4

A veces tenía que esperar junto a la puerta del despacho del juez, sentado en un banco del corredor, esposado, entre dos gendarmes que cada vez eran diferentes.

Ya no se sentía humillado, ya no se indignaba. Miraba pasar a la gente, a los detenidos, a los testigos que iban a esperar delante de otras puertas, a los abogados en toga que agitaban las largas mangas como alas, y cuando le echaban una ojeada curiosa o se volvían al pasar para mirarlo, no chistaba.

Una vez en el despacho le quitaban las esposas, los guardias salían a una señal del magistrado y Diem se excusaba por haberse retrasado o porque le habían retenido, le ofrecía su pitillera de plata. Se había convertido en una tradición, un gesto automático.

El decorado era vetusto, de una limpieza sospechosa, como en las estaciones y las oficinas burocráticas, paredes verdosas, chimenea de mármol negro, sobre la cual un reloj de pared, también negro, marcaba desde hacía años las doce menos cinco.

A veces el juez decía inmediatamente:

—Creo que no voy a necesitarle, señor Trinquet.

El secretario de oscuro bigote se marchaba llevándose trabajo, que iría a cumplimentar quién sabe dónde, y aquello significaba que no iban a hablar de los hechos propiamente dichos.

—Supongo que ha comprendido por qué le pregunto cosas que no parecen tener relación con la acusación. Estoy intentando, de alguna forma, poner las bases, completar su dossier personal.

Se oían los ruidos de la ciudad, en las ventanas abiertas de enfrente se veía a la gente en su casa, dedicada a sus ocupaciones habituales. El juez no impedía a Tony levantarse cuando necesitaba relajarse o dar unos pasos por el despacho o plantarse por un momento ante el espectáculo de la calle.

—Por ejemplo, me gustaría que me explicase cómo pasaba un día cualquiera.

—Mire usted, variaba según las estaciones y los días de la semana. Depende de las ferias y los mercados. —Dándose cuenta de que acababa de hablar en presente, Tony sonreía—: Mejor dicho, dependía. Yo seguía las ferias en un radio de unos treinta kilómetros, las de Virieux, Ambasse, Chiron. ¿Quiere que se las cite todas?

—No es necesario.

—Esos días salía temprano, a veces a las cinco de la mañana.

—¿Su mujer se levantaba para prepararle el desayuno?

—Se empeñaba en hacerlo. Otros días yo tenía que ir a las granjas, para una demostración o para reparar una máquina. Y además, recibía a terratenientes y los llevaba al hangar.

—Supongamos un día cualquiera.

—Gisèle era la primera en levantarse, a las seis.

Se deslizaba fuera de la cama sin hacer ruido, salía con su bata color salmón, y al cabo de poco se la oía encender el fuego en la cocina, justo encima de él. Luego iba al jardín para echar pienso a las gallinas y dar de comer a los conejos.

Hacia las seis y media él bajaba, sin haberse lavado, tras pasarse el peine por su crespo cabello. En la cocina estaba puesta la mesa, sin mantel, porque estaba recubierta de formica. Desayunaban cara a cara mientras Marianne seguía durmiendo. La dejaban dormir todo lo que quisiera.

—Hasta que empezó a ir a la escuela. Entonces la teníamos que despertar a las siete.

—¿La acompañaban?

—Sólo los dos o tres primeros días.

—¿Usted?

—Mi mujer, que aprovechaba para hacer las compras. Si no, bajaba al pueblo hacia las nueve, pasaba por la carnicería o la charcutería, por el colmado…

—¿El colmado Despierre?

—Prácticamente no hay otro en Saint-Justin.

A lo largo de toda la mañana se veía a una media docena de mujeres hablando y haciendo cola en la tienda. Un día la comparó con una sacristía, ya no recordaba por qué.

—¿Su mujer nunca le encargaba recados?

—Sólo cuando iba a Triant o a otro pueblo, a por cosas que no se podían conseguir en el pueblo. Adivinaba que aquellas preguntas no eran tan inocentes como parecían, pero no por ello respondía con menos franqueza, esforzándose en ser preciso.

—¿Usted no ponía los pies en casa de los Despierre?

—Quizás una vez cada dos meses. Cuando mi mujer hacía limpieza a fondo en casa, o si había cogido la gripe.

—¿Cuál era el día de la limpieza a fondo?

—El sábado.

