Su abogado también se empeñaba en hablarle de las cartas.
—¿Por qué no confiesa la verdad sobre ese punto como ha hecho con todo lo demás? Se sabe con certeza que las recibió. Es inimaginable que el jefe de la oficina de Saint-Justin se las haya inventado.
Él, como un niño que ha mentido y que por orgullo sostiene su mentira, repetía:
—No sé de qué me habla.
En su caso no era orgullo, sino, quizás, un resto de fidelidad a la habitación azul. Nunca tuvo intención de casarse con Andrée. Aunque los dos hubieran estado libres, aunque ninguno de los dos estuviera casado, nunca se le hubiera ocurrido la idea de convertirla en su esposa.
¿Por qué? No tenía ni la menor idea.
—Confiese que su pasión le asustaba —sugirió el profesor Bigot—. Debió de sufrir usted una gran impresión aquella noche de septiembre, a la orilla del bosque, al descubrir que la que usted llamaba La Estatua, tranquila y orgullosa, podía convertirse en una hembra desinhibida.
—Me sorprendió.
—Probablemente también le halagó. Porque de los acontecimientos se desprende que ella era sincera, le aseguró que le amaba desde que iban a la escuela.
—Me sentí un poco responsable.
—¿Responsable de esa pasión?
—No es la palabra. Me pareció que le debía algo. Perdone por la comparación, que no es exacta: cuando un gato perdido se te enreda entre las piernas lanzando maullidos suplicantes y luego no se aleja de la puerta de tu casa, acabas por sentirte responsable de lo que pueda ocurrirle.
Bigot parecía comprender. Aquella conversación tuvo lugar la segunda o tercera semana que Tony pasaba en la cárcel. La primera vez que lo sacaron para llevarle al Palacio de Justicia se tomaron precauciones excepcionales a causa de los periodistas, los fotógrafos y los curiosos que se apretujaban en la gran escalinata.
En el momento en que se disponía a subir al coche celular, el director de la prisión, avisado por una llamada telefónica de comisaría, dio contraorden y lo devolvió a su celda durante una hora más o menos.
Cuando se lo volvieron a llevar, ya no le escoltaban dos gendarmes, sino el inspector Mani y otro policía de civil. El coche celular ya no estaba en el patio de la cárcel porque, para engañar a los curiosos, lo habían enviado por delante con unos detenidos cualesquiera.
A él le hicieron subir a un coche normal sin señas distintivas, que se detuvo detrás del palacio, junto a una puerta pequeña.
Durante dos semanas representaron la misma comedia. Los vecinos, excitados por la prensa, se habían puesto contra él y amenazaban con tomarse la justicia por su mano.
Ahora que ya habían transcurrido dos meses, la mayoría de los reporteros de París y de las grandes ciudades se habían ido de Poitiers y habían dejado el trabajo de seguir el caso a los corresponsales locales y a los representantes de las agencias.
Alguna vez, en revistas y en el cine, había visto a acusados, protegidos por la fuerza pública, intentando ocultar la cara mientras atravesaban la multitud hacia la puerta de un Palacio de Justicia o de una prisión.
Ahora él interpretaba aquel papel, salvo que no se tapaba la cara. ¿Tenía por entonces, como ellos, la mirada de alguien que ya no pertenece a la sociedad y que se pregunta por qué?
Mantenía la sangre fría. Ante el juez de instrucción no se mostraba como un hombre acorralado. Respondía lo mejor que podía, como un buen alumno, poniendo cierta coquetería en mostrarse sincero y preciso, salvo cuando se trataba de las cartas. Estaba convencido de que si cedía en ese punto sería arrastrado a un engranaje sin fin.
Había recibido la carta de diciembre la víspera de Año Nuevo, cuando la nieve helada crujía bajo los zapatos. La gente en la calle se saludaba:
—¡Buen año!
—¡Feliz año nuevo!
El cielo estaba claro, el aire seco y vivo. Unos chicos habían creado una pista de hielo en medio de la Rue Neuve y se deslizaban por turno. El jefe de la oficina de correos no le había hecho ningún comentario al tenderle la correspondencia, que Tony tenía por costumbre ojear en un rincón de la oficina.
«Feliz año nuestro».
