, y luego se desparramaban cubriendo los campos, una estepa desértica llamada Chizukano. Aquí y allá se arracimaban los matojos como si reptasen, pero el resto era todo tierra negruzca, en una vasta extensión sin límites. Los samuráis cambiaron unas palabras entre sí y dieron orden a la escolta de que hicieran descabalgar al padre. Como llevaba tanto tiempo a horcajadas, con las manos atadas, al poner pie en tierra sintió las corvas doloridas y se quedó acurrucado.

Un samuray sacó una larga pipa y se puso a fumar. Era la primera vez que veía tabaco en el Japón. El samuray echó dos o tres bocanadas de humo, aguzando la boca, e hizo correr la pipa entre sus compañeros. Los soldados de escolta se les quedaban mirando con cara de envidia.

Largo tiempo esperó el grupo, a ratos de pie, a ratos sentado en las rocas, con los ojos puestos en el sur. Algunos iban a hacer sus necesidades al abrigo de los peñascos. Hacia el norte quedaban claros en el cielo, pero al sur comenzaban ya a apelmazarse las nubes del atardecer. El padre de vez en cuando echaba una ojeada al camino que habían andado. Kichijirô tenía que haberse rezagado en algún sitio; no se le veía por ninguna parte. Seguro que a medio camino se cansó de seguir a la comitiva y se había vuelto para atrás.

—¡Ya vienen, ya están ahí…! —gritaron los guardias de escolta señalando al sur con el dedo.

Era un destacamento de samuráis y soldados de a pie, como el que le acompañaba, y se les veía acercarse lentamente desde el sur. El samuray que había estado fumando saltó inmediatamente al caballo y se lanzó a galope tendido a su encuentro. Sin descabalgar intercambiaron saludos y mutuas inclinaciones de cabeza. El padre comprendió que era el sitio convenido para el relevo de escolta.

Terminaron las consultas y el destacamento que había venido escoltándole desde Omura volvió grupas y se perdió poco a poco en la calzada norte, donde todavía brillaba el sol. Rodearon al padre los que habían venido a recogerlo desde Nagasaki y lo hicieron montar otra vez a lomo desnudo.

* * *

La cárcel se encontraba en la falda de una colina, entre árboles. Daba la impresión de recién construida, de un almacén de nueva planta, pero por dentro las celdas tenían exactamente tres yardas de longitud, cuatro de anchura y dos desde el suelo al techo. La luz entraba por un ventanuco enrejado y por una ranura del panel de la puerta, por la que apenas si podía pasar una escudilla. Por allí le metían la comida una vez al día. El exterior de la cárcel lo había visto el día que llegó y dos veces más que le llamaron para hacerle un atestado. Habían construido una empalizada de máxima seguridad con hileras de lanzas de bambú enfiladas hacia el interior. Además, fuera de la empalizada se veían las viviendas de los guardias con sus tejadillos de paja achatados.

Cuando lo arrojaron allí, todavía no había ningún otro preso. Lo mismo que en la cabaña de la isla, pasaba el día entero rígido, sentado en la oscuridad, mientras llegaba a sus oídos el parloteo de los guardias. A veces hasta los mismos guardias se ponían a hablarle en plan de matar el aburrimiento. Por ellos supo que estaba en Sotomachi, un barrio de Nagasaki, pero no había modo de saber el lugar de su enclavamiento con respecto al centro de la ciudad. Durante el día se oía un eco lejano de tráfico intenso, de garlopas, de martillear de clavos, y eso le permitía suponer que el suburbio era de nueva urbanización. Por la noche llegaba del bosque el arrullo de las palomas torcaces.

Sin embargo, dentro de la cárcel la paz y el sosiego eran tales que hasta resultaba extraño. La intranquilidad, la angustia de sus días de vagabundo por los montes llegaba a sentirlas ya como una historia lejana. No podía siquiera prever lo que sería de él mañana, pero apenas sentía inquietud. Los guardias le dieron cuerda y papel fuerte del país. Con ellos se hizo un rosario y pasaba el día casi entero rezando y musitando versos de la Biblia. Por la noche, acostado de lado como estaba, cerraba los ojos, y escuchando el arrullo de la tórtola en el bosque, iba recreando detrás de sus párpados toda la vida de Cristo, escena a escena. Para él, el rostro de Cristo era el confidente de todos sus sueños e ideales desde que era niño. El rostro de Cristo que predicaba a las multitudes en la cumbre de la montaña, el rostro de Cristo cruzando al oscurecer el lago de Galilea… Ese rostro nunca perdió su belleza, ni siquiera cuando le sometieron a tormento.

Y aquellos ojos suaves, claros, que se clavaban hasta lo más hondo del corazón, se le quedaban mirando fijamente. Un rostro que nada podía mancillar. Un rostro que nada podía humillar. Cuando pensaba en él sentía que la angustia y el miedo se apaciguaban en su interior con el mismo sosiego con que se filtran los rizos de las olas en la arena de la playa.

Eran todos días de paz, como no los había saboreado desde que llegó al Japón. A veces se preguntaba si esta paz no sería señal de que su muerte no estaba ya lejana. El paso de estos días por su alma eran tan suave y apacible.

