LA noticia llegó a Roma. Un jesuíta portugués, el padre Cristóbal Ferreira, tras padecer el tormento de la «fosa» en Nagasaki, había apostado. Llevaba de misionero en el Japón treinta y tres años, ocupaba el puesto de provincial y había dirigido y alentado a sacerdotes y fieles.
Dotado de un talento teológico poco común, había evangelizado aun en tiempos de persecución, infiltrándose en la región de Kamigata. Todas sus cartas revelaban a un hombre de temple. Era increíble que, aun en el peor de los casos, hubiera podido traicionar a la iglesia. En los medios eclesiásticos y en la misma Compañía de Jesús fueron muchos los que pensaron que el informe era falso. ¿Una invención de los japoneses y de los herejes de Holanda? Probablemente.
Por supuesto que en Roma estaban al tanto, por las cartas de los misioneros, de las circunstancias difíciles por las que atravesaba el apostolado en el Japón. Todo comenzó en el año 1587; Hideyoshi, gobernador del país, viró el rumbo de la política precedente, e inició la persecución del cristianismo. En la colina Nishi-zaka de Nagasaki veintiséis sacerdotes y fieles fueron crucificados y quemados vivos; luego, en todas las regiones del país innumerables cristianos fueron sacados de sus casas para ser atormentados y asesinados salvajemente. El Shogun[1] Tokugawa, siguiendo la misma política, decretó en 1614 la expulsión de todos los misioneros cristianos.
Las crónicas de los misioneros cuentan que, en los días seis y siete de octubre de ese mismo año, más de setenta sacerdotes, incluidos los japoneses, previamente concentrados en Kibachi, puerto de Kyüshü, fueron embarcados en cinco juncos con rumbo a Macao y Manila. Emprendían el camino del desierto. Era un día de lluvia. El mar tenía color ceniciento. Azotados por la lluvia, salieron los barcos de la ensenada, rebasaron el promontorio y fueron desapareciendo en el horizonte; pero en realidad, pese al severo edicto de la de expulsión, quedaban ocultos en el Japón treinta y siete misioneros incapaces de abandonar a su rebaño. Ferreira, uno de ellos, continuó informando a sus superiores sobre los cristianos y misioneros que uno tras otro iban siendo apresados y ejecutados. Conservamos en la actualidad una carta suya, enviada al padre visitador, Andrés Palmeiro, fechada en Nagasaki el 22 de marzo de 1632:
«En mi última carta le informé sobre la situación de la cristiandad en este país». Ahora le comunicó lo sucedido desde entonces. Todo podía resumirse en nuevas persecuciones, nuevas represiones, nuevos padecimientos. Comenzaré a partir del año 1629 en que cinco religiosos fueron encarcelados. Único motivo: su fe. Sus nombres: Bartolomé Gutiérrez, Francisco de Jesús y Vicente de San Antonio, de la orden de san Agustín; Antonio Ishida de nuestra compañía; y un franciscano, Gabriel de Santa Madgalena. El magistrado de Nagasaki, Takenaka Uneme, trató de hacerles apostatar. Quería desalentar a los fieles y ridiculizar a nuestra fe y a sus servidores. Pero Uname comprendió que con meras palabras no torcería la voluntad de los padres. Ideó un método distinto: la tortura del agua hirviendo en el “infierno” de Unzen.
Ordenó que los cinco sacerdotes fuesen trasladados a Unzen, que se les sumergiese en agua hirviendo, pero que no se les diese muerte. Además serían torturadas Beatriz da Costa, esposa de Antonio da Silva, y su hija María por negarse a apostar, tras múltiples requerimientos.
El día tres de diciembre partió el grupo rumbo a Unzen. Las dos mujeres en palanquín y los cinco religiosos a caballo. Al llegar al puerto de Hinomi, a sólo una legua de distancia, los ataron de pies y de manos, les pusieron cepos en los pies y los hicieron subir a una embarcación. Uno tras otro fueron amarrados fuertemente a la borda.
Al atardecer llegaron al puerto de Obama, a los pies del monte Unzen. A la mañana siguiente emprendieron la subida. En el monte los siete fueron recluidos en chozas aisladas. Esposados de pies y de manos, fueron sometidos a una estrecha vigilancia. El destacamento de Uneme era ya numeroso, y sus lugartenientes agregaron además un cuerpo de guardia: todo un despliegue de precauciones. El camino que conducía a la montaña estaba bloqueado por patrullas que prohibían el paso a quien careciese de un salvoconducto de los oficiales.
