Se pasó dos días en una especie de estupor, del que sólo salía con esporádicos y breves arrebatos de rebeldía que le hacían recorrer la celda nervioso, como si fuera a lanzarse contra los muros.
Era fin de semana y todo el mundo debía de haber ido a la playa.
Extrañamente, desde el principio se había acomodado a la vida en la cárcel, obedeciendo sin protestar y cumpliendo las instrucciones de sus guardianes.
Hasta el tercer día no se sintió abandonado. Nadie venía a verle. No se hablaba de llevarle al Palacio. Escuchaba impaciente los pasos en el corredor, y cada vez que alguien se detenía ante su puerta se incorporaba.
Sólo más tarde se percató del silencio que reinaba en la calle, de que el tráfico era casi nulo, y, hacia las cuatro, uno de los carceleros le confirmó que era día de fiesta.
El martes, a las diez, metieron en su celda al letrado Demarié, que se había puesto moreno. Se tomó su tiempo para desplegar los papeles que fue extrayendo de su cartera, para instalarse, ofrecerle un cigarrillo y encenderse uno.
—¿Se le han hecho muy largos estos tres días? —Carraspeó, porque Tony no se tomaba la molestia de responder y esperaba en una actitud poco alentadora—. He recibido copia de la transcripción de su último interrogatorio y del careo con Andrée Despierre. —¿Creía en la inocencia de su cliente? ¿Seguía sin formarse una opinión?—. Si le dijese que es bueno para nosotros mentiría. Esta historia de las cartas es desastrosa y ante el jurado hará peor efecto porque usted ha negado que existieran. ¿Son exactos los textos que la Despierre citó?
—Sí.
—Me gustaría que respondiera con franqueza a una pregunta. Cuando usted, contra toda evidencia, se empeñaba en negarlo, ¿era para no perjudicar a su amante o porque consideraba que esos mensajes son peligrosos para usted?
¿Para qué intentarlo otra vez? A la gente le gusta creer que uno siempre actúa por un motivo concreto. La primera vez que se habló de las cartas no había reflexionado y no se le ocurrió que interrogarían al empleado de correos.
Tuvieron que pasar semanas para que se diera cuenta de la inaudita actividad del inspector Mani y de sus colaboradores, del número de personas a las que visitaban en sus casas, día tras día, hasta que se resignaban a hablar.
¿Habría un solo vecino de Saint-Justin, un solo granjero de los alrededores, alguien que frecuentase las ferias, sobre todo las ferias de Triant, que no tuviera un testimonio que aportar?
También los periodistas habían intervenido y los diarios habían publicado columnas enteras de confidencias.
—He tenido un breve encuentro con Diem y me ha hecho entender que ese careo le fue especialmente penoso. Parece que hacia el final perdió usted la sangre fría. Andrée, en cambio, mantuvo la calma y la seguridad. Imagino que es la actitud que adoptará ante el tribunal. —Demarié se esforzaba por sacarle de su mutismo—. He intentado saber la opinión del juez, aunque una vez terminada la instrucción su opinión dista mucho de ser decisiva. No oculta que le tiene cierta simpatía. Pero juraría que, después de dos meses observándole, no ha logrado hacerse una opinión sobre usted. —¿Por qué aquel parloteo, aquellas palabras sin interés?—. ¡A propósito! Casualmente, el viernes por la noche, en casa de unos amigos que habían organizado una partida de bridge, me encontré con Bigot. Me llamó a un aparte y me habló de un descubrimiento bastante curioso que por desgracia llega demasiado tarde.
»En efecto, usted ha admitido que con Andrée no tomaba las precauciones que solía tomar con otras mujeres.
Tony escuchaba con curiosidad.
—Como usted sabe, Andrée anotaba en su agenda las fechas de sus menstruaciones. Bigot ha tenido la curiosidad de confrontarlas con sus citas en Triant durante los once meses que duró su relación. A Diem no se le ocurrió. A mí tampoco, lo confieso.
»¿Sabe a qué corresponden estas últimas fechas? Invariablemente, sin una sola excepción, a los periodos en los cuales su amante no era fecunda.
»Dicho de otra forma, Andrée Despierre no corría riesgo alguno, detalle que hubiera jugado en favor de usted si no fuese por sus declaraciones precedentes. De todas formas utilizaré este argumento, pero no tendrá tanta fuerza.