Al cabo de nueve días lo sacaron fuera. Como había estado tanto tiempo en la cárcel donde no se filtraba la luz, se le clavaban los rayos del sol en los ojos hundidos como si fueran puñales agudos. Llegaba del bosque como una catarata el ronroneo de las cigarras. Detrás de las garitas de los guardias habían florecido rosas encarnadas. Tenía el pelo y barba crecidos como los de un vagabundo, enjutas las nalgas y los brazos como alfileres; lo notó entonces por primera vez. Pensó si lo llevarían a interrogar, pero lo condujeron a un cuartelillo de guardia y lo metieron en un cuarto entarimado con reja de madera en los cuatro costados. ¿Para qué lo habrían traído aquí? No lo sabía.

El porqué lo supo al día siguiente cuando de pronto la paz quedó rota con las imprecaciones de los guardias. Se oían también las pisadas discordes y precipitadas de algunos hombres y mujeres. Los guardias los acosaban para que cruzasen al patio por el portón de entrada y los iban metiendo a empujones en la celda oscura donde hasta ayer había estado él encerrado.

—Oye tú, si sigues así, te vas a ganar un golpe…

Los guardias alzaban la voz y los presos seguían recalcitantes.

—No seas terco, ¿me oyes? No seas terco…

Siguió un rato el careo entre guardias y presos, pero al final también eso se calmó. De pronto, al anochecer, llegaron desde la celda sus voces recitando a coro una oración: «Padre nuestro, que están en los cielos, santificado sea el tu nombre…». Aquellas voces de hombre y de mujer se alzaban como un surtidor para desvanecerse en la neblina de la tarde. Sobre todo la frase: «Y no nos dejes caer en la tentación…», era de una tristeza indefinida, como un gemido. El padre, con un parpadeo de aquellos ojos hundidos, movía sus labios al unísono con ellos. «Tú siempre has estado callado, pero no, no podrás seguir siempre así…».

Al día siguiente preguntó a los guardias si le permitirían verse con los presos. Porque los estaban obligando bajo estrecha vigilancia a roturar la tierra del corral. Cuando salió al patio, aquellos cinco o seis hombres y mujeres que apenas si podían con la azada, se volvieron hacia él con un gesto de asombro. Identificaba su silueta, recordaba aquellos blusones de harapos descoloridos. Sólo que esos rostros vueltos hacia él… —¿sería por el encierro en la cárcel sin darles el sol?—. Los hombres tenían el pelo y la barba crecidos, las mujeres estaban pálidas como la cera.

—¡Ay, Dios…! —gritó una de las mujeres—. Pero si es el padre… Si no sabíamos nada…

Era la mujer que aquel día había sacado del seno un meloncillo almizclero y se lo había dado. A su lado, el tuerto tenía el aspecto de un pordiosero, pero sonreía bonachonamente descubriendo su dentadura amarillenta e irregular.

Desde aquel día, con permiso de los guardias, iba dos veces al día, por la mañana y al anochecer, al calabozo de los cristianos. Por aquella época todavía eran los guardias gente de buen corazón y sabían que los cristianos no iban a armar ningún alboroto. Como no tenía vino ni pan, la misa no la podía decir, pero sí podía rezar a coro con los cristianos el credo, el padrenuestro y el avemaría y oír sus confesiones.

«No pongas tu esperanza en nobles o príncipes de este mundo, ni tampoco en los hijos de los hombres… Porque éstos no tienen poder para salvarte. Al final fenecen y tienen que volver a la tierra. Los pensamientos de quienes pusieron su confianza en ellos pensando en este día, quedarán todos desvanecidos, pero los que ven en Dios al autor del universo y ponen en él su confianza tendrán una muerte espléndida…». Mientras recitaba en voz baja una a una estas palabras del Antiguo Testamento a los presos, no había uno que tosiera. El grupo entero estaba en tensión, escuchando. Los guardias mismos escuchaban en silencio. Nunca como entonces habían tenido tanto fuego en sus labios esos versos santos. Ni cuando los recitaba para sí, ni cuando los predicaba a los fieles. Esos versos por los que hasta ahora le había venido resbalando la mirada… Sentía esas palabras una a una taladrándole el pecho, con un sentido nuevo, con un peso nuevo…

«Felices vosotros, los que vais a morir por Dios…». El padre les hablaba con calor: «Para vosotros ya no habrá más agonía. El Señor no nos va a dejar siempre solos. Él no hace eso. Habrá unas manos que laven nuestras heridas, que limpien nuestra sangre. El Señor no puede quedar siempre en silencio…».

Al anochecer, el padre administraba a los presos el sacramento de la penitencia. No había confesonario y con el oído aplicado a la ranura por donde les pasaban la comida, escuchaba la confesión en voz baja del penitente. Entretanto los demás se agrupaban en un rincón para molestar lo menos posible. Pensaba el padre que desde los días de Tomogi, sólo en esta cárcel había podido ejercer su ministerio de sacerdote, y su ilusión secreta era que esta vida continuase siempre.

Entre confesión y confesión, usando plumas de gallina de las que había tiradas por el patio iba poco a poco escribiendo sus memorias en el papel que le habían dado los guardias. Cierto que no tenía la menor idea de si el manuscrito acabaría en Portugal o no. A lo mejor un cristiano se las arreglaba para pasárselo a uno de los chinos de Nagasaki. Bastaba esa tenue esperanza para hacerle correr la pluma.

Por la noche, sentado en la oscuridad, escuchaba el zureo de las tórtolas arrullándose en el bosque. Y sentía entonces el rostro de Cristo mirándole fijamente. Unos ojos azules, claros, que se fijaban en él compasivos. Un rostro sereno, pero desbordante de seguridad. «Señor, ya no nos dejarás solos, ¿verdad?», susurraba el padre vuelto hacia aquel rostro. Y entonces sentía que le llegaba al oído la respuesta: «A vosotros no os abandonaré». Con un movimiento de cabeza, aguzaba el oído queriendo cerciorarse de la voz… No había voz, era sólo el arrullo de la tórtola. Tinieblas profundas, espesas… Pero por un instante sintió el padre como si le hubieran lavado el corazón.

