C A P Í T U L O 3

RELACIÓN DE SEBASTIÁN RODRIGO

EN este país, a partir de junio, comienza la estación de las lluvias. Me han dicho que durante más de un mes llueve y llueve sin parar. En ese período tal vez los guardias aflojen un poco sus pesquisas, y yo aprovecharé para caminar por estos contornos en busca de los cristianos que aún permanecen ocultos. Quiero hacerles saber cuanto antes que no están solos.

Nunca como ahora había pensado qué profundo y lleno de sentido es el trabajo de un sacerdote. Barcos amenazados en la tormenta…, así deben de sentirse ahora los cristianos japoneses. Sin un padre o un hermano que los aliente o anime, quizá estén perdiendo poco a poco las esperanzas y empiecen a vagar entre tinieblas.

Ayer también llovió. El agua arranca a la arboleda que rodea la cabaña un rumor melancólico. A veces los árboles se estremecen y dejan caer sus gotas de lluvia. Entonces, Garpe y yo pegamos la cara a las rendijas de la puerta de tablas y miramos afuera. Y cuando, al fin, vemos que todo ha sido obra del viento, nos ponemos de un humor que tiene mucho de irritación. ¿Cuánto tiempo va a continuar esta clase de vida? Estamos los dos raros, irritables y nerviosos, y al más leve desliz nos crucificamos mutuamente con la mirada. Es el resultado de un día y otro de nervios, tensos como la cuerda de un arco.

Paso a escribirle ahora con más detalle sobre estos cristianos de Tomogi. Son unos pobres campesinos, que a duras penas cultivan boniatos y cebada en una tierra, que no llega ni a tres hectáreas. Ninguno tiene arrozales. Las parcelas, que suben hasta media montaña por la pendiente que da al mar, evocan al vivo el dolor de una existencia trágica. Y, con todo, el gobernador de Nagasaki les ha venido imponiendo unas tasas terribles. Durante mucho tiempo estos campesinos han estado trabajando como verdaderos animales y como animales han ido muriendo. Que nuestra religión se fuera extendiendo entre ellos como agua que todo lo penetra, se debe a esto y sólo a esto: estos hombres han experimentado por primera vez en su vida el calor del corazón humano. Han encontrado a alguien que los trate como a seres humanos. La bondad de los padres les ha tocado el corazón.

Todavía no he visto a todos los cristianos de Tomogi. Porque, para no ser sorprendidos por los guardias, suben sólo de dos en dos hasta nuestra cabaña, ya bien entrada la noche. Cuando los labios de estos labradores incultos silabean en nuestro portugués las palabras: «Deus», «anjo» (ángel), «beato», instintivamente me pongo a sonreír. Al sacramento de la confesión le llaman «conhisan», al cielo «paraíso», al infierno, «inheruno». Pero también nosotros pasamos nuestros apuros, porque sus nombres son difíciles de retener, y además sus caras parecen todas iguales. Confundimos a Ichizô con Seisuke y si la cristiana se llama Omatsu creemos que es Saki.

Le escribí en otra ocasión sobre Mokichi. Ahora voy a contarle algo sobre otros dos cristianos. Ichizô, uno de los hombres que viene de noche a nuestra cabaña, tiene alrededor de cincuenta años y una cara de pocos amigos. Ni durante la misa, ni tampoco después de la misa despega prácticamente los labios. Y lo de su cara, no es que esté realmente enfadado, sino que tiene la cara así. Es muy curioso, y sus ojos cercados de arruguillas, siempre tensos y rasgados, no pierden detalle de nuestros movimientos.

Omatsu, según tengo entendido, es la hermana mayor de Ichizô. Es viuda y hace ya muchos años que perdió a su marido. Son dos las veces que ha venido a escondidas a la cabaña con su sobrina Sen, trayéndonos la comida en una mochila. Como Ichizô, su curiosidad no tiene límites y, cuando Garpe y yo estamos comiendo, se pone con su sobrina a observarnos. Hablando con franqueza, la comida es miserable. Usted no se puede hacer idea. Un poco de agua y unos boniatos asados, que Garpe y yo devoramos más que comemos, mientras las dos mujeres sonríen con cara satisfecha.

Un día Garpe perdió la paciencia:

—Pero, ¿se puede saber qué tiene de raro que comamos…?

Ellas, sin entender lo que decía, seguían riendo y se les formaban pliegues en la cara como si fueran de papel.

