No era de temperamento nervioso; en Poitiers le sometieron a varios test para averiguarlo, primero el psiquiatra de la cárcel, luego aquella extraña mujer con ojos de gitana, doctora en psicología, que a veces le parecía ridícula y a veces temible.
Más bien tendían a extrañarse de su calma, casi se la reprochaban, y alguien en los juzgados, el fiscal o el representante de la acusación particular, calificaría aquella calma de cínica y agresiva.
Era cierto que en general permanecía dueño de sí mismo, más inclinado a mantenerse en guardia y esperar los acontecimientos que a adelantarse a ellos.
Las dos semanas en Sables-d’Olonne ¿no habían sido semanas felices? Felices y un poco tristes, con repentinos accesos de ansiedad que no siempre lograba ocultar a su mujer y a su hija.
Llevaban la vida de la mayoría de los veraneantes, desayunaban en la terraza, Marianne ya en su traje de baño rojo, y a las nueve iban los tres a la playa, donde no tardaron en tener una especie de espacio reservado.
Les bastaron dos días para crearse costumbres, ritos, para conocer a sus vecinos en el comedor del Rocas Negras, saludar al anciano y a la anciana de la mesa de enfrente que dirigían gestos afectuosos a Marianne, fascinada por la barba del hombre.
—Si inclina un poco más la cabeza, la barba se le mojará en la sopa. Convencida de que aquello llegaría a pasar, cada día le espiaba.
Mañana y tarde, se sentaba la misma gente bajo los parasoles a su alrededor, la dama rubia que se untaba largamente el cuerpo de aceite y que, tumbada sobre el vientre, con los tirantes del traje de baño caídos, leía durante todo el día; los niños maleducados de los parisienses, que le sacaban la lengua a Marianne y que en el agua la empujaban…
Gisèle, desconcertada por su propia pasividad, tricotaba un jersey azul cielo que la niña llevaría en el colegio, y movía los labios contando los puntos.
¿Estaban resultando una mala idea aquellas vacaciones en Sables? Él jugaba con Marianne, la enseñaba a nadar, con el agua hasta el vientre y la mano bajo el mentón. También intentó enseñar a su esposa, pero en cuanto perdía pie, se aterraba, braceaba con desesperanza, se agarraba a él. Una vez que una ola inesperada la sumergió, le lanzó una mirada en la que él creyó leer miedo. No miedo del mar. Miedo de él.
Durante horas, se mostraba tranquilo, relajado, jugaba con la pelota, caminaba con Marianne hasta el final de la playa. Se pasearon los tres juntos por las estrechas calles del pueblo, visitaron la catedral, fotografiaron los barcos de pesca en el puerto, a las lugareñas con faldas plisadas y zuecos barnizados con grasa de pez.
Quizás eran diez mil llevando la misma existencia; y, cuando estallaba una tempestad, recogían sus cosas para precipitarse a los hoteles y los cafés.
¿Por qué, por momentos, se comportaba como un ausente? ¿Se reprochaba no estar en Saint-Justin, donde Andrée quizás estaba enviándole en vano una señal?
—A propósito de esa señal, señor Falcone…
Tras unas semanas en Poitiers, confundía las preguntas del juez Diem con las del psiquiatra. A veces decían las mismas cosas con palabras diferentes, en otro contexto. ¿Se reunían entre interrogatorio e interrogatorio con la esperanza de que acabara por contradecirse?
—¿Cuándo acordaron esa señal su amante y usted?
—La primera noche.
—¿Quiere decir en septiembre, junto a la carretera?
—Sí.
—¿De quién fue la idea?
—De ella. Ya se lo he dicho. Ella quería que nos encontrásemos en algún lugar que no fuera al lado de un bosque, y enseguida pensó en el hotel de mi hermano.
—¿Y en la toalla?
—Primero sugirió colocar una mercancía determinada en un rincón de uno de los escaparates.
Había dos escaparates, atiborrados de artículos de ultramarinos, piezas de algodón, delantales, zuecos. La tienda de los Despierre se encontraba en la calle mayor, a dos pasos de la iglesia, y para cruzar el pueblo había que pasar por delante.
