Aquel interrogatorio en el despacho del juez de instrucción Diem iba a ser el último. Quizás el magistrado tenía intención de volver a preguntar a Tony sobre unas cuantas cosas o someterle a otro careo con Andrée. Pero las noticias que le dieron del estado del reo le inclinaron a no insistir.
Ya al cabo de dos días el profesor Bigot encontró en su celda a un hombre indiferente a lo que le decían, indiferente a todo, que sólo parecía llevar una vida vegetativa.
Su tensión arterial había bajado mucho y el psiquiatra le había enviado en observación a la enfermería, donde, pese a un tratamiento masivo, el estado del prisionero no había mejorado mucho.
Dormía, comía, cuando le preguntaban respondía lo mejor que podía, pero con una voz neutra, impersonal.
La visita de su hermano no le sacó de su postración. Tony le miraba con extrañeza, sorprendido, al parecer, de ver a Vincent tal como le conocía, tal como era en su café de Triant, en el universo tan diferente de la enfermería.
—No tienes derecho a dejarte abatir, Tony. No olvides que tienes una hija y que todos estamos contigo.
¿Para qué?
—Marianne se ha acostumbrado muy bien a la vida en casa. Al principio la llevamos a la escuela. Él preguntó sin pasión:
—¿Se lo han dicho?
—Era imposible impedir que sus compañeros hablasen. Una noche me preguntó: “¿Es verdad que pap ha matado a mamá?”.
»La tranquilicé. Le aseguré que no.
»—¿Pero es un asesino?
»—No, ¿no ves que no ha matado a nadie?
»—Entonces, ¿por qué ponen su foto en los diarios?
»Ya ves, Tony. En el fondo no comprende, no sufre.
¿Era finales de mayo o principios de junio? Ya no contaba los días ni las semanas, y cuando Demarié vino a anunciarle que el ministerio fiscal le acusaba; así como a Andrée, de la muerte de Nicolas y de Gisèle, no reaccionó.
—Han decidido juntar los dos casos, lo que hará más difícil la defensa.
Su estado era estacionario. Lo habían devuelto a su celda, donde sin rebeldía, sino al contrario, con una docilidad sorprendente, llevaba la vida monótona de los prisioneros.
De un día para otro cesaron las visitas, se hizo el vacío, hasta los carceleros fueron menos numerosos. Las vacaciones judiciales habían empezado al mismo tiempo que las vacaciones estivales, y centenares de miles de personas recorrían las carreteras, se precipitaban a las playas, la montaña, los rincones perdidos del campo.
Los diarios se hicieron eco de una querella que, según dejaban entender, dominaría el proceso: la querella de los expertos.
Cuando, a consecuencia de una carta anónima, y luego de una investigación en Triant que confirmó las relaciones entre Tony y Andrée, se exhumó el cadáver de Nicolas, los primeros análisis se confiaron a un especialista de Poitiers, el doctor Gendre.
Este, en su informe, diagnosticaba una ingesta masiva de estricnina, y una docena de días después de la detención de Tony se cursó una orden de arresto contra Andrée Despierre.
El abogado que ella eligió, Capade, recurrió a un especialista parisiense de fama mundial, el profesor Schwartz, y este, tras criticar severamente el trabajo de su colega, llegó a conclusiones menos categóricas.
En tres meses, Nicolas había sido exhumado dos veces, y se hablaba de volver a exhumarlo porque el laboratorio de policía científica de Lyon, requerido a su vez, reclamaba nuevas pruebas.
También se discutía sobre los comprimidos de bromuro que el tendero de Saint-Justin tomaba cada noche que sentía que se acercaba una crisis.
El farmacéutico de Triant que se los proporcionaba confirmó que las dos mitades de aquellos comprimidos no estaban pegadas, de forma que se podían abrir como una cápsula e introducir en ellos cualquier producto.