Le referiré ahora los pormenores de la cofradía secreta de nuestros cristianos. Ya le hablé sobre los cargos de «jiisama» y «tossama», cómo el «jiisama» se encarga de administrar el sacramento del bautismo, mientras que los «tossama» enseñan a los fieles el catecismo y las oraciones. Los «tossama» tienen además el oficio de consultar el calendario y anunciar todas las festividades anuales de la iglesia. Por lo que nos han dicho, todas las fiestas —la de navidad, el viernes santo, la resurrección— se celebran siguiendo las indicaciones de estos «tossama». Claro está que, al no tener sacerdotes, no pueden oír misa esos días; por eso se limitan a exponer con todo secreto en una de las casas una vieja estampa y a rezar delante de ella. Llaman a las oraciones por sus nombres latinos, como «paternóster», «avemaría», etc. Además, entre rezo y rezo, se charla de todo con la mayor naturalidad. Y es que nadie sabe cuándo van a irrumpir los guardias, pero en el caso de que lo hicieran, tienen que tenerlo todo preparado para poder decir que se trataba de una simple reunión.

Después de la rebelión de Shimabara, el señor de estas tierras se ha lanzado a una caza sin cuartel de cristianos ocultos. Los vigilantes tienen a diario su ronda de inspección aldea por aldea, y a veces se te meten en casa cuando menos lo piensas.

Por ejemplo, el año pasado se publicó un bando prohibiendo la construcción de vallas y paredes entre casas contiguas. Así se puede ver lo que pasa en la casa del vecino, y si su comportamiento es sospechoso hay que denunciarlo inmediatamente. A quien revele el escondite de un padre (aquí entramos nosotros) le pagan trescientas monedas de plata. La cantidad por un hermano son doscientas monedas, y al que denuncie a un cristiano le dan cien monedas. Ya se podrá figurar que este dinero es una tentación irresistible para unos labradores que no tienen donde caerse muertos. Por eso, los cristianos apenas se fían de los de otras aldeas. No exageraba cuando le escribí en otra ocasión que Mokichi e Ichizô, y el anciano que estaba con ellos también, tenían todos rostros inexpresivos, casi como máscaras. Y ahora he comprendido claramente el porqué. A esos rostros no debe asomar ni el gozo ni siquiera la tristeza. Y ese vivir años y años guardando un secreto ha acabado por convertir esas caras en algo parecido a máscaras. ¡Dura y triste realidad…! A veces no entiendo por qué Dios habrá dado a estos cristianos semejantes penalidades.

En mi próxima carta le hablaré de nuestras pesquisas en relación con el padre Ferreira, y también de Inoue (¿recuerda?, el hombre a quien Valignano calificaba en Macao de azote del Japón). Por favor, dígale al padre ministro, Lucius de Sanctis, que siempre le recuerdo con afecto y nunca le olvido en mis oraciones.

Hoy ha vuelto a llover. Garpe y yo, tumbados en la paja que nos sirve de lecho, hemos pasado la noche rascándonos. Por el cuello y la espalda nos corretean unos insectos menudos y no hay forma de dormir. Los piojos japoneses por el día están quietos, pero por la noche se movilizan como un ejército que esperase ansioso el fin de la tregua.

Como es natural no hay quien suba por aquí con esta noche de lluvia. Es la ocasión de que descanse no sólo el cuerpo sino también los nervios, a punto de estallar con la tensión de cada día. Mientras llega a mis oídos el rumor de la fronda en el bosque, me he puesto a pensar en el padre Ferreira.

Los labradores de Tomogi no saben nada en absoluto sobre su paradero. Pero es un hecho que estuvo escondido en Nagasaki, a unas dieciséis leguas de aquí, hasta el año 1633, el mismo año en que, como se rompe un hilo, quedó cortada toda comunicación entre él y Valignano. ¿Estará aún vivo? ¿Habrá renegado, como se rumorea, de todo aquello que le hizo arriesgar la vida, arrastrándose como un perro ante los paganos? Y, si estuviera vivo, estará escuchando este gotear deprimente de la lluvia… ¿Dónde estará? ¿Qué sentirá al oírlo?

—Supón por un momento… —le dije a Garpe, que luchaba a brazo partido con los piojos— suponte que yo consiguiera llegar a Nagasaki. Quizá podría dar con algunos cristianos que hayan conocido a Ferreira.

