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Su casa se levantaba a media pendiente, rodeada de un jardín, y un prado la separaba de la casa de las hermanas Molard, vieja y gris, con techo de pizarra; luego estaba la forja y, finalmente, cien metros más abajo, el pueblo con calles de verdad, unas fachadas junto a otras, pequeños cafés, tiendas. A la gente del lugar no le gustaba la palabra pueblo y decía la ciudad, una gran ciudad de mil seiscientos habitantes sin contar las tres aldeas que dependían de ella.

—¿Te has pegado con alguien, pap? —Se había olvidado del mordisco de Andrée—. Tienes el labio todo inflado.

—Me he dado un golpe.

—¿Contra qué?

—Contra un poste, en la calle, en Triant. Ya ves lo que pasa cuando uno anda por la calle sin fijarse bien en lo que hace.

—¡Mamá! Pap se ha dado contra un poste… Su mujer salió de la cocina, con un delantal a cuadritos y una cacerola en la mano.

—¿Es verdad, Tony?

—No ha sido nada, mira.

La madre y la hija se parecían tanto que a veces, cuando estaban juntas, él se sentía un poco turbado.

—¿Has pasado mucho calor?

—No demasiado. Ahora tengo que acabar un trabajo en el despacho.

—¿Podremos cenar a las seis y media?

—Espero que sí.

Cenaban temprano porque Marianne se acostaba a las ocho. La niña también llevaba un delantal a cuadritos azules. Acababa de perder dos dientes de leche, los delanteros, y los dos huecos le daban una expresión casi patética. Por unas semanas, parecía que fuese a la vez una niña y una viejecita.

—¿Puedo ir contigo, pap? Te prometo que no haré ruido.

El despacho, con sus paredes verdes y sus montones de prospectos en estanterías de madera blanca, daba a la carretera y Tony estaba ansioso de ver pasar el Dos Caballos.

Al lado se encontraba lo que el arquitecto llamaba la sala de estar, la habitación más grande de la casa, concebida a la vez como comedor y salón.

Ya la primera semana comprobaron que para Gisèle era incómodo ir y venir con los platos y levantarse de la mesa para vigilar las cacerolas, y habían acabado comiendo en la cocina.

Era espaciosa y alegre. Había un cuartito trasero para la colada y la plancha. Todo estaba bien concebido, todo era de una pulcritud extrema, sin lugar para el desorden.

—Su mujer, por lo que me cuenta, es una excelente ama de casa.

—Sí, señor juez.

—¿Por eso se casó con ella?

—Cuando me casé, no lo sabía.

En realidad hubo tres etapas, si no cuatro. La primera en Saint-Justin, en su casa, cuando el brigada de gendarmería, y luego el teniente, le acosaron con preguntas sexuales que él no entendía. Después, en Poitiers, llegó el turno del inspector Mani, que citaba fechas, cotejaba horarios, reconstruía sus idas y venidas.

Su forma de pensar no les interesaba, sobre todo a los gendarmes, o más bien nada les sorprendía, porque su vida privada se parecía bastante a la de él.

Más tarde, con el juez Diem, con el psiquiatra, incluso con su abogado, todo iba a ser muy distinto. Cuando comparecía, por ejemplo, ante el juez de instrucción, Tony venía de la cárcel, del coche celular que enseguida le llevaría de vuelta allí, mientras que el magistrado regresaría a su casa para almorzar o cenar.

El que más le desazonaba era Diem, quizá porque tenían más o menos la misma edad. El juez era un año más joven que él y se había casado dieciocho meses antes. Su mujer acababa de tener el primer bebé. El padre del juez, que no tenía fortuna, trabajaba como jefe de una oficina de la seguridad social, y Diem se había casado con una mecanógrafa. Vivían en un piso modesto, de tres habitaciones y cocina, en el barrio nuevo.

¿No deberían entenderse?

—¿Exactamente de qué tenía usted miedo aquella noche?

