C A P Í T U L O 4

RELACIÓN DE SEBASTIÁN RODRIGO

PARECE que, por ahora, me será posible escribirle esta otra relación. Como le decía en mi anterior, al regresar de mi apostolado en Goto, los oficiales estaban realizando unas pesquisas en la aldea. Pero Garpe y yo estamos a salvo, y cada vez que lo pienso, no ceso de dar gracias con todo el corazón.

Por fortuna, antes de que los oficiales japoneses llegasen al lugar, los «tossama» hicieron desaparecer a toda prisa las pinturas devotas, los crucifijos y demás objetos peligrosos. ¡Qué eficaz resultó la cofradía en estos momentos! Todos seguían su trabajo en los campos con caras de inocencia, y el bueno del «jiisama» respondía remolón a las preguntas de los oficiales con una expresión de no saber nada. En eso está el talento de esos campesinos, en pasar por tontos ante el opresor. Después de mucho preguntar y preguntar, los oficiales, agotados, lo dejaron por imposible y se marcharon.

Todo esto nos lo contaron Ichizô y Omatsu mientras reían a carcajadas satisfechos de su triunfo. Allí se podía ver, en aquellas facciones, lo que es la astucia de los oprimidos…

Pero hay algo que aún ahora no acabamos de ver claro: ¿quién pudo denunciar nuestra existencia a los alguaciles? Yo no puedo dudar ni en sueños de los campesinos de Tomogi, pero ellos mismos han comenzado poco a poco a abrigar recelos mutuos. Y me preocupa que vayan a producirse escisiones entre ellos.

No obstante, la aldea, tras mi larga ausencia, es un remanso de paz. A la cabaña llega durante el día el cacareo de las gallinas desde la falda del monte. Y podemos ver allá abajo el valle alfombrado de flores rojas.

Kichijirô, que regresó conmigo, también en Tomogi se ha hecho el personaje más popular. Parece que el muy boceras anda dando vueltas de casa en casa, la mar de glorioso, y exagerando cuando habla de Goto. Va pregonando el gran recibimiento que me hicieron, cómo se los ganó a todos por haberme llevado allá; y en estas ocasiones las gentes de la aldea le dan comida y a veces le invitan sake.

En cierta ocasión vino a nuestra cabaña borracho con dos o tres mozos de la aldea. Pasándose una y otra vez la mano por la cara, que se le había vuelto de un color rojo negruzco, y hecho un perdonavidas, decía:

—¡Padres! El menda está con ustedes…, y si el menda está con ustedes, nada de tener miedo ¿eh?

Los mozos le contemplaban con cierto respeto, y él, cada vez más en órbita, se puso a cantar. Cuando acabó el canto, volvió a decir:

—Si el menda está con ustedes, nada de tener miedo, ¿eh?

Luego estiró las piernas y cayó dormido como un cerdo. ¿Es un buenazo?, ¿o simplemente un boceras? Vaya, empiezo a sentir que ya ni aborrecerle puedo…

Quisiera contarle algunos pormenores sobre la vida de los japoneses. Me refiero solamente a los campesinos de Tomogi que he visto, a lo que ellos me han contado. Así que no debo concluir que todo el Japón sea igual.

Ante todo, ha de saber usted que la pobreza y la miseria en que viven estos aldeanos sobrepasa con mucho a todo lo que haya podido ver en la región más apartada de Portugal. Aun los más acomodados de entre ellos sólo pueden llevarse a la boca dos veces al año el arroz que come la clase alta japonesa. Su alimento ordinario consiste en boniatos, unos nabos grandes llamados «daikon» y otras hortalizas por el estilo; y su bebida no es más que agua caliente. A veces arrancan raíces de plantas y se las comen. Su manera de sentarse es especial, totalmente distinta de la nuestra. Ponen las rodillas sobre el suelo o el piso, y luego pliegan las piernas sentándose sobre los talones. Para estos japoneses es la postura de descanso; pero hasta que nosotros nos hicimos a ello, las pasamos moradas.

Las viviendas, con tejados cubiertos de paja, son inmundas y huelen que apestan. En Tomogi sólo hay dos caseríos que tengan una vaca y un caballo.

El señor feudal tiene un poder absoluto sobre sus súbditos, incomparablemente mayor que el de cualquier rey en un país cristiano. La contribución anual es terriblemente dura, y se castiga sin piedad al que se descuida en pagarla. La insurrección de Shimabara fue simplemente la rebelión de los campesinos contra el señor feudal, ante los vejámenes intolerables de estos impuestos. Por ejemplo, me contaron que en esta misma aldea de Tomogi, hace ya unos cinco años, la mujer y los hijos de un tal Mozaemon fueron tomados como rehenes y arrojados a la «prisión del agua», simplemente por no haber pagado su impuesto de cinco sacos de arroz. Los campesinos vienen a ser esclavos de los samuráis, y sobre éstos dominan los señores feudales. Los samuráis están provistos de armas y cualquiera que sea su rango, llevan todos una daga y una espada desde los trece o catorce años. El señor feudal tiene poder absoluto sobre los samuráis; puede matar sin escrúpulos al que quiera y confiscar sus propiedades.

Los japoneses llevan siempre descubierta la cabeza en invierno y en verano, y los vestidos que usan no les resguardan del frío. En general se arrancan con pinzas el pelo de la cabeza, quedando totalmente calvos, excepto un largo mechón que se dejan en la nuca y recogen en forma de moño. Los bonzos se afeitan la cabeza por completo, y, sin ser bonzos, hay otros muchos entre los samuráis y los que se retiran de la vida pública, que también se afeitan la cabeza…

Perdone este cambio brusco. Paso a describirle con la mayor exactitud posible los sucesos del cinco de junio. Quizá lo que le escribo se quedará en un breve informe. Porque en estos momentos no hay modo de saber cuándo nos asaltará el peligro. Ando escasísimo de tiempo para una relación larga y detallada.

El cinco, hacia el mediodía, tuve la sensación de que algo desacostumbrado pasaba allá abajo, en la aldea. A través de la arboleda llegaban hasta nosotros los ladridos interminables de los perros. En días despejados y especialmente silenciosos nada tiene de raro oír en la lejanía el cacareo de las gallinas y el ladrido de los perros; y hasta es una distracción para nosotros, escondidos como estamos en nuestra cabaña. Pero hoy, no sé por qué, me produjo una sensación de inquietud. Un mal presentimiento nos hizo ir hasta el borde este de la arboleda, para cerciorarnos. Desde allí se divisa relativamente bien la aldea, que queda al pie.

Lo primero que vimos fue una polvareda blanca en el camino que lleva a la aldea bordeando el mar. ¿Qué podría ser? Un caballo sin ensillar salió galopando desbocado. Guardaban la salida cinco hombres, que no eran campesinos. Comprendí que estaban bloqueando el paso para que nadie pudiera escapar.

En seguida nos dimos cuenta de que los alguaciles habían venido a registrar la aldea. Dando tropezones, corrimos a la cabaña y, cogiendo todo lo que pudiera delatarnos, lo enterramos en el escondite que nos había cavado Ichizô. Terminada la faena, nos armamos de valor y decidimos salir bosque abajo y observar con más detalle lo que estaba pasando.

De la aldea no llegaba un solo ruido. Sobre ella y sobre el camino caía a plomo el blanco sol del mediodía. Sólo destacaba nítida la sombra de las pobres alquerías proyectándose sobre la calzada. Había cesado hasta el ladrido de los perros que llegaba a nosotros hasta hace unos momentos. La aldea de Tomogi daba la impresión de unas ruinas abandonadas. Y, pese a esa tranquilidad, yo sentía a flor de piel el horror del silencio que envolvía el lugar. Recé con toda mi alma. La oración no es para alcanzar felicidad y buena suerte en este mundo, lo sabía muy bien; pero aun sabiéndolo, me sentía forzado a rezar, para que cuanto antes, sí cuanto antes, huyera de la aldea este silencio espantoso.

Los perros comenzaron de nuevo a ladrar. Los hombres que habían estado bloqueando el acceso a la aldea echaron a correr. Junto con ellos apareció la figura del anciano «jiisama» bien sujeto con cordeles. Desde su caballo un samuray, tocado con un sombrero-quitasol, gritó una orden y todos los hombres formaron en hilera detrás del anciano, y echaron a andar protegiendo la retaguardia. El samuray, blandiendo un látigo, marchaba solo delante, levantando una nube de polvo blanco, volviendo de vez en cuando la cabeza. La escena sigue aún viva en mi recuerdo: el caballo alzándose sobre sus patas traseras, la espalda del anciano tambaleante, llevado a rastras por aquellos hombres. Y en el blanco mediodía seguían avanzando sus siluetas, como hilera de hormigas por un camino sin fin, hasta irse esfumando, cada vez más diminutas.

Esa noche nos enteramos de los pormenores por medio de Kichijirô, que vino al monte con Mokichi. Los alguaciles se presentaron antes del mediodía. Esta vez los aldeanos no estaban al tanto de sus planes, como la vez anterior. Huían en total confusión, mientras el samuray a caballo galopaba todo el pueblo de un extremo a otro, gritando órdenes a sus hombres.

Aunque sabían que no iban a encontrar en ninguna casa nada que les delatase como cristianos, no se retiraron resignados como la vez anterior.

El samuray hizo reunir a los aldeanos en un lugar y les declaró que si no lo confesaban todo se llevaría a alguien como rehén. Pero nadie dejó escapar una sola palabra.

—Nosotros pagamos sin falta cada año la contribución y, cuando hay obras públicas, bien que ayudamos… —el «jiisama» habló enérgicamente al samuray—. También celebramos nuestros funerales en el templo.

El samuray no respondió palabra. Señaló al «jiisama» con el extremo de su látigo. En un abrir y cerrar de ojos, los guardias que estaban detrás se echaron sobre el anciano y lo ataron a toda prisa.