El interior estaba oscuro, había dos mostradores llenos de mercancías y toneles, cajas contra las paredes, estanterías llenas de conservas y botellas, pantalones de dril, cestas de mimbre y jamones que colgaban del techo.
De todos los olores de su infancia, el que allí reinaba era el más fuerte, el más inefable, dominado por los efluvios de petróleo, porque las aldeas y las granjas aisladas aún no tenían electricidad.
—¿Qué mercancía?
—Pensamos en un paquete de almidón. Luego se le ocurrió que su marido podría cambiarlo de sitio sin que ella se diera cuenta, mientras estuviera en la cocina.
¿Cómo podían esperar, en unas semanas, incluso en unos meses, a razón de dos o tres horas al día, averiguarlo todo de una vida que les era tan extraña? No sólo su vida y la de Gisèle, sino también la de Andrée, de la señora Despierre, de la señora Formier, la vida del pueblo, las idas y venidas entre Saint- Justin y Triant. Sólo para comprender la habitación azul se necesitaría…
—Al final decidió que los jueves que pudiese reunirse conmigo en el hotel colgaría una toalla a secar en el alféizar de su ventana.
¡La ventana de su alcoba, la de Nicolas y ella! Porque dormían en la misma alcoba, encima de la tienda. Era una de las tres ventanas estrechas, con una barra de apoyo, más allá de la cual se apercibía, en la sombra, en la pared pardusca, una litografía en un marco negro y oro.
—Así que, cada jueves por la mañana…
—Yo pasaba delante de su casa.
¿Quién sabe si, mientras él pasaba el rato en traje de baño en la playa, Andrée le pedía socorro y si la toalla colgaba permanentemente en la barra de apoyo? Cierto que les había visto volver de Triant en el Dos Caballos, pero no sabía nada de su estado de ánimo.
—Me pregunto, señor Falcone, si, al proponerle a su esposa esas vacaciones…
—Ella acababa de hablarme de que Marianne estaba pálida.
—Lo sé. Usted aprovechó la ocasión. Una ocasión, quizá, para tranquilizarla, para representar al buen marido, al buen padre de familia, para disipar sus sospechas. ¿Qué piensa de esta explicación?
—Que es falsa.
—¿Sigue insinuando que su objetivo era alejarse de su amante?
Detestaba aquella palabra, pero no le quedaba más remedio que aceptarla.
—Más o menos.
—¿Había decidido ya no volver a verla?
—No tenía ningún plan preciso.
—¿La vio en los meses siguientes?
—No.
—¿Ella no volvió a hacerle la señal?
—Lo ignoro, porque a partir de entonces evité pasar delante de su casa los jueves por la mañana.
—¿Y eso, sólo porque una tarde vio usted a su marido salir de la estación y sentarse en la terraza del hotel para beberse un refresco? Es la única mujer, usted lo ha dicho, con la que haya conocido el amor físico en su plenitud. Si la memoria no me falla, usted habló de una verdadera revelación…
Era cierto, aunque no hubiera empleado esa palabra. En Sables-d’Olonne, a veces evocaba sin querer la habitación azul y apretaba los dientes de deseo. Otras veces se mostraba impaciente sin motivo, reñía a Marianne por cualquier cosa o se mostraba ausente, con la mirada dura. Gisèle y su hija se miraban y la madre parecía decirle a Marianne: «No hagas caso. Tu padre tiene problemas».
¿Y no las desconcertaba también notarle de repente demasiado suave, demasiado paciente, demasiado afectuoso?
—¿Es usted ambicioso, señor Falcone?
Tenía que pensarlo, porque nunca se había planteado esa pregunta. ¿Existen de verdad personas que se pasan la vida mirándose a un espejo e interrogándose sobré sí mismas?
—Depende de lo que usted entienda por eso. A los doce años yo trabajaba después de clases y durante las vacaciones para comprarme una bicicleta. Más tarde soñé con una moto y me fui a París. Cuando me casé con Gisèle se me ocurrió establecerme por mi cuenta. En Poitiers montábamos máquinas agrícolas que nos llegaban de Norteamérica en piezas separadas y me ganaba bien la vida.