Un golpe en el pecho, un espasmo más violento que las otras veces. En este mensaje intuía una amenaza misteriosa. Era evidente que las palabras habían sido escogidas meticulosamente, y se esforzaba por traducirlas. ¿No revelaba aquel «nuestro» lo que Andrée planeaba?
Aquella felicitación de año nuevo la quemó, porque en el Orneau apenas había agua, las orillas estaban cubiertas de una película de hielo.
A la mañana siguiente, los tres fueron a felicitar al viejo Angelo. Su padre apenas habló, evitaba mirar a Marianne; Tony creía saber por qué: le recordaba a la vez a su mujer y a su hija muertas.
Por la tarde, como cada año, fueron a ver a su hermano, que tenía que mantener abierto el hotel y el café.
Por la mañana temprano, al encontrarse con su mujer en la cocina, la abrazó y apoyó un momento la cabeza en su hombro.
—Feliz año, Gisèle.
¿Notó que lo decía con más fervor que otros años? ¿Comprendió que estaba preocupado y que ya no se atrevía a creer en un año feliz?
—Feliz año, Tony.
Luego ella le miró sonriendo, pero, como nunca sonreía del todo, él se quedó más melancólico que alegre.
Desde que Marianne iba al colegio, su mujer y él almorzaban a solas. Muchos niños venían de granjas situadas a kilómetros de distancia y no tenían tiempo de regresar a casa para almorzar. La escuela había organizado un servicio de comedor y Marianne, que estaba encantada en la escuela, había suplicado a sus padres que la dejasen comer allí.
—Ya se le pasará. Estoy convencida de que el año que viene cambiará de opinión.
Para Tony no siempre era fácil permanecer sentado frente a Gisèle y disimular sus preocupaciones.
¿De qué hablarían? Ambos temían el silencio y empezaban conversaciones sobre cualquier tema, pronunciando frases sin importancia y angustiándose cuando, de repente, el vacío les sorprendía.
La última carta había agravado aún más las cosas. Andrée casi le daba una orden, al mismo tiempo que le recordaba lo que ella consideraba una promesa. El texto sólo constaba de dos palabras, trazadas con grandes caracteres que cubrían todo lo ancho de la página.
«¡Ahora tú!».
Había abierto el sobre, como siempre, en la oficina de correos, ante el pupitre con el recipiente de tinta violeta, la pluma rota, formularios para telegramas y certificados. Más tarde no hubiera sabido decir cómo reaccionó; mal, sin duda, porque el señor Bouvier, desde su ventanilla, le preguntó solícitamente:
—¿Malas noticias, Tony?
Y declararía a la instrucción:
—Nunca le había visto en aquel estado. Parecía un hombre al que acaban de notificar su condena a muerte. Me miró sin responder y no estoy seguro de que me viese, porque se precipitó afuera dejando la puerta abierta.
Por suerte aquel día llevaba el coche, porque tenía que visitar varias granjas. Condujo carretera adelante, la mirada fija, sin preocuparse por los clientes que estaban esperándole. Iba sin rumbo, tratando desesperadamente de interpretar las dos palabras de una forma tranquilizadora, mientras se daba cuenta de que se engañaba.
Lo que Andrée había querido decir era: ¡Es tu turno!
—Cuando pienso en los años que he perdido por culpa tuya.
Ya no estaba dispuesta a perder más. Ahora que había tomado posesión de él, por fin iba a cumplir su sueño de niña, de joven, de mujer…
¿Era verosímil que hubiera esperado a Tony durante tanto tiempo sin que nada lograse distraerla de su obsesión?
El psiquiatra parecía creerlo. Quizás había conocido casos similares.
En definitiva, lo que ella le decía, resumiendo su pensamiento en dos palabras, era: «Yo he cumplido mi parte. Ahora te toca a ti cumplir la tuya».
¿O qué? Porque se sobrentendía una amenaza. Él no había protestado cuando, a su espalda, ella pronunció:
—Oye, Tony. Si me quedase libre…
Estaba libre desde hacía dos meses, y él se negaba a saber a consecuencia de qué actos. Libre y rica. Tenía derecho a disponer del resto de su existencia sin rendir cuentas a nadie.