—¡A ver si aprendéis! Ni quejas ni argumentos que valgan. Hace poco ha habido una denuncia contra el pueblo. Aquí hay gente de esa secta cristiana prohibida. Al que me diga inmediatamente quiénes son esos insolentes, le daré cien piezas de plata. Pero si no confesáis, volveremos dentro de tres días por otro rehén. ¿Qué os parece? Así que a pensarlo…

Los campesinos seguían rígidos, erguidos, en silencio. Todos, hombres, mujeres, niños, en silencio. Durante largo, largo tiempo, permanecieron estos cristianos así, frente a frente con sus enemigos. Ahora que lo pienso debió ser en estos momentos de silencio absoluto cuando desde el monte estuvimos observando fijamente la aldea.

El samuray volvió grupas hacia la entrada de la aldea y se alejó látigo en mano. Detrás del caballo caminaba atado el «jiisama». Caía, se levantaba, volvía a caer, lo llevaban a rastras. Después los guardias lo izaban en vilo y le hacían ponerse en pie.

Así nos contaron lo sucedido el cinco de junio.

—Sí, padre, nosotros no hemos dicho ni una palabra sobre ustedes —dijo Mokichi, con sus manos puestas sobre las rodillas cubiertas por el blusón—. Y si vuelven los oficiales tampoco se nos escapará nada. Pase lo que pase, no los denunciaremos.

¿Qué le hizo hablar así? ¿Sería que asomó a nuestros rostros una sombra, aunque leve, de terror? ¡Qué vergüenza tan grande…! Y, sin embargo, era muy natural que hasta el mismo Garpe, que en su vida normal por nada del mundo perdía el humor, clavase en Mokichi una mirada de angustia.

—Pero, entonces, os llevarán a todos presos…

—Sí, padre; pero aún así, no diremos nada.

—Eso no puede ser. Lo mejor es que marchemos los dos de este monte —Garpe se volvió ahora a Kichijirô que, muerto de miedo, estaba sentado junto a nosotros—. ¿Qué tal, por ejemplo, si escapáramos a la isla de nuestro amigo?

Al oírlo, un ramalazo de terror cruzó el rostro de Kichijirô, que se hundió en un obstinado silencio. Y es que este cobardón, este hombre de voluntad débil, estaba hecho ahora un mar de confusión, al verse complicado en este asunto por habernos traído hasta aquí. Su pequeño cerebro parecía estar buscando desesperadamente un medio de mantener su reputación como cristiano y sobre todo de escapar de la quema. Rompió a hablar. Destellaban sus ojos ladinos y se frotaba las manos como una mosca las patas. Dijo que muy pronto se extenderían también las pesquisas hasta Goto. De eso no cabía duda. Sería mejor que fuésemos a un lugar más alejado de estos contornos… Esa noche no se llegó a ninguna conclusión, y los dos hombres bajaron del monte a escondidas.

Al día siguiente los aldeanos de Tomogi comenzaron a vacilar. No tengo la menor intención de censurarlo; pero, por lo que Mokichi me refirió, se dividieron en dos bandos: unos decían que debíamos marcharnos a otro sitio, otros insistían en ocultarnos ellos mismos hasta el fin. Parece que incluso alguien dijo que, a fin de cuentas, nosotros habíamos traído la desgracia a la aldea. Sin embargo, fueron Mokichi, Ichizô y Omatsu los que mostraron una fe insospechablemente sólida. Pasase lo que pasase, estaban decididos a defender a los padres.

Esta confusión era precisamente lo que estaban esperando los alguaciles. Fue el ocho de junio. Esta vez no era aquel samuray de aspecto feroz, montado a caballo, sino otro samuray anciano. Se presentó con cuatro o cinco de sus hombres y entre sonrisas aconsejó a todos que sopesasen despacio los pros y los contras de todo aquel asunto. Y prometió reducir los impuestos al que revelase los nombres de los herejes cristianos. Reducir los impuestos… ¡qué fuerte, qué atractiva tuvo que ser la tentación para estos campesinos japoneses! Y, sin embargo, estos campesinos desharrapados vencieron la tentación.

—Vaya, si seguís empeñados en negarlo todo, yo tendré que creeros… —dijo el anciano samuray sonriendo, vuelto hacia sus hombres—. Claro, que de todos modos habrá que consultar con los de arriba a ver quién dice aquí la verdad, si vosotros o los que os denuncian… Conforme a lo que resulte, os devolveremos también los rehenes. Elegid tres de entre vosotros y que salgan mañana para Nagasaki. Como no estáis haciendo nada malo no tenéis por qué preocuparos.

En su voz y en sus palabras no había el menor tono de amenaza, pero por eso mismo la gente de la aldea vio en ello una trampa. Esa noche los hombres de Tomogi discutieron largas horas a quiénes enviar a Nagasaki, al palacio del gobernador. Podría suceder que los que acudieran al interrogatorio y quedasen quizá detenidos como rehenes, no pudieran volver con vida. Y ante esto, incluso los «tossama» se echaban para atrás. Hacinados en una oscura alquería, los campesinos se miraban mutuamente las caras y en el secreto de su corazón parecían tener un mismo deseo: poder escapar de esta misión.

El que se eligiera a Kichijirô, se debió a lo siguiente: Kichijirô no era de Tomogi, era forastero. Y, sobre todo, yendo a la raíz, ¿no sería que todos tenían conciencia de que toda esta tragedia era culpa suya? Daba pena ver a este cobarde, forzado a ser la cabeza de turco de la aldea. Perdió por completo el control, rompió a llorar y al final estalló en insultos contra todos. Pero los de la aldea insistieron: «Está el asunto de la familia…, nosotros tenemos mujer e hijos. Como tú no eres del pueblo, los alguaciles no te tratarán tan duramente. Anda, haznos el favor, vete en lugar nuestro…». Se lo suplicaban juntando las manos, y seguro que por pura cobardía fue incapaz de negarse.

—Yo también voy —intervino de pronto Ichizô.

Todos se quedaron cortados al oír estas palabras de un hombre que, de ordinario, tenía fama de taciturno a ultranza. Entonces Mokichi también indicó que quería sumarse al grupo.

Día nueve. Desde la mañana caía una lluvia menuda como neblina. El bosque que había frente a nuestra cabaña perdía sus contornos envuelto en la llovizna. Los tres cristianos subieron por el bosquecillo. Mokichi parecía un poco agitado. Ichizô, como siempre, fruncidas las cejas y el gesto reservado. Detrás de ellos, Kichijirô nos miraba con aire resentido, con los ojos tristones de un perro apaleado por su amo.

—Padre, y si nos mandan pisar el Cristo del «fumie»[6]… —dijo Mokichi en un susurro, hundida la cabeza como si hablase consigo mismo—. Si no pisamos, no sólo nosotros, todo el pueblo sufrirá el mismo interrogatorio. ¿Qué hacemos entonces, padre?

Sentí que el pecho me iba a estallar de pena y, sin más, le di una respuesta que ustedes probablemente por nada del mundo darían. Cruzaron por mi imaginación las palabras del padre Gabriel, tiempo atrás, en la persecución de Unzen, cuando le pusieron delante el «fumie»: «Prefiero que me corten la pierna antes que pisarlo». Sabía yo muy bien que muchos padres y cristianos japoneses habían sentido lo mismo, al verse frente a la santa imagen puesta ante sus pies. Y, sin embargo, ¿cómo iba a poder exigir eso mismo de estos tres pobres hombres?

—¡Pisadlo, podéis pisarlo! —grité, y al punto comprendí que había dicho algo que, como sacerdote, jamás debió asomar a mis labios. Garpe me dirigió una mirada de reproche.

Kichijirô seguía con los ojos empañados en lágrimas.

—Padre, ¿por qué nos manda «Deus» tantos sufrimientos? Si nosotros no estamos haciendo nada malo…

Callábamos. También callaban Ichizô y Mokichi con la mirada perdida en el vacío.

Todos a coro, recitamos por ellos una última plegaria. Luego los tres hombres se fueron monte abajo. Garpe y yo no nos cansábamos de seguir con la vista aquellas siluetas que se iban esfumando en la neblina. Ahora que lo pienso, esa fue la última vez que vi a Ichizô y a Mokichi.

Ha pasado mucho tiempo desde el párrafo anterior. Le conté ya cómo los alguaciles cayeron sobre Tomogi, pero he tenido que esperar hasta hoy para saber qué fue de los tres sometidos a interrogatorio en Nagasaki. ¡Lo que rezaríamos para que volvieran sanos y salvos junto con el «jiisama»!… También los cristianos de la aldea, noche tras noche, ofrecían a escondidas sus oraciones por esta intención.

No creo que Dios nos haya enviado esta prueba sólo porque sí. Todo lo que el Señor hace, bien hecho está. Por eso, cuando terminen estos sufrimientos y persecuciones, llegará algún día en que comprendamos por qué Dios los sumó a nuestro destino. Y, sin embargo, si escribo esto, es porque aquellas palabras que Kichijirô murmuró con los ojos en el suelo, la mañana de su partida, se me han vuelto una carga cada vez más pesada en el corazón.

—¿Por qué «Deus» me habrá mandado semejantes sufrimientos? —Y luego, volviendo hacia mí unos ojos resentidos—: Padre, si nosotros no estamos haciendo nada malo…

Lloriqueos de cobarde a los que se hace uno el sordo y se termina…, ¿por qué se me clavarán en el pecho con este dolor de agujas punzantes? ¿Por qué prueba el Señor con torturas y persecuciones a estos japoneses, a estos pobres campesinos? Pero no, Kichijirô quería aludir a algo distinto, algo aún más espantoso: el silencio de Dios. Ya han pasado treinta años desde que comenzó la persecución y, aunque esta tierra negra del Japón estalla de gemidos cristianos y corre la sangre roja de los misioneros y se van derrumbando las torres de las iglesias, Dios tiene delante a las víctimas de este horrible sacrificio inmoladas a él, y aún continúa en silencio. Siento, sin poderlo evitar, que ése es el problema que se oculta en el fondo de las quejas de Kichijirô.