—Su hermano también puso un negocio tras probar varios empleos.
¿Qué relación había entre las dos trayectorias?
No era el juez Diem, sino el profesor Bigot quien hablaba, despacio, como si pensase en voz alta.
—Me pregunto si el hecho de que ustedes tengan padres italianos, de que sean extranjeros en un pueblo francés… Tengo entendido que su padre es albañil.
El juez había pasado una tarde entera interrogando al viejo Falcone, habían ido a buscarle a su casita de La Boisselle.
—¿Qué sabe de su padre?
—Es de un pueblo muy pobre del Piamonte, Larina, a unos treinta kilómetros de Vercelli. Allí, en la montaña, donde hay mucha pobreza, la mayoría de los jóvenes emigran y mi padre hizo lo mismo a los catorce o quince años. Vino a Francia con un equipo que cavó un túnel, no sé cuál, en la región de Limoges; luego se trasladó a otros lugares a cavar más túneles…
Era difícil hablar de Angelo Falcone, al que en Saint-Justin todo el mundo llamaba Angelo, porque no era en absoluto un hombre corriente.
—Viajó mucho por Francia, de norte a sur y de este a oeste, y acabó por instalarse en La Boisselle.
En los recuerdos de Tony, ese seguía siendo un lugar sorprendente. Antaño, La Boisselle, a dos kilómetros y medio de Saint-Justin, había sido un convento edificado en el solar de una antigua fortaleza, con las piedras del castillo, y aún se veían trechos de los antiguos muros invadidos por las malas hierbas, fosos llenos de agua estancada en los que él había pescado ranas.
Sin duda, los monjes se dedicaban a la agricultura, porque, enmarcando el patio mayor, quedaban edificios de todas clases, cuadras, talleres, bodegas.
La mayor parte la ocupaban los Coutant, que poseían una decena de vacas, corderos, dos caballos de labranza, un cabrito viejo que mascaba tabaco. Los edificios que aún eran habitables y que no necesitaban los alquilaban.
Aquello constituía una pequeña y abigarrada colonia que incluía, además de los Falcone, a una familia checa y a otra venida de Alsacia con ocho hijos.
—Cuando usted nació, su padre ya era mayor.
—Tenía cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años cuando viajó a su pueblo del Piamonte del que se trajo a mi madre.
—¿Si no lo he entendido mal, decidió que había llegado la hora de casarse y fue a buscar una mujer a su tierra natal?
—Creo que así fue.
Su madre se llamaba de soltera Maria Passaris, y a su llegada a Francia tenía veintidós años.
—¿Hacían buena pareja?
—Nunca les oí discutir.
—¿Su padre seguía trabajando como albañil?
—No sabía hacer otra cosa y nunca se le ocurrió cambiar de oficio.
—Usted nació primero, y luego, al cabo de tres años, su hermano Vincent.
—Y luego mi hermana Angelina.
—¿Vive en Saint-Justin?
—Ha muerto.
—¿A una edad temprana?
—A los seis meses. Mi madre había ido a Triant, no sé por qué. Antes de venir a Francia nunca había salido de su pueblo. Aquí, en un país cuya lengua no hablaba, apenas salía de casa. Ese día, en Triant, se supone que se equivocó de puerta y que bajó del tren a la vía. Un expreso las arrolló, a ella y al bebé que llevaba en brazos.
—¿Qué edad tenía usted?
—Siete años. Mi hermano tenía cuatro.
—¿Fue su padre quien les educó?
—Sí. Al volver del trabajo cocinaba y limpiaba la casa. Antes no le conocía lo bastante para saber si el accidente le cambió.
—¿Qué quiere decir?
—Ya lo sabe. ¿No me lo ha preguntado ya? Tony se ponía agresivo.
—Sí.
—¿Usted qué cree? ¿La gente de aquí tiene razón? ¿Es mi padre un perturbado?
En Saint-Justin no decían perturbado. Decían simple. En cuanto a Bigot, incómodo, prefería responder sólo con un gesto vago.
—No sé si ha sacado usted algo en claro de él. Durante años mi hermano y yo sólo le oímos hablar cuando era indispensable. A los setenta y ocho, vive solo en la casa donde nacimos y sigue efectuando, aquí y allá, pequeños trabajos de albañilería.