Un día el guardia asomó la cara por la puerta tras hacer sonar los cerrojos.

—Ande, cámbiese de traje —le dijo dejando un hatillo de ropa sobre la tarima—. Vamos a ver…, ¿será ropa nueva? Un «jittoku» y ropa interior de algodón. Ahí lo tiene, es suyo.

El guardia le explicó que el «jittoku» era la túnica que vestían los bonzos budistas.

—Muchísimas gracias… —En los pómulos hundidos del padre se dibujó una sonrisa—. De todos modos, quédese usted con ello. Yo no necesito nada.

—¿Que no lo quiere usted? ¿Me dice usted que no lo quiere?…

El guardia lo decía haciendo gestos de niño con la cabeza. Pero los ojos se le iban ansiosos al vestido.

—¡Si se lo han regalado los oficiales de palacio…!

Comparaba el padre la ropa de lino que vestía con este quimono recién cortado y se preguntaba por qué los oficiales le habrían regalado una túnica de bonzo. ¿Podría tomarlo como un detalle de piedad para con los presos por parte de palacio, o habría que ver en ello una estratagema más? No lo sabía. Fuera lo que fuera, quedaba claro que este traje nuevo iniciaba hoy una etapa nueva en sus relaciones con el gobierno.

—Rápido, rápido… —le apremiaba el guardia—; los oficiales de palacio están para llegar…

No se le había ocurrido que el interrogatorio fuera tan inminente. Día tras día había estado imaginando ese cuadro como algo dramático, algo al estilo de Cristo y de Pilatos: muchedumbres que gritan, Pilatos que duda, Cristo en pie cerrado en su silencio. Pero tan sólo una cigarra había arrancado a cantar momentos antes con unos chirridos somnolientos. La tarde era siempre así. También la celda de los cristianos se volvió en un silencio sepulcral.

El guardia le dio agua caliente, se refregó el cuerpo y lentamente fue metiéndose por los brazos la ropa interior de algodón. No era la sensación del que toca una tela confortable. Al contrario, sentía correr por su piel el escalofrío humillante de haber transigido con palacio, consintiendo en vestir esa ropa.

En el patio había unos cuantos taburetes alineados. Sus sombras se proyectaban oscuras una a una sobre el suelo. Le obligaron a arrodillarse a la japonesa frente al portalón de entrada a la derecha, y tuvo que esperar largo rato, con las manos sobre las rodillas. No estaba acostumbrado a esa postura y el dolor en las piernas le provocaba un sudor grasiento, pero no quería que los oficiales le sorprendieran con cara de mártir. Se ponía a pensar qué expresión tendría Cristo cuando lo azotaban y eso desviaba su atención del dolor que sentía en las rodillas.

Por fin se oyeron pisadas de caballos y séquito de a pie, y todos los guardias a una se postraron inclinando la cabeza. Unos cuantos samuráis fueron entrando en el patio con paso arrogante y sin dejar de abanicarse. Los samuráis cruzaron por delante de él, charlando entre sí, sin molestarse en dirigirle una sola mirada, y con aire cansado ocuparon sus taburetes respectivos. Se acercaron los guardias con las tazas, siempre profundamente inclinados, y los samuráis saborearon el agua caliente a sorbos lentos.

Tras un rato de descanso, el samuray que estaba más a la derecha dio una voz a los guardias, y el padre fue llevado ante los cinco jueces. Las piernas le fallaban de dolor.

En el árbol que quedaba atrás cantaba como de costumbre una cigarra. Le resbalaba el sudor por la espalda y sentía concentradas en esa espalda, hasta dolerle, todas las miradas curiosas de los presentes. Seguro que en la celda los cristianos no perdían ni una de sus palabras con los oficiales. Veía bien claro por qué Inoue y los oficiales de palacio habían elegido expresamente este lugar para el interrogatorio. Era para presentar a los ojos de los campesinos su estampa de hombre acorralado y vencido. Gloria Patri et Filio et Spiritu Sancto… Cerró los ojos hundidos y trató de forzar una sonrisa; pero sintió por el contrario que su rostro tomaba la rigidez de una máscara.

—Inoue nuestro señor, sentiría que el padre esté molesto —se apresuró a subrayar en portugués el samuray de la derecha—. Si no se encuentra bien, díganoslo.

El padre bajó la cabeza, cerrado en su mutismo. Al levantarla, su mirada se fijó en el anciano sentado en el taburete del centro. Se le había quedado mirando y su rostro tenía la curiosidad del niño al que han regalado un juguete raro. Su sonrisa irradiaba bondad.

—Nacionalidad: portuguesa. Nombre: Sebastián Rodrigo. No hay duda de que llegó a nuestro país desde Macao…

El samuray de la derecha puso un gesto conmovido al volver a leer el atestado que ya en dos ocasiones le había hecho el oficial que vino a verle con un intérprete.

—Crea, padre, que se nos parte el corazón al ver su firmeza de propósito: salir a una misión a miles de millas de distancia y llegar aquí al Japón, tras remontar tantas dificultades… Realmente hasta hoy su vida ha tenido que ser muy dura…

Había amabilidad en aquellas palabras, y aquella amabilidad se le filtró en el pecho hasta dolerle.