La tortura comenzó al día siguiente. Fueron conducidos de uno en uno al borde del estanque en ebullición. El agua hervía como un pequeño mar de fuego. Los pusieron en la alternativa: o renegar de Cristo o sufrir en la propia carne los efectos del baño abrasador.
El ambiente frío, helado, del exterior hacía más espantosa la visión del estanque hirviente. Si no fuera por la asistencia invisible de Dios, su sola presencia hubiera producido el desmayo. Pero, fuertes por la gracia divina, todos respondieron que los torturasen, porque no abandonarían la fe que profesaban. Los oficiales los despojaron de sus ropas, los amarraron de pies y de manos con sogas a un poste y, sacando el agua hirviendo en cucharones, la fueron derramando sobre aquellos cuerpos desnudos. Pero no de un golpe. Los cucharones tenían horadado el fondo con muchos agujeros, para que el sufrimiento se prolongase.
Los héroes de Cristo soportaron el espantoso suplicio. Tan sólo María, muy joven aún, cayó desplomada de tanto dolor. “¡Apostató! ¡Apostató!”, gritaron los oficiales. La recluyeron en una choza, al día siguiente la enviaron de nuevo a Nagasaki. María negó que hubiese apostado, e insistió una y otra vez en que la torturasen con su madre y con los demás. Pero no le hicieron caso.
Los seis restantes permanecieron en la montaña treinta y tres días, durante los cuales Beatriz y los padres Antonio y Francisco fueron torturados con el agua hirviendo seis veces, el padre Vicente cuatro, y los padres Bartolomé y Gabriel dos. Pero ninguno dejó escapar el más leve quejido.
Los más largamente torturados fueron Beatriz y los padres Antonio y Francisco. En especial, Beatriz da Costa que, amenazada y sometida a diversas torturas, mostró en su condición de mujer un valor superior al de cualquier hombre. Por eso, además del suplicio del agua hirviendo, le fueron aplicados nuevos tormentos y, durante largas horas, en pie sobre una pequeña roca, recibió los insultos y las mofas de la gente. Pero cuanto más feroces eran los oficiales menos cedía ella.
Los demás no fueron atormentados con tanta severidad por ser de constitución débil y estar enfermos. El magistrado no deseaba darles muerte, sino hacerles apostatar. Por este motivo había venido al monte un médico para curar heridas.
Uneme comprendió al fin su impotencia. Incluso sus hombres le dijeron que, eran tales la fuerza y el valor de los padres, que todos los manantiales de Unzen se agotarían antes de que cambiasen de sentimientos. Decidió entonces que volviesen de nuevo a Nagasaki. El cinco de enero confinó a Beatriz da Costa en una casa de mala fama y encerró a cinco sacerdotes en una prisión de la ciudad, donde aún continúan. «Éste ha sido el espléndido final de un combate que ha hecho que nuestra fe se propague entre la multitud, los fieles se fortalezcan y las esperanzas del tirano queden desbaratadas».
Ésta era la carta de Ferreira. En Roma no podían imaginarse a este sacerdote caído ante el infiel, apostatando de Dios y de su iglesia, por muchas que hubieran sido las torturas sufridas.
Roma, 1635. Cuatro sacerdotes, reunidos alrededor del padre Rubino, trazaban un plan: tratarían de llegar como fuera hasta las tierras perseguidas del Japón, para realizar en ellas un apostulado oculto. Así lavarían la deshonra que la apostasía de Ferreira había ocasionado a la iglesia.
El proyecto, descabellado a primera vista, no obtuvo en un principio la aprobación de las autoridades eclesiásticas. Comprendían el celo y el espíritu apostólico del grupo, pero no podían seguir autorizando sin más ese envío insistente de sacerdotes a un país infiel, tan erizado de peligros. Sin embargo, tampoco cabía abandonar a los cristianos cada vez más desalentados, privados de sus líderes en un Japón sembrado de la mejor semilla de todo el oriente desde los tiempos de Francisco Javier. Además, para los europeos de entonces, el hecho de que Ferreira hubiera sido forzado a apostatar en un país insignificante, perdido en el extremo del mundo, representaba no sólo el fracaso de una persona, sino la derrota humillante de las ideas y la fe de toda Europa. Por ello, tras muchas dificultades, el padre Rubino y sus compañeros obtuvieron el permiso de hacerse a la vela.