¿Qué responder? De todo. De nada en particular. Nicolas no habría confiado la tienda a su madre y tomado el tren sin un motivo grave. No se había presentado en Triant sólo para sentarse ante un velador en la terraza del Hôtel des Voyageurs y beber un refresco.

Cuando Tony se fue, Andrée seguía desnuda, en la cama de la habitación azul, y no manifestaba intención de moverse.

—¿Considera a Nicolas un hombre violento?

—No.

Pero de todas formas era un enfermo que, desde la infancia, vivía recluido en sí mismo.

—¿Se preguntó usted, en Triant, si iba armado? No lo había pensado.

—¿Temía por su hogar?

Diem y él no lograban situarse en el mismo terreno, ni usar palabras que significasen lo mismo para los dos. Había un malentendido permanente.

Fingía trabajar, con un montón de facturas delante, con un lápiz en la mano, y de vez en cuando trazaba una cruz inútil al lado de una cifra, para disimular.

Sentada a sus pies, su hija jugaba con un cochecito al que le faltaba una rueda. Él veía la carretera, a unos veinte metros, más allá del césped y de la verja blanca, y luego, al pie de un prado, la parte trasera de las casas del pueblo, los patios, los jardincillos llenos de dalias en flor. En alguna parte, el amarillo y el corazón negro de un enorme sol resaltaba sobre la pintura de un muro, cerca de un tonel.

Al volver, había consultado maquinalmente el despertador, que marcaba las seis menos cuarto. A las seis y veinte Gisèle vino a preguntarle:

—¿Puedo servir la cena como de costumbre?

—Espera un poco. Antes de cenar quiero acabar esto.

—¡Tengo hambre, pap!

—No tardaremos mucho, pequeña. Si me retraso, empieza a cenar con mamá.

Fue en aquel momento más o menos cuando sintió un pánico que no había sentido antes, cuando, con la ropa en la mano, se refugiaba en el segundo piso del hotel. Una angustia física, un espasmo en el pecho, una fiebre súbita que le forzó a levantarse y plantarse delante de la ventana.

Cuando encendió un cigarrillo la mano le temblaba. Las piernas le fallaban.

¿Presentimiento? Se lo comentó al psiquiatra, o, más bien, el profesor Bigot le llevó a hablar de ello.

—¿No le había pasado nunca?

—No. Ni siquiera cuando salí indemne por milagro de un accidente de coche. Y eso que entonces, al encontrarme sentado en el campo y sin un rasguño, rompí a llorar.

—¿Temía a Nicolas?

—Siempre me ha impresionado.

—¿Ya en el colegio?

Afortunadamente, cuando la aguja del despertador aún no había llegado a la media, apareció el Dos Caballos en lo alto de la cuesta. Pasó ante la casa, con Andrée al volante y su marido al lado, y ni ella ni él miraron hacia donde él se encontraba.

—Cuando quieras, Gisèle.

—Entonces, a la mesa. Ve a lavarte las manos, Marianne.

Habían empezado a cenar como cualquier otro día: sopa, una tortilla de jamón, ensalada, queso y, de postre, melocotones.

Bajo las ventanas se extendía el huerto que su mujer y él cultivaban, y donde Marianne, en cuclillas, se pasaba las horas muertas arrancando malas hierbas.

Las judías habían alcanzado la cima de sus estacas. Tras la rejilla del corral picoteaba una docena de gallinas blancas, de raza Leghorn, y en la sombra de la conejera se adivinaban los conejos.

En apariencia, el día terminaba como cualquier otro día de verano. Por la ventana abierta entraba un aire tibio, a veces una racha fresca. El herrero, el gordo Didier, seguía batiendo su yunque. La naturaleza estaba en calma y se preparaba lentamente para la noche.

Las preguntas del profesor Bigot casi siempre eran inesperadas.

—Desde esa noche, ¿tuvo usted la impresión de haberla perdido?

