—¿Te he hecho daño?
—No.
—¿Te has enfadado?
—No.
Era verdad. En aquel momento todo era verdad, porque vivía la situación en estado bruto, sin preguntarse nada, sin intentar comprender, sin imaginarse que llegaría un día en que habría que intentar comprender. No sólo todo era verdad, sino que además todo era real: él, la habitación y, sobre la cama deshecha, Andrée desnuda, con las piernas abiertas, con la mancha oscura del sexo de la que salía un hilillo de esperma.
¿Se sentía feliz? Si se lo hubieran preguntado, hubiera respondido sin vacilar que sí.
No se le ocurría enfadarse con Andrée porque le hubiese mordido el labio. Aquello formaba parte de un todo, y él, también desnudo, de pie ante el espejo del lavabo, se daba golpecitos en el labio con una toalla empapada de agua fresca.
—¿Te va a preguntar tu mujer qué te ha pasado?
—No creo.
—¿Nunca te pregunta nada?
Las palabras apenas importaban. Hablaban por el placer de hablar, como se habla después de hacer el amor, con el cuerpo todavía sensible, la cabeza un poco vacía.
—Qué espalda más bonita tienes.
La toalla estaba salpicada de manchas rosáceas y en la calle un camión vacío se bamboleaba sobre los adoquines. En la terraza, la gente hablaba. Se oían algunas palabras sueltas, que no formaban frases y no querían decir nada.
—¿Me quieres, Tony?
—Eso creo…
Bromeaba, pero sin sonreír, a causa del labio inferior, que se seguía curando con la toalla mojada.
—¿No estás seguro?
Se volvió para mirarla y le gustó ver el semen, que era suyo, tan íntimamente ligado al cuerpo de su compañera.
La habitación era azul, del azul de la colada, pensó un día, un azul que le recordaba su infancia, los saquitos llenos de polvo azul que su madre diluía en el agua justo antes del último aclarado y de extender la ropa sobre la brillante hierba del prado. Él debía de tener cinco o seis años y se preguntaba por qué milagro el color azul dejaba la ropa blanca.
Más tarde, mucho después de la muerte de su madre, cuyo rostro ya se desvanecía en su memoria, también se preguntaba por qué siendo tan pobres como eran, que se vestían con ropa remendada, daban tanta importancia a la blancura de la ropa.
¿Pensaba en eso en este momento? Sólo más tarde lo sabría. El azul de la habitación no era sólo el azul de la colada, sino también el azul del cielo en ciertas tardes calurosas de agosto, poco antes de que el sol poniente lo tiñera de rosa y luego de rojo.
Era agosto. El 2 de agosto. La tarde estaba avanzada. A las cinco, unas nubes doradas, ligeras como la nata, se alzaban sobre la estación de sombreada fachada blanca.
—¿Te pasarías la vida entera conmigo?
Él no tenía conciencia de registrar las palabras. No más que las imágenes o los olores. ¿Cómo hubiera podido adivinar que volvería a vivir esta escena diez, veinte veces, y más aún, y cada vez con un estado de ánimo diferente, cada vez viéndola desde otro ángulo?
Durante meses se esforzaría en recordar cualquier detalle, y no siempre por propia voluntad sino porque otros le iban a obligar a hacerlo.
Por ejemplo, el profesor Bigot, el psiquiatra designado por el juez de instrucción, insistiría, atento a sus reflejos:
—¿Ella solía morderle?
—A veces.
—¿Cuántas veces?
—En total sólo nos citamos en el Hôtel des Voyageurs ocho veces.
—¿Ocho veces en un año?
—En once meses. Sí, once, porque todo empezó en septiembre…
—¿Cuántas veces le mordió?
—Quizá tres o cuatro.
—¿Durante el acto?
—Eso creo… Sí.
Sí… No… De hecho hoy había ocurrido después, cuando, tras despegarse de ella, estaba echado de costado, mirándola a través de las pestañas semicerradas. La luz que los envolvía le encantaba.
Fuera, en la plaza de la estación, el aire era cálido, y cálido también, de una calidez viva que parecía respirar, era el aire en la alcoba donde se colaba el sol.
Las persianas estaban entreabiertas, dejando un resquicio de unos veinte centímetros, de forma que oían los rumores de la pequeña ciudad, unos confusos, como una especie de coro lejano, y otros próximos y distintos, bien nítidos; por ejemplo, las voces de los clientes de la terraza.