Garpe dejó de revolverse en la oscuridad y carraspeó dos o tres veces.

—… Y entonces te cogen, y punto final. Este asunto no nos concierne sólo a los dos. Los riesgos alcanzan también a todos estos campesinos que nos esconden. Y en todo caso, no hay que olvidar que en este país somos nosotros el último punto de apoyo de la misión.

Dejé escapar un suspiro. Garpe se incorporó entre la paja, y noté que me estaba mirando fijamente. Repasé en mi memoria uno a uno los rostros de Ichizô y Mokichi, los rostros de todos los jóvenes de la aldea. ¿No podría ir alguien a Nagasaki en vez de nosotros? No, tampoco eso es posible. Entre ellos hay quien carga con el sustento de toda su familia. Una cosa es nuestra vida de sacerdotes sin mujer ni hijos, y otra muy distinta la suya.

—¿Y qué tal si se lo pedimos a Kichijirô?

Garpe se echó a reír por lo bajo. También yo recordé a aquel hombre en el barco, con su cara hundida entre vómitos, aquel Kichijirô cobarde, implorando perdón con las manos juntas a los veinticinco de la tripulación.

—¡Qué estupidez! —dijo mi compañero—. Como que te puedes fiar de él…

Seguimos así largo rato en silencio. Caía sobre el tejado de la cabaña la lluvia exacta, regulada, como la arena de un reloj. Noche y soledad quedaban íntimamente enlazadas.

—A nosotros también… ¿nos cogerán algún día como a Ferreira…?

Garpe volvió a reír.

—Mira, a mí más que eso me preocupan los piojos que me están corriendo por la espalda, ¿sabes?

Desde que llegamos al Japón, Garpe está siempre de buen humor. Quizá con ese buen humor pensaba darse valor a sí mismo y dármelo a mí también. Hablando con franqueza, yo, por mi parte, no creo que nos cojan. El hombre es un tipo curioso. Siempre le queda un rincón en el alma para pensar que los demás allá se las arreglen, pero que el suyo es caso especial y logrará escapar de cualquier peligro. Con la misma sensación de irrealidad con que en un día de lluvia se imagina uno a lo lejos la única colina donde luce pálido el sol, tampoco puedo yo figurarme en absoluto ni el momento ni la escena de mi captura. Esto no es más que una simple cabaña y, sin embargo, me parece que aquí estaremos siempre a salvo. ¿Por qué? No lo sé. Realmente no deja de ser una reacción curiosa…

Después de tres días de lluvia, por fin ha escampado. No cabe duda. Por el resquicio de la puerta se ha filtrado en la cabaña un rayo de luz blanca.

—¿Salimos un rato afuera? —propuse a Garpe, que aceptó con la mejor de sus sonrisas.

Bastó un pequeño empujón a la puerta agarrotada por la humedad, para que de la arboleda llegaran, como el rumor de un manantial, los cantos de los pájaros. Me pareció sentir por vez primera en mi vida lo maravilloso que es estar vivo.

Nos sentamos a un lado de la cabaña y nos quitamos el quimono. En las costuras estaban agazapados los piojos como polvo blanco, y al ir machacándolos uno a uno con una piedra, experimenté un placer indecible. Tal vez los guardias sientan algo parecido cada vez que dan muerte a los cristianos, ¿no le parece?

Todavía flotaba un poco de neblina entre los árboles, y a través de los claros podía divisarse el mar distante y el cielo azul. Unas cuantas casas arracimadas, al parecer la aldea de Tomogi, estaban pegadas como ostras a la playa.

Después de tanto tiempo de encerrona en la cabaña, nos cansamos de matar piojos y nos quedamos contemplando ávidamente el mundo de los seres humanos.

—Todo tan tranquilo, ¿no te parece? —rió Garpe, descubriendo su blanca dentadura con aire de hombre feliz, mientras exponía al sol su torso desnudo en el que brillaba el vello rubio—. Me parece que, después de todo, hemos tenido más miedo de la cuenta. De ahora en adelante vamos a permitirnos alguna que otra vez el placer de un baño de sol.

Día tras día el cielo seguía despejado. Poco a poco nos fuimos volviendo más atrevidos, y ya hasta nos íbamos a pasear por la pendiente del bosquecillo cargado de olor a hojas nuevas y a barro húmedo.