Como en todas partes. El lunes era día de la colada, el martes o el miércoles, según el tiempo, según estuviera seca o no la ropa, el de la plancha. En la mayoría de las casas del pueblo era igual, y ciertas mañanas los patios y los jardines se engalanaban con la ropa colgada de las cuerdas.

—¿A qué hora recibía el correo?

—No lo recibíamos en casa. El tren pasa por Saint-Justin a las ocho y siete de la mañana y entonces llevan las sacas a la oficina de correos. Como vivimos a la salida del pueblo, estamos al final de la ronda del cartero, que no llegaría a casa hasta mediodía. Yo prefería bajar a correos, donde a veces tenía que esperar a que seleccionasen las cartas. Si no, me las guardaban.

—Ya volveremos a eso. ¿Iba usted a pie?

—Casi siempre. Sólo tomaba el coche si tenía algo que hacer fuera del pueblo.

—¿Cada dos días? ¿Cada tres?

—Más bien cada dos, salvo en pleno invierno, porque en invierno me desplazaba menos.

Hubiera tenido que explicar todos los detalles de su oficio, el ritmo de las estaciones, de los cultivos. Por ejemplo, a su regreso de Sables estaban en plena estación de ferias. Luego habían empezado las cosechas, luego las siembras de otoño, de forma que había trabajado mucho.

El primer jueves evitó pasar por la Rue Neuve para ver si Andrée había puesto la toalla en la ventana. Ya se lo había dicho al juez Diem, pero este insistió:

—¿Había decidido no volver a verla?

—No se puede decir que hubiera decidido algo.

—¿No será porque usted sabía de ella por otros medios?

Esta vez había cometido un error y se dio cuenta en el momento en que abría la boca. Demasiado tarde. Las palabras, ya formadas, le salían de los labios.

—No he tenido noticias de ella.

No mentía en beneficio propio. Tampoco tenía conciencia de mentir por Andrée, por una especie de fidelidad o de honestidad viril.

Tony recordaba que el día de aquel interrogatorio llovía, y el señor Trinquet, el secretario, estaba sentado a su mesa.

—El 17 de agosto usted volvió de Sables con su mujer y su hija. El primer jueves, en contra de sus costumbres, no fue a Triant. ¿Temía encontrarse con Andrée Despierre?

—Quizá. Pero yo no emplearía la palabra temer.

—Dejémoslo. El jueves siguiente estaba usted citado a las diez de la mañana con un tal Felicien Hurlot, secretario de una cooperativa agrícola. Fue en el hotel de su hermano. Almorzó con su cliente y volvió a Saint-Justin sin dejarse ver por la plaza del Mercado. ¿También para evitar un posible encuentro con su amante?

Le resultaba imposible responder. En verdad, no lo sabía. Había vivido semanas en blanco, confusas, sin plantearse preguntas, sobre todo sin tomar decisiones.

Lo que honestamente podía afirmar era que sentía a Andrée más lejos que los meses precedentes y que se demoraba más en casa, como si necesitara el contacto con los suyos.

—El cuatro de septiembre…

Mientras el juez hablaba, Tony buscaba en su memoria qué podía significar aquella fecha.

—El cuatro de septiembre usted recibió la primera carta. Se sonrojó.

—No sé de qué carta me habla.

—Su nombre y dirección estaban escritos en el sobre con letras de palo. El sello llevaba el código postal de Triant.

—No recuerdo.

Seguía mintiendo, pensando que era demasiado tarde para echarse atrás.

—El jefe de la oficina de correos, señor Bouvier, le hizo un comentario a propósito de aquel sobre. —Diem sacó una hoja del dossier, y leyó—: «Le dije: esto tiene todo el aspecto de ser una carta anónima, Tony. La gente que envía anónimos escribe así». ¿Sigue sin recordar nada?

Negó con la cabeza, avergonzado de mentir, porque mentía muy mal, se sonrojaba, miraba fijamente un punto del espacio para que no se pudiera leer en sus ojos lo turbado que estaba.

La carta, que no llevaba firma, no era del todo anónima. El texto, muy corto, también estaba escrito en letras de palo.

«Todo va bien. No tengas miedo».

—Mire, señor Falcone, estoy convencido de que la persona que le escribió y que fue a enviar la carta a Triant no disimulaba su letra por temor a que usted la reconociese sino por temor a que el cartero la identificase. Así que se trata de alguien de Saint Justin, de alguien cuya escritura normal le resulta familiar al señor Bouvier. La siguiente semana llegó a su casa un segundo sobre, igual que el primero.