Un rato antes, mientras se entregaban salvajemente al amor, les llegaban esos ruidos y formaban un todo con sus cuerpos, su saliva, su sudor, el vientre blanco de Andrée y el tono más oscuro de su propia piel, la franja de luz transversal que cortaba la habitación en dos, el azul de las paredes, un reflejo móvil en el espejo y el olor del hotel, un olor rústico, el del vino y los alcoholes servidos en la primera sala, el guisado que se preparaba en la cocina y, finalmente, el del colchón de paja un poco enmohecida.
—Qué guapo eres, Tony.
Se lo repetía en cada encuentro, siempre en el momento en que se quedaba echada y él iba y venía por la alcoba, buscando los cigarrillos en el bolsillo de su pantalón echado sobre una silla de anea.
—¿Sigue sangrando?
—Apenas.
—¿Qué le dirás si te pregunta?
Se encogía de hombros, no comprendía que ella se preocupase. Para él, en aquel momento, nada tenía importancia. Se sentía bien, en armonía con el universo.
—Le diré que me he dado un golpe…, por ejemplo, contra el parabrisas, al dar un frenazo.
Encendía un cigarrillo que tenía un sabor especial. Cuando reconstruyera esta cita recordaría otro olor, el de los trenes. Detrás de los edificios de la estación maniobraba un tren de mercancías, y a veces la locomotora lanzaba unos breves pitidos.
El profesor Bigot, que era pelirrojo, bajo y delgado, con cejas grandes e hirsutas, insistiría:
—¿Y a usted nunca se le ocurrió que ella le mordía adrede?
—¿Por qué?
Más tarde, su abogado, Demarié, volvería a la carga:
—Creo que podríamos sacar partido de esos mordiscos.
Una vez más, ¿por qué hubiera debido pensar en eso cuando lo único a lo que se entregaba era a vivir?
¿Pensaba acaso en algo? Si lo hacía, era sin darse cuenta. Respondía a Andrée sin reflexionar, en un tono ligero, jovial, convencido de que las palabras que dejaba caer no tenían peso alguno ni lo tendrían.
Una tarde, durante su tercera o cuarta cita, Andrée, tras decirle que era guapo, añadió:
—Eres tan guapo que me gustaría hacer el amor contigo delante de todo el mundo, en medio de la plaza de la estación.
Él se rio, pero sin sorprenderse. Cuando se abrazaban no le desagradaba mantener cierto contacto con el mundo exterior, con los ruidos, las voces, la vibración de la luz y hasta los pasos en la acera, el choque de los vasos en los veladores de la terraza.
Un día pasó una banda de música, y ellos ajustaron sus movimientos al compás de la melodía. Otra vez en que estalló una tempestad, Andrée se empeñó en que abriera la ventana y las persianas de par en par.
¿No era un juego? En cualquier caso, él no había visto malicia en ello. Ella estaba desnuda, echada en diagonal sobre la cama en una pose voluntariamente impúdica. Lo hacía adrede, en cuanto cruzaba la puerta de la alcoba se mostraba tan impúdica como podía.
A veces, cuando acababan de desnudarse, ella murmuraba, con una falsa inocencia nada engañosa que formaba parte del juego:
—Tengo sed. ¿Tú no tienes sed?
—No.
—Luego tendrás. Así que llama a Françoise y pídele algo de beber.
Françoise, la camarera, tenía unos treinta años y servía en cafés y hoteles desde los quince, de forma que nada la sorprendía.
—¿Sí, señor Tony?
Le llamaba señor Tony porque era el hermano de su patrón, Vincent Falcone, cuyo nombre estaba pintado en la fachada y cuya voz se oía en la terraza.
—¿Y nunca se preguntó si ella actuaba así con un propósito determinado?
Lo que él estaba viviendo durante media hora, o menos aún, durante unos minutos de su existencia, luego sería descompuesto en imágenes, en sonidos separados, observado con lupa, no sólo por otros sino también por él mismo.
Andrée era alta. En la cama no lo parecía, pero era tres o cuatro centímetros más alta que él. Aunque era del país, tenía el cabello oscuro, casi negro, de una meridional o de una italiana, que contrastaba con su piel blanca y lisa, brillante a la luz. Su cuerpo era un poco pesado, de formas llenas, y la carne, sobre todo en los senos y en los muslos, tenía una firmeza untuosa.