Tony había vuelto a caer en la indiferencia y el abogado no insistió mucho.
—Creo que esta tarde le llevarán al Palacio.
—¿A ella también?
—No. Esta vez, solo. ¿Sigue sin querer que yo esté presente?
¿Para qué? Demarié era como los demás. No comprendía más que ellos. Sus intervenciones sólo complicarían las cosas. A pesar de todo, Tony estaba contento de saber que le había caído simpático al pequeño juez.
Volvió a verle a las tres en su despacho. Caía una lluvia fina y en un rincón goteaba un paraguas, probablemente el del secretario, porque el magistrado acudía al Palacio en su 4CV negro.
Diem no había tomado el sol. De hecho, confesó con sencillez:
—He aprovechado el largo fin de semana para revisar el dossier de cabo a rabo. ¿Cómo se siente hoy, Falcone? Le advierto que este interrogatorio podría alargarse, porque estamos llegando al miércoles diecisiete de febrero. ¿Quiere explicarme lo más detalladamente posible cómo pasó ese día?
Se lo esperaba. Cada vez que le llamaban le extrañaba que aún no hubieran llegado a eso.
El 17 de febrero fue el fin, el fin de todo, un final que él no había previsto ni en sus peores pesadillas, y que, sin embargo, mirándolo a posteriori, le parecía lógico y fatal.
—¿Quiere que le ayude formulando preguntas concretas?
Asintió con la cabeza. Abandonado a sí mismo, no hubiera sabido por dónde empezar.
—¿Su mujer se levantó a la hora de costumbre?
—Un poco más temprano. El martes por la mañana había llovido, de forma que la colada no se secó hasta avanzada la tarde. Ella pensaba pasar el día planchando.
—¿Y usted?
—Bajé a las seis y media.
—¿Desayunaron juntos? ¿Hablaron de las citas que usted tenía? Intente ser muy preciso.
Diem había desplegado ante sí las transcripciones de otros interrogatorios, los primeros, a los que le sometieron sucesivamente el teniente de gendarmería de Triant, Gaston Joris, con quien a menudo había tomado el aperitivo en casa de su hermano, y luego el inspector Mani, que era corso.
—La víspera, o sea, el martes por la noche, le anuncié que tenía un día cargado y que quizá llegaría tarde a cenar.
—¿Le dio detalles sobre cómo pensaba organizarse el día?
—Sólo le hablé de la feria de Ambasse, donde me esperaban unos clientes, y de una avería que tenía que reparar en Bolin-sur-Sièvre.
—¿No queda fuera de su sector?
—Bolin sólo está a treinta y cinco kilómetros de Saint-Justin y yo estaba empezando a ampliar mi radio de acción.
—¿Sabía ya en ese momento que sus explicaciones eran falsas?
—No lo eran del todo.
—¿Subió a despertar a su hija a las siete? ¿Lo hacía a menudo?
—Casi cada mañana. La despertaba antes de asearme.
—Eligió su mejor traje, un traje azul que sólo usaba los domingos.
—Por mi cita en Poitiers. Quería parecer próspero a los ojos de García.
—Ya volveremos a él más adelante. Cuando usted bajó, su hija estaba preparándose en la cocina para ir al colegio. Antes de dirigirse a Ambasse y Bolin-sur-Sièvre, usted tenía que pasar por correos, donde esperaba un paquete.
—Un pistón que había encargado para mi cliente de Bolin.
En dos o tres ocasiones lanzó una mirada maquinal hacia la silla vacía que estaba frente al escritorio, y Diem acabó por comprender que era la que Andrée había ocupado la semana anterior.
Aquella silla vulgar, que parecía no haber cambiado de sitio desde el viernes, parecía inquietar a Tony, y el juez, mientras paseaba por la habitación, la puso contra la pared.
—Usted propuso a su hija llevarla al colegio en camioneta.
—Sí.
—Aquello fue excepcional. ¿No tenía usted un motivo para mostrarse particularmente tierno con ella?
—No.
—¿No le preguntó a su mujer si había recados que hacer en el pueblo?
—No. Ya se lo dije al inspector. Gisèle me llamó cuando yo ya estaba a punto de salir.
»—¿Quieres pasar por el colmado y comprar un kilo de azúcar y dos paquetes de jabón para la ropa? Así no tendré que vestirme para salir.