—¿Tú también lo harías?
Él no había respondido. ¿No era ella consciente de que él no quiso responder? Cierto que se interpuso aquel ruido estridente, furioso, de la locomotora. Andrée pudo imaginar que decía que sí, o que asentía con la cabeza.
¡Ahora tú!
¿Qué decisión esperaba que tomase él, si ella ni siquiera consideraba la posibilidad de un no por respuesta?
¿El divorcio? Que fuese a ver a Gisèle y le dijese a bocajarro…
Era inimaginable. No tenía nada contra su mujer. La había elegido a conciencia. No quería casarse con una amante desenfrenada, sino precisamente con una mujer como la suya, y la pasividad de Gisèle no le había desagradado, sino todo lo contrario.
Uno no se pasa la vida en la cama, en una habitación vibrante de sol, sufriendo el furor de dos cuerpos desnudos.
Gisèle era su compañera, la madre de Marianne, la que se levantaba cada mañana para encender el fuego, la que mantenía la casa limpia y alegre, y que, cuando él regresaba, no le hacía preguntas.
Envejecerían juntos, más compenetrados porque tendrían más recuerdos en común, y Tony había llegado a imaginar las conversaciones que mantendrían cuando empezasen a sentirse viejos.
—¿Te acuerdas de tu gran pasión?
¿Quién sabe? Con la edad, la sonrisa de Gisèle maduraría, distendería completamente sus labios. Él respondería, halagado, un poco avergonzado:
—Qué exagerada eres.
—No te mirabas al espejo cuando volvías de Triant.
—Era joven.
—Suerte que ya te conocía bien. Me fiaba de ti, pero a pesar de todo a veces me entraba miedo.
Sobre todo después de la muerte de Nicolas. De repente, ella quedó libre.
—Intentó…
—¿Convencerte de que te divorciases? En el fondo me pregunto si no te amaba más que yo.
Él la tomaría de la mano, en el crepúsculo. Porque esta escena se la imaginaba en el umbral de su casa, en verano, al anochecer.
—La compadezco. Ya entonces hubo días en que la compadecía.
¡Y ahora le ordenaban, con dos palabras, que rompiese con Gisèle!
¡Ahora tú!
Cuantas más vueltas les daba, más siniestras le sonaban aquellas palabras. Andrée no se había divorciado. Nicolas había muerto. Nadie, salvo ella, había asistido a su agonía en la habitación encima del colmado. Ella había esperado a que dejase de respirar para ir al fondo del jardín a avisar a su suegra.
¿Era un divorcio lo que esperaba de Andrée él? ¡Ahora tú!
Mientras conducía el coche por las carreteras sin saber dónde estaba, gritaba furioso:
—¡Ahora tú! ¡Ahora tú! ¡Ahora tú! ¡Ahora tú! ¿Cómo salir de aquella pesadilla? Yendo a casa de Andrée y diciéndole, francamente:
—No pienso dejar a mi esposa. La amo.
—¿Y yo?
Habría que responder:
—No te amo.
—Entonces, por qué… —Ella era capaz de hablar claro, desafiándole con la mirada—: Entonces, por qué me has dejado matar a Nicolas.
Sospechó de ella enseguida. Gisèle también. Y la mayoría de los vecinos del pueblo. No era más que una suposición. Se ignoraba lo que había pasado. Quizás ella sólo le había dejado morir sin prestarle socorro.
Él no tenía nada que ver con aquello.
—Andrée, sabes muy bien que…
Ni siquiera podía huir de ella marchándose de Saint-Justin con su familia. Aún no había acabado de pagar la casa, el hangar, las herramientas. Sólo estaba empezando a disfrutar de cierta prosperidad y a proporcionar a los suyos una vida confortable.
Era incoherente, inverosímil. Acabó por bajar del coche ante una fonda para beber. Su sobriedad era tan conocida, que la mujer que le servía, mientras vigilaba a un bebé sentado en el suelo, le miraba con inquietud. Más adelante, también prestaría declaración.
El inspector Mani no se desanimó por el mutismo de la gente del campo y volvió a la carga tantas veces como fue preciso.
—¿Quiere que le lea la declaración del cartero sobre esta última carta?