Pero, en fin, ahora me limitaré a referirle la suerte que corrieron después. Los tres cristianos se presentaron en el palacio del gobernador situado en Sakuramachi. Los tuvieron dos días encerrados en una mazmorra a espaldas del palacio, hasta que por fin los oficiales los sometieron a interrogatorio. Por no sé qué razón, el interrogatorio comenzó con unas preguntas de tipo burocrático, que hasta resultaban raras.

—¿Sabéis que el cristianismo es una religión prohibida?

Mokichi asintió con un gesto en representación del grupo.

—Hemos recibido un informe que os denuncia como adictos a esa religión prohibida. ¿Qué decís a eso?

Los tres respondieron que eran budistas convencidos, que seguían la doctrina de los bonzos de Dannadera.

—Si es así, pisad ahora el «fumie» —les presionaron.

A sus pies habían puesto una tabla que tenía incrustada una imagen de la Virgen con el Niño en los brazos. Siguiendo mi consejo, Kichijirô fue el primero en poner su pie sobre el «fumie»; después le siguieron Ichizô y Mokichi. Pero estaban equivocados si creían que con esto se les iba a perdonar. En el rostro de los oficiales allí presentes fue dibujándose lentamente la mueca de una sonrisa. Más que a la pura acción material de pisar la imagen, habían estado atentos al color que tomaban sus rostros al hacerlo.

—¿Creéis que con eso engañáis a los de arriba? —dijo uno de los oficiales ya anciano—. Y entonces, por primera vez, los tres cristianos reconocieron en él al viejo samuray que había ido a Tomogi días antes.

—Bien se vio hace un momento que os quedabais sin respiración…

—¡Mentira, nada de eso! —gritó enérgico Mokichi—. Nosotros no somos cristianos.

—Pues entonces a ver si hacéis lo que os voy a decir.

Y les ordenó que escupiesen en la imagen, que dijesen que la Virgen María era una prostituta que había vendido su cuerpo a los hombres. Me enteré poco después: el procedimiento era idea de Inoue, el hombre de quien Valignano dijo que era el más peligroso de todos. Él, que tiempo atrás había recibido el bautismo para mejorar de posición, sabía muy bien que estos pobres campesinos cristianos veneraban a la Virgen sobre todas las cosas. La verdad es que, desde que llegué a Tomogi, hasta yo mismo sentía cierta preocupación al ver que a veces los campesinos honraban más a María que a Cristo.

—Qué, ¿no escupes? ¿No puedes decir ni una sola de las palabras que te mandé?

Le obligaban a tener el «fumie» en sus manos y los guardias le azuzaban por la espalda. Ichizô trató frenéticamente de escupir, pero no pudo. También Kichijirô se quedó con la cabeza inclinada sin hacer el menor movimiento.

—¿Qué, en qué quedamos?

Los oficiales seguían apremiando a Mokichi sin descanso, pero lo único que pudieron arrancar de su rostro fueron unas lágrimas calladas y doloridas. Ichizô también se negó con un gesto de cabeza, transido de dolor. Los dos acababan de confesar que eran cristianos. Sólo Kichijirô, acorralado por los alguaciles, vomitó jadeante las palabras blasfemas contra la Madre de Dios.

—¡Escupe! —le conminaron.

Y lanzó sobre el «fumie» el salivazo infamante que nunca se podrá limpiar.

Ichizô y Mokichi, llevan encerrados diez días en la prisión de Sakuramachi. Al renegado Kichijirô lo sacaron de la cárcel al poco tiempo. No hemos vuelto a saber de él. Seguro que se le habrá hecho imposible volver.

Ha comenzado la estación de las lluvias. Día tras día, la llovizna sigue cayendo sin cesar. Por vez primera he comprendido que hay algo de fúnebre en esta llovizna, algo que termina pudriéndolo todo en el haz y en la raíz. La aldea está sola y fría como un cadáver. Todos daban ya por sabida la suerte que les esperaba a los dos. Tiemblan de terror pensando que muy pronto ellos también tendrán que sufrir el mismo interrogatorio, y apenas sale nadie a trabajar las tierras. Más allá de las tierras, ateridas de frío, la negrura del mar…

Día veinte. Los alguaciles, a todo galope, han irrumpido otra vez en el pueblo. Traían un bando: por sentencia de la autoridad, Ichizô y Mokichi, después de ser paseados por las calles de Nagasaki para público escarmiento, serán ajusticiados en esta playa de Tomogi con la pena del «suitaku».

Día veintidós. Los aldeanos seguían con la mirada el acercarse de la comitiva, una sarta de guisantes en la lejanía gris del camino batido por la lluvia. Luego aquellas figuras se fueron agrandando más y más. En medio del grupo, rodeados de guardias, cabalgaban a lomo desnudo Ichizô y Mokichi: las manos atadas, hundida la cabeza. Los aldeanos seguían confinados en sus casas, sin poder salir fuera. Detrás de la comitiva, todo un batallón de curiosos, que se habían ido agregando por los pueblos del recorrido. También desde nuestra cabaña podíamos seguir toda la escena.

Al llegar a la playa, los alguaciles mandaron a sus hombres encender una hoguera. Ichizô y Mokichi estaban empapados de agua y los hicieron entrar en calor. Luego, como gran favor, parece que les dieron una taza de sake. Cuando me lo contaban recordé a aquel soldado que acercó a los labios de Cristo, moribundo, la esponja empapada en vinagre.

Clavaron en la playa dos maderos ensamblados en cruz, allí donde quebraban las olas, y aseguraron a ellos, con sogas, a Ichizô y a Mokichi. Al llegar la noche, con la pleamar, sus cuerpos quedarían sumergidos en agua hasta la barbilla. Además, esos dos hombres no morirían en seguida; tendrían que rendir su último aliento, totalmente agotados de cuerpo y alma, tras haber aguantado dos días, tres días más. Eso es lo que buscaban los alguaciles: meterles por los ojos a los aldeanos de Tomogi y a los demás campesinos lo prolongado de la tortura, para que ya nunca más volviesen a acercarse al cristianismo.

Fue poco después del mediodía cuando ataron a Ichizô y a Mokichi a los maderos. Los alguaciles dejaron a cuatro de guardia y se volvieron en sus caballos. El grupo de mirones que, al principio, se había arracimado en la playa, comenzó a dispersarse poco a poco, forzado por la lluvia y el frío.

Subió la madera. Las dos figuras seguían inmóviles. Las olas les mojaban el cuerpo, las piernas, de la cintura para abajo… Las olas que se lanzaban contra la playa oscura con un hervor monótono, que se iban retirando después con un hervor monótono…

Al atardecer, Omatsu y su sobrina llevaron la comida a los guardias. Les preguntaron si podrían dar de comer también a los dos crucificados y, obteniendo el permiso, consiguieron acercarse a ellos en una barca.

—¡Mokichi, Mokichi! —llamó a voces Omatsu.

—Aquí estoy —dicen que respondió Mokichi.

Después siguió llamando «¡Ichizô, Ichizô!», pero el anciano ya no podía responder palabra. Sólo un leve movimiento de cabeza, de vez en cuando, daba a entender que aún no estaba muerto.

—Debe ser muy duro, ¿verdad? Tenéis que tener paciencia. Los padres están rezando; nosotros también. Todos estamos rezando. Y estamos seguros que los dos iréis al paraíso.

Omatsu ponía toda su alma en animarles. Trató de meterle en la boca a Mokichi un boniato seco que le había traído, pero él rehusó con la cabeza. Si, después de todo, tenía que morir prefería escapar cuanto antes a semejante tormento.

—Mujer —dijo Mokichi—, anda, dáselo a Ichizô. Yo ya no puedo aguantar más…

Omatsu y su sobrina, sin poder hacer nada, se volvieron llorando a la playa. Y allí en la playa quedaron, acosadas por la lluvia, llorando a gritos.

Llegó la noche. Desde nuestra cabaña en el monte podía también distinguirse la luz rojiza de la hoguera que habían prendido los guardias. Pero los aldeanos de Tomogi, arracimados en la playa, sólo tenían ojos para mirar aquel mar oscuro. El mar y el cielo eran negros como el azabache; los cristianos no sabían dónde quedaban Ichizô y Mokichi. No sabían si aún estaban vivos o si habían muerto ya. Lloraban y rezaban, rezaban en el fondo del alma. Entonces, mezclada al rumor de las olas, escucharon una voz que parecía la de Mokichi. ¿Sería para hacer ver a sus paisanos que su vida aún no se había apagado? ¿Trataba de darse a sí mismo ánimos? Con voz entrecortada se puso a cantar un himno cristiano.

Vámonos, vámonos ya

al templo del paraíso.

Que paraíso lo llaman,

lo llaman templo espacioso…

Todos escuchaban en silencio la voz de Mokichi. También los guardias escuchaban. Y seguía llegando a ráfagas entre el rumor de la lluvia y las olas…

Día veinticuatro. La llovizna ha seguido cayendo todo el día. Y los aldeanos de Tomogi, todavía en grupo, han seguido contemplando desde lejos las estacas de Ichizô y Mokichi. Se extiende la playa desierta, agobiada bajo la lluvia, como un desierto hundido. Hoy ni siquiera han venido los «gentiles» de los alrededores a ver el espectáculo. Al bajar la marea, destacan a lo lejos, erguidas, solitarias, las estacas a las que siguen amarrados los dos hombres. Ya ni se distinguen las estacas de los hombres. Es como si Ichizô y Mokichi, cosidos al madero, hubieran terminado convertidos en maderos. El único indicio de que aún siguen con vida son unos quejidos sombríos que parecen venir de Mokichi.

