C A P Í T U L O 2

RELACIÓN DE SEBASTIÁN RODRIGO

LA paz del Señor. Gloria a Cristo.

Cómo podría contarle en el limitado espacio de unos pliegos todos los acontecimientos que hemos vivido estos dos meses… Además, en estos momentos ni siquiera sé si mi carta va a llegar a sus manos. Pero siento que no puedo pasar sin escribirle; por otra parte, reconozco mi obligación de hacerlo.

Después de salir de Macao, nuestro barco, durante ocho días, se vio alentado por el buen tiempo. El cielo estaba azul y despejado, las velas henchidas, satisfechas; multitud de peces voladores saltaban, con destellos de plata, entre las olas. Garpe y yo, cada mañana, en la misa que teníamos sobre cubierta, continuábamos agradeciendo al Señor la feliz travesía. Pero, inesperada, surgió la primera tempestad. Fue la noche del seis de mayo. Comenzó a soplar un fuerte viento sudeste. Los marineros, veinticinco hombres avezados, arriaron las velas e izaron una pequeña en el trinquete. Pero a media noche, con el barco a merced del viento y las olas, no tardó en abrirse una vía de agua en la proa y el junco comenzó a inundarse. Pasamos casi toda la noche taponando el boquete con trapos y achicando el agua.

Con la primera luz gris del alba amainó la tormenta. Todos, extenuados, tumbados entre los fardos de cubierta, contemplábamos las nubes negras preñadas de lluvia deslizándose hacia el este. Se me vino al corazón la imagen de san Francisco Javier, el hombre que, ochenta años antes, por llegar al Japón habría sufrido penalidades mayores que nosotros. Él también, después de una tormenta en la indecisa luz del amanecer, había tenido que ver ese cielo lechoso. Y tras Javier, cuántos misioneros y religiosos, durante decenas de años, bordeando África, dejando atrás la India, habrían surcado estos mares para predicar en el Japón. El obispo De Cerqueira, Valignano, Organtino, Gómez, Pomerio, López Gregorio…, su número sería interminable. Entre ellos hubo muchos que, como Gil de la Matta, zozobraron, teniendo ante sus ojos las costas japonesas. ¿Qué fue lo que les llevó a soportar estos sufrimientos? ¿Qué fue lo que puso en ellos tanta pasión? Ahora lo entiendo. Miraban hipnotizados estas nubes lechosas y esas otras también, las nubes negras que se deslizan hacia el este. ¿Qué pensaban entonces? También lo comprendo ahora.

Junto a los fardos oí la voz quejumbrosa de Kichijirô. Cobarde y haragán, no había echado siquiera una mano a los marineros durante la tormenta, y ahora temblaba pálido como un cadáver. A su alrededor todo estaba salpicado de un vómito blancuzco. Mascullaba sin parar algo en japonés.

Al principio todos lo miramos con desprecio. Su jerga de palabras no hallaba resonancia. Sin embargo, percibí entre sus palabras los sonidos «gratia» y «Santa María». Este tipo, que había hundido su cara en sus propios vómitos, había pronunciado dos veces seguidas las palabras «Santa María».

Crucé una mirada con Garpe. ¿Sería posible que este hombre, que durante la travesía había sido una rémora para todos, tuviese los mismos principios religiosos que nosotros? No, no era posible. No se concibe que la fe haga de un hombre un cobarde.

Alzando la cara sucia de vómito, nos miró con un gesto doloroso. Luego dibujó en su rostro una sonrisa servil. Era la forma de sonreír del que está siempre adulando a alguien. A mí, no tanto, pero a Garpe su risita le pone de mal humor.

Y a Santa Marta, con lo entero que era, seguro que le habría sacado de quicio.

—¡Eh, tú!, vamos a ver… —Garpe alzó la voz— contesta sin rodeos: ¿eres o no eres cristiano?

Kichijirô negó con la cabeza. Los marineros chinos, tumbados entre los fardos, nos miraban con desprecio y curiosidad. Si Kichijirô era cristiano, no comprendían que nos lo estuviese ocultando a nosotros que éramos sacerdotes. Es pura suposición mía, pero quizá este cobarde teme que, al llegar al Japón, se nos vaya a escapar que es cristiano y se enteren los alguaciles… Pero si no es cristiano, ¿por qué pronunció, presa del pánico, las palabras «gratia» y «Santa María»? De todas formas, este hombre me intriga y espero llegar a descifrar su enigma.

Aún no habíamos divisado tierra firme, ni siquiera la silueta de una isla. El cielo tenía un color apagado, sobre el barco caía a veces un sol débil y sin fuerzas. Abatidos por la tristeza, sólo podíamos contemplar el frío mar que nos mostraba su oleaje de blancos colmillos. Pero Dios no nos abandonó.