»Se niega a instalarse en mi casa o en la de Vincent. Su única distracción es construir un pueblo en miniatura en su jardincillo. Lo empezó hace veinte años. La iglesia mide menos de un metro pero no le falta detalle.
»Se ve el hostal, el ayuntamiento, un puente sobre un torrente, un molino de agua, y cada año añade una o dos casas nuevas. Creo que es una reproducción exacta de Larina, su pueblo y el de mi madre.
No revelaba lo que pensaba. Su padre era un ser fallido, de inteligencia limitada, que, hasta pasados los cuarenta, se había acomodado a su soledad. Tony comprendía bastante bien su viaje a Larina para buscar mujer.
A su manera, Angelo había amado a aquella Maria Passaris, tan joven que podría ser su hija. No con palabras ni de manera muy efusiva, porque era un hombre que no exteriorizaba sentimientos.
Cuando murió junto con su hija, Angelo Falcone se encerró en sí mismo definitivamente y enseguida empezó a edificar en el jardín su extraño pueblo de muñecas.
—¡No está loco! —exclamó Tony, de repente, con fuerza.
Adivinaba lo que algunos debían de pensar, entre ellos, quizás el profesor Bigot.
—¡Yo tampoco estoy loco!
—Nadie ha dicho tal cosa.
—¿Entonces por qué me interrogan por sexta o séptima vez? ¿Porque los diarios hablan de mí como de un monstruo?
Aún no estaban en eso. En Rocas Negras, vivían en la playa, y les quedaba como un gusto de arena en la boca, y se encontraban arena en la cama y en el fondo de los bolsillos.
En quince días sólo llovió dos veces. El sol penetraba en los ojos y la piel hasta dar vértigo, sobre todo cuando uno miraba largo rato las olas de cresta blanca que venían lentamente de mar adentro, unas detrás de otras, y que al romper lanzaban miríadas de gotitas luminosas.
Marianne pilló una insolación. Al cabo de unos días, Tony se había puesto moreno y por la noche, al desnudarse, la piel lívida dibujaba el perfil del bañador. Gisèle, que no salía de la sombra del parasol, era la única que no había cambiado.
¿Qué ocurría mientras tanto en Saint-Justin, en la oscura tienda de los Despierre? ¿Y por la noche, en la habitación en que Andrée y Nicolas se desnudaban uno delante del otro?
¿Estaba la toalla de bordado rosa colgada en la barra de apoyo, como una señal de alarma? La madre de Nicolas, la del rostro pétreo, ¿había cruzado el jardín para tomar las riendas de la situación y vengarse al fin de su nuera?
Aquella gente de Poitiers, policías, magistrados, médicos, incluida la inquietante doctora en psicología, ¿creían que iban a aclarar la verdad, cuando apenas sabían algo de los Despierre, de los Formier y de tantos otros que también tenían su importancia?
¿Y de él, de Tony, qué sabían? Menos que él mismo, ¿no?
Sin duda la personalidad más importante de Saint-Justin era la señora Despierre, más importante y más temida que el alcalde mismo a pesar de que este era un rico tratante de animales. En un pueblo donde hombres y mujeres de la misma generación habían ido juntos al colegio, pocos eran quienes se atrevían a llamarla Germaine, y menos aún las mujeres que la tuteaban. Para todo el mundo, ella era la señora Despierre.
Tony se equivocaba, por supuesto, ya que ella apenas había pasado la treintena cuando él empezó a comprar para sus padres en el colmado: en sus recuerdos sólo la veía con los cabellos grises, del mismo gris que ahora. Detrás del mostrador, llevaba una bata gris y su rostro color tiza daba la única nota blanca al conjunto.
Él llego a conocer a su marido, un hombre enclenque, que también vestía una bata, demasiado larga para él, que llevaba quevedos y que tenía el gesto vacilante y la mirada asustada.
A veces se le veía vacilar, y su mujer se lo llevaba adentro y cerraba la tienda mientras las clientas se miraban con aire cómplice y asentían con la cabeza.