»Son sus palabras exactas.
—¿Era algo habitual?
¿Había que volver otra vez a los detalles domésticos? Ya lo había hecho con Mani. Como en todos los hogares, casi cada día había compras que hacer en diferentes tiendas, entre ellas el carnicero o el charcutero. Gisèle procuraba no enviarle a esas tiendas, donde casi siempre había que hacer cola.
—No es cosa de hombres —decía.
Ese miércoles, ella quería empezar a planchar lo antes posible. Como la víspera habían comido estofado y había sobrado, no necesitaban carne. De modo que sólo había un recado por hacer.
—Así que se fue usted con su hija.
Aún veía por el retrovisor a Gisèle, en la puerta, secándose las manos en el delantal.
—Dejó a Marianne en la escuela y se dirigió a la oficina de correos. ¿Y luego?
—Entré en el colmado.
—¿Cuánto tiempo hacía que no ponía los pies allí?
—Quizá dos meses.
—¿No había vuelto desde la última carta, la que sólo constaba de dos palabras: «Ahora tú»?
—No.
—¿Estaba emocionado, señor Falcone?
—Emocionado, no. Hubiera preferido no encontrarme en presencia de Andrée, sobre todo a la vista de varias personas.
—¿Temía traicionarse?
—Me sentía incómodo.
—¿Quién más había en la tienda cuando usted entró?
—Me acuerdo de un chico al que no presté atención, de una de las hermanas Molard y de una vieja a la que todos llaman La Bizca.
—¿Estaba la anciana señora Despierre?
—No la vi. ¿Tuvo que hacer cola?
—No. Andrée me preguntó enseguida: «¿Qué quieres, Tony?».
—¿Le atendió antes que a los demás? ¿Nadie protestó?
—Es la costumbre. En casi todas partes atienden primero a los hombres.
»—Un kilo de azúcar y dos paquetes de jabón para la ropa.
»Lo cogió de los estantes y luego me dijo:
»—Un momento. He recibido la compota de ciruelas que tu mujer me pide desde hace quince días.
»Desapareció en la trastienda y volvió con un pote de compota de la misma marca que yo veía normalmente en casa…
—¿Estuvo ausente mucho rato?
—No mucho.
—¿Un minuto? ¿Dos minutos?
—Me pareció el tiempo normal.
—¿Para ir por un pote de compota y traerlo a la tienda? ¿O bien para buscarlo entre otras mercancías amontonadas?
—Entre las dos cosas. No sé.
—¿Andrée Despierre estaba turbada?
—Yo evitaba mirarla.
—Pero la vio. Oyó su voz.
—Creo que estaba contenta de verme.
—¿No le dijo nada más?
—Cuando abrí la puerta para irme, se despidió con un: «Que pases un buen día, Tony».
—¿El tono le pareció natural?
—En aquel momento no presté atención. Era un día cualquiera.
—¿Y más adelante?
—Quizá la voz era más tierna.
—¿Andrée se mostraba a menudo tierna con usted?
¿No tenía la obligación de decir la verdad?
—Sí. Es difícil de explicar. De una ternura particular, como la que yo le mostraba ciertos días a Marianne, por ejemplo.
—¿Maternal?
—Tampoco es la palabra. Protectora sería más exacto.
—Así pues, primera coincidencia: su mujer le encarga, cosa bastante excepcional, que vaya al colmado en lugar de ella. Segunda coincidencia: desde hacía días en la tienda no tenían una confitura determinada que es la única que ella come. Acaba de llegar una partida y le entregan a usted un pote. Tercera coincidencia, que el inspector Mani no ha pasado por alto: ese día usted no vuelve directamente a casa, sino que va a la estación.
—Había pedido que me enviasen el pistón en un expreso y…
—Y eso no es todo. La estación de Saint-Justin, como la mayoría de edificios, tiene cuatro caras, una que da a la vía, la otra, la opuesta, por la que entran y salen los viajeros, la tercera, a la izquierda, donde se abre la puerta del jefe de estación. La cuarta pared, la que da al norte, no tiene puerta ni ventana. Es una pared desnuda, ciega, y fue delante de esa pared donde usted aparcó su camioneta.
—Si ha ido usted allí, habrá visto que es el lugar lógico para aparcar.
—El jefe de estación, ocupado en ese momento haciendo la caja, le dijo que recogiera usted mismo su paquete del almacén de mercancías.