—No vale la pena.
—¿Insinúa usted que miente, que se ha inventado el incidente de la puerta que usted dejó abierta?
—No insinúo nada.
—Uno de los granjeros a los que tenía que visitar aquella mañana telefoneó a su casa para saber si se retrasaba o si no iba. Su mujer le respondió que estaba usted en camino. ¿Es exacto?
—Sin duda.
—¿Adónde fue?
—No recuerdo.
—En general, tiene usted una memoria excelente. En el Auberge des Quatre Vents no bebió ni vino ni cerveza, sino aguardiente. Usted rara vez toma alcohol. Allí se tomó cuatro copas seguidas, luego consultó el reloj de detrás del mostrador y pareció sorprenderse de que ya fuera mediodía…
Condujo muy rápido para llegar a casa a la hora de comer. Gisèle comprendió que había bebido. Por un momento, él le tuvo inquina por eso. ¿Es que tenía derecho a observarle todo el rato, so pretexto de que era su mujer? ¡Estaba harto de que le espiasen! Ella no decía nada, eso era verdad, pero aún era peor que si le hubiera lanzado reproches.
¡Era libre! ¡Era un hombre libre! Y, le gustase a su mujer o no, era el cabeza de familia. Era él el que las hacía vivir, él quien trabajaba como un condenado para sacarlas de su mediocridad. ¡El era el responsable!
Gisèle callaba, y al otro lado de la mesa él tampoco decía nada. A veces lanzaba una mirada furtiva, un poco avergonzada, porque en el fondo sabía que era injusto. No debería haber bebido.
—Mira, no es culpa mía, hay clientes a los que no se les puede rechazar una copa.
—A propósito, te ha llamado Brambois.
¿Por qué le obligaban a mentir? Aquello le humillaba, le llenaba de rencor.
—No me ha dado tiempo de ir a su granja porque me han retenido en otra…
¡Ahora tú! ¡Ahora tú! ¡Ahora tú!
Ella estaba allí, enfrente de él, comiendo a saber qué y esforzándose en no mirarle porque le notaba irritable.
¿Qué esperaba Andrée de él? ¿Que la matase?
¡Por fin! ¡Ya llegaba! Por fin se atrevía a encarar los pensamientos que le habían estado hirviendo en la cabeza. Y las prudentes preguntas del profesor Bigot que iban profundizando poquito a poco le habían ayudado a llegar hasta allí.
Naturalmente, no se lo había contado todo. Había seguido negando las cartas contra toda evidencia.
No por ello era menos cierto que aquel día, el día del último mensaje y de las cuatro copas de aguardiente, del aguardiente de la zona de 65 grados y que te quema la garganta, se planteó la pregunta mientras comía con su mujer.
¿Era eso lo que Andrée le exigía? ¿Que matase a Gisèle?
De repente, sin transición, su borrachera se hizo sentimental. Era culpable. Sentía la necesidad de pedir perdón. Tendía la mano por encima de la mesa para alcanzar la de su mujer.
—¡Escucha! No lo tomes a mal. Estoy un poco bebido.
—Después de comer puedes tumbarte.
—No te doy pena, ¿verdad?
—Claro que no.
—Sí que te doy pena. No me estoy portando como debería.
Su intuición le advertía que se aventuraba por un terreno peligroso.
—¿Me perdonas, Gisèle?
—¿De qué?
—Estás preocupada por culpa mía, confiésalo.
—Me gusta más cuando te veo feliz.
—¿Te crees que no lo soy? ¿Es eso? ¿Qué me falta? Tengo la mejor mujer del mundo, una niña que se le parece y a la que adoro, una casa bonita, mis negocios marchan de maravilla. Dime, ¿por qué no iba a ser feliz? Bueno, a veces tengo problemas. Para uno que nació en una barraca de La Boisselle sin electricidad ni agua corriente, no es tan fácil como algunos creen poner un negocio propio. Piensa en el camino que hemos recorrido desde que te conocí en Poitiers. Yo no era más que un obrero. —Hablaba, hablaba y se iba exaltando—. Gisèle, soy el hombre más feliz del mundo, y si alguien dice lo contrario dile de parte mía que miente. El hombre más feliz del mundo, ¿me entiendes?