Garpe llamaba a nuestra cabaña de carboneros «el monasterio». Cuando dábamos uno de estos paseos temerarios, solía hacerme reír al decirme:

—Anda, volvamos al convento. Nos espera un pan calentito y una sopa con grasa abundante. Pero de esto ni una palabra a los japoneses, ¿eh?

Recordábamos la vida que pasamos con usted en nuestra casa de San Javier en Lisboa. Por supuesto, aquí no hay ni una botella de vino, ni un filete de vaca. Nuestra comida se reduce a unos boniatos asados y verduras cocidas que nos traen los campesinos. Pero en el fondo de nuestra alma ha echado raíces la convicción de que todo va bien y que Dios vela por nosotros.

Cierto día estábamos charlando como siempre, sentados sobre una piedra que hay entre la choza y el bosquecillo. El sol del crepúsculo se filtraba entre los árboles. Un pájaro enorme, dibujando un arco negro en el cielo, se alejó volando entre las últimas luces de la tarde hacia la colina de enfrente.

—Alguien nos está observando —dijo Garpe de pronto con voz baja y punzante, los ojos fijos en el suelo—. No te muevas. Quieto ahí.

En la colina adonde acababa de volar el pájaro, débilmente iluminada por el sol, dos hombres miraban en nuestra dirección. Era claro que no se trataba de aldeanos de Tomogi, a los que ya conocíamos. Permanecimos rígidos como piedras, con la esperanza de que el sol poniente no hiciera resaltar demasiado nuestras caras.

—Eeeeeh… ¿Quién vaaaa…? —los dos hombres se pusieron a gritar a grandes voces desde la cumbre de la colina.

—Eeeeeh… ¿Quién vaaaa…?

Dudábamos si responder o no, pero el miedo a que nuestra respuesta sirviera para delatarnos, nos obligó a guardar un silencio hermético.

—Bajan por la colina hacia aquí… —dijo Garpe en voz baja, sin moverse de la piedra—. No, no vienen. Se vuelven…

Los veíamos descender por el valle, sus figuras cada vez más diminutas, pero no sabíamos hasta qué punto podían habernos distinguido aquellos dos hombres, de pie en la colina bañada de sol poniente.

Esa noche Ichizô subió al monte acompañado de un «tossama» llamado Magoichi. Cuando les contamos lo ocurrido, los ojos de Ichizô se arquearon, fijos en un punto de la choza. Se levantó en silencio, le propuso algo a Magoichi, y los dos se pusieron a arrancar las tablas del suelo. Una mariposa revoloteaba junto al candil de aceite de pescado.

Cogieron unos azadones que había apoyados en la puerta y comenzaron a cavar en el suelo. En la pared se perfilaban las siluetas de los dos hombres y el movimiento de los azadones. Cavaron un hoyo, suficientemente amplio para que cupiésemos los dos, y pusieron paja en el fondo. Luego lo taparon con las tablas. De ahora en adelante, este hoyo será nuestro escondite en los momentos de peligro.

Desde ese día hemos tomado toda clase de precauciones: nos hemos propuesto no volver a salir de la cabaña, y no encender ni siquiera el candil por las noches.

El episodio que voy a contarle ocurrió cinco días después. Hasta bien entrada la noche, estuvimos bautizando, en secreto, a un niño que nos trajeron Omatsu y dos de los «tossamas». Era la primera vez que administrábamos el bautismo desde nuestra llegada al país. En la cabaña donde no había ni luces ni música, sólo disponíamos, por todo instrumento litúrgico, de una tacita de té, rústica y descascarillada, para el agua bendita. Sin embargo, la ceremonia en aquella pobre cabaña era más bella que la de cualquier catedral. Uno de los hombres vigilaba fuera. Omatsu arrullaba al niño dulcemente. Nunca he sentido un gozo tan grande como cuando oí las preces del bautismo, que Garpe recitaba con voz grave: esa felicidad sólo la pueden gustar los misioneros fuera de su patria. El niño —húmeda la frente del agua bautismal— se puso a hacer pucheros y rompió a llorar. Cabecita menuda, ojos rasgados, una cara que algún día será la de un labriego más, como Ichizô o Mokichi. Y un día, también este niño, igual que sus padres y abuelos, trabajará como un animal en esta tierra angosta y mísera frente a un mar oscuro, y como un animal acabará sus días. Pero Cristo no murió por los elegantes ni por los buenos. Morir por los buenos, por los exquisitos, es cosa fácil; pero morir por los miserables, por los podridos, eso es algo muy difícil. Lo veía en aquellos momentos con toda claridad.