—Todos los vecinos lo hacíamos.
—¿Cuánto tiempo se quedó en la estación o cerca de la estación?
—No miré la hora. Unos minutos.
—El jefe de estación afirma que no oyó irse su coche hasta pasado un rato bastante largo.
—Quise asegurarme de que me habían enviado el pistón correcto, porque a veces se producen errores.
—¿Deshizo el paquete?
—Sí.
—¿En la camioneta?
—Sí.
—¿Donde nadie podía verle? Añadamos esta coincidencia a las demás. Al volver a casa, dejó las compras sobre la mesa de la cocina. Su mujer estaba en el jardín recogiendo la ropa del tendedero y amontonándola en un cesto. ¿Fue usted hacia ella? ¿La abrazó antes de irse?
—No solíamos hacerlo. No se trataba de un viaje. Desde la puerta le grité: «¡Hasta la noche!».
—¿No le comentó que había llegado la compota?
—¿Para qué? La encontraría en la mesa.
—¿No se demoró en la cocina?
—En el último momento vi la cafetera junto a los fogones y me serví una taza de café.
—Si no me equivoco, esto es por lo menos la quinta coincidencia.
¿Por qué las subrayaba Diem con tanta insistencia? Tony no podía cambiar las cosas. ¿Quería que protestase o que se indignase? Ya hacía tiempo que había dejado de hacerlo y se contentaba con responder con una voz indiferente. Estaba igual de pasivo, igual de blando que aquel 17 de febrero, con su cielo de un gris uniforme, su luz sorda, el campo que parecía vacío, los charcos que había dejado una lluvia reciente.
—¿Por qué pasó por Triant?
—Porque me iba de camino.
—¿No tenía otro motivo?
—Quería hablar con mi hermano.
—¿Para pedirle consejo? ¿Siendo el mayor, solía pedirle consejo?
—Solía hablarle de mis negocios. Además era la única persona al corriente de mis problemas con Andrée.
—¿Admite que tenía problemas?
—Sus cartas me inquietaban.
—¿No es una palabra muy suave, después de lo que le ha confesado a Mani?
—Digamos que me daban miedo.
—¿Y tomó una decisión? ¿Fue esa decisión lo que consultó con Vincent? Se da la circunstancia, señor Falcone, de que mientras usted hablaba con él, su cuñada estaba fuera haciendo las compras y Françoise limpiaba las habitaciones en el primer piso.
—Como cada mañana. Cuando entré en el café, Vincent tampoco estaba. Oí ruido de botellas en la bodega y vi la trampilla detrás del mostrador abierta. Mi hermano estaba escogiendo el vino necesario para aquel día y esperé a que subiera.
—¿Sin avisarle de que estaba usted allí?
—No quería interrumpirle. Además, no tenía prisa. Me senté junto a la ventana y me puse a pensar en qué le diría a García.
—¿Iba a pedirle consejo a su hermano pero ya había tomado una decisión?
—Más o menos.
—Explíquese.
—Preveía que García dudaría, porque es un hombre prudente, que se asusta con facilidad. Aquello para mí representaba jugar a cara o cruz.
—¿Jugarse su futuro y el de su familia a cara o cruz?
—Sí. Si García se dejaba convencer, yo vendía. Si se negaba a lanzarse a la aventura, me quedaba.
—¿Y el papel de su hermano?
—Quise ponerle al corriente.
—En ausencia de cualquier testigo, incluida su cuñada, de forma que nadie, salvo Vincent y usted, puede informarnos de esta conversación. Están ustedes muy unidos, ¿verdad?
Tony se acordaba de cuando llevaba a su hermano al colegio, por caminos embarrados o helados. Vestían pesados chubasqueros. En invierno, salían y regresaban a casa a oscuras. A menudo, Vincent, ya cansado, arrastraba los zapatos claveteados y se dejaba llevar. Durante el recreo, Tony velaba por él a distancia y de regreso a La Boisselle, mientras esperaban a su padre, le preparaba la merienda.
Pero este tipo de cosas, muy sencillas, no se cuentan, hay que haberlas vivido. El juez Diem no las había vivido.
Vincent era, en efecto, el ser humano al que más unido se sentía; y su hermano, por su lado, le estaba agradecido por no portarse como un hermano mayor. Hablar italiano entre sí era otro lazo más, porque les recordaba la infancia, en la que sólo empleaban esta lengua con su madre.