Tony había oído hablar de la enfermedad mucho antes de comprender que Despierre era epiléptico y que, detrás de la puerta cerrada, se debatía en convulsiones, echado en el suelo con las mandíbulas apretadas y la baba corriéndole por el mentón.
Recordaba su entierro, al que había asistido con los demás niños del colegio en filas, salvo Nicolas, que presidía el duelo con su madre.
Se decía que eran muy ricos y muy avaros. No sólo eran propietarios de varias casas del pueblo, sino que poseían dos grandes granjas, explotadas en régimen de aparcería, además del caserío de La Guipotte.
—¿Por qué, señor Falcone, eligió instalarse en Saint-Justin, de donde se marchó diez años atrás?
¿No había respondido ya? Le repetían las mismas frases tan a menudo que ya no lo sabía. Seguramente se contradecía, porque ni él mismo sabía las respuestas a tantos «por qué» y tantos «cómo».
—Quizás a causa de mi padre.
—Le veía muy poco.
Aproximadamente una vez a la semana. El viejo Angelo fue a su casa dos o tres veces y pareció incómodo. Gisèle, que para él era una extranjera, le impresionaba. Tony prefería bajar los sábados por la tarde a La Boisselle.
La puerta estaba abierta. No encendían las lámparas. Se oía el croar de las ranas en los estanques y los dos hombres, sentados en sillas de anea, dejaban pasar el tiempo sin decir palabra.
—Recuerde que mi hermano ya se había instalado en Triant.
—¿Está seguro de que no volvió por Andrée?
—¡Otra vez!
—¿Estaba usted al corriente de su matrimonio con su antiguo amigo Nicolas?
¡No! Eso fue una sorpresa. Entre los Despierre y los Formier había un abismo y las dos madres, más o menos de la misma edad, representaban mundos opuestos.
Si la señora Despierre era el prototipo de la campesina enriquecida, la mujer del doctor Formier era la imagen de cierta burguesía de provincias empobrecida pero que se niega a agachar la cabeza.
Su padre, el notario Bardave, tenía despacho en Villiers-le-Haut, y la familia venía frecuentando, de padres a hijos, a los dueños de los castillos del lugar, jugaban al bridge y cazaban con ellos desde hacía tanto que llegaban a creerse que formaban parte de aquel mundo.
No había dejado nada a sus hijos. El doctor Formier tampoco había legado nada a su mujer y a su hija, salvo una renta tan modesta que, aunque seguían viviendo en el castillo y vistiéndose como gente de la ciudad, no siempre llegaban a fin de mes.
¿Quién de las dos había propuesto a la otra aquella unión, la señora Despierre o la señora Formier?
¿Era orgullo, si no venganza, por parte de la tendera? ¿Deseo, por parte de la burguesa, de ver a su hija al abrigo de toda necesidad, de saber que un día sería rica y que, probablemente, no tardaría mucho en ser viuda?
—Al parecer, en el colegio, Nicolas era víctima de sus condiscípulos.
Cierto o falso, como todo lo otro. De salud delicada, a menudo presa de dolores de estómago, incapaz de participar en los juegos de los demás, a la fuerza tenía que convertirse en el hazmerreír de los chicos vigorosos. Le trataban de niña. Le acusaban de ser un llorica y de refugiarse en las faldas de su madre. Además, incapaz de defenderse, le chivaba al maestro las gamberradas que le hacían.
Tony no pertenecía al clan de sus torturadores. Quizá no era mejor que ellos pero, como extranjero, se encontraba un poco al margen.
Dos veces, la primera durante el recreo, la segunda a la salida del colegio, defendió a Nicolas sin saber que estaba enfermo.
La primera crisis le asaltó de repente, a los doce años y medio, en plena clase. Se oyó cómo un cuerpo caía al suelo, y cuando todo el mundo se volvió el profesor golpeó su pupitre con la regla.
—¡Que nadie se mueva de su sitio!
Fue en primavera. Los castaños del patio estaban en flor. Aquel año había una invasión de abejorros y en la clase seguían su torpe vuelo, en el que chocaban con las ventanas y las paredes.