¿En qué afectaba aquello a Tony? Ni siquiera se planteaba si le declararían culpable o no, ni, en el peor de los casos, cuál sería su condena.
La multitud que se apretujaba en la sala de vistas el 14 de octubre y los numerosos abogados que acudieron parecieron sorprendidos por su actitud, y los periódicos hablaron de insensibilidad y de cinismo.
Andrée y él estaban sentados en el mismo banco, separados por un gendarme, y Andrée le dijo, inclinándose un poco hacia delante:
—¡Hola, Tony!
Él no volvió la cabeza, ni se agitó al oír su voz.
Más abajo, en otro banco, se afanaban los abogados y sus secretarios. Además de Capade, Andrée había contratado a Follier, uno de los astros del derecho en París, al que la multitud devoraba con los ojos como si fuera un famoso actor de cine.
El presidente lucía una bella y sedosa cabellera gris; uno de sus asesores, muy joven, parecía incómodo y el otro se pasaba el rato dibujando croquis.
Tony registraba las imágenes sin relacionarlas consigo mismo, un poco como los paisajes que se ven desfilar por las ventanillas del tren. Los jurados le fascinaban e iba mirándolos por turno, de forma que a la segunda sesión cualquier detalle de su fisonomía le resultaba familiar.
De pie, en actitud respetuosa, se sometió al interrogatorio preliminar y respondió en voz baja en el mismo tono que antaño usaba en la clase de catequesis. También aquí recitaba de memoria respuestas que había pronunciado innumerables veces.
Primero compareció una anciana, aquella a la que llamaban La Bizca, y se descubrió que, un día que salía de la estación de Triant, fue la primera persona que vio a Andrée entrar por la puerta pequeña al Hotel des Voyageurs.
El azar quiso que dos horas más tarde pasase por la Rue Gambetta en el momento en que la joven salía del hotel y que, al entrar en el café porque le sobraba tiempo antes del tren de regreso, La Bizca se encontrase a Tony.
Todo partió de ahí, todos los rumores de los que Falcone sólo se enteró mucho más tarde. Fue el inspector Mani quien remontó pacientemente el hilo hasta llegar hasta La Bizca.
Desfilaron otras personas, hombres y mujeres a los que conocía, muchos a los que llamaba por su nombre de pila, algunos con los que se tuteaba porque habían ido juntos al colegio. Se habían vestido como para la misa del domingo y a veces sus respuestas, o la involuntaria comicidad de su actitud, provocaban las risas del público.
El viejo Angelo estaba allí, inmóvil, impasible, en segunda fila, y durante todo el proceso no cambió de sitio. Vincent se reuniría con él después de declarar, pero, mientras tanto, tenía que quedarse en la sala de testigos donde también estaba Françoise, así como la señora Despierre.
—Es usted hermano del acusado, y en cuanto tal no puede prestar juramento.
En la sala hacía mucho calor y reinaba un olor a multitud desaseada. Una joven y guapa abogada, secretaria de Capade, pasaba pastillas de menta a su patrón. Se volvió para ofrecerle a Andrée, y luego, tras una ligera duda, también a Tony.
De todo aquello conservaba imágenes incoherentes, narices, ojos, sonrisas, labios entreabiertos sobre dientes amarillentos, el rojo inesperado de un sombrero de mujer, también frases que no se molestaba en acabar de escuchar para encontrarles un sentido.
—Dice usted que su hermano Tony se reunía aproximadamente una vez al mes con la acusada en una habitación de su hotel que lleva el número tres, pero que ustedes llamaban la habitación azul.
¿Acostumbraba usted a recibir en su establecimiento a parejas clandestinas?
¡Pobre Vincent, le insultaban en público, cuando siempre había suplicado a su hermano que pusiera fin a aquella aventura!
Durante el interrogatorio de Tony hubo otra frase del presidente que le impactó.
—Estaba usted tan apasionadamente enamorado de Andrée Despierre que no dudó en ocultar su culpable amorío bajo el techo de su hermano y de su cuñada.