—Si me quedo, me temo que no voy a estar tranquilo.
—¿No te ha dicho ella nada esta mañana?
—No estábamos solos en la tienda. Para dentro de dos o tres días espero otra carta, y sabe Dios lo que dirá…
—¿Cómo se lo explicarás a Gisèle?
—Aún no lo he pensado. Si le digo que en esta región no hay posibilidades de expansión, me creerá. Habían bebido un vermut juntos, cada uno aun lado del mostrador; luego entró un proveedor de refrescos y Tony se dirigió hacia la puerta, que habían dejado abierta.
—¡Que sea lo que Dios quiera! —le lanzó Vincent.
A Diem le costaba creer que la entrevista hubiera sido tan simple, quizá porque desde que eran pequeños los dos hermanos estaban acostumbrados a la desgracia.
—¿No intentó disuadirle?
—Al contrario. Parecía aliviado. Desde el principio vio con malos ojos mis relaciones con Andrée.
—Prosiga con su recuento de lo que hizo.
—En la feria de Ambasse, que sólo era una pequeña feria de invierno, apenas me detuve y después de distribuir algunos prospectos llegué a Bolin-sur-Sièvre y fui a visitar a mi cliente.
—Un momento. ¿Su mujer conocía su nombre?
—No recuerdo habérselo dicho.
—Cuando usted se iba así, de gira, ¿no le decía los sitios donde eventualmente ella pudiera contactar con usted?
—No necesariamente. En las ferias era fácil, porque siempre me instalaba en los mismos cafés. Cuando visitaba las granjas ella tenía una idea aproximada de mi itinerario y podía telefonearme.
—¿No le habló usted de Poitiers?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no había nada decidido y no quería inquietarla por adelantado.
—¿No se le ocurrió la idea de, sencillamente, confesarle la verdad y revelarle sus preocupaciones a causa de su relación con Andrée Despierre? Según usted esa relación había terminado, quizás hubiera sido la mejor solución. ¿No lo pensó?
No. Su respuesta podía parecer ridícula, pero era la verdad.
—Mi cliente de Bolin-sur-Sièvre, un granjero importante llamado Dambois, me invitó a comer, y a las dos había terminado mi trabajo. Entonces, sin apresurarme, me dirigí hacia Poitiers.
—¿Cómo se había citado con su amigo García?
—El sábado anterior le escribí para avisarle de que iría a recogerle a la salida de los talleres. Cuando yo trabajaba en el depósito central, García era mi capataz. Tiene unos diez años más que yo, tres hijos, uno de ellos en el instituto.
—Prosiga.
—Llegué con mucha antelación. Hubiera podido entrar en los talleres de montaje, pero hubiese tenido que darles conversación a mis antiguos camaradas y no tenía valor para eso. Los edificios se levantan a dos kilómetros de la ciudad, en la carretera a Angouléme. Seguí hasta Poitiers y entré en un cine.
—¿A qué hora salió?
—A las cuatro y media.
—¿A qué hora dejó a su hermano, por la mañana?
—Un poco antes de las diez.
—Dicho de otra forma: en contra de lo habitual, de diez de la mañana a cuatro y media de la tarde nadie, ni siquiera su mujer, sabía dónde localizarle.
—No me pareció raro.
—Imagine que su hija hubiera tenido un accidente grave… ¡Dejémoslo! Fue a esperar a García a la salida del taller.
—Sí. Mi carta le había intrigado. Estuvimos a punto de entrar en el café enfrente del taller, pero nos hubiéramos encontrado a los compañeros. Como García llevaba moto, me siguió por la ciudad hasta la Brasserie du Globe.
—¿Así que nadie sabía tampoco que estaba usted en la Brasserie du Globe? ¿Ni siquiera su hermano?
—No. García me habló de su familia, yo le hablé de la mía, y luego le planteé el negocio.
—¿Le dijo por qué tenía intención de irse de Saint-Justin?
—Sólo que era un asunto de faldas. Yo no ignoraba que él había ahorrado y que muchas veces hablaba de instalarse por cuenta propia. Yo le traía un negocio montado, la casa, el hangar, las herramientas, además de una clientela bastante importante.
—¿Se dejó tentar?