Pese a la advertencia del profesor, todos los niños miraban a Nicolas y los rostros palidecían; algunos sintieron ganas de vomitar de tan impresionante como era el espectáculo.
—¡Todo el mundo al patio!
Fue la señal de una fuga general, pero los más valientes se acurrucaron enseguida junto a las ventanas para ver al profesor metiendo un pañuelo en la boca de Nicolas.
Uno de los chicos corrió a la tienda y no tardó en llegar la señora Despierre, vestida con su habitual bata gris.
—¿Qué están haciendo? —preguntaban los chicos a los que miraban por la ventana.
—Nada. Lo dejan en el suelo. Seguramente está muriéndose. Aquel día todos tenían mala conciencia.
—¿Habrá comido algo que le ha sentado mal?
—No. Dicen que su padre sufría los mismos ataques.
—¿Es una enfermedad contagiosa?
Un cuarto de hora o media hora más tarde —el tiempo no contaba— la señora Despierre cruzó el patio, llevando de la mano a su hijo, que había recuperado su aspecto habitual y parecía sorprendido.
No sufrió más crisis en la escuela. Por lo que Tony pudo entender, siempre las presentía, a veces con varios días de antelación, y entonces su madre le retenía en casa.
En casa de la señora Despierre no se hablaba de aquello. Era un tema prohibido. Sin saber por qué, todo el mundo consideraba que aquella enfermedad era una vergüenza.
Nicolas no fue al instituto de Triant, no hizo el servicio militar ni frecuentó los bailes. No tuvo ni bicicleta ni moto, y no conducía el Dos Caballos.
A veces permanecía en silencio durante ocho días, taciturno, desconfiado y mirando a la gente como si le quisieran hacer daño. No bebía alcohol, ni siquiera vino, y su estómago sólo toleraba alimentos de régimen.
¿Pensó Tony en él con malestar, aquella noche de septiembre, al borde de la carretera, ante el cuerpo semidesnudo de Andrée?
—¿No le guardaba usted rencor, más o menos conscientemente, por ser rico?
Se encogía de hombros. Cierto que antes de saber que Nicolas era un enfermo, antes de la primera crisis en el colegio, le había envidiado, con una envidia infantil: soñaba con cajas de caramelos multicolores, con estuches de metal llenos de galletas en los que Nicolas, pensaba él, podía zambullirse, mientras que él sólo tenía derecho, de vez en cuando, a las golosinas más baratas.
—Cuando se enteró usted de su boda, ¿no se le ocurrió que él, en cierta forma, había comprado a Andrée, o que su madre la había comprado para él?
Quizás. Había despreciado un poco a la «estatua», porque se negaba a creer que se casase por amor.
Luego la había compadecido. También él, de niño, a veces había pasado hambre, pero no vivía en el castillo y no tenía que darse aires.
Ignoraba los acuerdos previos a la boda. Tal como eran las madres, cada una debió de poner sus condiciones. Vivían una casi enfrente de la otra. El castillo estaba a la derecha de la iglesia, junto al presbiterio. Al otro lado de la plaza, en la esquina de la Rue Neuve, entre la alcaldía y la escuela, se alzaba el colmado Despierre.
Hubo una gran boda de blanco y un banquete en el hostal, del que aún se hablaba, pero los recién casados no se fueron en viaje de novios y pasaron la noche de bodas en la habitación, encima de la tienda, que a partir de entonces ocuparon.
La señora Despierre se retiró a una casa de una sola planta que daba al jardín, de manera que una veintena de metros la separaban de su hijo y su nuera.
Al principio se veía a las dos mujeres tras el mostrador, y la madre seguía ocupándose de la cocina. De la limpieza se encargaba una vieja del lugar, calzaba zapatos de hombre y venía cada día.
Todo el mundo las observaba y pronto se notó que la señora Despierre y Andrée sólo se dirigían la palabra por las necesidades del comercio.
Más adelante la madre empezó a comer en su casa. Al final, al cabo de unos meses, dejó de vérsela en la tienda y en la casa, mientras que su hijo cruzaba el jardín dos o tres veces al día para ir a abrazarla.