—¿A quién? ¿A Andrée?

Se sorprendió, porque no lo había pensado.

—Desde hacía once meses vivía usted lo que no es exagerado llamar una gran pasión…

No se le había ocurrido aquella palabra. Deseaba a Andrée. Después de varios días sin ella, le obsesionaba el recuerdo de las horas tumultuosas y ardientes que habían vivido, el recuerdo de su olor, de sus senos, de su vientre, de su impudicia. Acostado junto a Gisèle, se pasaba horas sin conciliar el sueño, hechizado por fantasías fabulosas.

—¿Qué te parecería si fuéramos al cine?

—¿A qué día estamos?

—A jueves.

Gisèle se sorprendió un poco. En general, iban al cine una vez por semana, en Triant, que sólo estaba a doce kilómetros.

Las demás noches, Tony trabajaba en su despacho mientras su mujer lavaba los platos y luego iba a coser o remendar calcetines a su lado. A veces se interrumpían el uno al otro para cambiar unas frases, casi siempre sobre Marianne, que en octubre entraría en el colegio.

Más raro era que se sentasen fuera, con la espalda apoyada en la casa, de cara al crepúsculo, los tejados grises y los tejados rojos bajo la luna, la oscura masa de los árboles cuya enramada emitía un suave rumor.

—¿Qué echan?

—Una película americana. He visto el anuncio, pero no recuerdo el título.

—Si quieres. Avisaré a las Molard.

Cuando salían de noche, venían a cuidar de Marianne las hermanas Molard, tanto una sola como las dos. La mayor, Léonore, tenía treinta y siete o treinta y ocho años; Marthe era un poco más joven. En realidad, ni una ni otra tenían edad y sin darse cuenta iban a convertirse en solteronas.

Las dos tenían la cara redonda, lunar, con los rasgos como borrados, y vestían la misma ropa, los mismos abrigos, los mismos sombreros, igual que suelen hacer las gemelas.

A menudo eran las únicas fieles a la misa de las siete, donde cada mañana comulgaban, y no se perdían ni las vísperas ni la bendición. Ayudaban al párroco Louvette a mantener limpia la iglesia, ponían flores en los altares, cuidaban el cementerio, y también velaban a los moribundos y lavaban a los muertos.

Eran costureras, y al pasar delante de su casa se las podía ver trabajando detrás de la ventana o mimando a un gato gordo, de color café con leche.

A Marianne no le gustaban.

—Huelen mal —decía.

Es verdad que desprendían un olor particular, el que se huele en los almacenes de tejidos y que también se percibe en las iglesias, además de un tufo a cuarto de enfermo.

—¡Son feas!

—Si no te hiciesen compañía, te quedarías sola en casa.

—No tengo miedo.

Gisèle sonreía, con una sonrisa muy suya, muy fina, que apenas le estiraba los labios, como si se esforzase por guardarla en su interior.

—¿Atribuye esta actitud a la discreción?

—Sí, señor juez.

—¿Qué entiende usted por eso? ¿La facultad de guardar un secreto?

¡Palabras!

—No es exactamente eso. A ella no le gustaba hacerse notar. Temía ocupar demasiado espacio, molestar a la gente, pedirles un favor.

—¿De jovencita ya era así?

—Creo que sí. Por ejemplo, al salir del cine o de un baile nunca hubiera confesado que tenía sed, para no hacerme gastar dinero.

—¿Tenía amigas?

—Sólo una, una vecina mayor que ella con la que daba largos paseos.

—¿Qué le sedujo en ella?

—No sé. Nunca me lo he preguntado.

—¿Le parecía tranquilizadora?

Tony miraba al juez fijamente a la cara, tratando de comprender.

—Pensé que sería…

No encontraba la palabra.

—¿Una buena esposa?

No era eso con exactitud, pero se resignó a decir que sí.

—¿Usted la quería?