«¡Vaya, vaya!», le dijo el cartero bromeando. «Quizá me he equivocado. Quizá se trate de alguna historia de amor».

El texto no era más largo que el del primer mensaje.

«No olvido. Te amo».

Le impresionó tanto que ya no se atrevió a pasar por la Rue Neuve, y para ir a la estación, donde a menudo los trenes rápidos le traían piezas desmontadas, daba un rodeo.

Vivió varias semanas atormentado, unas veces recorriendo los mercados y las granjas, otras en casa o en el hangar, con el mono de trabajo.

Con más frecuencia que en el pasado, cruzaba el campo que le separaba de casa y se encontraba a Gisèle ocupada pelando verduras, fregando el suelo de la cocina o haciendo las camas en el piso de arriba. Con Marianne en el colegio, la casa parecía más vacía. A las cuatro, cuando la niña regresaba, él sentía la necesidad de ir a la cocina a verlas, donde merendaban una frente a la otra, cada una con su pote de mermelada delante.

También de esto hablarían más tarde, y no una sola vez. A Marianne sólo le gustaba la confitura de fresas, mientras que su madre, a quien las fresas, incluso hervidas, le daban urticaria, prefería la compota de ciruelas.

Al principio de su matrimonio, los gustos de Gisèle le divertían y se había mofado de ella por ese motivo.

Gracias a sus cabellos rubios, su tez pálida, su rostro alargado, la gente solía encontrar en ella algo de angélico.

Sin embargo, sólo le gustaban los alimentos fuertes, los arenques, las ensaladas con mucho vinagre y con una punta de ajo, los quesos fermentados. Cuando trabajaba en el huerto, no era raro verla mordiendo una cebolla cruda. En cambio no probaba los caramelos y nunca tomaba dulces. Era él el que disfrutaba con los pasteles.

En su hogar había otras anomalías. Sus padres, como buenos italianos, los habían educado, a él y a su hermano, en la religión católica, y sus recuerdos de infancia estaban llenos de rumores de órgano, de salidas de misa el domingo por la mañana, de mujeres y jovencitas vestidas de seda, que sólo ese día usaban maquillaje y perfume.

Él conocía todas las casas, cada piedra del pueblo, todavía recordaba cómo, al volver del colegio, se ataba los zapatos apoyando el pie en tal o cual mojón, pero lo más importante era la iglesia, con sus tres vitrales de colores tras el coro, donde los cirios ardían tenuemente. Los demás vitrales eran blancos. Aquellos tres llevaban los nombres de sus donantes, y en el de la derecha figuraba el apellido Despierre, un abuelo o bisabuelo de Nicolas.

Los domingos seguía yendo a misa con Marianne, Gisèle se quedaba en casa. No estaba bautizada. Su padre hacía profesión de ateísmo y en toda su vida lo único que había leído eran cuatro o cinco novelas de Zola.

—No soy más que un obrero, pero te garantizo, Tony, que Germinal

Vivían a la contra de otras familias, cuyos hombres acompañaban a sus mujeres hasta la puerta de la iglesia y luego se iban a echar unos tragos en el café más cercano, mientras esperaban a que acabase la misa.

—¿Se atrevería a afirmar, señor Falcone, que, durante el mes de octubre en concreto, no esperaba que pasase algo?

Nada en concreto. Era más bien cierto malestar, como cuando se está incubando una enfermedad. El mes de octubre había sido muy lluvioso, Tony llevaba mañana y tarde las botas altas de cordones y los pantalones de equitación, que, con la canadiense oscura, constituían su uniforme de invierno.

La escuela excitaba a Marianne, que hablaba de ella en cada comida.

—¿Tampoco recuerda nada de la tercera carta? El señor Bouvet tiene más memoria que usted. Según él, la recibió un viernes, igual que las anteriores, alrededor del veinte de octubre.

Era la más breve y la más inquietante.

«¡Pronto! Te amo».

—¿Supongo que quemó tanto esas cartas como las que siguieron?

No. Las había roto a pedacitos que lanzó al Orneau. Con la crecida a causa de las lluvias, las aguas turbias arrastraban ramas de árboles, animales reventados y toda clase de detritus.

—Mi experiencia me dice que usted no va a tardar en cambiar de táctica. En todos los demás puntos parece que me ha respondido con franqueza. Me sorprendería que su abogado no le aconsejase adoptar la misma actitud en lo relativo a esas cartas, lo que le permitiría decirme en qué estado de ánimo se encontraba a finales de octubre.