En Portugal había también tres sacerdotes jóvenes que, por razones distintas, planeaban introducirse en el Japón secretamente. Habían sido discípulos de Ferreira en el antiguo teologado de Campolide. Para Francisco Garpe, Juan de Santa Marta y Sebastián Rodrigo resultaba increíble que Ferreira, su admirado profesor Ferreira, se hubiera doblegado ante el infiel, cuando podía haber conseguido un glorioso martirio.
Y sus sentimientos jóvenes eran el eco unánime de los del clero portugués. Los tres irían al Japón y comprobarían la verdad. Pero, igual que en Italia, los superiores no dieron su asentimiento a la primera. Con todo, vencidos por aquel entusiasmo, aprobaron la peligrosa misión. Era el año 1637.
Los tres jóvenes sacerdotes empezaron a preparar el largo viaje. En aquella época los misioneros portugueses destinados al oriente acostumbraban a embarcar en la flota de Indias, que iba de Lisboa a la India. La partida de la flota era el acontecimiento anual que más conmocionaba a Lisboa.
El Japón, tierra de oriente, que era hasta entonces como decir confín del mundo, se alzaba ante los tres revestido de aureola. Cuando desenrollaban el mapa, podían ver África, y luego la India, dominio de Portugal, y más allá, esparcidas, innumerables islas y países de Asia. Y, al fin, el Japón, en el extremo este dibujado diminuto como una larva. Para llegar a esas tierras tendrían que pasar por Goa, y después surcar mares y mares durante meses. Porque Goa, desde los tiempos de san Francisco Javier, había sido considerada como la base de operaciones para todo el apostolado del oriente.
En los demás seminarios de san Pablo los estudiantes de diversos países de Asia y los sacerdotes de Europa estudiaban todo lo referente a las tierras que iban a misionar. Era allí también donde esperaban seis meses o un año al barco que los conduciría a sus puntos de destino.
Los tres sacerdotes se esforzaron en conocer lo mejor posible la situación del Japón. Afortunadamente había muchas relaciones enviadas por los misioneros portugueses desde los tiempos de Luis Frois. Esos escritos decían cómo el nuevo Shogun, Iemitsu, había desarrollado una política de represión más cruel aún que la de su padre y la de su abuelo. Especialmente en Nagasaki, desde el año 1629, el gobernador Takenaka Uneme infligía a los cristianos los tormentos más inhumanos y atroces, sumergiéndoles en fuentes sulfurosas de agua hirviendo e instándoles a abandonar su fe y a cambiar de religión. Se decía que, a veces un solo día, el número de las víctimas no bajaba de sesenta o setenta. Estas relaciones eran sin duda exactas, puesto que también el mismo Ferreira había escrito en ese sentido. En cualquier caso, tenían que hacerse a la idea de que si el viaje hasta el Japón iba ser largo y lleno de penalidades, la suerte que les aguardaba allí no sería mejor.
Sebastián Rodrigo, nacido en 1610 en la ciudad minera de Tasco, ingresó en la vida religiosa a los diecisiete años. Juan de Santa Marta y Francisco Garpe habían nacido en Lisboa, eran compañeros de Rodrigo y junto con él habían recibido su formación en el seminario de Campolide. Desde el comienzo de su vida religiosa se habían sentado día a día en los mismos bancos y a todos ellos les quedaba un vivo recuerdo del padre Ferreira, su profesor de teología.
De aquel Ferreira que ahora estaría en algún lugar del Japón. Su rostro dulce, sus ojos azules y puros, ¿conservarían la lozanía de antaño tras las torturas de los japoneses? Rodrigo no podía, por más que quisiera, imaginar aquel rostro marcado para siempre por la huella de la degradación. No podía creer que el maestro Ferreira se hubiera alejado de Dios, que hubiera perdido su bondad de corazón. Rodrigo y sus compañeros deseaban llegar al Japón cuanto antes y cerciorarse de su existencia y de su suerte.
El veinticinco de marzo de 1638 zarpó la flota de Indias, con los tres a bordo, desde el estuario del río Tajo, entre las salvas de cañón del fuerte Belén. Después de recibir la bendición del obispo Juan Dasco, embarcaron en la Santa Isabel, la nave capitana. Las naves salieron del agua amarilla del estuario al mar azul del mediodía. Recostados en cubierta no se cansaban de mirar cabos y montañas dorados de sol, las paredes rojas de las alquerías, las iglesias. Desde sus torres, llegaba hasta cubierta, mecido por el viento, el tañido de adiós de las campanas.