Los quejidos se cortan de vez en cuando. A Mokichi le faltan ya hasta las fuerzas para animarse cantando como ayer. Los quejidos han cesado. Pasa una hora y vuelven otra vez en alas del viento hasta los aldeanos. Cada vez que llega a sus oídos esa voz, que es como el alarido de un animal salvaje, los campesinos se echan a llorar estremecidos. Por la tarde la madera lo vuelve a cubrir todo poco a poco; el color frío y negro del mar se ha hecho más negro y más frío; las estacas dan la impresión de irse hundiendo en él. A veces las olas empenachadas de espuma blanca, dejan atrás las estacas y van a romper en la arena de la playa. Un pájaro se ha lanzado en vuelo rasante sobre el mar, para ir a perderse a lo lejos. Así ha terminado todo.

Ha sido todo un martirio. Pero, ¡qué martirio, Dios mío! Durante mucho tiempo he soñado y soñado con esos martirios de vidas de santos; los martirios esplendorosos en que, al volver el alma al paraíso, el cielo se llena de un esplendor de gloria y los ángeles hacen sonar sus trompetas. Pero el martirio de estos cristianos japoneses que le acabo de describir, nada tuvo de esplendoroso, fue así de mezquino y cruel… ¡Dios mío!, la lluvia cayendo interminable en el mar sin un solo respiro, y el mar que los mata y se obstina después en un silencio trágico.

Al atardecer, volvieron a aparecer a caballo los alguaciles. A una señal suya, los guardias hicieron un montón de leña húmeda, y comenzaron a quemar los cadáveres de Ichizô y Mokichi, desatados ya de las estacas. Con eso impedían que los cristianos se llevasen los restos de los mártires para venerarlos. Los cadáveres, reducidos a cenizas, serían después arrojados al mar. Se cimbreaban en la brisa las llamas rojinegras de la hoguera. El humo se deslizaba flotando sobre la playa. Los aldeanos, petrificados, se limitaban a seguir con ojos ausentes las volutas de aquel humo. Cuando todo hubo acabado, se fueron retirando a sus hogares, sin levantar para nada la cabeza, arrastrando los pies, lo mismo que si fueran ganado.

Hoy, mientras escribía esta carta, he salido a ratos fuera de la cabaña para contemplar a mis pies el mar, ese mar que bien puedo llamar tumba de estos dos campesinos japoneses que han creído en nosotros. El mar, se extiende sin fin, lúgubre y negro. Y bajo las nubes color ceniza ni siquiera se dibuja la silueta de una isla.

Todo sigue exactamente igual. Claro que ya veo lo que usted me va a decir: que esas muertes de ningún modo son absurdas, que son las piedras que un día se convertirán en cimientos de la iglesia, que el Señor no envía nunca pruebas que no podamos superar, que Ichizô y Mokichi, ahora junto al Señor, han conseguido la felicidad eterna, como tantos mártires japoneses que les precedieron. Yo también, por supuesto, estoy mil veces de acuerdo con todo esto. Pero, entonces, ¿por qué me queda en el alma esta sensación de tristeza?, ¿por qué revive en mi imaginación con un eco de dolor la canción que entonaba Mokichi jadeando, atado a la estaca?

Vámonos, vámonos ya

al templo del paraíso.

Que paraíso lo llaman,

lo llaman templo espacioso…

Había oído a los de Tomogi que muchos cristianos, al ser arrastrados al lugar de la ejecución, entonaban este canto. Era una melodía impregnada de cadencias oscuras y tristes. El mundo es para estos japoneses puro valle de lágrimas. Y porque es valle de lágrimas, estos campesinos han venido viviendo con el corazón puesto en el «templo del paraíso». Tiene uno la impresión de que en ese canto han concentrado ellos toda su tristeza.

¿Qué querré yo decir con esto? Ni yo mismo lo sé con certeza. Sólo que hoy mismo, cuando Ichizô y Mokichi gemían, sufrían y morían para dar gloria a Dios, el mar estaba oscuro y mordisqueaba la arena de la playa con un rumor monótono, y yo no he podido aguantar todo eso. Detrás de la calma siniestra de este mar, ese silencio de Dios…, esa sensación de que Dios sigue cruzado de brazos ante los gemidos de los hombres, de que sigue en silencio…

Puede que ésta sea mi última relación. Pues esta mañana nos han avisado de que los alguaciles han juntado una partida numerosa y que mañana, por fin, darán una batida por estos montes. Antes de que comience la batida, tendremos que dejar la cabaña como estaba al principio y borrar toda traza de que hemos estado escondidos aquí. Tras dejar la cabaña esta noche, ¿adónde iremos a parar? Ni Garpe ni yo hemos sido capaces de decidirlo todavía. Estuvimos horas discutiéndolo. ¿Huiríamos juntos?, ¿o sería mejor separarse cada uno por su camino? Al final decidimos separarnos, porque en el caso de que uno de nosotros cayese presa de los infieles, todavía quedaría el otro. ¿Quedar? ¿Sólo quedar? ¿Qué sentido tiene eso? Ni Garpe ni yo bordeamos esa África tórrida, ni cruzamos el índico y llegamos tras mil peripecias desde Macao a este país, sólo para escapar como ahora de un escondite a otro. Tampoco para estarnos acurrucados, sin movernos, en una cabaña de carboneros, escondidos en un monte como ratas, recibiendo cada día un puñado de comida de estos pobres campesinos, y sin poder siquiera ver a los cristianos. ¿No habremos renunciado en gran parte a nuestros sueños?

De todos modos el que quede todavía un sacerdote en este Japón es como la lámpara de aceite que continúa ardiendo solitaria en el lampadario de las catacumbas. Por lo menos ese sentido tiene. Por eso, Garpe y yo nos hemos jurado que también después de decirnos adiós, trataremos de continuar con vida todo el tiempo posible.

Por eso, suponiendo que en adelante deje de recibir mis relaciones (la verdad es que tengo mis dudas de si habrán llegado a sus manos las que he escrito hasta ahora), no tenga por seguro que los dos estamos muertos. Que tiene que quedar una azada, una por lo menos, aunque sea pequeña, para labrar esta tierra desolada…

No sé hasta dónde llega el mar y dónde empieza la oscuridad de la noche. Tampoco puedo distinguir si hay islas a mi alrededor. Lo único que me hace sentirme en el mar es la respiración violenta del muchacho que rema a mis espaldas, el sonido chirriante de los remos y el batir de las olas en los costados de la barca.

Hace ya una hora que Garpe y yo nos separamos. Nos hicieron subir a dos barcas distintas y partimos de Tomogi. Su barca se fue alejando en dirección a Hirado entre un crujir de remos sin turbar la paz de la noche. No le pude ver en la oscuridad total; tampoco tuvimos tiempo para decirnos adiós.

Cuando me quedé solo, me eché a temblar sin poder controlarme. Mentiría si dijese que no tenía miedo. Por firme que fuese mi fe, era un terror físico el que me asaltaba, algo totalmente ajeno a mi voluntad. Cuando estaba con Garpe, compartíamos entre los dos el miedo, lo mismo que compartíamos el pan; pero desde ahora, perdido en la noche del mar, tendría que cargar yo sólo con todo el frío, con toda la oscuridad… ¿Habrían sentido este estremecimiento todos los misioneros llegados al Japón? ¿Qué les habría sucedido a ellos? Y entonces, sin saber por qué, surgió en mi mente la cara de Kichijirô, aquella cara menuda de rata asustada, cuando, cobarde, escupió al «fumie» en el palacio del gobernador de Nagasaki y salió huyendo. Yo también, si no fuera sacerdote, si fuera un simple fiel, quizá hubiera escapado lo mismo que él. En mi caso, lo que me impulsaba a seguir avanzando en las tinieblas, era mi pundonor como sacerdote, mi sentido del deber.

Le pedí al muchacho de los remos que me diese agua, pero no me respondió. Poco a poco había ido comprendiendo que, desde el martirio, resultábamos para los aldeanos de Tomogi una carga pesada: éramos los extranjeros que les habían acarreado la desgracia. Este mismo muchacho, si de él hubiera dependido, es casi seguro que tampoco habría querido acompañarme. Y mientras me llevaba a la boca los dedos mojados en el agua del mar para humedecer mi lengua reseca, pensaba en el sabor de aquel vinagre que Cristo paladeó en la cruz.

La barca fue virando de rumbo poco a poco. Se oía ahora a la izquierda el batir de las olas contra las rocas. Este rumor de las olas, opaco como tañido de tambor, sentía haberlo oído en otra ocasión, cuando navegaba como hoy hacia estos parajes. Seguro que el mar se convertía aquí en una profunda ensenada que entraba a bañar las playas de la isla. Pero la isla entera se fundía en una masa negra con las tinieblas de la noche, y no había modo de saber dónde quedaba la aldea.

¡Cuántos misioneros habrían cruzado hasta esta isla en una pequeña barca lo mismo que yo ahora! Pero su situación y la mía eran totalmente distintas. Vivieron en el Japón en una época risueña en que todo, absolutamente todo, iba sobre ruedas. En todas partes se sentían seguros; tenían cristianos que los recibían con los brazos abiertos y casas en que conciliar el sueño a sus anchas. Los señores feudales rivalizaban en otorgarles su protección, no por fe verdadera, sino por las ventajas que traía el comercio, y los misioneros aprovecharon esta oportunidad para aumentar el número de fieles. Sin saber por qué, revivieron de pronto en mi mente aquellas palabras del padre Valignano en Macao: «Entonces solíamos discutir con toda seriedad si nuestra sotana de misioneros debía ser de seda o de algodón…».