—No me dio una respuesta definitiva. Se tomó una semana para pensárselo, ante todo deseaba hablarlo con su mujer y su hijo mayor. Lo que más le molestaba era irse de Poitiers, sobre todo porque el hijo iba bien en los estudios y había hecho amigos. Le dije que en Triant hay un buen instituto.
»—¡Pero tendrá que hacer quince kilómetros mañana y noche o habrá que meterlo interno!
—¿Cuánto tiempo duró la conversación?
—Un poco antes de las siete, García me invitó a acompañarle a su casa. Le respondí que mi mujer me estaba esperando.
—¿Cuáles eran sus proyectos si se daba el caso de que, la semana siguiente, García aceptase?
—Le hubiera pedido a la compañía un puesto de representante, en el norte o en el este, en Alsacia, por ejemplo, lo más lejos posible de Saint-Justin. Me lo hubieran concedido, porque se me valora. Quizás un día hubiera vuelto a establecerme por cuenta propia.
—¿Hubiera dejado a su padre solo en La Boisselle?
—Vincent no estaba lejos.
—¿Quiere descansar un momento, señor Falcone?
—¿Puedo abrir la ventana?
Necesitaba aire. Desde el principio de aquel interrogatorio, en apariencia banal, se ahogaba. Había algo de irreal y de amenazador en aquellas réplicas que evocaban hechos concretos pero que en realidad estaban todas relacionadas con un drama del que en ningún momento se hablaba.
—¿Un cigarrillo?
Tomó uno, se puso de cara a la calle, mirando las ventanas de enfrente, los tejados mojados. ¡Si por lo menos aquella fuese la última vez! Pero aunque Diem no volviese otro día sobre el tema, igual habría que empezar desde cero ante el tribunal.
Se sentó de nuevo, resignado.
—Casi hemos terminado, Falcone.
Asintió con la cabeza, dirigiendo una sonrisa triste al juez, en el que creía adivinar cierta compasión.
—¿Volvió directamente a Saint-Justin? ¿Sin detenerse en ninguna parte?
—De repente tuve prisa por estar en casa, por encontrarme con mi mujer y mi hija. Creo que conduje muy rápido. Normalmente, se necesita hora y media para recorrer el camino y yo lo hice en menos de una hora.
—¿Bebió con García?
—Él se tomó dos aperitivos, yo un solo vermut.
—Igual que con su hermano.
—Sí.
—Volvió a pasar ante su café. ¿Bajó del coche para informarle del resultado de su viaje?
—No. Además a aquella hora siempre hay gente y seguro que Vincent estaba ocupado.
—Había anochecido. A lo lejos se veían las luces de Saint-Justin. ¿Le llamó algo la atención?
—Me chocó ver que todas las ventanas de mi casa estaban iluminadas, cosa que no pasaba nunca, e intuí una desgracia.
—¿En qué pensó?
—En mi hija.
—¿Y no en su mujer?
—Marianne era la más frágil y, naturalmente, la más expuesta a un accidente.
—El coche ni siquiera lo llevó al garaje, lo aparcó a unos veinte metros de su casa.
—Frente a nuestra verja se había reunido la mitad del pueblo, lo que me confirmó que había sucedido una desgracia.
—Tuvo que abrirse paso entre la multitud.
—Me abrían paso, pero en vez de mirarme con piedad me miraban con cólera y yo no comprendía. El gordo Didier, el herrero, con su delantal de cuero, se plantó frente a mí con los puños en las caderas y me escupió a los zapatos.
»Mientras cruzaba el césped oía un rumor amenazante a mis espaldas. La puerta se abrió sin que tuviera que tocarla, y me acogió un gendarme al que conocía de vista por habérmelo encontrado a menudo en el mercado de Triant.
»—¡Por aquí! —me dijo, señalándome la puerta de mi despacho.
»Me encontré al brigada Langre instalado en mi butaca. En vez de llamarme Tony, como de costumbre, gruñó:
»—¡Siéntate, cerdo!
»Entonces grité:
»—¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde está mi hija?
»—¡Sabes tan bien como yo dónde está tu mujer!
Se calló. No le salían más palabras. No estaba alterado. Más bien se mostraba demasiado tranquilo. Por su parte, Diem evitaba presionarle y el secretario sacaba punta al lápiz.
—Ya no sé más, señor juez. Es confuso. En determinado momento Langre me informó de que las hermanas Molard se habían llevado a Marianne y dejé de preocuparme por ella.