Las lágrimas brotaban de sus ojos, un gemido amenazaba con estallar en su garganta y se precipitó al piso de arriba para encerrarse en el cuarto de baño.
Ella nunca aludió a aquella noche.
—Perdone que le vuelva a preguntar lo mismo otra vez, señor Falcone. Será la última vez. ¿Recibió usted esas cartas?
Tony sacudió la cabeza como para decir que no podía hacer otra cosa que negar. Diem esperaba esa respuesta y se volvió hacia el secretario.
—Haga el favor de traer a la señora Despierre.
Si Tony reaccionó, apenas fue perceptible. En cualquier caso no manifestó la emoción que el magistrado esperaba. Esto obedecía a que en Saint-Justin todo el mundo llamaba señora Despierre a la madre de Nicolas, no a su mujer. Andrée era la nuera, y, para los de más edad, la chica Formier.
Se preguntaba qué iba a aportar el testimonio de la vieja al asunto de las cartas… Le disgustaba la idea de encontrarse con ella, pero nada más. Se levantó automáticamente. Esperaba, de pie, medio vuelto hacia la puerta.
Y de repente, cuando esta se abrió, se encontró frente a Andrée. La seguían un hombre corpulento con aspecto de vividor y uno de los gendarmes, pero Tony sólo la veía a ella, su rostro blanco, que parecía aún más blanco por contraste con el vestido negro.
Ella también le miraba, serena, una vaga sonrisa le ablandaba los rasgos y parecía que tomase posesión de él tranquilamente, que se lo anexionaba.
—Hola, Tony.
Su voz sonó un poco ronca, seductora. Él no respondió: «Hola, Andrée».
No hubiera podido. La saludó de manera torpe con la cabeza y se volvió hacia Diem como para reclamar su protección.
—Quítenle las esposas.
Ella, siempre sonriente, tendió las muñecas al gendarme y se oyó el clic del mecanismo que él conocía tan bien.
En Saint-Justin, las pocas veces que la había visto desde la muerte de Nicolas no se había fijado en que llevaba luto. En la cárcel su rostro se había redondeado, había engordado lo justo para que la ropa se le ciñera, y era la primera vez que la veía llevar medias negras.
Cuando el guardia salió, hubo un momento de vacilación. En el exiguo despacho transido de sol todo el mundo permanecía de pie. El secretario fue el primero en sentarse ante sus papeles, mientras que el hombre grueso que acompañaba a Andrée observaba, sorprendido:
—¿Mi colega Demarié no ha venido?
El señor Falcone no desea su presencia, a menos que cambie de opinión para este careo. En ese caso no habría que ir a buscarle muy lejos, porque me ha dicho que hasta las seis estaría en el Palacio. ¿Qué decide, señor Falcone? —Él se sobresaltó—. ¿Quiere que llame a su abogado?
—¿Para qué?
Entonces, el juez Diem y el letrado Capade se acercaron a la ventana y mantuvieron una conversación técnica en voz baja. Todavía de pie, Tony y Andrée estaban a sólo un metro de distancia uno del otro. Casi hubiera podido tocarla. Ella seguía mirándole con los ojos maravillados de un niño al que por fin le dan un juguete inesperado.
—Tony…
Fue apenas un murmullo. Sólo los labios se movieron dibujando su nombre. En cuanto a él, se esforzaba en mirar hacia otra parte y sintió alivio cuando el magistrado le tendió una silla a la joven.
—Siéntese. Usted también, señor Falcone. Queda una silla, letrado.
Cuando todos se sentaron, ojeó sus dossieres, sacó una pequeña agenda encuadernada en tela como las que se vendían en el colmado.
—¿Reconoce este objeto, señora Despierre?
—Ya le he respondido que sí.
—Es verdad. Voy a tener que hacerle una serie de preguntas que ya le he formulado antes, y le recuerdo que sus respuestas han quedado registradas, lo que no impide que se desdiga o matice sus declaraciones. —Se mostraba más oficial que con Tony, casi pomposo, quizás a causa de la presencia del abogado. Hojeando las páginas de la agenda, murmuraba—: En estas páginas se mencionan más que nada las compras que deben hacerse, las visitas al dentista o a la modista. Es la agenda del año pasado, y las fechas de sus citas con Tony Falcone están marcadas con un trazo.