Lo recordé de repente y mientras me pasaba la mano por las rodillas me eché a reír enfrentado a la oscuridad. Entiéndame bien, por favor. No es que menospreciase a los misioneros de entonces. Es que, de pronto, se me hacía grotesco que un tipo como yo, en un bote infestado de tarazas, con el blusón harapiento de Mokichi, el campesino de Tomogi, fuera un sacerdote lo mismo que ellos.

El acantilado, intensamente negro, se nos echaba encima. De la playa llegaba un hedor a algas podridas. Cuando el bote empezó a tocar fondo en la arena, el muchacho saltó al agua y, plantado de pies en el mar, se puso a empujar la proa con ambas manos. Yo también salté al banco de arena y, respirando a pleno pulmón aquel aire cargado de salitre, llegué por fin a la playa.

—Gracias —le dije—. La aldea queda aquí encima, ¿verdad?

—Padre…, yo…

No podía ver la expresión de su rostro, pero por la voz comprendí que el muchacho no quería seguir acompañándome. Le hice un gesto con la mano y echó a correr hacia el mar como quien se quita un gran peso de encima. En la oscuridad se oyó el ruido sordo que hizo al saltar al bote.

Mientras escuchaba el chapoteo de los remos que se iban alejando, me puse a pensar en Garpe. ¿Dónde estaría ahora? Eché a andar por la arena húmeda de la playa, hablándome a mí mismo, como la madre que trata de calmar a su niño: «¿A qué viene ese miedo, Sebastián…?». Sabía el camino. Siguiendo en línea recta saldría a la aldea que me había alojado tiempo atrás. Se oía a lo lejos un rumor grave como de gruñidos. Era el ronroneo de un gato. Pero yo, en esos momentos, sólo tenía una idea: por fin podría descansar, por fin podría encontrar comida para calmar el hambre.

Llegué a la entrada de la aldea, y el gruñido sordo del gato se hizo ahora más claro. El viento traía de las casas un olor nauseabundo que daba arcadas. Era un hedor como a pescado podrido. Cuando puse el pie en la aldea, todas las chozas estaban sumidas en una paz siniestra, pavorosa. Comprendí entonces que yo era allí el único ser humano.

Más que en ruinas, la aldea parecía recién arrasada por una batalla. No había restos humeantes, pero las calles estaban sembradas de tazas y platos rotos, y las casas que merecían ese nombre quedaban abiertas a los cuatro vientos con las puertas destrozadas a golpes. Los gatos merodeaban ronroneando, clavando el diente en lo que podían encontrar en las casas desiertas.

Largo tiempo quedé en pie, inmóvil, en medio de la aldea. Y lo extraño es que entonces no sentía angustia ni miedo. Sólo una voz dentro de mí, una voz sin pasión que me iba repitiendo una y otra vez: ¿Qué ha pasado aquí, Dios mío? ¿Qué ha pasado aquí?

Procurando no hacer ruido, recorrí la aldea de punta a punta. Gatos salvajes, esqueléticos —¿de dónde habrían salido?—, vagaban por todas partes, pasaban indiferentes rozándome los pies, clavaban en mí unos ojos como ascuas, agazapados en el suelo, sin cambiar de postura. Sentí hambre y sed. Penetré en una casa desierta en busca de comida, pero todo lo que pude encontrar fue un poco de agua en un barreño.

El cansancio de todo un día pudo entonces conmigo, y, recostado contra la pared, como un camello, caí profundamente dormido. Entre sueños sentía a los gatos dando vueltas a mi alrededor, los sentía correr cuando descubrían algún arenque podrido. A veces entreabría los ojos y por el hueco que dejaba la puerta destrozada a golpes, asomaba un cielo intensamente negro, sin una sola estrella.

El aire frío de la mañana me produjo un ataque de tos. Blanqueaba el cielo y desde la cabaña en que me encontraba llegaba diluido a mis ojos el perfil de las montañas costeras. Era peligroso continuar aquí indefinidamente. Debía levantarme, salir al camino, alejarme de esta aldea deshabitada. Como en la noche anterior, el camino estaba sembrado de tazas, platos y harapos.

¿Dónde ir? En todo caso, pensé, mejor que ir bordeando el mar, donde me descubrirían enseguida, sería más seguro cruzar monte a través. En algún sitio seguirían viviendo los cristianos a escondidas, como habían vivido en esta aldea hasta un mes antes. Lo mejor que podía hacer era dar con el sitio, enterarme de todo lo que había ocurrido, y pensar según eso lo que debía hacer. Recordé a Garpe, del que me había separado ayer noche: ¿Cuál sería ahora su suerte…?

Recorrí una a una las casas de la aldea y entre los escombros, que no dejaban sitio ni para poner el pie, pude encontrar por fin un poco de arroz reseco. Lo envolví en unos trapos que había tirados en el camino y me encaminé al monte.

Hasta la cumbre de la primera colina, la subida fue por campos escalonados, embarrándome los pies con el lodo que formaba el rocío. Campos en pleno monte, donde cuidaban con mimo una tierra que apenas tenía fondo, campos cercados de viejas tapias de piedra… Esos campos me hicieron sentir hondamente la pobreza de estos cristianos. Con esa franja de tierra bordeando el mar, no podrían vivir y a la vez pagar los impuestos. Un vaho a estiércol gravitaba sobre los ruines sembrados de cebada y mijo; y en ese aire fétido pululaban enjambres de moscas que se me venían molestas a la cara, volando en círculo a mi alrededor. En el cielo, que al fin empezaba a clarear, los montes que tenía frente a mí perfilaban su silueta de espadas agudas, y en las nubes, también hoy de un blanco sucio, planeaban bandadas de cuervos lanzando al aire roncos graznidos.

Cuando llegué a la cumbre de la colina, me detuve y descansé la mirada en la aldea que quedaba a mis pies. Tejados y tejados de paja apretujados como un puñado de terrones pardos, chozas armadas con barro y maderas. Ni un rastro humano en el camino y en la playa negra. Recostado en un árbol, me quedé contemplando la neblina lechosa que se alzaba del valle. Sólo el mar matinal era bello. El mar, que esmaltaba su lejanía de una sarta de islas diminutas, con aquel centelleo de agujas ante la suave caricia del sol, con las olas, blancas de espuma, mordisqueando en la arena… Pensé que muchos misioneros —empezando por Javier, Cabral, Valignano— habrían ido y venido por estos mares, protegidos por sus cristianos. Javier tuvo que pasar por aquí en su viaje a Hirado. Y aquel hombre de Dios, el padre Torres, superior de la misión del Japón, tuvo que visitar cientos de veces estas islas. Pero ellos en todas partes se sentían hondamente amados por sus cristianos, recibidos como reyes, y tenían iglesias pequeñas, es verdad, pero hermosas y adornadas de flores. No se habían visto forzados como yo a vagar sin rumbo por los montes, de escondrijo en escondrijo. Lo pensaba y, sin saber por qué, me entraban ganas de reír.

También hoy el cielo se estaba nublando; parecía que iba a hacer bochorno. Una bandada de cuervos revoloteaba terca sobre mi cabeza, describiendo un círculo. Eran unos graznidos sombríos, acuciantes… Me detenía, y los graznidos cesaban; echaba a andar y se me venían encima. A veces, uno de ellos se posaba en las ramas de un árbol cercano y se me quedaba mirando, batiendo las alas. En un par de ocasiones llegué a tirarles piedras a los malditos pajarracos.

Era ya cerca del mediodía, cuando tras muchas fatigas llegué a la cresta de un monte. Recordaba el filo de una espada. Elegí un sendero que me permitiera no perder de vista un sólo momento el mar y la costa, y puse mis cinco sentidos en ver si descubría alguna aldea en el mar. Por el cielo encapotado se deslizaban lentas, como naves, nubes preñadas de lluvia. Me senté en la hierba y me puse a comer despacio el arroz seco que había robado en la aldea y unos meloncillos almizcleros que encontré en los campos escalonados. El jugo agridulce me ayudó un poco a recobrar el ánimo y las fuerzas. Soplaba el viento de un extremo al otro de la pradera. Entorné los ojos. Entonces, diluido en el viento, sentí un olor a quemado. Me puse en pie.

Eran las cenizas de una hoguera. Alguien había pasado por allí antes que yo, y había prendido fuego a una brazada de ramas. Urgué con los dedos entre las cenizas para buscar un resto de calor.

Por largo tiempo me quedé pensando: ¿volvería a desandar el camino?, ¿seguiría caminando como hasta ahora? Con un solo día, sin encontrar a nadie, vagando por la aldea desierta y los montes pardos, sentía ya debilitadas mis energías. Durante unos instantes luchó en mi corazón el deseo de dar alcance a ese hombre —fuese quien fuese, bastaba que fuera un hombre—, frente al peligro que eso traía consigo; pero al fin cedí a la tentación. Después de todo, ni el mismo Cristo fue capaz de resistirla. Por eso, bajó del monte de los Olivos en busca de compañía…

No me costó mucho adivinar la dirección que había tomado el que encendió la hoguera. Porque sólo había un camino. Seguro que habría seguido la línea de la cumbre en dirección opuesta a la que yo había traído. Levanté mis ojos al cielo. Entre las nubes sucias lucía un sol pálido. Una nueva bandada de cuervos se dejaba bañar en su luz y continuaba atronando el aire con sus graznidos.

Apresuré el paso aguzando los cinco sentidos. La pradera aparecía salteada de encinas, robles y alcanforeros. A veces semejaban figuras humanas. Entonces me detenía azorado. Además los graznidos que me venían acosando eran como un mal presentimiento, algo de mal agüero. Para distraerme, me puse a contar, mientras caminaba, los tipos de árboles que encontraba a mi paso. Desde niño mi pasión había sido la botánica y, por eso, aun aquí en el Japón no iba a ser problema identificar en seguida los árboles que conocía. Los había de esos que Dios reparte por todos los países. Otras especies jamás las había visto hasta hoy.