»—¡Confiesa que lo sabías y que no esperabas encontrarlas vivas! ¡Jodido extranjero! ¡Carroña!
»Se había levantado y comprendí que sólo esperaba una excusa para golpearme. Yo repetía:
»—¿Dónde está mi mujer?
»—En el hospital de Triant, por si no te lo imaginabas. —Luego, tras consultar el reloj—: Sólo que a estas horas seguramente ya no vive. Pronto lo sabremos. ¿Dónde has estado todo el día? Te escondías, ¿verdad? ¡Preferías no verlo! Nos preguntábamos si volverías, si no habrías puesto tierra de por medio.
»—¿Ha sufrido Gisèle un accidente?
»—¡Una mierda de accidente! La has matado. Poniendo cuidado en no estar presente cuando ocurriese.
El teniente de la gendarmería llegó en coche.
—¿Qué dice? —preguntó al brigada.
—Se hace el inocente, como era de prever. Nada tan mentiroso como estos italianos. Oyéndole se diría que no tiene ni idea de lo que ha pasado aquí.
El teniente no mostraba más simpatía que su subordinado, pero se esforzaba por mantenerse tranquilo y frío.
—¿De dónde viene?
—De Poitiers.
—¿Qué ha estado haciendo durante todo el día? Hemos intentado contactar con usted por todas partes.
—¿A qué hora?
—A partir de las cuatro y media.
—¿Qué pasó a las cuatro y media?
—El doctor Riquet nos telefoneó.
Tony estaba desorientado.
—Dígame, teniente, ¿qué ha pasado exactamente? ¿Ha sufrido mi mujer un accidente? Entonces el teniente Joris le miró a los ojos.
—¿Está de broma?
—Le juro que no, sobre la cabeza de mi hija. Por Dios, dígame cómo está mi esposa. ¿Está viva? Él también miró su reloj.
—Hace tres cuartos de hora aún vivía. Yo estaba a la cabecera de su cama.
—¡Ha muerto!
No podía creerlo. Por la casa se oían ruidos insólitos, pasos pesados en el piso de arriba.
—¿Qué hacen todos estos hombres en mi casa?
—La registran, aunque ya hemos encontrado lo que buscábamos.
—Quiero ver a mi mujer.
—Usted hará lo que le mandemos. Desde este momento queda usted detenido, Antoine Falcone.
—¿De qué se me acusa?
—Soy yo el que hace las preguntas.
Hundido en su silla, se aguantaba la cabeza entre las manos. Aún sin saber nada concreto, tuvo que explicar cómo había pasado el día desde que se levantó.
—¿Confiesa que fue usted quien trajo este bote de compota a la casa?
—Sí, claro.
—¿Se lo pidió su mujer?
—No. Me pidió que comprase azúcar y jabón para la ropa. Andrée Despierre me dio la compota, que Gisèle, al parecer, le había encargado hace quince días.
—¿Vino usted directamente desde el colmado? El alto en la estación… El pistón de recambio… ¿Es este el bote?
Se lo pusieron en las narices. El bote había sido abierto y alguien lo había estrenado.
—Eso creo. La etiqueta es la misma.
—¿Se lo entregó en mano a su mujer?
—Lo dejé sobre la mesa de la cocina.
—¿Sin decir nada?
—No me pareció necesario. Mi mujer estaba ocupada recogiendo la ropa del jardín.
—¿Cuándo entró usted por última vez en el garaje?
—Esta mañana, un poco antes de las ocho, para sacar el coche.
—¿No cogió nada más? ¿Estaba usted solo?
—Mi hija me esperaba en la puerta de casa.
¡Todo aquello le resultaba a la vez tan lejano y tan cerca! El día entero, con sus idas y venidas, parecía irreal.
—Y esto, Falcone, ¿lo reconoce?
Miraba la caja, que le resultaba familiar porque hacía cuatro años la había colocado en la estantería más alta del hangar.
—Debe de ser mío, sí.
—¿Qué contiene esta caja?
—Veneno.
—¿Sabe qué veneno?
—Arsénico o estricnina. Fue el primer año que vivíamos aquí. Antes en el solar del hangar había un depósito de basura donde el carnicero vertía desperdicios. Las ratas solían venir y la señora Despierre…
—Un momento. ¿Cuál? ¿La vieja o la joven?