En aquella época la flota de Indias debía dar un gran rodeo por el sur de África. Al tercer día de navegación fueron sorprendidos por una gran tormenta en la costa occidental.
El dos de abril tocaron la isla de Porto Santo, algo después Madeira, y el día seis llegaron a las islas Canarias. Sobre el mar alternaban días de lluvia torrencial y de calma absoluta. Debido a las corrientes, tuvieron que retroceder desde el paralelo tres de latitud norte al paralelo cinco. Al fin avistaron las costas de Guinea.
En tiempo de calma el calor era insoportable. La enfermedad hizo estragos en todas las naves. Entre los viajeros de la Santa Isabel, pasaban de cien los postrados en camastros sobre cubierta. Rodrigo y sus compañeros se unieron a la tripulación para atender a los enfermos, ayudando a sangrarlos.
El veinticinco de julio, fiesta de Santiago, las naves doblaron el Cabo de Buena Esperanza. Pero el mar se desató en tormenta huracanada. Se quebró la vela mayor que cayó sobre cubierta. A Rodrigo y sus compañeros, e incluso a los enfermos, se les pidió colaboración para salvar el resto del velamen. Y, cuando a duras penas habían salvado el peligro, la nave se estrelló con un escollo. Si las otras naves no hubieran acudido en su auxilio, la Santa Isabel se habría hundido allí mismo. Pasada la tormenta, el viento se calmó de nuevo.
Colgaban lacias las velas del mástil y sólo su sombra intensa y negra se proyectaba sobre los rostros y los cuerpos de los enfermos tirados como cadáveres sobre cubierta. Durante días y días sobrevino la agobiadora calma, sin la menor ondulación. La travesía se prolongaba y llegaron a escasear el agua y los víveres. Por fin el nueve de octubre arribaron a su destino: Goa.
En Goa conocieron más detalladamente la situación del Japón. Había comenzado, en enero, una sublevación de treinta y cinco mil cristianos; tras una lucha encarnizada contra las fuerzas del Bakufu[2], sostenida sobre todo en Shimabara, todos los rebeldes, mujeres y hombres, viejos y niños, hasta el último, habían sido pasados a cuchillo. Tras la refriega, toda la región había quedado tan asolada que apenas quedaba rastro humano; los cristianos supervivientes eran tenazmente perseguidos. Pero la noticia más desoladora para Rodrigo y sus compañeros fue que el Japón, como consecuencia, había roto sus relaciones comerciales con Portugal y prohibido a los naos portuguesas la entrada en el país.
Los tres padres, hondamente descorazonados, sabiendo que no habría un solo barco portugués que siguiera la ruta al Japón, continuaron hasta Macao. Esta ciudad era el último baluarte de Portugal en el extremo oriente y constituía además una base comercial entre Japón y China. Allí les esperaba el visitador Valignano con una terrible noticia. Les dijo que el trabajo misionero en Japón era una empresa desesperada, y que la iglesia de Macao no pensaba seguir mandando más misioneros a la buena de Dios.
Diez años antes, el padre Valignano había fundado en Macao un seminario apostólico para la formación de misioneros con destino a China y Japón. Y no sólo eso, sino que desde que comenzó la persecución contra la iglesia, toda la administración de la provincia jesuítica del Japón pasaba por sus manos.
Sobre Ferreira, a quien intentarían localizar tras su llegada a Japón, Valignano les proporcionó los siguientes datos: desde 1633 había quedado roto todo contacto con los misioneros ocultos. Unos marineros holandeses, vueltos a Macao desde Nagasaki, contaron que Ferreira había sido apresado y sometido al tormento de la «fosa» en aquella ciudad. La información posterior era confusa y no había modo de comprobarla, ya que el barco holandés se dio a la vela el mismo día en que colgaron a Ferreira sobre la fosa. Lo único que aquí sabían que era Inoue, señor de Chikugo, el nuevo magistrado para asuntos religiosos, había tomado a su cargo el interrogatorio de Ferreira. En cualquier caso, la iglesia de Macao no podía permitir una travesía al Japón en tales condiciones. Éste era el sincero parecer de Valignano.
Hoy día podemos leer algunas de las cartas de Sebastián Rodrigo en el archivo del «Instituto de Investigaciones Históricas de Ultramar»[3]. Arranca la primera de la escena que acabamos de relatar, cuando Valignano les informa a él y a sus compañeros sobre la situación del Japón.