Él no preveía que aquella agenda fuese a representar un papel protagonista ni que, si hubiera conocido antes su contenido, se hubiera ahorrado por lo menos uno de los cargos.
—La última vez le pregunté qué significan esos circulitos que encuentro cada mes.
–Le respondí que así anotaba la fecha de la regla. Hablaba sin falso pudor. Unas semanas antes le habían formulado a Tony preguntas igual de íntimas.
–En Saint-Justin —le había dicho el juez Diem—, todos creían que Nicolas era estéril, quizás impotente, y la verdad es que en ocho años de matrimonio su mujer no tuvo hijos. Además el doctor Riquet ha confirmado la probable esterilidad. ¿Estaba usted al corriente?
—Oí hablar de eso.
–¡Bien! Ahora recuerde el detallado relato que me hizo de su cita del 2 de agosto, en lo que usted llama la habitación azul, en el Hótel des Voyageurs. De él se desprende que en el curso de sus encuentros amorosos con su amante no tomaba usted ninguna precaución para evitarle un embarazo. —Como no respondía, el magistrado proseguía—: ¿Actuaba usted igual con sus otras aventuras extraconyugales?
—No lo sé.
—¿Se acuerda de una tal Jeanne, que es moza de granja de uno de sus clientes? El inspector Mani la ha interrogado, prometiéndole que su nombre no figuraría en el dossier y que no sería citado en la audiencia pública. Usted tuvo relaciones sexuales con ella tres veces. La primera vez, durante el acto, como ella parecía asustada, usted le murmuró a la oreja: «No tengas miedo. Me retiraré a tiempo».
»Deduzco que esa era su costumbre. En caso de que lo niegue, buscaré más personas con las que usted haya mantenido relaciones.
—No lo niego.
—En ese caso, dígame por qué, con Andrée Despierre y sólo con ella, no tomaba usted ninguna de las precauciones elementales.
—Fue ella quien…
—¿Planteó la cuestión?
No. Pero la primera vez, en el momento en que él trataba de desanudar el abrazo, ella le retuvo. Sorprendido, estuvo a punto de decir: «¿No tienes miedo?».
Al borde de la carretera, junto al bosque de Sarelle, pudo pensar que ella haría lo necesario al llegar a su casa. Más adelante, en el Hótel des Voyageurs, constató que no hacía nada.
Si no entendió enseguida la relación entre esta pregunta del magistrado y los cargos que se le imputaban, pronto la comprendería.
—¿No es así como hubieran actuado los dos si hubieran decidido unir sus vidas pasase lo que pasase? No temer que Andrée se quedase embarazada, señor Falcone, quizá signifique que eso no hubiera cambiado nada los acontecimientos, como máximo le hubiera obligado a acelerarlos.
Salió de ese interrogatorio aterrado, preguntándose si el juez no había tenido jamás una amante. Hoy, Diem no parecía querer volver a aquella cuestión.
—Veo aquí, en la fecha del primero de septiembre, una cruz seguida de la cifra uno. ¿Quiere decirme lo que significa?
Siempre relajada, miraba al juez y luego a Tony, al que enviaba valor con la mirada.
—Es la fecha de mi primera carta.
—¿Quiere precisar? ¿A quién escribió ese día?
—A Tony, naturalmente.
—¿Por qué motivo?
—Desde que mi marido se presentó en Triant, el 2 de agosto, yo sabía que sospechaba algo y ya no me atrevía a volver al hotel de Vincent.
—¿Así que ya no hacía la señal convenida?
—Eso es. A Tony le había afectado mucho ver a Nicolas en la plaza de la estación. Yo no quería que siguiera torturándose pensando que la situación era dramática.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Él quizá creía que se habían producido escenas violentas entre Nicolas y yo, que mi marido había informado a su madre y que me lo estaban haciendo pagar caro, yo qué sé. Y en cambio, había logrado darle una razón plausible de mi presencia en el hotel.
—¿Recuerda qué escribió?
—Perfectamente. «Todo va bien». Añadí: «No tengas miedo». Diem se volvió a él.