—Precisamente porque nos hacemos cargo, aunque lo exija nuestro oficio, este interrogatorio es para nosotros muy doloroso…

Ante palabras tan imprevistas, toda la tensión que tenía acumulada, se relajó de repente. «Si no hubiera trabas de nacionalidades y políticas, nos daríamos la mano y podríamos ponernos a charlar como si tal cosa…». Hasta ahí le llevaba el sentimentalismo. Pero sintió en seguida que se ponía en peligro abriéndose a esas emociones.

—Aquí no estamos discutiendo si la religión del padre es en sí misma verdadera o falsa. En España, en Portugal y en tantísimos otros países seguro que la tendrán por verdadera. Si aquí hemos prohibido el cristianismo, es porque después de mucho y mucho pensar, hemos visto que esa doctrina no le ayuda nada al Japón de hoy.

El intérprete había atacado en seguida el fondo del problema en litigio. Y el anciano de orejas grandes que tenía enfrente le seguía mirando desde la altura de su escaño, con ojos compasivos.

—Para nuestro modo de pensar, la verdad es algo universal —replicó el padre devolviendo por fin una sonrisa al anciano—. Aquí el oficial hace un momento se compadecía amablemente de mis penalidades, y me dirigía sentidas palabras de consuelo por las muchas millas de mar cruzadas y meses perdidos hasta llegar a vuestro país. Pero si pensásemos que la verdad no es algo universal, ¿cómo iban a poder tantos misioneros soportar semejantes sinsabores? Si a la verdad la llamamos verdad, es porque trasciende todo país y toda época. Si una doctrina fuera verdad en Portugal y no lo fuera también en el Japón, no la podríamos llamar verdad.

El intérprete, aparte de atascarse de vez en cuando, iba pasando a los otros cuatro las palabras anteriores, con inexpresividad impertérrita, como si fuera un muñeco.

El viejecillo que tenía delante asentía una y otra vez con la cabeza, con gesto de estar totalmente de acuerdo. Y mientras asentía comenzó a frotarse despacio con la mano izquierda la palma de la derecha, como dándose masajes.

—Los padres dicen todos lo mismo… —el intérprete traducía despacio las palabras de otro samuray—, pero mira, hay árboles que dan fruto en un terreno y si los cambias de tierra se secan. Ese árbol que llaman «cristianismo» tendrá hojas, ramaje y flores en el extranjero, pero aquí en el Japón se le secan las hojas y no le nace un brote. Por lo visto el padre no ha pensado que la tierra y el agua son aquí distintas…

—Eso de secarse las hojas y no nacer un brote no es verdad. —El padre se encaró con el samuray alzando la voz—. ¿O se creen que yo no sé nada de nada? En los sitios en que he vivido, en Macao por supuesto, pero en la misma Europa también, estábamos al corriente de las actividades de los misioneros que aquí venían, como si los tuviéramos al alcance de la mano. He oído decir que cuando eran muchos los daimios que permitían misionar, había más de 300.000 cristianos en el Japón…

El viejillo seguía asintiendo frotándose las manos una y otra vez. Los demás oficiales oían las palabras del intérprete con un rictus de tensión en el rostro, pero él parecía el mejor amigo del padre.

—Si no creció la fronda y tampoco brotaron flores, eso fue cuando se dejó de abonar…

La cigarra que cantaba hasta hacía un momento había enmudecido. El sol de la tarde era cada vez más insoportable. Los oficiales guardaban silencio como si no supieran qué decir. Sentía el padre que en la celda que quedaba a su espalda los cristianos estaban atentos a lo que allí pasaba, y pensó que en la polémica él era el vencedor. Lentamente sintió nacer en el pecho un sentimiento de satisfacción…

—¿A qué viene este querer convencerme? —siguió el padre serenamente, con sus ojos en tierra—. Diga yo lo que diga, ustedes no van a cambiar de opinión, y yo por mi parte no pienso cambiar de actitud.

Mientras hablaba, sintió de repente que se iba emocionando. Cuanto más consciente se iba haciendo de que a su espalda le estaban observando los cristianos, más héroe se sentía.

—De todos modos, diga lo que diga, voy a ser castigado lo mismo.

El intérprete tradujo mecánicamente estas palabras a los samuráis. Su cara era plana, y los rayos del sol la aplastaban más todavía. Por primera vez las manos inquietas del anciano se detuvieron. Sacudió fuerte la cabeza y le miró como se mira a un nieto travieso.

—Eso de castigar a los padres sin ton ni son, no lo hacemos nosotros.

—No creo que sea ésa la idea de Inoue. Inoue me daría tormento inmediatamente.

Lo dijo, y los oficiales estallaron en carcajadas como si hubiera dicho un chiste.

—¿Por qué se ríen ustedes?

—Padre, a ese Inoue, señor de Chikugo, lo tiene usted delante de sus ojos…

Estupefacto, se quedó mirando al anciano. Seguía frotándose las manos, mirándole con la simplicidad de un niño. Éste era el chasco mayor de su vida. Al hombre que Valignano llamaba «satanás», que había hecho apostatar a un misionero tras otro, él se lo había venido imaginando con un rosto azulado y astuto… Y ahí estaba sentado delante de él, un hombre comprensivo, bondadoso, acogedor…

Inoue, el señor de Chikugo, le dijo algo al oído, dos o tres palabras, al samuray de al lado y se levantó del asiento con cierta dificultad. Los demás oficiales siguieron detrás y desaparecieron tras el portón por el que había llegado.