Era imposible. Su estado de ánimo cambiaba a cada hora. Se esforzaba en no pensar y notaba que Gisèle le observaba con curiosidad, quizá con inquietud. No le preguntaba: «¿En qué piensas?». Sino que decía, sin entusiasmo:

—¿No tienes hambre?

Estaba inapetente. Tres veces, al amanecer, había ido a recoger champiñones al prado que les separaba de la fragua, arriba, junto al cerezo grande. Había vendido varios tractores, dos de ellos a la cooperativa agrícola de Virieux, que los alquilaba a pequeños granjeros y que con el mismo fin le había encargado una cosechadora para el verano siguiente.

Era un buen año y podría pagar una parte importante de lo que debía de la casa.

—Hablemos del 31 de octubre. ¿Qué hizo ese día?

—Fui a ver a un cliente en Vermoise, a treinta y dos kilómetros, y me pasé parte del día trabajando en un tractor averiado. No lograba averiguar qué le pasaba y almorcé en la granja.

—¿Regresó por Triant? ¿Pasó por casa de su hermano?

—Me quedaba de camino y suelo ir a charlar un poco con Vincent y Lucia.

—¿No les informó de sus preocupaciones? ¿Ni de un cambio posible, si no probable, en su existencia?

—¿Qué cambio?

—Ya volveremos a ello más adelante. Regresó a su casa y cenó. Después vio la televisión, que había comprado dos meses atrás. Es lo que le dijo al inspector de la policía judicial, tengo aquí su informe. ¿Subió a acostarse al mismo tiempo que su mujer?

—Por supuesto.

—¿No estaba al corriente de lo que sucedía, aquella noche, a menos de medio kilómetro de su casa?

—¿Cómo podía estarlo?

—Se olvida de las cartas, Falcone. Usted las niega, es verdad, pero yo las tengo en cuenta. Al día siguiente, día de Todos los Santos, hacia las diez de la mañana bajó camino de la iglesia llevando a su hija de la mano.

—Es verdad.

—Así que pasó por delante del colmado.

—Las persianas estaban cerradas, como todos los domingos y los días de fiesta.

—¿Las del primer piso también estaban cerradas?

—No alcé la vista.

—¿Su indiferencia significa que consideraba que sus relaciones con Andrée Despierre habían terminado?

—Eso creo.

—¿O no alzó la vista porque ya lo sabía?

—No lo sabía.

—Había varias personas reunidas en la acera frente a la tienda.

—Todos los domingos se reúne gente en la plaza, antes y después de misa.

—¿Cuándo se enteró de la muerte de Nicolas?

—Al principio del sermón. En cuanto subió al púlpito, el padre Louvette invitó a los fieles a rezar con él por el alma de Nicolas Despierre, fallecido durante la noche, a la edad de treinta y tres años.

—¿Qué efecto le produjo?

—Me sorprendió.

—¿Se dio cuenta de que después de las palabras del sacerdote varias personas se volvieron hacia usted?

—No.

—Tengo aquí el testimonio del hojalatero, Pirou, que también es guardia rural, y lo afirma.

—Es posible. No sé cómo los vecinos de Saint Justin podían estar al corriente.

—¿Al corriente de qué?

—De mis relaciones con Andrée.

—¿No se demoró al salir de la iglesia y se saltó la visita a la tumba de su madre?

—Mi mujer y yo habíamos acordado que iríamos al cementerio por la tarde.

—Por el camino, Didier, el herrero, su vecino más cercano, le alcanzó y anduvo un trecho con usted. Le dijo: «Claro que tenía que pasar un día u otro, pero no esperaba que sucediese tan pronto. ¡Sé de una que estará encantada!».

—Quizá lo dijo. No lo recuerdo.

—¿Quizás estaba usted demasiado emocionado para oírlo?

¿Qué decir? ¿Sí? ¿No? No había palabras. Estaba hundido. Sólo recordaba la manita de Marianne, en su guante de lana, en el hueco de la suya, y la lluvia que volvía a caer.

En el despacho del juez sonó el teléfono y el interrogatorio fue interrumpido por una larga conversación sobre un tal Martin, una joyería y un testigo que se obstinaba en no decir lo que sabía.

Por lo que podía comprender, Tony suponía que al otro lado del hilo estaba el fiscal, un hombre presuntuoso al que sólo había visto durante una media hora y que le daba miedo.