Era un hotel, ¿no? Se le escapó una sonrisa, como si no tuviera nada que ver con aquello. El presidente buscaba frases fuertes, irónicas o crueles, sabiendo que los periodistas estaban al acecho y que los diarios las reproducirían.
Entonces, celoso, el abogado de París sentía la necesidad de levantarse para lanzar una observación llamativa.
Demarié le había aconsejado a Tony que también él eligiera un segundo defensor, pero se negó.
Estaba convencido de que todo aquello era inútil. Se repetía, para los jurados y el público, la larga historia ya evocada en el despacho del juez Diem.
Era más solemne, con más fórmulas rituales y florituras, con más actores y figurantes, pero el fondo era idéntico.
Se discutían una por una las fechas, las idas y venidas de todos, y cuando llegaron a las cartas fue el gran zafarrancho, no sólo entre la defensa y la acusación, sino entre los abogados. Desollaban cada palabra y el letrado Follier hasta blandió un diccionario para enumerar los diferentes sentidos de ciertas palabras que se usan a diario.
Andrée, vestida de negro, seguía los debates con más pasión que él y a veces se inclinaba hacia delante, para consultarle con la mirada o para sonreírle.
Al tercer día tuvo lugar la batalla de los expertos.
—Hasta ahora —dijo el presidente— siempre había pensado que el derecho legisla severamente la venta de venenos, y que no se podían conseguir sin receta médica. ¿Y qué es lo que vernos en este caso?
»En un hangar que permanece abierto todo el día, una vieja lata de cacao contiene más de cincuenta gramos de estricnina, es decir, suficiente, a juzgar por los tratados de toxicología, para matar a una veintena de personas.
»En el colmado de Despierre, en la trastienda, al lado de los alimentos, descubrimos dos kilos, me oyen, dos kilos del mismo veneno así como una importante cantidad de arsénico.
—Todos lo deploramos —replicaba uno de los expertos—, pero por desgracia es legal. La venta en farmacia de los productos tóxicos está severamente reglamentada, pero los que sirven para destruir animales dañinos se venden con total libertad en las cooperativas agrícolas, las droguerías y ciertas tiendas del campo.
Todos se pasaban allí mañana y tarde, en los mismos sitios, los magistrados, los jurados, los abogados, los gendarmes, los periodistas y hasta los curiosos —que debían de tener un sistema para conservar su asiento—, a los que se sumaban los testigos después de declarar.
De vez en cuando, uno de los abogados que se apretujaban junto a la pequeña puerta se deslizaba fuera para ir a defender a un cliente en otra sala, y durante el rato que suspendían las sesiones, un ruido de recreo invadía el recinto.
Entonces se llevaban a Tony a una habitación a media luz donde la única ventana se abría a tres metros del suelo, mientras que Andrée se encontraba sin duda en otro cuarto parecido. Demarié le traía sifón. Los magistrados también debían de beber. Luego un timbre los devolvía a todos a sus asientos, como en el cine o en el teatro.
La señora Despierre, más pálida que nunca, hizo una entrada sensacional. Y el presidente suavizó la voz para dirigirse a ella, porque en cierta manera formaba parte de las víctimas.
—Nunca animé a mi hijo a ese matrimonio, porque sabía que no acabaría bien. Pero él amaba a esa mujer y no tuve el valor de oponerme a…
¿Por qué se recordaba una frase y no otra?
—Señora, estoy en la obligación de avivar recuerdos tristes y evocar la muerte de su hijo.
—Si ella no me hubiera sacado de mi propia casa, yo hubiera velado por él y no hubiera pasado nada. Mire, esa chica nunca le quiso. Sólo quería nuestro dinero. Sabía que él no llegaría a viejo. Cuando se echó un amante…
—¿Estaba usted al corriente de su relación con el acusado?
—Como todo el mundo en Saint-Justin, salvo mi pobre Nicolas.