Él, a sus treinta y tres años, había conocido muchas mujeres. Ninguna le había dado tanto placer como ella, un placer total, animal, sin restricciones, que después no le provocaba ni disgusto, ni fastidio, ni hastío.
¡Al contrario! Después de dos horas gastadas en obtener el máximo placer de sus cuerpos, permanecían desnudos, prolongando su intimidad carnal, saboreando la armonía establecida no sólo entre ellos, sino con todo lo que les rodeaba.
Todo importaba. Todo tenía su sitio en un universo vibrante, hasta la mosca posada sobre el vientre de
Andrée, que ella observaba con una sonrisa saciada de satisfacción.
—¿De verdad podrías pasarte la vida entera conmigo?
—Claro…
—¿Seguro? ¿No te daría un poco de miedo?
—¿Miedo de qué?
—¿Te imaginas cómo pasaríamos los días? También esas palabras, entonces tan ligeras, volverían dentro de unos meses tan amenazadoras.
—Acabaríamos por acostumbrarnos —murmuraba él sin pensar.
—¿A qué?
—A nosotros.
Él era puro, inocente. Sólo contaba el instante presente. Un macho vigoroso y una hembra caliente acababan de emborracharse de sí mismos, y, si Tony quedaba dolorido, era un dolor sano y gustoso.
—¡Mira! Ahí llega el tren.
No era él quien hablaba. Era su hermano, fuera. Pero esas palabras sorprendieron a Tony, quien, maquinalmente, se dirigió a la ventana, hacia la hendidura de luz ardiente entre las persianas.
¿Le veían desde fuera? No le importaba. Seguro que no, porque desde el exterior la alcoba debía de parecer a oscuras y, como estaban en el primer piso, sólo mostraba el torso.
—Cuando pienso en los años que he perdido por culpa tuya.
—¿Por culpa mía? —repetía él alegremente.
—¿Quién es el que se fue? ¿Yo?
Desde que tenían seis años, habían ido juntos al colegio. Habían tenido que esperar a cumplir los treinta y a casarse cada uno por su lado…
—Respóndeme en serio, Tony. Si me quedase libre…
¿La escuchaba? El tren, invisible tras el edificio blanco de la estación, se había detenido y los viajeros empezaban a salir por la puerta de la derecha, donde un empleado de uniforme recogía los billetes.
—¿Tú también lo harías?
Antes de volver a ponerse en marcha, la locomotora silbaba tan fuerte que él no pudo oír toda la frase.
—¿Qué dices?
Te estaba preguntando si, en el caso…
Él volvió a medias la cabeza hacia el azul de la alcoba, la cama blanca y el cuerpo de Andrée, pero una imagen en el extremo de su campo visual le hizo mirar otra vez hacia fuera. Entre las siluetas anónimas, hombres, mujeres, un bebé en brazos de su madre, una niña de la mano de alguien, acababa de reconocer un rostro.
—Tu marido.
En un segundo, Tony había cambiado de expresión.
—¿Nicolas?
—Sí.
—¿Dónde está? ¿Qué hace?
—Cruza la plaza.
—¿Viene hacia aquí?
—Directo.
—¿Qué cara tiene?
—No lo sé. El sol le da de espaldas.
—¿Adónde vas?
Porque Tony estaba recogiendo la ropa, la camisa, los zapatos.
—No puedo quedarme aquí. De momento que no nos encuentre juntos…
Ya no la miraba, no se preocupaba de ella, de su cuerpo ni de lo que pudiera decir o pensar. Lanzaba una última mirada apresurada por la ventana y se precipitaba afuera de la alcoba.
Si Nicolas venía a Triant en tren cuando su mujer estaba allí, sería por una razón seria.
En la escalera de gastados peldaños hacía más fresco debido a la penumbra; Tony, con la ropa bajo el brazo, subió un piso, encontró una puerta entreabierta al fondo del pasillo y a Françoise, que llevaba un vestido negro y un delantal negro, cambiando las sábanas de una cama. Ella le miró de la cabeza a los pies y se echó a reír.
—¡Caramba, señor Tony! ¿Se han peleado?
—Chist.
—¿Qué pasa?
—Su marido.
—¿Les ha sorprendido?
—Aún no… Viene hacia el hotel.
Se vestía febrilmente, tendiendo el oído, esperando reconocer el blando paso de Nicolas en la escalera.