—¿Sigue usted negando, señor Falcone? Andrée le miró sorprendida.
—¿Por qué habrías de negarlo? ¿No recibiste mis cartas?
Tony ya no entendía nada y llegaba a preguntarse si ella era inconsciente, si era posible que no oliese la trampa en la que la estaban haciendo caer.
—Prosigamos. Quizá luego cambie de opinión. Segunda cruz, esta vez el 25 de septiembre. ¿Qué decía la segunda carta?
Ella no tenía que buscar en la memoria. Se las sabía de memoria, igual que él se sabía de memoria las frases que se dijeron la tarde del 2 de agosto en la habitación azul.
—Sólo era un saludo: «No olvido. Te amo».
—Fíjese que, según su propia declaración, no escribió: «No te olvido».
—No. Yo no olvidaba.
—¿Qué era lo que no olvidaba?
—Todo. Nuestro amor. Nuestras promesas.
—Diez de octubre, o sea, veinte días antes de la muerte de su marido. Durante un interrogatorio precedente usted nos proporcionó el texto de esta tercera carta: «¡Pronto! Te amo». ¿Qué entendía usted por pronto?
Sin perder la serenidad, respondía tras tranquilizar a Tony con la mirada:
—Que próximamente podríamos reanudar nuestras citas.
—¿Por qué?
—Me había esmerado para que Nicolas olvidase sus sospechas.
—¿No es más cierto que usted sabía que él no iba a vivir por mucho tiempo?
—Ya le he contestado a eso dos veces. Era un enfermo grave, que tanto podía seguir arrastrándose varios años más como desaparecer de súbito, el doctor Riquet nos lo explicó claramente a su madre y a mí unos días antes.
—¿Con qué ocasión?
—Con ocasión de una crisis. Cada vez eran más frecuentes y, al mismo tiempo, cada vez digería peor los alimentos.
Tony escuchaba alucinado. Por momentos sospechaba que los demás, incluida Andrée y su abogado, que asentía con gestos a lo que ella decía, se habían puesto de acuerdo para dedicarle aquella comedia.
Le venían a los labios preguntas que el juez hubiera debido formular y que Diem, por el contrario, ponía mucho cuidado en eludir.
—Así que llegamos al 29 de diciembre. Se acerca Año Nuevo. Crucecita en su agenda. Sin esperar, ella proporcionó el texto de su mensaje.
—Feliz año nuestro. —Con una pizca de orgullo, añadió—: Me lo pensé mucho. Quizá no sea gramaticalmente correcto. Quería subrayar que este sería nuestro año.
—¿Qué entiende por eso?
—¿Olvida usted que Nicolas había muerto? Se refería a eso de forma natural, sin perder nada de su terrible serenidad.
—¿Quiere decir que era usted libre?
—Por supuesto.
—¿Y que en ese caso ya no había ningún obstáculo para que el año que iba a empezar fuera realmente el suyo: el de Tony y usted?
Ella asentía, más tranquila y satisfecha que nunca. Una vez más, el juez Diem, en vez de acosarla, evitaba insistir, se hacía con otra agenda parecida a la primera.
Tony solamente se daba cuenta de que en los últimos dos meses no había sido el único que había pasado muchas horas en aquel despacho. Cierto, su abogado le había informado de la detención de Andrée, diez o doce días después de su propio arresto. Así que seguro que la habían interrogado. Pero en su espíritu, le parecía que eso no se había llevado a la práctica. No había pensado que las respuestas de ella pudieran llegar a pesar tanto o más que las suyas.
—Nos queda una carta, señora Despierre, la más corta pero la más significativa. Sólo consta de dos palabras.
Andrée lanzó como un desafío orgulloso:
—¡Ahora tú!
—¿Quiere explicarnos, con la mayor precisión posible, lo que quería decir con eso?
—¿No está bastante claro? Como usted ha dicho, yo era libre. Una vez pasado el luto…
—¡Un instante! ¿Fue por el luto por lo que no reanudó sus citas tras la muerte de su marido?
—En parte. Y en parte también porque estaba en pleitos con mi suegra y si el asunto llegaba a los tribunales nuestra relación podía perjudicarme.