Después que se marcharon, me hundí extenuado en la paja. Todavía quedaba en la cabaña el tufo a aceite de pescado que habían traído aquellos hombres. Los piojos volvieron a corretear por mis muslos y espaldas. No sé cuánto tiempo llevaría durmiendo. Debió de ser poco porque Garpe, como de costumbre, roncaba plácidamente a pleno pulmón y eso me desveló. Tuve la sensación de que alguien estaba empujando lenta, suavemente la puerta de la cabaña. Se me ocurrió al principio si sería el viento que soplaba remontando el valle y, filtrándose entre los árboles, venía a dar contra la puerta. Me incorporé sobre la paja y, arrastrándome en la oscuridad, apliqué mis dedos a las tablas del suelo bajo las cuales estaba el escondite que Ichizô nos había cavado.

—¡Padre…! ¡Padre…!

No era la contraseña de los labradores de Tomogi. Ellos habían convenido en dar tres golpes suaves en la puerta. Al fin, Garpe se despertó y, sin hacer el menor movimiento, aguzó el oído.

—¡Padre…! —repitió lastimera la voz—. Nosotros… no somos gente sospechosa…

Permanecíamos callados en la oscuridad, conteniendo la respiración. Una celada de este tipo nos la podía tender cualquier guardia por ingenuo que fuese.

—¿No nos cree? Somos de la aldea de Fukazawa, sí… somos campesinos. Hace ya mucho que no vemos a un sacerdote. Queremos confesarnos…

Nuestro silencio pareció convencerles de que nada había que hacer y cesaron los suaves empujones a la puerta. Oímos un rumor de pasos que se alejaban tristemente.

Yo eché mano a la puerta y me dispuse a salir. Perfectamente. Eran guardias y nos habían puesto una trampa…; no me importaba. En mi corazón resonaba con más fuerza otra voz: «Y si fueran cristianos, ¿qué harías?». Yo era un sacerdote, nacido para servir a los hombres, y sería una vergüenza ser infiel a ese servicio sólo porque la carne es flaca…

—No abras —me atajó Garpe con dureza. No seas estúpido.

—Estúpido o lo que quieras…, pero es mi deber.

Abrí la puerta. ¡Con qué azul palidez la luna de esta noche hacía resaltar con su luz plateada la tierra y la arboleda! Había dos hombres, cubiertos de harapos, menesterosos, acurrucados como dos perros. Se volvieron hacia mí.

—Padre, ¿pero es que no se fía de nosotros?

Vi que los pies de uno de ellos estaban cubiertos de sangre. Quizá al trepar por los montes se habría herido con algún tocón. Parecían ambos extenuados, a punto de desplomarse.

No era para menos. Habían hecho todo un camino de veinte leguas, desde las islas Goto hasta aquí, en sólo dos días.

—Ya llevamos algún tiempo por estos montes. Hace cinco días nos escondimos en aquella colina, y estuvimos mirando hacia aquí.

Y señalaba hacia la colina que se alzaba frente a nuestra cabaña. Eran ellos los que en aquel atardecer nos habían estado observando fijamente.

Les hicimos pasar a la cabaña, y, cuando les dimos los boniatos que nos habían traído Ichizô, se los llevaron a la boca con las dos manos y se pusieron a devorarlos como animales. Estaba claro que en estos días apenas habían probado bocado.

Al cabo de un rato empezamos a hacerles preguntas. ¿Quién pudo darles la pista de nuestro escondite? Esto era lo primero que queríamos saber.

—Nos lo dijo un cristiano de nuestra aldea. Se llama Kichijirô.

—Kichijirô.

—Sí, padre.

Al resplandor de la lámpara de aceite, seguían en cuclillas sin dejar de comer boniatos. A uno de ellos le faltaban casi todos los dientes. Los dos que le quedaban los dejaba al descubierto riendo como un niño. El otro se sentía tenso y rígido delante de los padres extranjeros.

—Pero Kichijirô no puede ser cristiano.

—Sí, padre, sí que lo es.

Era una respuesta un tanto inesperada, aunque a veces nos habíamos figurado que aquel hombre tenía que serlo.