Por la tarde el cielo se despejó un poco, un cielo que reflejaba su azul, sus nubes blancas y diminutas en los charcos que quedaban en el suelo. Puesto en cuclillas, revolví con la mano aquellas nubes blancas, tratando de refrescar mi cuello sudoroso. Las nubes desaparecieron, y en su lugar surgió el rostro de un hombre, un rostro hundido, cansado… ¿Por qué pensé en esos momentos que no era yo, que era el rostro de un hombre distinto? El rostro de ese crucificado lo habían venido pintando siglos y siglos infinidad de artistas. Ninguno lo había visto cara a cara. Pero esos artistas encerraban todas las plegarias, todos los sueños de los hombres y trasladaron a ese rostro lo que hay de más bello, lo que hay de más puro… Todavía su rostro real debió ganar en nobleza a lo que reflejan las pinturas. Ahora, sin embargo, era un rostro barbudo y sucio, distorsionado por la angustia y el agotamiento, el rostro de un hombre acorralado. Eso es lo que reflejaba el charco. En esos momentos el hombre siente de repente que le ataca la risa, ¿lo sabía usted? De bruces sobre el agua, me puse a torcer los labios, a hacer visajes con los ojos, a poner mil caras absurdas lo mismo que un loco. ¿Por qué haría semejantes estupideces? ¿Por qué…?

De pronto me llegó del bosque el chirrido de una cigarra. Los alrededores estaban silenciosos. El sol se iba debilitando y el cielo se volvió a nublar. Cuando la pradera comenzó a poblarse de sombras, había ya desistido de alcanzar al hombre de la hoguera. «Caminamos por un desierto sin caminos, hambreando el mal y la muerte…», iba arrastrando los pies, tarareando las palabras del salmista conforme brotaban en mi interior. «Levántase el sol, se pone y regresa al lugar de su partida. El viento sopla hacia el sur, luego vira al norte, y da vueltas y más vueltas sin cejar en sus idas y venidas. Todos los ríos van a parar al mar, pero el mar nunca se llena y todo tiene ahora un ritmo triste, indolente… Lo que ya ha pasado volverá a pasar. Lo que ya ha sucedido volverá a suceder…».

Entonces revivió de repente en mi interior aquel bramido del mar, aquel bramido que escuchaba a veces por la noche cuando estaba escondido con Garpe en el monte, aquel sordo batir de tambor con que llegaban las olas en las tinieblas… El mismo rumor toda la noche: rompían contra las rocas y se retiraban, se retiraban y se volvían a romper. Todo tan sin sentido… Y eran esas mismas olas, las que, insensibles, seguían bañando los cuerpos sin vida de Ichizô y Mokichi, las que se los tragaron, las que aún después de muertos seguían extendiéndose sin fin, sin alterar su rostro… Y Dios, Dios también se quedaba en silencio como el mar. También se obstinaba en su silencio.

«¡No! ¡No hay tal cosa!» —negaba con la cabeza—. «Si Dios no existiera, el hombre no podría soportar la monotonía de ese mar, esa frialdad siniestra…».

«Pero si por un imposible… Sólo es un imposible, por supuesto…». —Ahora era otra voz la que retumbaba en un rincón profundo de mi ser—. «Si, por un imposible, Dios no existiera…».

Era una fantasía aterradora. Si Dios no existiera, ¡qué ridículo resultaba todo! Si no existiera, ¡qué drama tan ridículo las vidas de Ichizô y Mokichi, atados a las estacas y bañados por las olas…! ¡Qué ridículo el espejismo que vinieron persiguiendo los misioneros: tres años largos cruzando mares para llegar a este país! Y ahora, ¡qué aventura tan ridícula la mía, vagando por estos montes sin un alma humana…!

Me puse a arrancar hierbas y las masticaba con rabia, tratando de reprimir estos pensamientos que se agolpaban a mis labios como arcadas. El pecado mayor contra Dios era la desesperación, lo sabía muy bien; pero no me explicaba por qué Dios quedaba en silencio. «El Señor salvó a los justos del fuego que cayó sobre el valle de Pentápolis…». Ahora que esta tierra estéril sigue aún humeante, que los árboles dan un fruto que no termina de madurar, bien podía Dios decir algo, una palabra por lo menos, en favor de estos cristianos…

Eché a correr pendiente abajo medio resbalando. Si caminaba despacio, afloraban a mi conciencia, una tras otra, como burbujas, esas imaginaciones desagradables, y el panorama me daba terror. Si las admitía, toda mi vida hasta hoy, mi vida entera, quedaba destruida de un plumazo.

Sentí una gota menuda en la mejilla. Alcé los ojos al cielo. Eran unos nubarrones negros que se echaban encima, deslizándose lentos, extendiendo sus tentáculos gigantescos en un cielo hasta entonces entoldado de gris. Poco a poco las gotas fueron aumentando y pronto se fue corriendo por toda la pradera una cortina de lluvia que recordaba las cuerdas de un arpa. Noté entonces que, a dos pasos de mí, quedaba un bosque negro, frondoso, y corrí a refugiarme en él. Se veían volar bandadas de pájaros como saetas disparadas, en busca también de refugio. La lluvia golpeaba las hojas de las encinas, y de aquí y allá llegaba un ruido como si esparcieran gravilla sobre un tejado. Tenía, pobre de mí, totalmente empapado de lluvia mi blusón de campesino, y las copas de los árboles, entre rociadas de lluvia plateada, se cimbreaban como algas marinas. Fue entonces, cuando entre el balanceo del ramaje, descubrí en la ladera que quedaba enfrente una cabaña en ruinas, medio hundida. Probablemente la habían construido los aldeanos, cuando venían aquí a cortar leña.

El chaparrón cesó tan de repente como había venido. Se tiñó otra vez la pradera de un blanco pálido; los pájaros empezaron a desperezarse como si despertasen de un sueño. Se oída el ruido de los goterones cayendo de las hojas de las hayas. Enjugándome con la mano las gotas de lluvia que me resbalaban por la frente hasta los ojos, me fui acercando a la cabaña. Cuando puse el pie en ella, llegó a mi nariz un hedor insoportable. Al lado de la entrada se arremolinaban las moscas, que salieron huyendo de un excremento humano todavía reciente.

Ese excremento me hizo ver enseguida que mi predecesor se había tomado aquí un descanso, hacía bastante poco, para seguir después su camino. Siendo sincero, aunque me resultaba irritante que un individuo hubiera cometido semejante ordinariez precisamente en un sitio como éste, pudo conmigo lo grotesco de la situación y acabé soltando la carcajada. Por lo menos, lo cómico del recuerdo que dejaba, hizo que se atenuasen por completo hasta las mismas prevenciones que abrigaba en mi subconsciente contra el individuo. Y aquel excremento sólido dejaba también probado que no era ningún viejo, sino un hombre sano y rollizo.

Cuando puse el pie dentro de la choza, aún salía humo de una hoguera. Por suerte, quedaban todavía unos pequeños rescoldos y pude secar sin prisas mis ropas empapadas. Tenía la impresión de que, pese a esta pérdida de tiempo, por la prisa que mi compañero se había dado hasta ahora, no iba a ser gran problema darle alcance.

Salí de la cabaña. La pradera y el bosque, que momentos antes habían sido mi refugio, centelleaban de luz dorada, mientras las hojas de los árboles salmodiaban un rumor reseco de arena. Cogí del suelo una rama seca que me sirviera de bastón y eché a andar. Pronto salí a una ladera desde donde podía ver de nuevo a mis pies, perfectamente nítida, la línea de la costa.

El mar, como de costumbre, tenía un fulgor tristón, un brillo de agujas, y mordisqueaba la playa combada como un arco. Parte de la costa era una playa de arena lechosa; la otra parte formaba una caleta de grava negra apelmazada. En la ensenada había algo que parecía un muelle, aunque pequeño, y tres o cuatro barcas de pesca yacían varadas en la playa. Además, al oeste pude divisar claramente una aldea de pescadores rodeada de bosques. Por primera vez esta mañana, tenía ante mis ojos una comunidad humana.

Me senté en la pendiente. Abrazado a mis rodillas, me quedé contemplando fijamente la aldea con la mirada asustadiza de un perro montés. El hombre que dejó la hoguera en la cabaña era fácil que hubiera bajado a esa aldea. Yo también, si me lanzaba cuesta abajo, acabaría llegando hasta allá… Sin embargo, ¿sería o no sería una aldea de cristianos? Tratando de asegurarme me puse a buscar con los ojos una iglesia o una cruz.

El padre Valignano y los demás misioneros de Macao nos lo habían dicho muchas veces. Nada de imaginarnos las iglesias de este país como las de nuestra patria. Aquí los señores feudales habían mandado a los misioneros que utilizasen sin más, como iglesias, las casas y los templos budistas que se habían venido usando hasta entonces. Por eso, parece que entre los campesinos, ha habido bastantes que se han armado un lío en la cabeza pensando que nuestra religión y el budismo predican la misma doctrina. El mismo Javier, gracias a un desliz de su intérprete, tropezó al comienzo con el mismo malentendido. Los japoneses que le oían hablar, pensaban que nuestro Dios era el dios-sol en el que ellos llevaban creyendo tanto tiempo.

Por eso, aunque no apareciera ningún edificio con torres, no podía decir que no hubiera iglesia. Quizá hubiera alguna entre aquellas chozas miserables de barro reforzado con palos. Y puede que los pobres cristianos aguardasen hambrientos la visita de un padre que les diera la comunión, que oyese sus confesiones y bautizase a sus niños. En medio de estos páramos de los que habían expulsado a padres y misioneros, ahora, en esta isla y en este atardecer, yo era el único que podía traerles el agua de la vida. Sí, sólo yo, como estaba, abrazado a mis rodillas, con mi blusón hecho un puro barro. «¡Señor, todo lo que has creado es bueno! ¡Qué bellas son tus moradas!».