Un marinero que yacía como muerto en la popa, dio un grito. En el horizonte se dibujaba el vuelo de un pájaro. Vino a posarse sobre las velas desgarradas la noche anterior por la tormenta. Poco después, vimos pequeños troncos que flotaban sobre el agua. Eran indicio de la tierra firme. Pero nuestro gozo se convirtió muy pronto en desasosiego. Porque si esa tierra era el Japón, no debíamos ser descubiertos por ninguna embarcación. Los pescadores correrían a informar a los alguaciles de que habían visto un junco, con extranjeros a bordo, flotando a la deriva.

Hasta el oscurecer, Garpe y yo permanecimos escondidos, acurrucados uno junto al otro como dos perros, entre los fardos de cubierta. Los marineros izaron solamente la vela pequeña en el trinquete, y trataron de dar un rodeo evitando los puntos que parecían tierra firme.

Medianoche. El junco comenzó a deslizarse con la mayor suavidad. Afortunadamente era noche cerrada. Nadie nos descubriría. La tierra firme, a una media legua, reducía su distancia. Penetramos en una ensenada bordeada de montes empinados. Y entonces pudimos divisar, más allá de la playa, un puñado de casas que parecían aplastadas.

Con Kichijirô y Garpe, salté al mar. Era un lugar poco profundo. Sentimos el contacto del agua fría. ¿Sería esto el Japón o una isla de cualquier otro país? Ninguno lo sabíamos.

Mientras Kichijirô exploraba los alrededores, nosotros permanecimos inmóviles, escondidos en una hondonada de la playa. Oímos pasos en la arena que se acercaban a nuestro escondite. Instintivamente cogimos nuestra ropa empapada y contuvimos el aliento. Una anciana, cubierta con un pañolón, que llevaba un cesto a la espalda, pasó de largo sin advertir nuestra presencia. Los pasos se perdieron a lo lejos. Una vez más cayó el silencio sobre la playa.

—No vuelve. No, no vuelve —dijo Garpe con lágrimas en la voz—. Ese cobarde se ha largado para siempre.

Yo, en cambio, me imaginaba algo mucho peor. No había huido. Como Judas, había ido a denunciarnos; y no tardaría mucho en presentarse acompañado de los guardias. «Y un grupo de soldados vino al lugar con antorchas y con armas», Garpe citó la Escritura en un murmullo. «Cristo supo que había llegado su hora…».

Era natural que en esos momentos recordásemos aquella noche de Getsemaní, cuando Jesús se abandonó totalmente en manos de los hombres. Momentos que se me antojaron interminables, asfixiantes. De verdad, tenía miedo. El sudor corría por mi frente y me inundaba los ojos. Percibía el ruido de los pasos del pelotón de soldados. La luz de las antorchas se acercaba, ardiendo lúgubre en las tinieblas.

Alguien avanzó con una tea. A su luz, se perfiló en rojo y negro la cara fea de un anciano de baja estatura. A su alrededor, nos miraban los ojos perplejos de cinco o seis jóvenes.

—Padre, padre… —murmuró el anciano, su voz bondadosa estaba llena de ternura, mientras se santiguaba.

Ni en sueños hubiéramos imaginado oír aquí esta palabra dicha en nuestra lengua. El anciano, por supuesto, no debía conocer más portugués que ése. Pero se había santiguado, había hecho ante nuestros ojos aquella señal de la cruz que nos unía. Todos ellos eran cristianos. La impresión me daba hasta mareo, pero por fin conseguí alzarme sobre la arena. Por primera vez estaba pisando tierra japonesa. Lo sentí con viva claridad.

Kichijirô, con aquella sonrisa servil, se ocultaba detrás de los otros. Era como una rata dispuesta a salir huyendo al menor ruido. Me mordí los labios de vergüenza. El Señor en cada momento se había confiado a los hombres, a todos los hombres, porque Él amaba al «hombre», y yo hasta de este pobre hombre, Kichijirô, tenía sospechas…

—Vamos, dense prisa —nos urgió el anciano en un susurro—. No deben ser vistos por los «gentiles».

«Los gentiles»… también conocían esta palabra de nuestra lengua. Sin duda, desde los tiempos de Francisco Javier, los primeros misioneros les habrían enseñado todo este vocabulario. Cuántas dificultades para hundir el arado en esta tierra estéril, abonarla y labrarla con tanto primor. Apuntaban ya los brotes gozosos de la semilla sembrada en otros tiempos. Ahora, Garpe y yo teníamos la gran misión de cuidarlos.

Nos escondieron en su casa, una vivienda de techo bajo. Pared por medio había un establo del que llegaba un vaho maloliente. Pero nos dijeron que allí estábamos en peligro. Como a los paganos les daban por descubrimos trescientas monedas de plata, no podía uno fiarse de nadie ni de nada.

Pero…, ¿cómo había podido Kichijirô encontrar tan deprisa a los cristianos?