—En agosto pasado pareció sospechar algo.
—Yo confiaba en que los sorprendiera con las manos en la masa y que la echara a la calle. Pero ella logró volver a enredarle.
—¿Cómo reaccionó usted al ver a su hijo muerto?
—Sospeché inmediatamente que no había sucumbido a una de sus crisis, sino que su mujer tenía algo que ver con aquello.
—Pero usted no tenía pruebas.
—Esperaba que entonces la tomaran con la mujer de él. —Señalaba a Tony con el dedo—. No podía fallar. Y el futuro me dio la razón.
—¿Fue usted quien, dos días después de la muerte de la señora Falcone, envió una carta anónima al fiscal?
—Los expertos no han reconocido formalmente mi escritura. Pudo ser cualquiera.
—Háblenos del paquete que contenía el bote de compota. ¿Quién lo recibió en la tienda?
—Yo. La víspera, es decir, el 16 de febrero.
—¿Lo abrió?
—No. Sabía lo que contenía por la etiqueta y lo guardé en la trastienda.
Fue uno de los pocos momentos en que Tony se mostró atento. No era el único que le daba un interés particular a aquella declaración y su abogado se había levantado, luego había avanzado dos pasos, como para oír mejor, pero en realidad con la vana esperanza de amedrentar a la testigo.
De las respuestas de la señora Despierre dependía, en buena medida, la suerte de Tony.
—¿A qué hora fue usted aquella mañana a la tienda?
—¿La mañana del 17? A las siete, como cada día.
—¿Vio el paquete?
—Seguía en el mismo sitio.
—¿Con el hilo intacto y la franja de papel engomado?
—Sí.
—Se quedó en el mostrador hasta las ocho menos diez, hora a la que su nuera la sustituyó, y usted se fue a casa a comer algo. ¿Es así?
—Es la verdad.
—¿Cuántas personas se encontraban en la tienda cuando usted salió?
—Cuatro. Yo acababa de atender a Marguerite Chauchois cuando vi que aquel hombre cruzaba la calle y se dirigía hacia nosotras. Me fui a casa por el jardín.
Mentía. Y no podía resistir a la tentación de desafiar a Tony con la mirada. Si en aquel momento el paquete estaba abierto, como ciertamente lo estaba, y con más motivo si lo habían abierto la víspera, cosa que era probable, Andrée tuvo todo el tiempo del mundo para mezclar el veneno con la compota de uno de los botes.
Si, por el contrario, el paquete no había sido abierto, ella no había tenido tiempo material para proceder a esa operación durante los dos minutos justos en que él permaneció en la tienda.
A la señora Despierre no le bastaba con que Andrée pagase por la muerte de Nicolas. Tony también tenía que pagar.
—Quisiera señalar… —empezó el letrado Demarié, mientras un rumor subía por la sala.
—Tendrá usted ocasión de exponer su punto de vista a los jurados durante las alegaciones.
Tony no veía a Andrée. Los diarios afirmaron que en aquel momento ella sonrió, y uno de ellos hasta habló de una sonrisa golosa.
Al fondo, a la izquierda de la puerta, descubrió por primera vez a las señoritas Molard, con vestidos y sombreros parecidos, con bolsos idénticos sobre las rodillas, los rostros más lunares que nunca en la iluminación glauca de la sala.
Durante su interrogatorio preliminar, que había precedido al de Tony, Andrée había declarado orgullosamente, o más bien había lanzado a la Corte y al público, como una profesión de fe:
—No envenené a mi marido, pero si hubiera tardado demasiado en morir quizá lo hubiera hecho. Yo amaba a Tony y le sigo amando.
—¿Cómo pensaba desembarazarse de la señora Falcone?
—Eso no me importaba. Le escribí a Tony. Le dije: «¡Ahora tú!», y esperé, confiada.
—¿Qué esperaba?
—Que se quedase libre, como habíamos decidido que haría en cuanto yo me quedara también libre.