Poco a poco todo fue quedando claro. Kichijirô era cristiano y había apostatado una vez. Ocho años antes, él, junto con su hermana mayor y un hermano más pequeño, fueron denunciados como cristianos por algún resentido contra su familia, y se les sometió a interrogatorio. A sus hermanos se les conminó a pisar una estampa con el rosto del Señor; pero rehusaron. Sólo Kichijirô, a la primera amenaza de los oficiales, gritó que apostataba. Sus hermanos fueron inmediatamente arrojados a una prisión, y él, puesto en libertad; pero no regresó más a la aldea.

El día que los quemaron vivos, alguien vio la cara de este cobarde entre la muchedumbre que rodeaba el lugar de la ejecución. Y dicen que aquella cara enlodada como la de un perro callejero desapareció muy pronto de allí, incapaz de asistir al martirio de sus hermanos.

Nos dieron también otra información que es algo asombroso. En el caserío llamado Odomari, de donde son ellos, los aldeanos consiguieron escapar a la vigilancia de los guardias y aún ahora todos siguen siendo cristianos. Y no sólo en Odomari, sino en todos los caseríos y aldeas vecinas, en Miyahara, Dózaki, Egami, son innumerables los cristianos ocultos, que pasan externamente por budistas, pero en realidad siguen siendo cristianos. Durante largos años habían estado esperando el día en que los padres volviesen de nuevo desde lejanos mares para ayudarles y darles su bendición.

—Padrecito, ya ni oímos misa, ni nos confesamos. Sólo podemos decir las oraciones —dijo el hombre de los pies ensangrentados.

—Padres, vengan pronto a nuestra aldea, por favor. Hasta los niños aprenden allí las oraciones. Todos están esperando el día de su llegada…

El hombre de tez amarilla, el desdentado, dijo que sí, abriendo una boca que parecía una cueva. La lámpara de aceite ardía con el sonido de vainas secas al chascar. ¿Cómo podríamos negarnos? Hasta hoy habíamos sido demasiado cobardes. Sí, demasiado cobardes si nos comparábamos con estos labriegos japoneses, que habían venido a vernos destrozándose los pies y durmiendo a la intemperie en las montañas.

Alboreaba y el aire frío de aquel amanecer lechoso se colaba de rondón en la cabaña. Por más que les instamos, no se tumbaron en la paja, sino que durmieron sentados, abrazados a sus rodillas. La luz de la mañana comenzó a filtrarse perezosa por las rendijas entre tabla y tabla.

Dos días después, consultamos con los cristianos de Tomogi sobre nuestra ida a Goto. Al fin, decidimos que, mientras Garpe se quedaba aquí, yo iría a Goto a estar con los cristianos durante cinco días. Ellos no le pusieron muy buena cara a este plan. Incluso alguien dijo que podría ser una trampa peligrosa.

Llegó la noche del día convenido… Me vinieron a buscar sigilosamente a la playa de Tomogi. Yo vestía como un campesino japonés. Mokichi y otro hombre me acompañaron hasta la barca que esperaba a la orilla. Sólo se oía el sonido acompasado de los remos en la oscuridad de un mar sin luna. El remero permanecía mudo. Al salir a mar abierto, las olas comenzaron a encresparse.

Sentí un miedo repentino. Me evocó el alma una sospecha. Quizá este hombre, como habían temido los de Tomogi, no fuera más que el hombre de paja para venderme. ¿Por qué no vino el de los pies heridos o el desdentado? El rostro del japonés, inexpresivo como el de un Buda, me llenaba de aprensión. Acurrucado en la proa, temblaba. No era de frío, temblaba de miedo. Pero seguía repitiéndome a mí mismo: «Tengo que ir, tengo que ir…».

El mar se extendía negro e inmenso en la noche, y en el cielo no se divisaba ni siquiera una estrella. Tras dos horas de noche oscura, sentí deslizarse lenta, paralela al bote, la silueta de una isla, negra como el carbón. El hombre me hizo saber, por fin, que aquello era Kabashima, una isla cercana a Goto.

Al llegar a la playa me daba vueltas la cabeza por el mareo, el cansancio y la tensión. Entre los rostros de los tres, pescadores que nos estaban esperando, volví a encontrar, después de tanto tiempo, la sonrisa abyecta y cobarde de Kichijirô. La aldea había apagado sus luces, y en alguna parte aullaba un perro.