—Ve a ver qué hace y vuelve enseguida a contármelo…
Sentía afecto por Françoise, una chica sólida, con ojos risueños, y ella le correspondía.
La mitad del techo hacía pendiente, del papel pintado sembrado de flores rosas colgaba un crucifijo negro sobre la cama de nogal. En la habitación azul también había un crucifijo, más pequeño, sobre la chimenea.
No tenía corbata y la chaqueta se había quedado en el coche. De pronto las precauciones que Andrée y él venían tomando desde hacía un año resultaron útiles.
Cuando se citaban en el Hôtel des Voyageurs, Tony dejaba la camioneta en la Rue des Saules, una vieja y tranquila calle paralela a la Rue Gambetta, mientras que Andrée aparcaba el Citroën Dos Caballos gris en la plaza del Mercado, a más de trescientos metros.
Por la ventana en mansarda, descubría el patio del hotel, y al fondo, los establos donde se agitaban las gallinas. El tercer lunes de cada mes se celebraba una feria de animales frente a la estación y muchos campesinos de los alrededores aún se acercaban a Triant en carreta.
Françoise subía otra vez, sin apresurar el paso.
—¿Qué hace?
—Se ha sentado en la terraza y ha pedido un refresco.
—¿Qué aspecto tiene?
Le preguntaba más o menos lo mismo que, un momento antes, le había preguntado Andrée.
—Ningún aspecto en particular.
—¿Ha preguntado por su mujer?
—No. Pero desde donde está controla las dos salidas.
—¿Mi hermano no te ha dicho nada?
—Que se escape usted por detrás, cruzando el patio del garaje vecino.
Él sabía el camino. Desde el patio, había que saltar un muro de un metro y medio y detrás se encontraba el garaje Chéron, cuyos surtidores se alineaban en la plaza de la estación, y desde allí una callejuela llevaba a la Rue des Saules, desembocando entre una farmacia y la panadería Patin.
—¿Y ella qué hace?
—No sé.
—¿Se oye ruido en la habitación?
—No me he parado a escuchar.
A Françoise no le caía muy bien Andrée, quizá porque le gustaba Tony y tenía celos.
—Será mejor que no pase por la planta baja, no se le ocurra ir a los lavabos…
Él se imaginó a Nicolas, con el rostro bilioso, la cara siempre triste o de malhumor, sentado en la terraza ante un refresco, cuando debería estar tras el mostrador de su colmado. Seguro que había llamado a su madre para que le sustituyese mientras él iba a Triant. ¿Qué motivo le había dado para aquel desplazamiento inusitado? ¿Qué sabía? ¿Quién le había informado?
—¿Nunca ha pensado usted, señor Falcone, en la posibilidad de una carta anónima?
La pregunta la había planteado el señor Diem, el juez de instrucción, una persona tan tímida que resultaba turbadora.
—En Saint-Justin nadie estaba al corriente de nuestras relaciones. En Triant tampoco, aparte de mi hermano, mi cuñada y Françoise. Tomábamos precauciones. Ella entraba por la puertecita de la Rue Gambetta, que se abre al pie de la escalera, lo que le permitía subir a la habitación sin pasar por el café.
—¿Y por supuesto, su hermano era de confianza?
No pudo por menos de sonreír a esa pregunta. Su hermano era como él mismo.
—¿Su cuñada también?
Lucia le quería casi tanto como a Vincent, aunque de otra forma, evidentemente. Era de origen italiano, como ellos, y para ella lo primero era la familia.
—¿Y la criada?
Aunque estuviera enamorada de Tony, Françoise jamás hubiera enviado una carta anónima.
—Sólo queda una persona —murmuraría el señor Diem volviendo la cabeza, mientras el sol jugaba en sus cabellos un poco alborotados.
—¿Quién?
Enrojeció, negó con la cabeza.
—No es posible que Andrée…
—¿Por qué?
Pero aún faltaba mucho para eso. Ahora estaba bajando la escalera detrás de Françoise, procurando que los peldaños no crujiesen. El Hôtel des Voyageurs databa del tiempo de las diligencias. Tony se detuvo un instante ante la habitación azul, de la que no le llegó sonido alguno. ¿Quería decir eso que Andrée, aún desnuda, permanecía echada en la cama?