Arrancó a cantar la cigarra. La luz de la tarde, centelleante como la mica, proyectaba más fuerte aún la sombra de los taburetes que nadie ocupaba ya. Y entonces, sin saber por qué, sintió el padre que le subía en remolino del pecho algo caliente, que sus párpados se cegaban de lágrimas. Parecido a la emoción que uno siente después de haber hecho una gran hazaña. Y en la celda, sumida hasta ahora en silencio, alguien comenzó a cantar:

Vámonos, vámonos ya

al templo del paraíso.

Que paraíso lo llaman,

lo llaman templo espacioso…

El canto continuó largo rato después de haberlo devuelto los guardianes a la habitación entarimada. Por lo menos, él no había hecho vacilar a aquellos cristianos, no había hecho flaquear su fe. Ni había adoptado tampoco una postura abyecta y cobarde. En todo eso pensaba.

* * *

La luz de la luna filtrándose por la rejilla y su silueta cortada en la pared le evocaban al padre el rostro de aquel hombre. Parecía concentrar en él su mirada, una mirada recogida. Era un rostro impreciso, pero el padre probaba a contornearlo, le ponía ojos y boca. «Hoy me he portado como un valiente», le decía con una vanidad infantil.

En el patio se oyó un tableteo de matracas. Como todas las noches, el centinela hacía la ronda de la cárcel.

* * *

Pasaron tres días. Los guardias escogieron entre los cristianos sólo a los hombres y les hicieron cavar tres fosas en el patio. A través de la reja, con el sol dándoles de plano, podía ver al tuerto —se llamaba Juan, seguro…—, y a los demás, dándole a la azada y acarreando la tierra en serones. Por el calor que hacía, Juan llevaba sólo un taparrabos, y la espalda le brillaba de sudor como el acero. Preguntó a los guardias para qué cavaban aquellas fosas y le dijeron que para hacer letrinas. Las fosas eran ya profundas y los cristianos seguían sacando tierra.

En plana faena uno de los cristianos se desplomó de insolación. Los guardias le gritaban, le golpeaban, pero el accidentado seguía acurrucado en el suelo, sin moverse siquiera. Juan y los otros cristianos lo cargaron en brazos y se lo llevaron a la celda.

Por fin, un guardia vino a llamar al padre. El estado de salud del accidentado había empeorado de repente y los cristianos reclamaban su presencia. Fue corriendo a la celda y allí estaba el enfermo en la oscuridad, rodeado de Juan, de Mónica y de los otros, tendido en el suelo, gris como la pizarra.

—Anda, bebe…

Mónica le llevaba a los labios un poco de agua en una taza desconchada, pero sólo conseguía humedecerle un poco la boca sin que el agua pasase a la garganta.

—Lo que debe sufrir el pobre… Así no podrá durar mucho.

Al llegar la noche, la respiración del enfermo se hizo entrecortada. Realmente, para un cuerpo depauperado y sin más alimento diario que unas croquetas de mijo, aquel trabajo de peón era excesivo. El padre se arrodilló y se dispuso a darle la extremaunción. Al trazar la señal de la cruz, el enfermo por vez primera hinchó el pecho desmesuradamente. Era el final. Los guardias dieron orden a los cristianos de que quemasen el cadáver, pero tanto ellos como el padre, se negaron obstinadamente. Aquello iba contra su religión. Entre los cristianos la costumbre es enterrar a los muertos. Lo enterraron al día siguiente, tal como estaba, en el bosque de detrás de la prisión.

—Hisagoró ha sido un hombre con suerte… —murmuró uno de los cristianos con un dejo de envidia—. Para él ya no hay más sufrimientos, sólo dormir para siempre…

Y los demás, hombres y mujeres, le escuchaban con ojos ausentes…

Por la tarde sentía que se iba desperezando poco a poco aquel aire sofocante, cuando rompió a llover. Esa tarde la lluvia repicaba monótona y lúgubre en el bosque donde habían enterrado al difunto y en el tejado de tablas de la cárcel. Pensaba el padre, abrazado a sus rodillas, hasta cuándo le dejarían los oficiales continuar con la vida que llevaba. No es que en esta cárcel todo vaya sobre ruedas, pero con tal de no alborotar, los guardias hacen la vista gorda. Los cristianos rezan a coro sus oraciones, él puede visitarlos y escribir cartas. ¿Por qué tanta condescendencia, por qué? Hasta le parecía raro.

Por la rejilla del ventanuco podía ver a los guardias dando voces y más voces a un hombre embozado en su capote de paja. Debido al embozo no podía saber quién era, pero estaba seguro de que no pertenecía al grupo de los presos. Algo les suplicaba, pero los guardias se lo negaban con la cabeza y trataban de quitárselo de encima. No parecían hacerle caso. Sin embargo, de pronto:

—Si sigues así de pelma, te ganas un golpe, ¿oyes?

El guardia levantó en alto una estaca y el otro escapó hacia el portón como un perro callejero. Después volvió al patio y allí seguía inmóvil en medio de la lluvia.

Al anochecer volvió a mirar otra vez por la rejilla, y allí seguía el hombre descapote sin el menor desmayo, inmóvil en medio de la lluvia. Los guardias parecían haberse resignado; ya no salían de la garita. Cuando el intruso se volvió hacia él, se encontraron mirada y mirada. Miraba él hacia el padre con gesto amedrantado y reculando dos o tres pasos:

—Padre… —le dijo con una voz que más parecía el aullido de un perro—. Padre, escúcheme, por favor. Tómelo como confesión: escúcheme por favor…

El padre retiró el rostro de la ventana, cerró sus oídos a aquella voz. No podía olvidar el sabor del pescado seco, la sed que entonces le abrasaba la garganta. Aunque tratase de perdonar de corazón a ese hombre, el resentimiento, la ira, no se borraban de su memoria.