Y, como él callaba: —¿Deseaba acostarse con ella? ¿Lo hizo antes del matrimonio?

—No.

—¿No la deseaba?

Claro que sí, pues se había casado con ella.

—¿Y ella? ¿Cree usted que le quería o que le interesaba el matrimonio en sí mismo?

—No lo sé. Creo…

¿Qué respondería el juez si él le hiciera la misma pregunta? Formaban una buena pareja, eso era todo. Gisèle era limpia, activa, discreta, estaba en su sitio en la casa nueva.

A él, por la noche, le alegraba volver a casa y, hasta Andrée, no había tenido aventuras serias, aunque aprovechaba las ocasiones.

—¿Quiere decir que nunca se le ocurrió la idea de divorciarse?

—Así es.

—¿Durante los últimos meses tampoco?

—En ningún momento.

—Sin embargo, le dijo a su amante…

Entonces, de repente, alzaba el tono, incluso daba un puñetazo sin darse cuenta en la mesa del pequeño juez.

¡Pero demonios, yo nunca decía nada en serio! ¡Era ella la que hablaba! Seguía desnuda en la cama. Yo estaba desnudo delante del espejo: acabábamos de… En fin, lo sabe usted tan bien como yo. En esos momentos las palabras no importan. Apenas oía lo que me decía. Mire, durante un buen rato, seguí con la mirada una abeja…

De repente le volvía la imagen de la abeja: hasta había abierto las persianas para dejarla salir.

—Yo respondía con la cabeza. Asentía o no mientras pensaba en otra cosa.

—¿En qué, por ejemplo?

Era demasiado deprimente. Tenía ganas de volver a la jaula del coche celular donde no le preguntarían nada.

—No lo sé.

Gisèle había corrido a avisar a las señoritas Molard mientras él acostaba a Marianne y luego, como siempre que se había visto con Andrée en Triant, se duchaba y cambiaba de ropa. En el piso de arriba había tres habitaciones y un cuarto de baño.

—Si tenemos más hijos, los niños podrán dormir en un cuarto y las niñas en el otro —había dicho Gisèle, en la época en que discutían sus proyectos.

Seis años después, seguían sin más niños aparte de Marianne y la tercera habitación sólo había sido utilizada una vez, cuando los padres de Gisèle vinieron a pasar las vacaciones en Saint-Justin.

Vivían en Montsartois, a seis kilómetros de Poitiers. Germain Coutet, fontanero, era un hombre grueso, de aspecto de gorila, rostro rojizo y voz sonora, cuyas frases empezaban por: «Como yo siempre digo…», «Yo afirmo que…».

Desde el primer día, habían notado que estaba celoso de su yerno, del despacho claro y ordenado, de la cocina moderna y sobre todo del hangar plateado donde se alineaba la maquinaria.

—Yo sigo pensando que un obrero se equivoca al instalarse por cuenta propia…

A las ocho de la mañana empezaba su primera botella de vino tinto y no paraba de beber en todo el día. Se le encontraba en todas las tabernas del pueblo, y, desde fuera, se oía su voz tronante. Aunque nunca estaba borracho, a medida que iba llegando la noche se ponía más categórico, casi agresivo.

—¿Quién se va de pesca cada domingo? ¿Tú o yo? ¡Vale! ¡Uno a cero! ¿Quién tiene tres semanas de vacaciones pagadas? ¿Y quién, cada noche después de trabajar, no tiene que romperse los cuernos haciendo números?

Su mujer, grasa y pasiva, con el vientre salido, evitaba contrariarle. ¿Explicaba eso el carácter apagado de Gisèle?

Hacia el final de su estancia se produjo alguna escaramuza, y los Coutet no volvieron de vacaciones a Saint-Justin.

Tras avisar a las hermanas Molard, Gisèle no solamente había tenido tiempo de lavar los platos, sino que se había cambiado. Apenas movía el aire a su alrededor, nunca daba la impresión de apresurarse y su trabajo se hacía como por arte de magia.