Sentí una violenta emoción que me subía punzante del fondo del pecho. Apoyado en mi cayado y resbalando una y otra vez por la pendiente, donde todavía se remansaba la lluvia, bajé corriendo camino de mi parroquia… Sí, ésa era la parroquia que Dios me había confiado. Y entonces, de repente, de la otra punta de la aldea rodeada de pinos, se alzó un eco sonoro, algo como el rugido de la tierra, una voz humana que era llanto y alarido a la vez. Quedé inmóvil, de pie, cargando sobre mi cayado. Ante mis ojos se alzaban nítidas una humareda y unas llamas rojinegras…

¿Qué había ocurrido? Lo comprendí instintivamente y, dando media vuelta, trepé corriendo por la ladera que había bajado resbalando. Entonces, en la ladera de enfrente pude sorprender la figura de un hombre, vestido como yo con un blusón gris de campesino que se alejaba huyendo. El hombre, al verme, se detuvo como sorprendido, y la mueca de sorpresa, de terror de aquel rostro se clavó viva en la mirada.

—¡Padre! —me gritó agitando la mano.

Algo seguía gimoteando, y señalaba con el dedo la aldea en llamas, haciéndome señas de que me escondiera. Corrí pradera arriba, y me oculté tras una roca agazapándome como un animal salvaje, jadeando rítmicamente con respiración fatigosa. Oí ruido de pasos. Desde la roca de enfrente me seguía observando el hombre con aquellos ojos de rata, pequeños y sucios.

Sentí como si me corriera el sudor por la palma de la mano, y, al fijarme, vi que era sangre. Por lo visto, cuando me tiré a tierra en este escondite, debí de golpearme contra algo.

—¡Padre! —aquellos ojos menudos seguían clavados en mí desde las rocas—. ¡Qué alegría verle de nuevo!…

En su rostro hirsuto, se dibujó una sonrisa servil, como si tratase de explorar mi reacción.

—Aquí estamos en peligro…, pero, bueno, yo me encargo de seguir vigilando…

Le miré en silencio a la cara. Kichijirô desvió la mirada como el perro al que riñe su dueño. Arrancaba hierbas, se las llevaba a la boca y se ponía a masticarlas con aquellos dientes amarillos.

—Mire cómo arde. Es terrible…

Seguía monologando a propósito, para que yo le oyese, con la mirada puesta en la aldea allá abajo.

Mientras le miraba, caí por fin en la cuenta de que él era el hombre de la hoguera en los campos aterrazados, el que había dejado sus excrementos en la cabaña. ¿Pero, entonces, por qué andaba vagabundo por los montes lo mismo que yo? Para él, que había pisado el «fumie», ya no había peligro de que le persiguieran los oficiales.

—Padre, ¿a qué ha venido usted a esta isla? Este sitio ya no es seguro… Claro que yo conozco una aldea donde todavía quedan cristianos escondidos.

Me limité a seguir en silencio. Los oficiales estaban cayendo sobre las aldeas por las que él había pasado, una tras otra. La sospecha había nacido en mi cabeza momentos antes: este hombre hacía probablemente de guía de los alguaciles. Sabía yo de antes que los alguaciles forzaban a los apóstatas a hacer de hombres de paja. Y los mismos apóstatas, para paliar su miseria y sus llagas, trataban de arrastrar a su misma suerte a antiguos compañeros, aunque fuera a uno sólo. Es una actitud que se parece mucho a la de los ángeles arrojados del paraíso, que incitan al pecado a los siervos de Dios.

La neblina de la tarde comenzaba a envolver los alrededores. El fuego prendido en la aldea no se limitaba a un sector, se había corrido a los tejados de paja que había alrededor, y las llamas rojinegras culebreaban silenciosas en la niebla como si tuvieran vida. Aquel silencio era horrible. Era como si la aldea y sus moradores aceptasen sin rechistar todas estas desventuras. Quizá se habían acostumbrado a semejantes tragedias durante tanto, tanto tiempo, que ya ni llorar, ni quejarse siquiera podían.

Perder de vista la aldea y seguir caminando, era para mí tan doloroso como arrancar la postilla de una herida que ha comenzado a cicatrizar. «Eres un apocado, un cobarde», me decía una voz en un rincón del alma. Pero oía a la vez otra voz que me animaba no dejarme llevar de sentimentalismos y emociones pasajeras. «Tú y Garpe, sois ahora probablemente los únicos sacerdotes en todo este país. Si tú desapareces, es la iglesia misma la que desaparece del Japón. Tú y Garpe tenéis que seguir vivos, no importa los sufrimientos y humillaciones que tengáis que aguantar».

Se me ocurrió también que esta voz podía ser un pretexto para racionalizar mi propia debilidad. Sin embargo, evoqué de repente en mi interior un caso del que había oído hablar en Macao, el de aquel padre franciscano que no quiso seguir oculto, evitando el martirio, y se presentó en el castillo del señor de Omura. Él mismo se adelantó a dar su nombre, diciendo que era sacerdote. Es cosa de todos conocida lo difícil que resultó después a los demás padres, por culpa de la ofuscación momentánea de ese buen hombre, continuar trabajando escondidos, y las complicaciones que esto trajo a los cristianos. Los padres no están para ser martirizados. Tienen que seguir viviendo, para que no se extinga la llama de la iglesia en estos tiempos de persecución.

Kichijirô me seguía como un perro montés, dejando una distancia por medio. Cuando yo me detenía, también se detenía él.

—No vaya tan deprisa, que no me aguanta el cuerpo… —gritaba detrás de mí, agotado, arrastrando los pies—. Dígame dónde va usted; no sé si lo sabrá, pero en palacio, a un padre lo tasan en trescientas piezas de plata…

—¡Vaya…! O sea que mi precio son trescientas monedas de plata…

Éstas fueron mis primeras palabras a Kichijirô, y mientras las decía asomó a mis labios una sonrisa amarga. Judas había vendido al Señor por treinta piezas de plata. Yo había sido ajustado en diez veces más…

—Es peligroso andar solo…

Parecía sentirse más confiado. Me alcanzó y se puso a caminar a mi lado, mientras tronzaba con una rama la maleza que encontraba al paso. Se oía el gorjeo de los pájaros en la oscuridad del crepúsculo.

—Padre, conozco un sitio donde hay cristianos. Sí llegamos allí estaremos seguros. Así que esta noche dormiremos aquí, ¿eh? Y mañana, en cuanto amanezca, salimos para allá.

Sin esperar mi respuesta, se puso en cuclillas allí mismo. Se dio maña a coger unas cuantas ramas que no estaban húmedas del rocío y, sacando un pedernal de su mochila, las prendió fuego.

—Usted tendrá hambre…

Había sacado del morral un poco de pescado seco. Para un cuerpo como el mío que, desde la mañana, no había probado más que un poco de arroz seco y un meloncillo, el banquete que Kichijirô desplegaba ante mis ojos era una tentación irresistible. Cuando el fuego comenzó a llamear y el pescado a asarse, se esparció en derredor, un aroma irresistiblemente delicioso.

—Tenga, pruébelo…

Bastó un solo bocado para reconciliarme con Kichijirô. Con un gesto que era mitad satisfacción mitad desprecio, me veía Kichijirô comer, mientras él, como de costumbre, seguía mascando hierbas como si se tratase de tabaco o cosa parecida.

Los alrededores se fueron cerrando en tinieblas. Los montes estaban ateridos y el rocío empezó a calarme hasta el cuerpo. Yo seguía tendido junto al fuego todo lo largo que era, haciéndome el dormido. Kichijirô tendría planeado escabullirse en silencio en cuanto me venciera el sueño. Me vendería, sí, me vendería lo mismo que había vendido a sus compañeros. Y quizá fuera esta noche. ¡Qué tentación tan deslumbrante trescientas piezas de plata para un mendigo como él!… Cerraba los ojos, y cobraba vida tras mis párpados cansados el paisaje del mar y las islas que habían contemplado esta mañana desde la colina y la pradera. El mar con su destello de agujas. Las pequeñas islas esmaltando el azul. Los días en que los misioneros cruzaban en barca aquel mar maravilloso, acompañados de las bendiciones de todos. Cuando las iglesias se engalanaban de flores y los cristianos acudían a ellas con sus ofrendas de arroz y pescado. También aquí en el Japón hubo tiempos en que se construyeron seminarios, en que los estudiantes cantaban en latín lo mismo que nosotros y emocionaban a los señores de estas tierras acompañándose de arpas y órganos. Así lo había dicho el padre Valignano.

—Padre, ¿no está dormido?

Sin responder palabra, los ojos ligeramente entreabiertos, espiaba los movimientos de Kichijirô. Si se escabullía en secreto, sería sin duda para regresar con los oficiales. Atento a mi respiración de dormido, Kichijirô comenzó a moverse muy poco a poco. Contemplé absorto cómo se alejaba, silenciando sus pasos como un animal salvaje. En seguida llegó de los árboles y la maleza el ruido que hacía al orinar. Supuse que se alejaría sin más, pero para sorpresa mía volvió a acomodarse junto al fuego. Suspirando profundamente, metió ramas nuevas entre los leños hechos ceniza, y con las dos manos al amor de la lumbre seguía suspirando y suspirando. El rojo y negro de las llamas hacía resaltar el perfil de este hombre de pómulos descarnados. Luego, vencido por el cansancio de todo un día, caí profundamente dormido. A veces abría los ojos, y allí seguía Kichijirô, sentado junto al fuego.

Al día siguiente, seguimos caminando entre los rayos implacables del sol. Se levantaba un vaho blanco de la tierra, húmeda todavía de la lluvia de ayer, y más allá de las colinas las nubes brillaban deslumbrantes. Llevaba ya un rato sufriendo de sed y de jaqueca. No sé si Kichijirô lo notaría. De vez en cuando sujetaba contra el suelo con su cayado alguna culebra que cruzaba lenta el camino y se escondía en la maleza. Luego la metía en su mugriento morral.