¿Significaba eso que Andrée había ganado la partida? Cuando se casó, ¿estaba decidida a desplazar poco a poco a su suegra?
Ocho veces se había visto con ella en la habitación azul y nunca sintió la curiosidad de preguntarle eso, prefería no saber, no pensar demasiado en aquella parte de la vida de Andrée, a la que conocía, más que nada, desnuda y entregada.
Sentía confusamente una verdad pero era incapaz de expresarla. Brotaba, le parecía, de las frases pronunciadas el 2 de agosto, aquel famoso 2 de agosto que él vivió de forma cándida, sin darse cuenta de que sería tan analizado y que los diarios le dedicarían titulares y varias columnas.
El reportero de un gran periódico parisiense lanzaría incluso una fórmula que todos sus colegas repetirían: «Los amantes frenéticos».
—¿Te pasarías la vida entera conmigo?
Él respondió:
—Claro.
No lo negaba. Fue él quien contó al juez esta conversación. Pero lo importante era el tono. Él hablaba sin creerlo. No era real. En la habitación azul nada era real. O mejor, se trataba de una realidad diferente, incomprensible fuera.
Había intentado explicárselo al psiquiatra. Al principio, Bigot parecía comprender, pero al cabo de un rato, con cualquier pregunta u observación, demostraba que no había comprendido nada.
Si Tony hubiera planeado vivir con ella, no hubiese dicho:
—¡Claro!
Ignoraba lo que hubiera respondido, pero hubiera encontrado otras palabras. Andrée no se había dejado engañar, ya que insistió:
—¿Tan seguro estás? ¿No tendrías miedo?
—¿Miedo de qué?
—¿Te imaginas cómo pasaríamos los días?
—¡Acabaríamos por acostumbrarnos!
—¿A qué?
¿Era aquello real? ¿Le hubiera hablado así a Gisèle? Ella seguía el juego, saciada, con las piernas abiertas.
—A nosotros.
Y, precisamente, sólo en la cama eran una pareja, sólo en la habitación azul que, con una especie de frenesí, por hablar como el periodista, impregnaban de su olor.
Fuera nunca habían sido pareja, salvo el rato que hicieron el amor por primera vez entre las altas hierbas y las ortigas a orillas del bosque de Sarelle.
—Si no la amaba, cómo explica…
¿Qué entendían por amar? ¿Podía el profesor Bigot proporcionarle una definición de esa palabra, él, que pretendía mantenerse en un terreno científico? ¿Cómo amaba su hija, que acababa de casarse, a su marido?
¿Y el pequeño juez, el señor Diem, con su aureola de cabellos desordenados? Su mujer acababa de darle su primer hijo y, como todos los padres jóvenes, como le había pasado a Tony, se levantaría por la noche para darle el biberón. ¿Cómo amaba a su mujer?
Para responderles, hubiera tenido que contarles momentos que no se cuentan, momentos de los que había vivido en Sables-d’Olonne.
—¿Por qué eligió Sables en vez de alguna playa de Vendée o de Bretaña?
—Porque ya fuimos allí el primer año de nuestro matrimonio.
—¿Así pues, pudo creer su mujer que era un peregrinaje, que usted le daba a ese lugar un valor sentimental? ¿No es eso exactamente lo que hubiera hecho usted si hubiera querido atenuar sus sospechas?
Sólo podía morderse los labios y hervir por dentro. Rebelarse no hubiera servido de nada.
¿Contarle el último día en la playa? Primero la mañana… Acostado bajo el parasol, de vez en cuando echaba una mirada a su mujer, que, sentada en una tumbona a rayas, se apresuraba para terminar el jersey azul cielo.
—¿En qué piensas? —le preguntó ella.
—En ti.
—¿Qué piensas?
—Que he tenido suerte de encontrarte.
Sólo en parte era verdad. Oía a Marianne, detrás de él, haciendo ver que leía el texto de un libro con dibujos, y había empezado a pensar que, dentro de doce o quince años, se enamoraría, se casaría, que les dejaría para compartir la vida con un hombre.
O sea, con un desconocido, porque las personas no se conocen en unos meses, ni en dos o tres años.