El ansia con que aldeanos y pescadores en Goto habían estado esperando a un padre, respondía a lo dicho por el desdentado. En estos momentos no sé por dónde empezar. No tengo tiempo ni para dormir. Los fieles vienen a mi escondite uno tras otro como si nada les importase que el cristianismo esté prohibido. Administro el bautismo a los niños, oigo las confesiones de los mayores. Aunque emplee todo el día, este reguero humano no se acaba. Son como una caravana que marcha por un desierto y que al fin halla el agua de un oasis. Así es, quieren saciar ávidamente su sed en mí. Llenan hasta abarrotarla una alquería, medio en ruinas, que hace las veces de capilla, y se confiesan poniéndote al lado la boca, de la que emana un olor nauseabundo. Hasta los enfermos llegan basta aquí arrastrándose.

—Padre, ¿podría oírme…?

—Padre, ¿podría oírme…? Padre…

Y lo más cómico del caso es que, al contrario de lo que pasaba antes, ahora los aldeanos ponen a Kichijirô por las nubes, como si fuera un héroe; y él se pasea de aquí para allá muy ufano. Después de todo, si no fuera por él, yo, sacerdote, no habría podido llegar hasta aquí, así que tiene su fundamento el que se dé tono. Gracias a esto, parece que todos han olvidado su historia pasada e incluso que apostató una vez. Probablemente este borrachín habrá exagerado a los cristianos todo lo de Macao y la larga travesía, y les habrá contado lo de su vuelta al Japón acompañando a los dos padres, como si todo hubiera sido fruto de su esfuerzo.

De todos modos, yo no pienso reprenderle. Me molesta que sea tan parlanchín, pero la verdad es que por medio de él he recibido gracias abundantes. Le aconsejé que se confesase y, dócilmente, hizo una confesión general de toda su vida. Le recomendé tuviera siempre ante los ojos aquellas palabras del Señor: «El que confiese mi nombre ante los hombres, yo le confesaré ante mi Padre, que está en los cielos; pero el que niegue mi nombre ante los hombres, yo también le negaré ante mi Padre, que está en los cielos».

En momentos así, Kichijirô se acurruca como un perro apaleado, golpeándose la cabeza con las manos. Imposible para este hombre, cobarde por naturaleza, eso que llaman valor. «En el fondo eres bueno; pero el modo de curar esa flojera de voluntad y esa cobardía que te hace temblar al menor aprieto, no está en seguir bebiendo sake sino en tener una fe firme». Se lo dije así, sin contemplaciones.

Pero, ¿qué estaban hambreando estos campesinos japoneses? ¿Qué esperaban de mí? Forzados a trabajar como bestias y abocados a una muerte de bestias, estos hombres han hallado por vez primera en nuestra religión la senda recta en que poder deshacerse de los cepos que los aprisionan. Los bonzos budistas estaban con los que los trataban como bestias. Han creído durante largo tiempo que la vida era sólo para resignarse.

Hasta hoy llevo ya treinta bautizados entre niños y adultos. Y no sólo de aquí. Los fieles vienen a escondidas a través de los montes, desde Miyahara, Kazushima, Harazuka. He oído más de cincuenta confesiones. Después de la misa del domingo, ante todos estos cristianos, recité por primera vez en japonés las oraciones en común, y conversé con ellos. Todos me miraban fijamente con ojos curiosos. Mientras hablaba, se dibujaba una y otra vez en el transfondo de mi mente el rostro de aquel hombre en el sermón de la montaña, la estampa de los que escuchaban hechizados sus palabras, sentados o en cuclillas, abrazados a sus rodillas. ¿Por qué soñaré siempre con tanta pasión en ese rostro? Quizá porque la Escritura no lo describe ni una sola vez, y así, todo queda a merced de mi imaginación. Desde mi niñez, he apretado mil veces ese rostro contra mi pecho, como si fuera el semblante del ser amado. En mis tiempos de estudiante en el seminario, ese rostro maravilloso surgía siempre en mi corazón las noches de insomnio. En fin, dejemos esto a un lado. Comprendo lo peligrosas que son estas reuniones. Más tarde o más temprano, es muy posible que los oficiales lleguen a olfatear nuestros movimientos.