—¿Pensó usted que él la mataría?
Entonces, erguida, dijo con su hermosa voz ronca:
—¡Nos amábamos!
Fue tal el tumulto, que el presidente amenazó con evacuar la sala.
Ya desde el primer día la suerte estaba echada. Y el primer día no había sido el de la muerte de Nicolas, ni el del martirio de Gisèle.
El primer día fue el 2 de agosto precedente, en la habitación azul estremecida de sol en la que Tony se vestía, desnudo y satisfecho de sí mismo, ante el espejo que le devolvía la imagen de una Andrée como descuartizada.
—¿Te he hecho daño?
—No.
—¿Estás enfadado?
—No.
—¿Tu mujer te va a preguntar qué te ha pasado?
—No creo.
—¿Nunca te pregunta nada?
Gisèle aún vivía, y, poco tiempo después de pronunciar estas palabras, él se reuniría con ella y con Marianne en su casa nueva.
—Qué espalda más bonita tienes. ¿Me quieres, Tony?
—Eso creo.
—¿No estás seguro?
¿La había amado? Entre ellos se interponía un gendarme y ella de vez en cuando se inclinaba para mirarle con la misma expresión que en la habitación de Triant.
—¿Te pasarías la vida entera conmigo?
—¡Claro!
Las palabras ya no tenían sentido. Pero se ocupaban de ellas con una solemnidad ridícula. De cosas que no existían, de un hombre que tampoco existía ya.
El fiscal habló durante toda una tarde y acabó con el rostro cubierto de sudor, pidiendo la pena capital para los dos acusados.
Todo el día siguiente se dedicó a las alegaciones, y cuando los jurados empezaron a deliberar, eran las ocho de la tarde.
—Nos queda una posibilidad —declaraba el letrado Demarié recorriendo la pequeña habitación, en la que Tony se mantenía el más tranquilo de los dos.
¿Creía el abogado en su inocencia? ¿Dudaba? Aquello no importaba. Consultaba el reloj a cada instante. A las nueve y media, el timbre que anuncia la reanudación de la audiencia aún no había sonado en los pasillos.
—Es buena señal. En general, cuando las deliberaciones se prolongan, significa…
Esperaron media hora más, y luego cada uno volvió a su sitio. Una de las lámparas del techo estaba fundida.
—Recuerdo al público que no pienso tolerar ningún alboroto.
El presidente del jurado se levantaba, con una hoja de papel en la mano.
—… en cuanto a Andrée Despierre, de soltera Formier, la respuesta del jurado a la primera pregunta es: sí. A la segunda pregunta: sí. A la tercera y la cuarta pregunta: no.
Había sido declarada culpable de la muerte de su marido, con premeditación, pero inocente de la muerte de Gisèle.
—En cuanto a Antoine Falcone, la respuesta del jurado…
Le exoneraban de la muerte de Nicolas, pero le imputaban la de su mujer, también con premeditación. Mientras el presidente del tribunal hablaba en voz baja con sus asesores, inclinándose hacia uno y otro, se hizo un silencio tembloroso de impaciencia.
Al final el presidente pronunció el veredicto. Para los dos acusados, pena de muerte, conmutada, por recomendación del jurado, en trabajos forzados a perpetuidad.
En el tumulto que siguió y mientras todo el mundo se levantaba a la vez y la gente se interpelaba de un extremo a otro de los bancos, Andrée también se puso de pie y se volvió lentamente hacia Tony.
Esta vez él fue incapaz de volver la cabeza porque el rostro de ella le tenía fascinado. Nunca, en los momentos en que sus cuerpos habían estado completamente unidos, la había visto tan bella y tan radiante. Nunca su boca carnosa le había sonreído así, expresando el triunfo del amor. Nunca, con una mirada, le había absorbido de manera tan absoluta.
—¡Ya ves, Tony —le gritó—, no nos separan!
Noland (Vaud), el 25 de junio de 1963