Un último buenas noches a Marianne, en la penumbra tibia del dormitorio. Abajo, las señoritas Molard ya se inclinaban sobre sus bordados.

—Que se diviertan.

Todo esto era familiar; no se era consciente de ello de tantas veces como se había repetido.

El motor giró. Sentados juntos en el asiento delantero de la camioneta, dejaron a su espalda el pueblo, donde alguien se demoraba cultivando su jardín, mientras que la mayoría de los vecinos, sentados en sillas delante de sus casas, aprovechaban el frescor de la noche, sin decir nada, algunos escuchando la radio que resonaba a sus espaldas, en una habitación vacía.

Al principio avanzaron en silencio, cada uno pensando en sus cosas.

—Dime, Tony… —Como no continuaba, él se preguntó, con una presión en el pecho, qué iba a decirle—. ¿No te parece que, desde hace algún tiempo, Marianne está muy pálida? —Su hija siempre había sido delgada, con brazos y piernas largas, y nunca había tenido buen color—. Hace un rato se lo he comentado al doctor Riquet, me lo he encontrado al salir del colmado…

¿No le había llamado la atención la ausencia de Nicolas, que se había hecho sustituir por su madre tras el mostrador? ¿Había empezado a hacerse preguntas?

—Según él, disfrutamos de un aire puro, pero los niños necesitan cambios. Nos aconseja que cuando podamos, el año que viene, por ejemplo, la llevemos al mar.

Él fue el primero en sorprenderse por la rapidez de su decisión.

—¿Por qué no este año? —respondió.

Ella no se atrevía a creerle. Desde que se instalaron en Saint-Justin nunca habían disfrutado de vacaciones porque el verano era la estación más activa de Tony. Habían comprado el terreno con sus ahorros, pero aún les quedaban varios años para pagar la casa y el hangar.

—¿Crees que podemos?

Sólo una vez, el primer año de su matrimonio, cuando aún vivían en Poitiers, pasaron quince días en Sables-d’Olonne, donde alquilaron una habitación amueblada en casa de una vieja y Gisèle preparaba las comidas en un infiernillo de alcohol.

—Ya estamos en agosto. Me temo que no encontraremos nada libre.

—Iremos a un hotel. ¿Te acuerdas de aquel hotel, al final de la playa, un poco antes del bosque de pinos?

—Las Rocas Grises. ¡No! ¡Las Rocas Negras!

Habían cenado allí una noche, un lenguado enorme para celebrar el cumpleaños de Gisèle, y el moscatel la había mareado un poco.

Tony estaba contento de su decisión. Así, por una temporada, cortaba amarras con Andrée y Nicolas.

—¿Cuándo crees que…?

—Luego te lo digo.

Antes de fijar la fecha y estar seguro de su marcha tenía que hablar con su hermano. De hecho, si llevaba a su mujer al cine era para hablar con Vincent. Pasó ante el Hôtel des Voyageurs sin detenerse y tomó la Rue Gambetta, donde encontró aparcamiento a unos metros del Olympia. En las aceras, la gente del lugar se distinguía de los parisienses por su pose, su forma de caminar, de mirar los escaparates iluminados.

Siempre escogían las mismas butacas, en el anfiteatro. En el entreacto, tras las noticias, el documental y unos dibujos animados, él propuso:

—¿Vamos a beber una cerveza en el bar de Vincent?

Casi todas las mesas de la terraza estaban ocupadas. Françoise les encontró una libre y la limpió con la bayeta que llevaba en la mano.

—Dos cervezas, Françoise. ¿Está mi hermano?

—En el mostrador, señor Tony.

En el café, donde la luz parecía amarilla, unos hombres jugaban a las cartas, clientes fijos que Tony había visto cien veces en el mismo rincón, con otros clientes que les observaban y comentaban las jugadas.

—¿Qué hay?