—¡Padreee…! ¡Padreee…!

Continuaban las súplicas lastimeras, lo mismo que el niño que se agarra a las faldas de su madre.

—Yo, padre, le he estado engañando todo el tiempo. ¿No me quiere escuchar un rato? Pensando que a lo mejor el padre me despreciaba, le he estado odiando a usted y a los cristianos. He pisado el «fumie», sí, lo he pisado. Mokichi e Ichizô eran fuertes. Yo no tengo esa fuerza…

Los guardias perdieron la paciencia y salieron fuera estaca en mano. Kichijirô seguía gritando mientras escapaba:

—Pero mire, yo tengo mi excusa. También los que pisan el «fumie» tienen su excusa. ¿O es que se cree usted que lo hice por gusto? Estos pies míos me dolían al pisarlo. Sí, me dolían. Dios me hizo cobarde de nacimiento y ahora me manda que imite a los valientes. ¿No es eso absurdo?

Eran verdaderos alaridos que se iban cortando, entrecortando más y más; después sólo una súplica; al final, la súplica se fundió en llanto.

—Padre, un cobarde como yo, ¿qué hace? ¿Qué puede hacer? Si entonces le denuncié, no fue por dinero, fue porque me amenazaron los alguaciles…

—Pero, ¿no te irás de una vez? Oye, largo, fuera —le gritaban los guardias asomando la cabeza por la garita—. Vamos, ya está bien de abusar…

—Padre, escúcheme. He hecho una cosa mala. He hecho algo que no tiene remedio. Guardias, ¡yo soy cristiano! ¡Encerradme en la cárcel…!

El padre cerró los ojos y se puso a recitar el credo. Realmente, sentía cierta satisfacción en abandonar a su suerte a aquel hombre que lloraba a gritos en medio de la lluvia. Aunque Cristo rezase, ¿sería por Judas por quien rezaba, cuando Judas se ahorcó en el «campo de la sangre»? Nada de eso estaba en la Escritura, pero aun suponiendo que estuviera, él, en estos momentos, no podría asumir con sinceridad la misma actitud. No sabía hasta qué punto podría creer uno a aquel hombre. Sí, es verdad que estaba pidiendo perdón; pero él se inclinaba a creer que esos gritos se debían a una emoción pasajera.

Poco a poco los gritos de Kichijirô se fueron calmando hasta extinguirse. Miró por la rejilla y vio cómo los guardias, malhumorados, se lo llevaban a empellones al calabozo.

Llegó la noche y cesó la lluvia. De cena, un puñado de mijo y pescado salado. El pescado estaba ya podrido. Como siempre, llegaba el rumor de las plegarias de los cristianos. Cuando, con permiso de los guardias, fue al calabozo a visitarlos, se encontró con Kichijirô arrinconado en una esquina, totalmente separado del resto. Los cristianos se negaban a formar grupo con él:

—Tenga cuidado con ese hombre —le previnieron en voz baja—, porque ¿sabe?, a lo mejor los alguaciles han echado mano de ese renegado para ponernos una trampa.

A veces el gobierno plantaba de incógnito un apóstata entre los cristianos y le obligaba a sonsacarles sus reacciones y a animarlos a la apostasía. No sabía si habrían comprado a Kichijirô para encargarle ese cometido, pero para el padre iba a ser todavía poco menos que imposible volver a fiarse de ese hombre…

—¡Padre! —Kichijirô sabía que estaba allí y lo volvió a llamar desde la oscuridad—. Padre, confiéseme, por favor, déme la «reconciliación», por favor…

La «reconciliación» significaba la vuelta a la fe para el que había apostatado una vez. Los cristianos le escuchaban y hacían burla de él.

—Tú lo único que cuentas es lo que te interesa… Anda, di, ¿qué has venido a hacer aquí?, ¡so imbécil…!

Sin embargo, el padre no tenía derecho alguno a negar el sacramento. Si le pedían confesión no podía decir que sí o que no a su capricho. A regañadientes se fue acercando hasta el sitio donde se encontraba Kichijirô. Alzó la mano y le dio la bendición; recitó las preces como quien cumple un deber y acercó el oído. Cuando le dio en la cara aquel aliento fétido, sintió revivir en su interior, en medio de la oscuridad, los dientes amarillentos, los ojos ladinos de aquel hombre…

—Escúcheme, padre… —gimió Kichijirô en voz que los cristianos pudieran oír—. Yo soy un renegado, lo reconozco. Pero mire, si me hubiera tocado nacer años atrás, a lo mejor me hubiera presentado en el paraíso como un cristiano decente. Y hubiera vivido sin que los demás me despreciaran por ser un renegado. Y sólo porque me han hecho nacer en días de persecución… No hay justicia. Para mí no hay justicia…

—Todavía me resulta imposible creerte —susurró el padre mientras soportaba aquel aliento repugnante—. Te daré la absolución, pero eso no significa que crea lo que me dices. Tampoco acabo de explicarme por qué has vuelto a aparecer por aquí.