Françoise le llevaba al final del pasillo, que formaba un codo, y señalaba una ventanita abierta sobre el tejado en pendiente de una cochera.
—A la derecha hay un montón de paja. Salte sin miedo…
Las gallinas protestaron cuando cayó en el patio, y, al cabo de un instante, tras franquear el muro del fondo, se encontró en un revoltijo de coches viejos y piezas sueltas. Ante el surtidor de gasolina un empleado en mono blanco estaba llenando el depósito de un coche y no se volvió.
Tony se escabulló, se encontró en una callejuela que primero olía a agua estancada y luego, más adelante, a pan caliente, porque un tragaluz del horno del panadero daba a la calle.
Por fin, en la Rue des Saules, se puso al volante de su camioneta, que llevaba en letras negras sobre fondo limón:
ANTOINE FALCONE
TRACTORES - MAQUINARIA AGRÍCOLA
SAINT-JUSTIN-DU-LOUP
Un cuarto de hora antes se sentía en paz con el mundo entero. ¿Cómo definir el malestar que se había apoderado de él? No era miedo. No le había rozado ni el menor presentimiento.
—¿No le inquietó verle salir de la estación?
Sí… No…, un poco, por el carácter y las costumbres de Nicolas, y por su salud, que tanto le preocupaba.
Dio la vuelta a Triant para alcanzar la carretera de Saint-Justin sin pasar por la plaza de la estación. Junto a un puente sobre el Orneau había una familia entera pescando con cañas, incluso una niña de seis años que acababa de sacar un pez del agua y que no sabía cómo desengancharle el anzuelo. Seguramente eran parisienses. En verano estaban por todas partes; también en el hotel de su hermano, y hacía un momento, desde la habitación azul, había reconocido el acento de sus voces en la terraza.
La carretera cruzaba campos de trigo cosechado quince días atrás, viñedos, prados en los que pacían las vacas de la región, color malva, con el hocico casi negro.
Saint-Séverin, a tres kilómetros, no era más que una calle corta con algunas granjas esparcidas por los alrededores. Luego vio, a la derecha, el bosquecillo al que llamaban el bosque de Sarelle, por el caserío del mismo nombre que escondía en su seno.
Fue allí, a unos metros del camino sin asfaltar, cuando empezó todo, en septiembre del año anterior.
—Cuénteme el principio de sus relaciones…
Primero el brigada de la gendarmería de Triant y un inspector de la policía judicial de Poitiers le habían planteado las mismas preguntas; después fueron el juez Diem, el psiquiatra delgado, su abogado el licenciado Demarié, hasta llegar al presidente del tribunal.
Durante semanas y meses escuchó las mismas palabras, pronunciadas por diferentes voces, en decorados nuevos, mientras transcurría la primavera, el verano y luego el otoño.
—¿El principio? Nos conocimos cuando teníamos tres años, vivíamos en el mismo pueblo e íbamos al colegio, más tarde hicimos juntos la primera comunión…
—Me refiero a sus relaciones sexuales con Andrée Despierre. ¿Las tuvieron antes?
—¿Antes de qué?
—Antes de que ella se casase con su amigo.
—Nicolas no era amigo mío.
—Pues digamos su camarada, o su condiscípulo, si lo prefiere.
En aquella época ella se llamaba Formier y vivía con su madre en el castillo…
No era un auténtico castillo. Antaño existió uno en el mismo lugar, pegado a la iglesia, pero sólo quedaba parte de las dependencias. Seguían llamándole el castillo desde hacía un siglo y medio por lo menos, seguramente desde la Revolución.
—¿Antes de que ella se casase, alguna vez…?
—No, señor juez.
—¿Ni coquetearon? ¿Nunca la besó?
—No se me hubiera ocurrido.
—¿Por qué?
Estuvo a punto de responder: «Porque era demasiado alta».
Y era verdad. Nunca había asociado el amor con aquella chica alta e impasible que le recordaba a una estatua.
Además, era la señorita Formier, la hija del doctor Formier, muerto en la deportación. ¿Bastaba eso como explicación? No se le ocurría otra. Ella y él no estaban en el mismo nivel.
Cuando salían del colegio con las carteras a la espalda, ella sólo tenía que cruzar el patio para volver a su casa en el centro del pueblo, mientras que él y dos compañeros tomaban el camino de La Boisselle, una aldea de tres chimeneas, cerca del puente del Orneau.