Su hermano le respondió en italiano. Era extraño, porque, al nacer en Francia, sólo hablaban aquella lengua con su madre, que nunca pudo aprender el francés.

—No sé qué ha pasado exactamente. Creo que todo va bien. Él estaba allí, en la terraza…

—Ya lo sé. Le vi desde arriba.

—Ella bajó diez minutos después de que te fueras, serena, como si no pasase nada, y cruzó el café diciéndome:

—Déle las gracias a su mujer de parte mía, Vincent…

»Hablaba bastante alto para que su marido la oyera. Salió con el mismo paso, con el bolso en la mano. En el momento de doblar la esquina de la Rue Gambetta hizo como si descubriera a Nicolas.

»—¡Tú! ¿Qué haces aquí?

»Se sentó frente a él y no oí el resto de su conversación.

—¿Parecía que estuviesen discutiendo?

—No. En determinado momento, ella abrió el bolso para darse polvos y lápiz de labios tranquilamente.

—¿Y él, cómo estaba?

—Con él nunca se sabe. ¿Tú le has visto reír alguna vez? Creo que ella se ha librado, pero yo en tu lugar… ¿Has venido con Gisèle?

—Está en la terraza.

Vincent fue a saludarla. El aire era suave, el cielo estaba despejado. Un expreso cruzó la estación sin detenerse ni aminorar. En la Rue Gambetta, Gisèle posó la mano sobre el brazo de su marido como solía hacer cuando daban un paseo.

—¿Está contento tu hermano con sus negocios?

—Es una temporada buena. Cada año vienen más turistas.

Vincent no había tenido que comprar el inmueble, sólo el negocio, porque el propietario, que llevaba el hotel antes que él y que se había retirado a La Ciotat, no quería vender.

Partiendo de donde habían partido, los dos hermanos se habían apañado bastante bien y ya habían recorrido un buen trecho del camino.

—¿Has visto a Lucia?

—No. Estaría en la cocina. No me ha dado tiempo de ir a darle un beso.

Sentía un malestar indefinible y no era la primera vez. Gisèle no ignoraba que él había estado esa tarde en Triant. Pero no le preguntaba si entonces había visto a su hermano.

En algunos momentos hubiera preferido que le hiciera preguntas, aunque fueran embarazosas. ¿Era verosímil que se desinteresase de su vida fuera de casa, cuando a fin de mes le ayudaba con las cuentas y por consiguiente estaba al corriente de sus negocios?

¿Sospechaba algo y prefería guardarse las sospechas?

Aceleraron el paso porque oyeron el timbre del cine y algunos espectadores salían deprisa del pequeño bar de al lado.

Sólo de regreso a casa, en la oscuridad del coche cuyos faros hacían surgir paisajes en blanco y negro como los de la película, él acabó por decir:

—Estamos a jueves. —Sólo esa palabra le sonrojaba. ¿No evocaba el cuarto azul, el cuerpo mórbido de Andrée, sus piernas abiertas, el sexo oscuro que lentamente goteaba semen?—. Podríamos irnos el sábado. Mañana telefonearé al Rocas Negras. Si tienen dos habitaciones libres, o incluso una en la que puedan poner una cama para Marianne…

—¿Puedes dejar así tus negocios?

—Si es necesario, me acercaré una o dos veces. —Se sentía liberado, por el mero hecho de darse cuenta del peligro del que había escapado—. Nos quedaremos allá un par de semanas, los tres tumbados en la playa sin hacer nada.

De repente desbordaba de ternura por su hija y se culpaba por no haberse fijado en su palidez. También se reprochaba cosas con respecto a su mujer, pero de una forma más teórica. Por ejemplo, no hubiera sido capaz de detener el coche al borde de la carretera, tomar a Gisèle en sus brazos y apretar la cara de ella contra la suya murmurando:

—¡Te quiero mucho!