Kichijirô suspiró profundamente y se movió un poco mientras trataba de dar con una explicación. Llegaba en ráfagas aquel vaho que olía a mugre y sudor. Le cruzó de repente la idea de si habría ido Cristo detrás de un hombre como éste, mugriento entre los mugrientos. En un canalla hay fuerza todavía y hasta belleza. Pero este Kichijirô no llega ni a la categoría de canalla. No es nada más que mugre, como sus harapos. Reprimiendo su antipatía, recitó el padre las oraciones de después de la absolución, y añadió en voz baja como de costumbre, «Vete en paz». Y después, para escapar de aquel aliento y del mal olor de aquel cuerpo, se volvió a donde estaban los demás cristianos.

* * *

No, no era así. La verdad es que Cristo sólo había ido en pos de los que están mugrientos como harapos. Tendido en el suelo, el padre lo veía claro. Entre las personas que aparecen en la Escritura, Cristo fue detrás de la mujer de Cafarnaún que padecía flujo de sangre, de seres cuya vida no tenía encanto ni belleza, como las rameras que la gente apedreaba por la calle. Dejarse ganar el corazón por el encanto, por la belleza, eso lo puede hacer cualquiera. Eso no tiene nada de amor. Amor es no rechazar una vida humana, un ser humano ajado, convertido en harapo. El padre lo tenía muy claro en su cabeza, pero todavía le resultaba imposible perdonar a Kichijirô. Cuando el rostro de Cristo se le acercó otra vez y se le quedó mirando fijamente con aquellos ojos apacibles, húmedos de lágrimas, el padre se avergonzó de su conducta de hoy.

* * *

El «fumie» había comenzado. Hicieron ponerse en fila a los cristianos como una recua de burros que se lleva en hilera al mercado. Esta vez no eran los alguaciles sino unos suboficiales jóvenes los que, cruzados de brazos, ocupaban los escaños. Los guardias vigilaban garrote en mano. También hoy cantaba la cigarra con una voz nueva; el cielo era azul, perfectamente limpio; el aire, todavía refrescante. Muy pronto, se echaría encima el calor enervante de siempre. El padre fue el único a quien no sacaron al patio. Apretó su rostro descarnado contra la rejilla y quedó inmóvil clavados los ojos en la escena del «fumie» que iba a comenzar en seguida.

—Cuanto antes os decidáis, antes saldréis de aquí. No se os dice que piséis de todo corazón. Como esto es pura fórmula, porque pongáis el pie encima, a vuestra fe nada le va a pasar…

Los alguaciles insistían una y otra vez en que lo del «fumie» era solamente una formalidad. Poner el pie encima, y todo estaba listo. Solamente pisar, y a ellos les tenía sin cuidado la fe que les quedase dentro. No tenían ni interés en investigarlo. Las órdenes de palacio eran que en cuanto uno rozara con el pie ligeramente el «fumie», se le pusiera inmediatamente en libertad. Cuatro cristianos —hombres y mujeres—, escuchaban la arenga con un gesto totalmente apático. El padre mismo, de bruces contra la rejilla, no sabía qué pensaría aquel grupo. Aquellos cuatro rostros, de pómulos afilados como el suyo, túmidos y azulosos de no darles en todo el día una luz que fuera realmente luz, parecían exactamente cuatro muñecos sin alma.

Comprendió el padre que por fin había llegado lo que tenía que llegar, pero no tenía en su interior la impresión de que con esto fuera a quedar sellada su suerte y la de los cristianos. Algo les estaban diciendo los alguaciles, con el gesto del que pide un favor. Si los campesinos se negaban en redondo, se retirarían con la cara larga lo mismo que el grupo de oficiales.

Los guardias, agachándose, colocaron entre los taburetes y el grupo de campesinos el «fumie» envuelto en lienzos, y regresaron de nuevo a sus puestos.

Iitsujima Kubonoura Tóbei.

Un alguacil iba pasando las páginas del registro y leyendo los nombres. Los cuatro cristianos seguían sentados como si la cosa no fuera con ellos. Uno de los guardias, impacientándose, golpeó en un hombro al que estaba más a la izquierda, pero éste dijo con las manos que no se movía. Lo empujaron dos o tres veces por la espalda con los garrotes, pero seguía inmóvil, tirado en el suelo, sin apartarse del sitio en que le habían hecho arrodillarse.

Kubonoura, Kókichi.

El tuerto dijo que no con la cabeza dos y tres veces, igual que si fuera un niño.

Kubonoura, Haru.

La mujer que le dio el meloncillo, estaba encorvada, con la cabeza hundida. Y así continuó, pese a todos los empujones, sin levantar siquiera el rostro. Y también Mataichi, el viejo que llamaron al final, siguió sin moverse, cosido a tierra.

Los alguaciles no exteriorizaron reacción especial: ni estallidos de cólera, ni insultos. Siguieron sentados en sus taburetes, comentando algo en voz baja, como si desde el comienzo hubieran contado con esta situación. Después se pusieron en pie de repente y se retiraron al cuartelillo de guardia. El sol, vertical sobre la prisión, clavaba sus rayos en los cuatros hombres del patio. La silueta de los cuatro, arrodillados, se proyectaba oscura en el suelo. Se oyó de nuevo el canto de la cigarra como si estuviera desgarrando aquel aire incandescente.

Guardias y cristianos empezaron a charlar y reír comentando algo. Ni un solo detalle dejaba ver que, momentos antes, unos estaban con los interrogadores y otros eran los interrogados. Del cuartelillo llegó un oficial con la orden de que podían volver a la celda todos menos Kókichi, el tuerto.