Diem no le daba miedo. Era un sentimiento muy diferente. Le parecía que faltaba poco para que se entendieran, incluso para que se hicieran amigos, pero ese poco no se producía.

—Perdone, señor Falcone —murmuró al colgar.

—De nada.

—¿Por dónde íbamos? Ah, sí, cuando volvía de misa. ¿Supongo que le dio la noticia a su esposa?

—Lo hizo mi hija. Ya en la puerta, me soltó la mano y corrió a la cocina.

La casa exhalaba el olor de los domingos, el del asado que Gisèle, en cuclillas ante el horno abierto, estaba remojando con jugo. Cada domingo comían asado de buey con clavo, guarnición de guisantes y puré de patatas. El martes era el día del potaje.

Entonces no se daba cuenta de lo tranquilizadoras que eran aquellas costumbres.

—¿Recuerda las palabras de su hija?

—Gritó muy excitada: «¡Mamá! ¡Una gran noticia! ¡Nicolas ha muerto!».

—¿Cómo reaccionó su esposa?

—Se volvió hacia mí preguntando: «¿Es verdad, Tony?».

Mentía de nuevo, por omisión, y su mirada rehuía la del juez. En realidad, Gisèle había palidecido y casi se le cayó la cuchara de madera. Él estaba tan turbado como ella. Sólo al cabo de un largo rato, ella murmuró, sin dirigirse a nadie en particular:

—Ayer por la mañana él me atendió…

Esta frase se la podía repetir al juez. Aunque en lo que ocurrió a continuación no hubiera nada verdaderamente peligroso, prefería no mencionarlo ante el magistrado. Marianne les había interrumpido, dándoles así un respiro.

—¿Podré ir al entierro?

—Los niños no asisten a los entierros.

—Josette ha ido a uno.

—Porque se trataba de su abuelo.

Se fue a jugar a la habitación de al lado y, en ese momento, Gisèle, sin mirar a su marido, le preguntó:

—¿Qué va a hacer Andrée?

—Yo qué sé.

—¿No deberías presentar el pésame?

—Hoy no. Ya habrá tiempo la mañana del entierro.

—¿Habrá ocurrido anoche o ayer por la tarde? En todo el día no fue la misma.

—¿Y los días siguientes? —insistió el juez.

—Casi todo el tiempo estuve fuera de casa.

—¿No intentó averiguar en qué circunstancias murió Nicolas?

—No puse los pies en el pueblo.

—¿Ni siquiera para recoger el correo?

—Fui a correos, pero nada más. Diem consultaba su dossier.

—Veo que el día de Todos los Santos el colmado cerró, pero la mañana del día de los Muertos abrió.

—Es costumbre en el pueblo.

—¿Quién atendía detrás del mostrador?

—No lo sé.

—¿Ese día su mujer no hizo compras en casa Despierre?

—No lo recuerdo. Probablemente sí.

—¿Pero no le dijo nada?

—No.

Lo que sabía es que llovía y que el viento sacudía los árboles, que Marianne se había puesto difícil como siempre que el mal tiempo le impedía jugar fuera.

—Le voy a contar lo que pasó en la tienda. Desde hacía días, Nicolas Despierre estaba nervioso, taciturno, lo que, por lo general, anunciaba una crisis.

»Durante esos periodos, cada noche, por prescripción del doctor Riquet, que nos lo ha confirmado, tomaba una tableta de bromuro.

»El 31 de octubre hacia las ocho de la tarde, después de la cena y mientras Andrée estaba fregando los platos, su madre vino a verle y se quejó de que estaba cogiendo la gripe.

A Tony la historia le resultaba familiar, había oído hablar de aquello.

—¿Sabe, señor Falcone, que esa noche, excepcionalmente, el doctor Riquet estaba ausente de Saint- Justin hasta la mañana del día siguiente porque había ido a Niort a visitar a una hermana enferma?

—Lo ignoraba.

—Supongo que también visitaba a su familia. Así pues, usted sabe que no se ausentaba prácticamente nunca y que no tomaba vacaciones. La víspera, hacia el final de la mañana, fue al colmado para visitar a Nicolas y avisar de ese viaje.

Con su barba enredada, el doctor parecía un perro de aguas, y no rechazaba una partida de cartas y unas copas en el café de la estación.

—Añada a su ausencia la gripe de la señora Despierre. ¿Ve adónde quiero llegar? A las tres de la mañana su amiga Andrée telefoneó al médico como si ignorase su ausencia. Le contestó la criada, porque la señora Riquet se había ido con su marido.