A la mañana siguiente, cuando aún estaba oscuro, nos hicieron vestir unos blusones de campesino; y, acompañados de los mozos de la noche anterior, subimos al monte que se alza a espaldas de la aldea. Los cristianos querían ocultarnos en un sitio más seguro, una cabaña de carboneros. La neblina, que ocultaba por completo el bosque y el sendero, se transformó muy pronto en una lluvia menuda.

En la cabaña nos informaron sobre el lugar al que habíamos llegado. Se trataba de Tomogi, una aldea de pescadores, a unas dieciséis leguas de Nagasaki. Tenía cerca de doscientas familias, y casi todos los aldeanos habían recibido el bautismo.

—¿Y ahora…?

—Pues mire, padre —dijo Mokichi, uno de los muchachos que nos habían acompañado, volviéndose hacia su amigo—. Ahora no podemos hacer nada. Si descubren que somos cristianos nos matarán.

Su gozo fue indescriptible cuando les dimos unos pequeños crucifijos que llevábamos al cuello. Los dos se postraron con reverencia, alzando las cruces hasta sus frentes, y repitieron una y otra vez el gesto de adoración. Al parecer, durante muchos años, no habían tenido en sus manos ni un solo crucifijo.

—¿Tenéis algún sacerdote?

Mokichi, apretando todavía en sus manos el crucifijo, negó con la cabeza.

—¿Y hermano?

Esta gente no había visto un hermano y, por supuesto, tampoco un padre, en los últimos seis años. Anteriormente, un sacerdote japonés llamado Miguel Matsuda y el jesuíta Mateo de Coros habían continuado en contacto secreto con esta aldea y los pueblos del contorno. Pero ambos murieron agotados en 1633.

—Durante estos seis años, ¿qué ha sido del bautismo y los otros sacerdotes…? —preguntó Garpe.

Lo que Mokichi y su amigo nos respondieron nos conmovió profundamente. Le ruego a usted no deje de comunicarlo a nuestros superiores. Y no sólo a ellos; quisiéramos que toda Roma lo sepa sin falta. «Otras semillas cayeron en tierra buena y, creciendo y desarrollándose, dieron fruto: unas produjeron treinta, otras sesenta, otras cien». He recordado ahora estas palabras del evangelio de san Marcos. Y es que esta gente, sin sacerdotes ni hermanos, mientras sufrían la persecución de las autoridades, han estado organizando de incógnito toda una red de «cofradías» secretas, clandestinas…

Por ejemplo, la cofradía de Tomogi funcionaba más o menos así: un anciano, elegido entre los cristianos, actúa como sustituto del padre. Me limitaré a escribir lo que me refirió Mokichi. El anciano que anoche salió a recibirnos a la playa es el «jiisama», como ellos dicen, y ocupa el puesto de mayor autoridad. Lleva una vida intachable y administra el bautismo a los niños recién nacidos en la aldea. Viene a continuación el grupo de los llamados «tossama», que enseñan en secreto a los demás fieles las oraciones y la doctrina. Y, finalmente, están los «mideshi», los aldeanos en general, que mantienen viva, en esta situación desesperada, la luz vacilante de la fe.

—No sólo dentro de Tomogi, ¿verdad? —pregunté—. Supongo que esos contactos los tendrán también con gentes de otras aldeas…

Esta vez Mokichi negó con la cabeza. Más tarde me enteré de que en este país, donde se da tanta importancia a los lazos de sangre, los habitantes de una aldea están estrechamente unidos entre sí, lo mismo que si fueran una familia. Y por eso a veces se llevan mal con los de otras aldeas, como si fueran razas distintas.

—Mire usted, padre, yo sólo me fío de mis paisanos. Si los de otras aldeas se enterasen de lo nuestro, podrían denunciarnos a los alguaciles. Hay soplones que hacen cada día una gira completa de aldea en aldea.

Con todo probé a pedir a Mokichi y a su amigo que por favor me buscasen a los cristianos de otros caseríos y aldeas. Había que comunicarles lo antes posible que los padres, crucifijo en alto, habían vuelto de nuevo a esta tierra desolada, a esta tierra que yacía en el abandono.

Desde el día siguiente nuestra vida ha sido como sigue: celebramos misa a medianoche, igual que en la época de las catacumbas; al amanecer, esperamos escondidos a los cristianos que suben al monte para visitarnos. Cada día dos de ellos nos traen un poco de comida. Oímos sus confesiones y les enseñamos la doctrina y las oraciones. Durante el día atrancamos la puerta de la cabaña y evitamos en lo posible cualquier ruido para no ser notados si pasa alguien por aquí. Por supuesto, ni pensar en hacer fuego o cualquier cosa que haga humo. Pensando en lo peor, Mokichi y su amigo nos han cavado un escondite bajo el piso de la cabaña.

Es posible que queden todavía cristianos en las islas y aldeas al oeste de Tomogi. Pero, estando así las cosas, nosotros no podemos ni salir de la cabaña. Algún día tendré que hallar el modo de ir localizando uno a uno estos rebaños solitarios y abandonados.