—¿Así que después de Todos los Santos no volvió a poner la toalla en la ventana?
—Una vez.
—¿Su amante acudió a la cita?
—No.
—¿Subió usted a la habitación? Ella, sin pudor, precisó:
—Me desnudé como de costumbre, convencida de que vendría.
—¿Tenía que hablar con él?
—Si hubiera tenido que hablar con él no me hubiera desnudado.
—¿No tenían nada que discutir?
—¿Discutir de qué?
—Entre otras cosas, la forma en que, a su vez, él se liberaría.
—Estaba decidido desde hacía tiempo.
—¿Desde el 2 de agosto?
—No fue la primera vez.
—¿Habían acordado que se divorciaría?
—No estoy segura de que pronunciásemos esa palabra. Yo lo entendí así.
—¿Oye usted, Falcone?
Ella se volvió hacia él, los ojos muy abiertos:
—¿No se lo has dicho? —Luego, al juez—: No veo qué tiene esto de raro. La gente se divorcia cada día. Nosotros nos amábamos. Yo ya le quería de niña, y, si me resigné a casarme con Nicolas, fue porque Tony se había ido de la región y estaba convencida de que no regresaría jamás.
»Cuando volvimos a encontrarnos, los dos comprendimos que seríamos el uno para el otro.
Él hubiera querido protestar, gritar muy fuerte, poniéndose de pie: «¡No! ¡No y no! ¡Acabemos ya! ¡Todo es mentira! ¡Todo está manipulado!».
Permanecía sentado en la silla, demasiado estupefacto para intervenir. ¿Podía ella misma creer lo que estaba diciendo? Hablaba con sencillez, sin pathos, como si las cosas estuvieran muy claras, como si no existiera ningún drama, ningún misterio.
—Así que cuando le escribió Ahora tú, usted quería decir…
—Que le estaba esperando. Que era su turno de hacer lo necesario…
—¿Pedir el divorcio?
¿Fue adrede la ligera vacilación antes de responder?
—Sí.
Ahora el juez lanzó una mirada cómplice a Tony antes de seguir interrogando a Andrée. Parecía decirle: «Preste atención. Esto le va a interesar». Y, con voz monocorde, sin huella de burla o ironía:
—¿No pensó en el sufrimiento de Gisèle Falcone?
—No hubiera llorado mucho tiempo.
—¿Usted qué sabe? ¿No amaba a su marido?
—No como yo. Esas mujeres no son capaces de amar de veras.
—¿Y su hija?
—¡Precisamente! Se hubiera consolado con su hija, y, con pagarles una renta decente, hubieran llevado una vida la mar de apañadita.
—¿Ha oído, Falcone?
El juez tuvo que lamentar haber llevado las cosas tan lejos, porque Tony tenía un aspecto aterrador, casi inhumano de tan dolorido y por el mucho odio. Se levantó despacio de la silla, la cara crispada, los ojos fijos, aire de sonámbulo.
Sus brazos parecían anormalmente largos. Había cerrado los puños. El grueso abogado dio un salto para situarse entre él y su clienta.
En cuanto a Diem, dirigió una señal imperativa al secretario, que corrió hacia la puerta.
La escena pareció muy larga, aunque de hecho no duró más que unos segundos. Los gendarmes entraron y uno de ellos le puso las esposas a Tony sin contemplaciones. Esperó órdenes. El juez dudaba, miraba sucesivamente a su prisionero y a Andrée, que no se desmoronaba, sólo parecía sorprendida.
—Tony, no entiendo por qué tú…
Pero, a un gesto del magistrado, se la llevaron. Su abogado la agarró del brazo y la arrastró con firmeza hacia la puerta. Aún tuvo tiempo de volverse para lanzar:
–Sabes muy bien que tú mismo dijiste… No oyeron nada más, porque la puerta se cerró.
–Lo siento, Falcone. No había otro remedio. Dentro de unos instantes, en cuanto haya vía libre, le devolveremos a la cárcel.
Aquella misma noche, Diem comentaba con su mujer, después de cenar:
–Hoy he asistido al careo más cruel de mi carrera. Ojalá nunca tenga que dirigir otro tan penoso.
En cuanto a Tony, en su celda, no durmió en toda la noche.