—La madre. Me proporcionó el mismo veneno que vende a todos los granjeros. Ya no recuerdo si es…
—Es estricnina. ¿Qué cantidad mezcló con la compota? —Tony no se volvió loco. Tampoco aulló, pero se rompió un diente a fuerza de apretar las mandíbulas—. Normalmente, ¿a qué hora tomaba la compota su mujer?
Logró responder, en una especie de ensueño:
—Hacia las diez.
Gisèle, desde que vivían en el campo y madrugaba, había tomado la costumbre de comer algo a media mañana. Antes de que Marianne fuese a la escuela solían hacerlo juntas, igual que por la tarde, al regreso de la niña, seguían merendando juntas.
—¡Así que lo sabía!
—¿Que sabía qué?
—Que comería compota a las diez. ¿Sabe cuál es la dosis mortal de la estricnina? Dos centigramos. Sin duda tampoco ignoraba usted que el veneno empieza a actuar y provoca las primeras convulsiones entre diez y quince minutos después de la ingesta. ¿Dónde estaba usted a las diez?
—Salía de casa de mi hermano.
—Mientras, su mujer yacía en el suelo de la cocina. Iba a quedarse sola en la casa, sin ayuda, hasta la llegada de su hija, que sale del colegio a las cuatro. Así que ha agonizado durante seis horas antes de recibir ayuda. Estaba bien organizado, ¿verdad?
—¿Pero dice usted que ha muerto?
—Sí, Falcone. No creo descubrirle nada nuevo. Es probable que después de la primera crisis haya sentido cierto alivio. El doctor Riquet lo cree. No sé por qué no aprovechó para llamar. Luego, cuando las convulsiones volvieron, ya no había remisión posible.
»Al volver a casa un poco después de las cuatro, su hija ha encontrado a su madre tirada en el suelo en un estado que prefiero no describir. Ha salido de la casa corriendo y ha llamado a golpes a la puerta de las hermanas Molard. Léonore ha venido a ver y ha llamado al doctor. ¿Dónde estaba usted a las cuatro y cuarto?
—En un cine de Poitiers.
—Riquet ha diagnosticado envenenamiento y ha pedido una ambulancia al hospital. Era demasiado tarde para proceder a un lavado de estómago y sólo se podían administrar calmantes.
»También ha sido Riquet quien me ha telefoneado y me ha hablado del bote de compota. Mientras esperaba la ambulancia, curioseó por la cocina. Sobre la mesa aún estaba el pan, el cuchillo, una taza que contenía un poco de café con leche, un plato con restos de compota. Probó con la punta de la lengua.
—¡Quiero verla! ¡Quiero ver a mi hija!
—En cuanto a su hija, no es el momento, porque la multitud podría lincharle. Léonore no ha tenido nada más urgente que hacer que ir de puerta en puerta anunciando la noticia. Mis hombres han descubierto este bote de estricnina en el hangar y me he puesto en contacto con el fiscal de la República en Poitiers.
»Ahora, Falcone, va usted a acompañarme. En la gendarmería estaremos mejor para proseguir, según las normas, el interrogatorio. Como es improbable que vuelva usted aquí en mucho tiempo, le aconsejo que se lleve una maleta con ropa y sus objetos personales. Subo con usted.
Pregunta tras pregunta, Diem le obligaba a reiniciar el relato, a recordar su salida de Saint-Justin-du-Loup con una maleta en la mano a través de la masa de curiosos a los que los gendarmes apartaban y que gruñían a su paso; otros le miraban horrorizados, como si al descubrir que había un asesino en el pueblo pensasen que hubieran podido ser sus víctimas.
—La ley exige que reconozca usted el cuerpo.
Tuvo que esperar en un corredor del hospital, en compañía del teniente y de un gendarme. Ya le habían puesto las esposas. Aún no se había acostumbrado a ellas y a cada movimiento brusco le hacían daño.
Diem, observándole con especial atención, dijo:
—Ante el cuerpo de su mujer, al que acababan de asear, usted se quedó inmóvil, a varios pasos de distancia, sin decir palabra. ¿No es esa la actitud de un culpable, señor Falcone?
¿Cómo explicarle al juez que en aquel momento, en su fuero interno se sentía, en efecto, culpable? Lo intentó, de forma indirecta:
—Es que en realidad murió por culpa mía.