Fue así como llegó a Gisèle. La miraba tricotar, seria y relajada. En el momento en que ella le hizo la pregunta, él precisamente estaba preguntándose en qué pensaba ella.
En realidad, ignoraba qué opinión tenía de él, cómo le veía, cómo juzgaba sus actos y sus gestos.
Llevaban siete años casados. Intentó imaginar cómo sería su vida más tarde. Envejecerían poco a poco. Marianne se convertiría en una jovencita. Asistirían a su boda. Un día les anunciaría que está esperando un bebé y en la clínica el padre tendría preferencia sobre ellos.
¿Y no sería a partir de ese momento cuando Gisèle y él se amarían de verdad? ¿No se necesitan años para aprender a conocerse, con muchos recuerdos en común, recuerdos como el de la mañana que estaban viviendo en ese instante?
Sin duda el espíritu de su mujer seguía caminos paralelos, porque, al cabo de un rato, murmuró:
—Me impresiona pensar que Marianne va a empezar a ir al colegio.
¡Él ya había llegado a la boda!
Su hija notaba que allí se lo podía permitir todo, y usaba y abusaba de su padre. Aquel mediodía más que nunca. No le dejó un momento en paz.
La marea estaba baja, el mar lejano, fuera del alcance. Durante más de una hora tuvo que ayudar a Marianne a edificar un enorme castillo de arena, o, mejor, tuvo que trabajar a sus órdenes, y, como el viejo Angelo en su jardín, ella siempre exigía algo más, un contrafuerte, un foso, un puente levadizo.
—Ahora vamos a buscar conchas para pavimentar el patio y el camino de ronda.
—Cuidado con el sol. Ponte el sombrero. En un bazar le habían comprado un sombrero de gondolero veneciano.
Gisèle no se atrevía a añadir: «¡Deja a tu padre tranquilo!».
Padre e hija, cada uno con un cubo rojo en la mano, recorrieron la playa de punta a punta, mirando al suelo, atentos al fulgor de una concha en la arena oscura, tropezando a veces con la pierna de un bañista tumbado o esquivando por poco una pelota.
¿Sentía que estaba cumpliendo un deber, que se hacía perdonar una debilidad, purgar una falta? Hubiera sido incapaz de responder con total sinceridad. Lo que sabía era que aquel paseo al sol, acompañado por la voz aguda de su hija, fue a la vez dulce y melancólico.
Estaba contento y triste. No a causa de Andrée, ni de Nicolas. No recordaba haber pensado en ellos. Hubiera podido decir: alegre y triste como la vida.
Cuando dieron media vuelta a la altura del Casino, cuya música les llegaba, el camino se les hizo largo, el final lejano, sobre todo a Marianne, que arrastraba los pies.
—¿Estás cansada?
—Un poco.
—¿Quieres que te lleve en hombros?
Ella se rio, mostrando los huecos en su dentadura.
—Soy demasiado mayor.
Cuando tenía dos o tres años, aquel era su juego favorito. Cada noche la subía así a su habitación.
—Se reirían de ti —añadió, tentada.
La izó, y, como ella le agarraba la cabeza, él llevaba los dos cubos.
—¿Peso mucho?
—No.
—¿Es verdad que soy flacucha? ¿Quién te lo ha dicho?
—Roland.
Era el hijo del herrero.
—Tiene un año menos que yo y pesa veinticinco kilos. Yo sólo peso diecinueve. Me pesaron antes de salir, en la báscula del colmado.
—Los chicos pesan más que las chicas.
—¿Por qué?
Gisèle les miraba llegar, soñadora, quizás un poco emocionada. Él depositó a la niña en la arena.
—Ayúdame a colocar las conchas.
—¿No te parece que exageras, Marianne? Tu padre ha venido aquí a descansar. Pasado mañana vuelve al trabajo.
—Ha sido él el que quería llevarme a cuestas. Sus miradas se cruzaron.
—Para ella también es el último día de vacaciones —dijo él con tono ligero para excusar a su hija.
Ella no añadió nada, pero a Tony le pareció leer gratitud en su mirada.
¿Gratitud por qué? ¿Por haberse dedicado a ellas dos durante quince días?
Le parecía natural.