»En vez de llamar a un médico de Triant, fue en bata a despertar a su suegra al otro lado del jardín, y cuando las dos mujeres entraron en la alcoba, Nicolas estaba muerto. —Escuchaba al juez, molesto, sin saber qué actitud tomar—. Como de todas formas ya no se podía hacer nada, la señora Despierre consideró inútil llamar a un médico de fuera del pueblo, y hasta las once de la mañana siguiente no llegó el doctor Riquet a la cabecera de la cama de Nicolas.

»Dados los antecedentes, apenas lo examinó antes de dar permiso para la inhumación. Más adelante expuso los motivos médicos por los cuales el noventa por ciento de sus colegas hubieran actuado igual.

»Eso no impidió que a partir del día siguiente corrieran rumores por el pueblo. ¿Se enteró usted de eso?

—No.

Esta vez era sincero. Sólo más tarde se enteró, con estupor, de que ya en aquella época todo Saint- Justin asociaba su nombre al de Andrée.

—Conoce usted los pueblos mejor que yo, señor Falcone. Así que no le extrañará que esos rumores rara vez lleguen a oídos de los interesados y casi nunca a los de la policía o la administración.

»Hubieron de pasar meses y nuevos acontecimientos para desatar las lenguas. Incluso entonces, el inspector Mani y yo tuvimos muchas dificultades para obtener declaraciones sinceras.

»Lo conseguimos a base de paciencia y aquí tengo un grueso dossier que le ha sido transmitido a su abogado. El señor Demarié le habrá hablado de él.

Asentía con la cabeza. En realidad, seguía sin entender. Durante once meses, Andrée y él habían tomado todas las precauciones imaginables para que nadie sospechase de sus relaciones.

Tony no sólo evitaba en la medida de lo posible poner los pies en la tienda, sino que cuando tenía que hacerlo se dirigía a Nicolas antes que a su mujer. Si se cruzaba con ella entre la gente, en el mercado de Triant, se contentaba con saludarla con un gesto vago.

Salvo el encuentro de septiembre al borde de la carretera, sólo se habían reunido en la habitación azul e iban por separado, cada uno por una puerta diferente, y los dos dejaban los coches a buena distancia del hotel.

Ni su hermano ni su cuñada habían hablado, de eso estaba seguro. Y se fiaba por igual de la discreción de Françoise.

—Se establecieron tantas relaciones entre ustedes dos que en el entierro todo el mundo le observaba y miraba a su esposa con piedad. —Él lo había notado y aquello le dejó aterrorizado—. Es difícil saber cómo nacen esos rumores, pero en cuanto empiezan a correr nada puede detenerlos. Primero se murmuró que la muerte de Nicolas resultaba muy oportuna y que su esposa debía sentirse muy aliviada.

»Luego alguien señaló la ausencia del médico aquella noche, ausencia providencial para una persona que desease desembarazarse del tendero y hacer creer que había sucumbido a una de sus crisis.

»Si le hubieran llamado antes, cuando Nicolas aún estaba vivo, seguro que el doctor Riquet hubiera hecho otro diagnóstico. —Todo aquello era verdad. No tenía nada que replicar—. También llamó mucho la atención que en el funeral usted permaneciese en la última fila, como para poner la mayor distancia posible entre su amante y usted, y algunos consideraron que su comportamiento era una añagaza.

Se secaba el rostro con un pañuelo, porque estaba sudando. Había vivido meses sin imaginar que se le espiaba y que en Saint-Justin todos sabían que era el amante de Andrée, que todos se preguntaban qué pasaría a partir de ese momento.

—Sinceramente, Falcone, ¿cree que su mujer estaba peor informada que los demás y que, como los demás, no esperaba que pasase algo más?

Sacudió la cabeza sin energía, ya no estaba seguro de sí mismo.

—Suponiendo que su mujer supiese de sus relaciones con Andrée, ¿le hubiera hablado de ello?

—Quizá no.

Seguro que no. No iba con su carácter. La prueba era que nunca había aludido a otras aventuras de las que estaba al corriente.

Él no hubiera aceptado por nada del mundo volver a vivir aquel invierno, y sin embargo nunca había tenido una sensación tan fuerte de pertenencia a los suyos, la sensación de que eran tres, que formaban un todo, una sensación de intimidad casi animal, como si estuviera acurrucado con su hembra y su cachorro al fondo de una guarida.