El padre soltó sus manos de la reja y se sentó en la tarima. No sabía qué vendría a continuación. No lo sabía, pero le embargaba una sensación de seguridad, de que hoy por lo menos el día había transcurrido tranquilo. Si hoy terminaba en paz ya era bastante. Lo que mañana sea, mañana sonará…

—Perderla así…, ¡qué cosa más inútil!

—Bien que me duele a mí, no lo crea…

No sabía de qué hablaban, pero en alas del viento le llegaba la charla despreocupada del guardia y del tuerto. Se había colado una mosca por la reja y daba vueltas a su alrededor con un aleteo que invitaba a la modorra. De repente alguien echó a correr por el patio. Resonó un chasquido pesado, sordo. Cuando el padre se abalanzó a la rejilla, el oficial, terminada la ejecución, envainaba ya su espada centelleante de sol. De bruces, sobre el suelo, yacía el cadáver del tuerto. Los guardias fueron tirando de él despacio, con los pies a rastras, hasta la fosa que habían hecho cavar a los cristianos. Y del cadáver seguía fluyendo sin fin una franja de sangre negra que parecía un ceñidor.

De la celda se alzó de repente un grito agudo de mujer, un chillido que se prolongó, como si fuese un canto. Después se apagó y todo quedó envuelto en un silencio opresor. Sólo las manos del padre, abrazado a la reja, seguían temblando convulsas.

—Pensadlo bien —gritaba otro oficial de espaldas al padre y vuelto hacia la celda—. Así se acaba cuando se juega con la vida. Perdonad la machaconería: cuanto antes terminéis con esto, antes saldréis de aquí. Y repito lo de antes, no os decimos que piséis de todo corazón. El puro rito de poner un pie encima no tiene por qué destruir la fe.

Un guardia trajo a Kichijirô que gritaba. El hombre, vestido con sólo un taparrabos, temblaba de pies a cabeza al verse delante del oficial. Deshaciéndose en venias, alzó aquel pie huesudo y pisó el «fumie».

—¡Largo de aquí!

El oficial, con gesto malhumorado, señalaba al portón, y la prisa de Kichijirô al escapar casi le hizo caer. Ni una sola vez volvió la mirada a la celda donde estaba el padre. Pero al padre, lo de Kichijirô, le daba ya todo lo mismo.

* * *

La blanca luz del sol pesaba implacable sobre el patio desnudo. Y en el suelo, en la blanca luz del mediodía, había quedado tatuada una mancha negra: la sangre del cadáver del tuerto.

Lo mismo que antes, seguía la cigarra con el mismo ruido reseco. No había brisa. Lo mismo que antes, el sordo aleteo de la mosca dando vueltas por su cara. El mundo de fuera no se diferencia en nada. Había muerto un hombre, pero nada había cambiado. «Que pasen estas cosas… —el padre seguía agarrado a la reja, aterrado—, que puedan pasar estas cosas…». Lo que le desconcertaba, no era la escena repentina que acababa de presenciar. Lo que no le cabía en la cabeza era esa paz del patio, el canto de la cigarra, el aleteo de la mosca. Moría un hombre y el mundo exterior seguía su rutina lo mismo que antes, como si nada hubiera pasado. Cosa más absurda… ¿Y a esto lo llaman martirio? «¿Por qué sigues tú en silencio? Tú tienes que saberlo. Tú sabes que ese campesino tuerto ha muerto, y que ha muerto por ti. Y entonces, ¿por qué consientes que continúe la calma? Esta calma absoluta del mediodía… Y el aleteo de la mosca. Cosas de las que apartas la mirada, como si te tuvieran sin cuidado las cosas estúpidas y crueles. Eso, eso es lo que no puedo soportar».

«Kyrie, eleison… Señor, ten piedad…». Movía lentos los labios tratanto de musitar una plegaria, pero la plegaria se desvanecía al salir de su boca. «Señor, no me dejes más tiempo abandonado. No me dejes seguir en esta situación imposible… ¿Y eso es oración? Tanto tiempo creyendo que la oración es para alabarte a ti, y ahora que me pongo a hablar contigo… Si hasta parece que lo hago para maldecirte. Si hasta siento que me va a dar un ataque de risa… ¿O sea, que el día que terminen matándome, el mundo de fuera va a seguir su curso como si tal cosa, exactamente lo mismo que ahora? ¿Que después de matarme, cantará la cigarra y seguirá volando la mosca con el mismo aleteo soñoliento? ¿Te resignas a ser ese héroe anónimo, Sebastián?… ¿No será que buscas la muerte, no como un verdadero martirio oculto, sino para satisfacer tu vanidad? ¿Para que los cristianos te alaben, para que vengan a rezarte, para que digan: “aquel padre era un santo”?».

Quedó así un rato, abrazado a sus rodillas, inmóvil sobre la tarima. A la hora en que aquel hombre moría en la cruz, «cuando eran casi las doce del mediodía y la tierra entera se enfundó en tinieblas hasta las tres», llegaron del templo —largo, corto, más corto…—, tres toques de trompeta. Comenzaba el rito de preparación de la pascua. El sumo sacerdote, tocado de larga dalmática azul, subió por la escalinata del templo. Frente al altar de los sacrificios tañeron las flautas. Y en ese momento el cielo se oscureció, el sol desapareció tras un toldo de nubes. «La luz se apagó y el velo del templo se rasgó por la mitad». Ése era el escenario de martirio que tanto tiempo había tenido en la cabeza. Y sin embargo, el martirio de ese campesino, el martirio real que acababa de ver, era algo escuálido y lastimoso, como las chozas en que esos pobres vivían, como los harapos con que se cubrían.