Y sin embargo, esa idea le rondaba a menudo. Y nunca lo había hecho. ¿De qué se avergonzaba? ¿No hubiera parecido un culpable que pide perdón?

La necesitaba. Marianne también necesitaba a su madre. Y él había renegado de las dos cuando Andrée le hizo aquellas preguntas. Cierto que él las escuchaba distraído mientras se daba golpecitos en el labio con la toalla húmeda. Pero no por eso perdían su fastidiosa nitidez, y él recobraba hasta el peso de los silencios.

—Qué espalda más bonita tienes.

Era ridículo. A Gisèle no se le ocurriría extasiarse ante su espalda o sus pectorales.

—¿Me quieres, Tony?

En la habitación demasiado caliente que olía a sexo aquello sonaba natural, mientras que en la calma de la noche, con el motor ronroneante, las palabras, las entonaciones, se hacían irreales. Le había parecido inteligente responder:

—Eso creo.

—¿No estás seguro?

¿Pensaba que era un juego? ¿Ignoraba que, para ella, ciertamente no lo era?

—¿Te pasarías la vida entera conmigo?

Esta pregunta la había formulado dos veces en el espacio de unos minutos. ¿Y no la había oído ya antes, durante sus precedentes encuentros en la misma habitación?

Respondió:

—¡Claro!

Hablaba por hablar, ligero de cuerpo y espíritu. Ella notaba con tanta claridad que las palabras no venían del fondo de su conciencia, que insistía:

—¿Tan seguro estás? ¿No te daría miedo? Y el muy imbécil replicaba, con ojos pícaros:

—¿Miedo de qué?

Ahora recordaba el diálogo, palabra por palabra.

—¿Te imaginas cómo pasaríamos los días?

No había dicho las noches, sino los días, como si tuviera la intención de pasarse todo el tiempo en la cama.

—Acabaríamos por acostumbrarnos.

—¿A qué?

—A nosotros.

Y era Gisèle quien se encontraba a su lado, en la oscuridad, mirando el mismo trecho de carretera, los mismos árboles, los mismos postes, que brotaban de la oscuridad y enseguida se desvanecían en la nada. Sintió la tentación de sujetarle de la mano, no se atrevía.

Un día se lo confesaría al profesor Bigot, que prefería visitarle en su celda que en la enfermería de la cárcel. Aunque el centinela le llevase una silla, se sentaba al borde de la cama.

—¿Si le he entendido bien, amaba usted a su mujer?

Tony separaba las manos para responder con un simple:

—Sí.

—Pero no encontraba el modo de contacto con ella.

Nunca había imaginado que la vida pudiese ser tan complicada. ¿Qué entendía el psiquiatra exactamente por contacto? Vivían como todas las parejas, ¿no?

—¿Por qué, después de Marianne, no tuvieron más hijos?

—No lo sé.

—¿Usted no quería más?

¡Al contrario! Hubiera querido seis, hubiera querido doce, la casa llena de niños, como en Italia. En cuanto a Gisèle, hablaba de tres, dos niños y una niña, y no hacían nada para evitarlo.

—¿Tenía relaciones sexuales frecuentes con su esposa?

—Sobre todo al principio.

Era franco, no intentaba ocultar nada. Se tomaba el asunto en serio y ponía tanto empeño en comprender como sus sucesivos interlocutores.

—Durante su embarazo, naturalmente, hubo un periodo…

—¿Fue entonces cuando tomó la costumbre de ver a otras mujeres?

—Lo hubiera hecho igualmente.

—¿Es una necesidad?

—No lo sé. Todos los hombres son así, ¿no?

El profesor Bigot tenía unos cincuenta años, un hijo mayor que estudiaba en París, una hija casada hacía poco con un hematólogo al que ayudaba en sus trabajos de laboratorio.

El psiquiatra vestía ropa fea, gastada, a veces con un botón colgando, y a cada momento se sonaba como si padeciera un resfriado crónico.