También aquí he seguido sin enterarme del paradero de Ferreira. Hablé con dos ancianos que decían haberle conocido. Por ellos supe que Ferreira había levantado una casa en un lugar de Nagasaki, llamado Shinmachi, para los niños abandonados y los enfermos. Por supuesto, esto era cuando todavía no había arreciado la persecución. Con sólo oír estas palabras, surgió fresco en mi memoria el semblante entrañable de mi antiguo maestro: su espesa barba castaña, sus ojos ligeramente hundidos… Seguro que su mano se posaría sobre el hombro de estos pobres cristianos japoneses, lo mismo que alternaba con nosotros cuando éramos estudiantes…

—¿Y a ese padre…? —les pregunté para sonsacarles— a ese padre, ¿le teníais miedo?

Uno de los ancianos alzó sus ojos y negó enérgicamente con la cabeza. Sus labios temblorosos parecían decir: «No, nunca he visto un hombre tan amable…».

Antes de regresar a Tomogi, aconsejé a estas gentes que formasen una cofradía como la que le mencioné en otra ocasión. Sí, una cofradía como la que organizaron a escondidas los cristianos de Tomogi, cuando carecían de padres. Elegir un «jiisama», formar un grupo de «tossama». En realidad, en las presentes circunstancias, si queremos que la fe se mantenga en los jóvenes, niños y recién nacidos, no queda otra solución que acudir a este medio. Las gentes de este lugar acogieron la idea con interés, pero cuando llegó la hora de elegir «jiisama», comenzaron las trifulcas lo mismo que cuando hay elecciones en Lisboa. Kichijirô, sobre todo, se empeñó erre que erre en que el elegido tenía que ser él.

Otro punto que debo notar es que los campesinos de aquí, igual que los de Tomogi, me han acosado sin tregua, para que les diese crucifijos, medallas y estampas. Cuando les decía que todas esas cosas me las había dejado en el barco, ponían una cara que daba lástima. Tuve que deshacer mi rosario y repartirles las cuentas una por una. No tiene nada de malo que los cristianos japoneses veneren estas cosas, pero a mí me produce un extraño desasosiego. ¿No habrá algo de equivocado en esa devoción?

Pasados seis días, me pusieron otra vez en el bote con sigilo, y de noche, a golpe de remos, nos lanzamos a cruzar el mar. Se escuchaba monótono el chirrido de las paletas al remar y el chapoteo del agua contra el bote, mientra Kichijirô en la popa canturreaba una canción. Recordé aquel miedo imposible de explicar, que me asaltó de improviso cuando hace cinco días atravesaba el mar en esta misma barca, y esbocé una sonrisa. «Todo marcha maravillosamente», pensé.

Y así era. Desde que llegué al Japón, todo ha marchado mejor de lo que imaginaba. Sin tener que lanzamos a aventuras peligrosas, hemos conseguido encontrar nuevos grupos de cristianos; y hasta el día de hoy los guardias no se han dado cuenta de nuestra existencia. Tengo incluso la impresión de que el padre Valignano en Macao tiene un miedo exagerado a las medidas represivas de los japoneses. Sentía invadirme el pecho una emoción repentina, que era mitad gozo mitad felicidad. Era la emoción gozosa de sentirme útil. Sí, soy útil a los hombres en este rincón del mundo, en este país que usted jamás ha visto.

Quizá fuera la emoción anterior, el caso es que la vuelta no me resultó tan larga como la ida. Cuando sentí un crujido en el bote, como si hubiera tocado fondo en algún sitio, me quedé de una pieza: «Pero, ¿cómo?, ¿estamos ya en Tomogi?».

Me quedé solo en la playa y aguardé escondido a que vinieran Mokichi y compañía. Hasta llegué a pensar si no serían ya inútiles tales precauciones. Y recordaba con sentimiento de satisfacción la noche en que Garpe y yo llegamos a este país.

Unos pasos.

—Padre…

Sin poder contener mi alegría, me incorporé y fui a estrechar su mano cubierta de arena…

—Huya, pronto, huya…

Mokichi hablaba a toda prisa, sin dejar un momento de empujarme.

—Los guardias, en el pueblo…

—¿Los guardias…?

—Sí, padre, los guardias. Algo se han olido…

—¿De nosotros, también?

Mokichi negó rápido con la cabeza. No. Los guardias aún no se habían dado cuenta de que nos tenían escondidos.

Con Kichijirô y Mokichi tirándome de las manos, corrimos en dirección contraria a la aldea. Salimos a los campos y, ocultándonos lo mejor que podíamos entre las espigas de cebada, continuamos hacia el monte donde estaba nuestra cabaña. En esos momentos empezó a lloviznar pausadamente entre la niebla. Comenzaba la estación de las lluvias…