La atmósfera de la casa, con aquellos colores tan alegres que habían elegido, se había hecho silenciosa, opresiva. Cuando sus negocios lo exigían, se iba a disgusto, consciente de un peligro, de que en su ausencia podía suceder algo.

—¿No volvió a ver a la que fue su amante durante todo el invierno, señor Falcone?

—Quizá la vi de lejos. Juro que no le dirigí la palabra ni una sola vez.

—¿No se reunió con ella en casa de su hermano?

—Menos aún.

—Y ella, ¿no dejó la señal en la ventana varias veces?

—Sólo la vi una vez. Los jueves, especialmente, evitaba la Rue Neuve.

—Así que la vio un jueves. ¿En qué época fue?

—A principios de diciembre. Iba a la estación y tomé el camino más corto. Me sorprendió ver la toalla en la ventana y me pregunté si estaba allí adrede.

—¿Ese día no fue usted a Triant?

—No.

—¿Vio pasar el Dos Caballos?

—A la ida, no. Cuando volvía. Yo estaba en mi despacho y de pronto oí dos o tres bocinazos que Andrée parecía lanzarme al pasar.

—¿Su hermano le habló de su visita?

—Sí.

—¿Le informó de que había subido inmediatamente a la habitación azul, que, según Françoise, se había desnudado y le había esperado en la cama durante más de media hora?

—Sí.

—¿Qué mensaje le dio a Françoise para usted? —Que me dijese que era indispensable que nos viésemos.

—¿Françoise le describió el estado en que ella se encontraba después de esperar durante aquella media hora?

—Me confesó que Andrée le había dado miedo.

—¿Por qué?

—No me lo supo explicar.

—¿Tuvo usted una conversación con su hermano sobre el tema?

—Sí. Me aconsejó que lo dejase estar. Empleó estas palabras. Respondí que ya lo había hecho hacía tiempo. Él replicó: «Para ti quizá se ha acabado. ¡Para ella no!».

Las lluvias duraron hasta mediados de diciembre, ahogando los prados bajos, luego vino un frío muy intenso y después, el 20 o el 21, nieve. Marianne no cabía en sí de alegría y cada mañana corría a la ventana para asegurarse de que la nieve no se había fundido.

—¡Me encantaría que aguantase hasta Navidad! Aún no había visto unas navidades blancas. Los años anteriores llovía o helaba.

Ahora que era mayor, como decía con orgullo desde que iba a la escuela, ayudaba a su padre a adornar el abeto y fue ella la que colocó los pastores y los corderos alrededor del belén.

—¿He de creer que no sabía nada de lo que pasaba en casa de la familia Despierre?

—Sabía, por mi mujer, que la madre había vuelto a ocupar su sitio en el almacén, pero que las dos mujeres seguían sin dirigirse la palabra.

—¿No se habló de una denuncia?

—Sobre eso oí una conversación en un café.

Su oficio le obligaba a pasar algún tiempo en los pequeños cafés del pueblo, la mayoría de ellos mal iluminados, donde los hombres permanecen inmóviles durante horas ante sus copas discutiendo cada vez más alto. Saint-Justin contaba con seis cafés, aunque era cierto que tres de ellos sólo se llenaban los días de mercado.

—¿Esperaba, también usted, que llegasen a ir a los tribunales?

—Le aseguro, señor juez, que todo eso no me interesaba.

–¿Pero estaba al corriente de la situación?

–Igual que todo el mundo. Decían que la vieja Despierre, por astuta que fuese, había hecho un mal negocio y que a fin de cuentas Andrée tenía la sartén por el mango.

–¿Ignoraba usted si era verdad?

—¿Cómo iba yo a saberlo?

—¿En los once meses que duró su relación, su amante no le confió que se había casado en régimen de comunidad de bienes?

—Nosotros nunca hablábamos de su matrimonio.

En verdad habían hablado muy poco, y si hubieran estado más inspirados no hubieran hablado de aquello absolutamente nada. La prueba es que el juez Diem volvía una vez más al último jueves en la habitación azul.

—Pero usted se refirió a su futuro juntos.

–Eran frases sin sentido, no las pronunciábamos en serio.

—¿Andrée tampoco? ¿Está usted seguro? Permítame recordarle que dos meses antes de la muerte de su marido, ella ya preveía ese acontecimiento. —Él quiso protestar, pero el juez Diem proseguía—: Quizá no en términos precisos. Pero cuando preguntaba qué actitud tomaría usted cuando ella quedase libre, aludía a su desaparición.