¿Cómo hacerle comprender lo que supuso volver a casa con su mujer aquella noche? No había pasado nada memorable. Gisèle y él no habían cambiado más de veinte frases. En aquel momento él estaba convencido de que ella no sabía nada, por lo menos nada de la escena de aquella tarde, probablemente nada de sus relaciones con Andrée, aunque se hubiera olido otras travesuras.

Pero fue recorriendo esos doce kilómetros cuando más cerca se sintió de ella, más unido a ella. A punto estuvo de decirle: «Te necesito, Gisèle».

Era necesidad de sentirla a su lado. Necesidad de que confiase en él.

—Cuando pienso en los años que he perdido por culpa tuya.

No era la voz de su mujer, sino la de Andrée, un poco ronca, saliendo del fondo de su garganta. Le reprochaba que a los dieciséis años se hubiera ido del pueblo para aprender un oficio.

Había ido a París y trabajado en un garaje hasta el servicio militar. Nunca se había preocupado de ella. Para él era una chica demasiado alta que vivía en el castillo y cuyo padre era héroe de guerra.

Una chica altiva y fría. Una estatua.

—¿Por qué te ríes?

Y es que, en el coche, iba riéndose.

—Estaba pensando en la película.

—¿Te ha gustado?

—Como todas.

Una estatua que se animaba extrañamente y que le preguntaba mirando muy lejos:

—¿Me oyes, Tony? ¿Y si me quedo libre?

Todo el mundo sabía que Nicolas estaba enfermo y no llegaría a viejo, ¡pero de eso a hablar de él casi en pasado! Fingió que no la había oído.

—¿Tú también te quedarías libre? La locomotora silbó con furia.

—¿Qué dices?

—Te pregunto si, en el caso…

¿Qué hubiera respondido si, entre la muchedumbre que salía de la estación y atravesaba la plaza, no hubiera reconocido a Nicolas?

Había luz en casa, en la planta baja. Las hermanas Molard, que no olvidaban consultar la hora, ya debían de haber ordenado sus trabajos de costura y estarían listas para irse, porque normalmente se acostaban a las nueve, a veces más temprano.

—Voy a guardar el coche.

Ella bajó y dio la vuelta a la casa para entrar por la cocina, mientras él llevaba la camioneta al hangar plateado, junto a los monstruos mecánicos pintados de amarillo y rojo fuerte.

Cuando llegó a la casa, las dos señoritas estaban saliendo.

—Buenas noches, Tony.

—Buenas noches.

Gisèle miraba a su alrededor para asegurarse de que todo estaba en orden.

—¿Quieres beber algo? ¿Tienes hambre?

—No, gracias.

Más tarde se preguntaría si en ese preciso momento ella no estaba esperando un gesto, una palabra suya. ¿Era posible que intuyese que les acechaba una amenaza?

En general, cuando volvían del cine, ella subía enseguida para ver si Marianne respiraba.

—Sé que es ridículo —le confesó una noche—. Sólo me pasa cuando salgo. Si me quedo en casa me parece que la protejo. —Se corrigió—: Que la protegemos. ¡En cuanto salgo, me parece tan vulnerable!

Se inclinaba sobre su hija, inquieta, hasta percibir su respiración regular.

Él no supo qué decir. Se desnudaron uno enfrente del otro, como cada noche. Desde su maternidad, a Gisèle se le habían ensanchado las caderas, pero el resto del cuerpo seguía delgado y sus pálidos pechos se habían estropeado.

¿Cómo hacer comprender a los demás que la amaba, cuando aquella noche, teniendo aquella necesidad de explicarse, no había sido capaz de hacérselo comprender a ella?

—Buenas noches, Tony.

—Buenas noches, Gisèle.

Era ella quien apagaba la lámpara de la mesilla de noche, situada a su lado de la cama porque se despertaba antes y en invierno aún estaba oscuro.

¿Dudó un instante en cortar la relación? Él, por su parte, contenía el aliento.

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