—Nosotros los campesinos comemos estos bichos largos, como medicina —decía descubriendo su dentadura amarilla en una leve sonrisa.

«¿Por qué no me vendiste anoche por esas trescientas piezas de plata?», me preguntaba yo en mi interior. Y resucitó entonces en mi mente aquel cuadro, el más dramático de toda la Biblia, cuando Cristo en la última cena le dijo a Judas: «Sal, vete y haz lo que tienes que hacer».

Ni aun ahora que soy sacerdote he podido captar bien el sentido de esas palabras. Caminaba con Kichijirô arrastrando los pies entre el vaho que se alzaba del suelo, y seguía dando vueltas en mi interior a esas palabras clave, sin apartarlas de mí. ¿Qué sentiría Cristo al lanzar a la cara del hombre que le iba a vender por treinta piezas de plata, esas palabras: «Sal…»? ¿Las diría con ira y con odio? ¿O serían más bien palabras nacidas del amor? Si eran palabras de ira, Cristo en ese momento estaba negando la salvación a este solo hombre entre todos los hombres del mundo. Judas recibiría de lleno el ramalazo de la ira de Cristo y jamás se salvaría; y el Señor abandonaría a su suerte a un hombre caído para siempre en pecado.

Pero eso no podía ser. Cristo trató de salvar incluso a Judas. De no ser así, no tiene sentido que le hiciera uno de sus discípulos. Y, pese a eso, en este crítico instante en que se había desviado del camino, ¿por qué Cristo no le detuvo? Éste era el punto que jamás logré entender desde mis tiempos de estudiante de teología.

Consulté con varios padres sobre ello. Estoy seguro de haberle hecho la misma pregunta al padre Ferreira. No recuerdo lo que Ferreira me respondería entonces, pero el mismo hecho de no recordarlo indica que no fue nada que disipara mis dudas de un plumazo.

—No eran palabras de ira ni odio. Indicaban simplemente distanciamiento.

—Pero, padre, ¿qué clase de distanciamiento? ¿Un distanciamiento total de Judas? ¿Es que Cristo en ese instante había dejado ya de amar a Judas?

—No, no es eso. Imagínese el caso de un hombre traicionado por su mujer. Todavía continúa amándola. Y, sin embargo, no puede perdonar que su mujer le haya traicionado. Aunque ame a su mujer, tiene su dignidad de marido que se rebela ante semejante conducta… Y la actitud de Cristo frente a Judas debió ser algo así…

Era la respuesta convencional de aquellos padres que yo, joven todavía, no podía comprender pese a mis esfuerzos. Pero es que ahora tampoco puedo. Que me perdonen la blasfemia, pero ante mis ojos tengo la sensación de que Judas fue un pobre muñeco, una marioneta, llevada de aquí para allá, para dar más realce al drama de la vida y muerte en cruz de Cristo.

«Sal, vete y haz lo que has de hacer». Yo, ahora, no podía decirle esas palabras a Kichijirô, primero porque naturalmente miraba por mi vida, y además porque, como sacerdote, abrigaba el deseo y la esperanza de que no acumulase traición sobre traición.

—El camino es estrecho. Es difícil andar por aquí, ¿verdad?

—¿No hay ningún río?

Me resultaba ya difícil soportar la sed.

Kichijirô me midió con los ojos, dibujando una leve sonrisa.

—¿Quiere agua? Comió demasiado pescado seco…

Lo mismo que ayer, los cuervos planeaban en el cielo, volando en círculo. Alcé los ojos y sentí clavarse en ellos un fogonazo de luz blanca deslumbradora. Me pasaba la lengua por los labios, arrepentido de mi falta de cuidado. Por un poco de pescado seco, había cometido un error que ya no tenía remedio.

Busqué un charco de agua, pero inútil. Aquí y allá cantaban los insectos en la pradera con una algarabía sofocante, y soplaba del mar un viento tibio con olor a tierra húmeda.

—¡Un río! ¿No hay un río por aquí?…

—Ni un regato siquiera. Quédese quieto aquí, por favor.

Sin esperar siquiera mi respuesta, Kichijirô se deslizó pendiente abajo.

Cuando se perdió su silueta entre los peñascos, todo a mi alrededor se tornó de repente silencioso. En las matas los insectos agitaban sus élitros produciendo un rumor seco. Un lagarto subió reptando a una piedra con gesto desconfiado, para desaparecer a toda prisa. Con el sol dándole de lleno, el gesto huidizo del lagarto al observarme, era igual que Kichijirô, que acababa ahora de desaparecer.

Ese hombre… ¿había ido realmente a buscarme agua?, ¿o más bien a delatarme, a decirle a alguien que estaba yo aquí?

Apoyándome en el cayado seguí caminando. La sed se hacía por momentos más inaguantable. Ahora veía claramente que ese hombre me había dado de comer pescado seco con toda la intención. «En seguida, Cristo, que estaba en la cruz, dijo: “Tengo sed”. Había allí una vasija llena de vinagre…». Recordé la escena. «Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca». Entonces, en mi imaginación, subió hasta mis labios el sabor a vinagre, sentí náuseas, cerré los ojos.

A lo lejos se oía una voz ronca buscándome.

—¡Padre! ¡Padre!…

Allí llegaba Kichijirô, arrastrando los pies, con una cantimplora de bambú colgándole de la mano.

—Padre, ¿es que huía de mí?

Me miraba tristemente con la comisura de los ojos, como mira un animal.

Le arranqué de las manos la cantimplora que me ofrecía y me la llevé a la boca. Ya no sentía vergüenza, no me quedaba un resto de decencia y bebí con ansia. El agua me resbaló por los brazos y me mojó las rodillas.

—Padre, ¿por qué huía? El padre tampoco se fía de mí…

—No te enfades. Estoy cansado. ¿De todos modos no querrías dejarme ya solo?

—¿Solo? ¿Y dónde va a ir usted? Yo conozco una aldea de cristianos ocultos. Hay una iglesia y un padre.

—¿Un padre?

Instintivamente alcé la voz. Ni siquiera había podido imaginar que aquí en esta isla hubiese otro sacerdote. Miré a Kichijirô con gesto de recelo.

—Sí, padre; y no es japonés. Eso me han dicho…

—Eso no puede ser.

—El padre no se fía de mí —de pie como estaba, se puso a coger hierbas y rezongaba con un hilo de voz—. Nadie, nadie se fía de mí.

—Tú, en cambio, bien sabes mirar por ti mismo. No como Ichizô y Mokichi que se hundieron como piedras en el fondo del mar…

—Mokichi era fuerte. Pero yo sólo tengo la fuerza de un arbolito recién plantado. Y si el retoño es raquítico, por más que se le abone, crece mal y da mal fruto. Los que son débiles de nacimiento como yo, padre, son como ese retoño.

Por lo visto mis palabras le sonaron a censura despiadada, y se echó para atrás con la mirada de un perro apaleado. La verdad es que, al decirlas, no tenía la menor intención de reprenderle; fueron mis tristes cavilaciones las que me las hicieron susurrar. Como decía Kichijirô, no se puede exigir a todos los hombres que sean santos y héroes. Cuántos de nuestros cristianos, de no haberles tocado nacer en una época de persecución, sin la alternativa de apostatar o perder la vida, hubieran continuado fieles a su fe, sin desfallecer… Eran sólo cristianos corrientes, y pudo con ellos el puro terror físico.

—Por eso, yo… ya no tengo un sitio donde poder ir. Ando errante por estos montes. Como usted me ve, padre…

Un sentimiento de piedad me oprimió el pecho. Cuando le mandé arrodillarse, hizo como yo le ordenaba, y dobló sus rodillas en tierra lo mismo que un borriquillo.

—¿Qué, no quieres confesarte? Anda hazlo también por amor a Ichizô y Mokichi…

Los hombres nacen ya en dos categorías. Los fuertes y los débiles. Los santos y los mediocres. Los héroes y los mandrias. En tiempos de persecución, los fuertes se dejarán quemar a fuego lento, se dejarán tirar al mar por amor a su fe. Pero los débiles se ven obligados a vagar por los montes, como este Kichijirô… Y tú, ¿a qué categoría perteneces? Si no pesaran sobre mi conciencia mi amor propio y mi deber de sacerdote, yo también habría pisado el «fumie» como Kichijirô…

—Nuestro Señor está crucificado.

—Nuestro Señor está crucificado…

—Y también coronado de espinas…

—Y también coronado de espinas…

Con la simplicidad de un niño que remeda a su madre, iba Kichijirô repitiendo una a una las jaculatorias que yo le sugería. Se veía otra vez reptar a un lagarto entre las rocas blancas. Se oía en el bosque el jadeo de una cigarra. Y el vaho aromático de la hierba llegaba deslizándose entre las piedras blancas. Entonces oí las pisadas de unos cuantos hombres que se acercaban por el sendero que habíamos traído. Salieron de la maleza y se distinguían ya sus siluetas dirigiéndose hacia nosotros a paso ligero.

—¡Padre, perdóneme! —gritó Kichijirô lloriqueando sin alzar las rodillas del suelo—. Yo soy un hombre débil. Yo no puedo ser fuerte como Ichizô y Mokichi…

Los hombres me echaron los brazos encima y me alzaron del suelo. Uno de ellos, con gesto de desprecio, le tiró a Kichijirô un puñado de plata menuda.

Sin decir palabra, me empujaron delante de ellos. Eché a andar entre tropezones, por el camino reseco. Una vez miré hacia atrás, pero el rostro de Kichijirô, el hombre que me había traicionado, se perdía ya en la distancia. Aquel rostro de ojos medrosos, como los de la araña…