Lo hubiera dado todo, un brazo, una pierna, un ojo, por que ciertas palabras no se hubieran pronunciado jamás. Se avergonzaba de haberlas escuchado sin protestar, odiaba al Tony frente al espejo, al que se secaba la sangre del labio orgulloso de estar desnudo en un rayo de sol, de ser un hermoso macho al que se admira, orgulloso de ver su esperma deslizarse por la vulva de una hembra.

—¿Te gustaría vivir siempre conmigo?

Al cabo de un rato:

—¿Aún sangras?

Ella se alegraba de haberle mordido, de obligarle a volver a casa mostrando a su mujer y a su hija las huellas de sus abrazos.

¿Qué le dirás si te pregunta?

Hablaba de Gisèle con ligereza, como si no tuviera importancia.

Le diré que me he dado un golpe…, por ejemplo, contra el parabrisas, al dar un frenazo.

Sentía tan claramente que aquella frase constituía una traición que, cuando Marianne, y no Gisèle, le habló de la hinchazón en el labio, cambió de excusa y reemplazó el parabrisas por un poste.

¿Té pasarías la vida entera conmigo?

Qué hubiera sucedido si el tren no hubiera silbado, como para avisarle, cuando ella pronunciaba con su voz profunda:

Oye, Tony. Si me quedase libre

¡Odiaba aquellas palabras!

¿Tú también lo harías?

¿Podía confesar al juez que había oído repicar aquellas frases en sus oídos durante todo el invierno, que volvía a oírlas en la mesa, en la cocina de cristales empañados, que hasta las había repetido para sí en el momento en que su hija abría los juguetes al pie del árbol de Navidad?

—Ahora el colmado de la Rue Neuve —continuaba implacablemente Diem—, las casas, las granjas y el caserío de La Guipotte pertenecen a las dos mujeres, y Andrée Despierre tiene derecho a exigir que el conjunto de los bienes salga a subasta pública para cobrar su parte de la herencia. —Dejó planear un largo silencio—. En Saint-Justin se ha hablado mucho de eso, ¿verdad?

—Creo que sí. Sí.

—¿Y no se ha dicho que la vieja Despierre no aceptaría ver que parte de sus bienes cae en manos extrañas? ¿No es esa la razón de que volviera a la tienda, junto a una nuera a la que detesta y a la que no dirige la palabra? La decisión dependía de Andrée. La decisión de Andrée dependía de la de usted… —No pudo evitar sobresaltarse, abrir la boca para no decir nada—. Le repito lo que se rumoreaba de boca en boca. Por eso le observaban, para ver qué partido tomaba. La vieja Despierre pertenece al pueblo, forma parte de él, aunque le reprochen su avaricia y su dureza.

»En cambio, los aires de Andrée nunca gustaron y sólo la toleraban en recuerdo de su padre. En cuanto a usted, no sólo es de origen extranjero sino que estuvo ausente durante diez años y la gente se preguntaba por qué motivo había vuelto.

—¿Adónde quiere llegar?

—A ningún lugar preciso. Se abrió el turno de apuestas. Muchos pensaban que pese a todo Andrée vendería, si fuera preciso con ayuda de los tribunales, y que una vez en posesión del botín se iría de Saint-Justin con usted.

»La persona a la que más compadecían era su esposa, pese a sus vagas relaciones con el pueblo. ¿Sabe cómo la llamaban algunos? “Esa mujer tan dulce que sufre tanto”. —Diem sonrió apoyando el índice sobre uno de los dossieres—. Todo lo que le estoy contando está aquí, en negro sobre blanco. Al final han hablado. Su abogado, se lo repito, posee una copia de este dossier. Hubiera podido asistir a estos interrogatorios. Fue él, de acuerdo con usted, quien prefirió dejarle que se las apañase solo.

—Yo le dije que lo hiciera.

—Lo sé. Pero no entiendo por qué.

Para qué explicarle que cuando se confesaba no le molestaba la presencia del sacerdote detrás de la reja, pero que una tercera persona le hubiera hecho enmudecer. Diem, pese a su fingida sorpresa, lo sabía tan bien que cuando abordaba algo delicado, un tema íntimo, hacía salir al secretario.

—Y ahora, señor Falcone, ¿qué tal si hablamos de las dos últimas cartas, la de finales de diciembre y la del 20 de enero?