—Hace cuatro años, cuando usted volvió a Saint-Justin, casado y padre de familia, y edificó su casa, ¿contactó con ella?
—Se había casado con Nicolas y llevaba el colmado con él. Alguna vez entré para comprar algo, pero en general era mi mujer quien…
—Pues dígame cómo y dónde empezó todo.
Precisamente en el sitio donde estaba ahora, a la orilla del bosque de Sarelle. No era día de feria en Triant, ni de mercado grande. El mercado grande abre los lunes; el mercado pequeño, los viernes. Él iba allí con regularidad, porque era una ocasión para verse con su clientela.
Nicolas, a causa de sus crisis, no conducía. El juez lo sabía. Era Andrée quien cada jueves iba a Triant con el Dos Caballos para hacer las compras en las casas al por mayor y al detalle.
Cada dos viajes se quedaba en el pueblo todo el día, porque aprovechaba para ir a la peluquería.
—¿Supongo que en esos cuatro años se la encontraría a menudo?
—Sí, bastantes veces. En Triant siempre se encuentra uno a gente de Saint-Justin.
—¿Se dirigían la palabra?
—Yo la saludaba.
—¿De lejos?
—De lejos, de cerca, según.
—¿No mantenían otros contactos?
—A veces le preguntaba cómo estaba su marido, o cómo estaba ella.
—¿Sin ningún plan preconcebido?
—¿Perdón?
—De la investigación se desprende que en el curso de sus idas y venidas profesionales corrió usted cierto número de aventuras femeninas.
—Alguna vez, como todo el mundo.
—¿A menudo?
—Siempre que se presentaba la ocasión.
—¿También con Françoise, la criada de su hermano?
—Una vez. Entre risas. Fue más bien una broma.
—¿Qué quiere decir?
—Ella me retó, no recuerdo por qué motivo, y una vez que me la encontré en la escalera…
—¿Sucedió en la escalera?
—Sí.
¿Por qué a veces le miraban como si fuera un monstruo cínico y otras como si fuera un prodigio de candor?
—Ni ella ni yo le dimos importancia a la cosa.
—¿Pero mantuvieron relaciones?
—Claro.
—¿Y nunca le entraron ganas de repetir?
—No.
—¿Por qué?
—Quizá porque enseguida pasó lo de Andrée.
—¿La criada de su hermano no le guardó ningún rencor?
—¿Por qué razón?
¡Qué diferente es la vida cuando se la vive y cuando se la examina después! Los sentimientos que le atribuían le extrañaban, empezaba a no distinguir lo verdadero de lo falso, a preguntarse dónde acababa el bien y dónde empezaba el mal.
¡Por ejemplo, aquel encuentro en septiembre! Debió de ser un jueves, porque Andrée había ido a Triant. Debió de retrasarse, quizás en la peluquería, porque regresaba más tarde que de costumbre, a la caída de la noche.
Él se había visto obligado a beber unos vasos de vino del país con unos clientes. Bebía lo menos posible, pero su oficio no siempre le permitía negarse a una ronda.
Se sentía alegre, ligero, como hace un momento en la habitación azul cuando estaba de pie, desnudo ante el espejo, secándose la sangre del labio.
Acababa de encender los faros en el crepúsculo cuando descubrió el Dos Caballos gris de Andrée al borde de la carretera, y a Andrée, con un vestido claro, que le hacía señas para que se detuviese.
Naturalmente, frenó.
Más tarde le preguntarían, como acusándole:
—¿Ya se tuteaban?
—Claro. Desde el colegio.
—Prosiga.
¿Qué estaría anotando el juez en la hoja dactilográfica que tenía delante?
—Ella me dijo: «Para una vez que me dejo el gato en casa, porque necesitaba espacio, voy y pincho… ¿Tú llevas gato?».
No tuvo que quitarse la chaqueta, pues aún hacía calor y no se la había puesto. Se acordaba de que llevaba una camisa de manga corta y unos pantalones de dril azul.
¿Qué podía hacer, sino desmontar la rueda?
—¿Llevas una de recambio?
Mientras estaba trabajando anocheció del todo, y Andrée, de pie a su lado, iba pasándole las herramientas.
—Vas a llegar tarde a cenar.
—Bueno, me suele pasar. Con mi oficio…
—¿Tu mujer no protesta?
—Sabe que no es culpa mía.
—¿La conociste en París?
—En Poitiers.
—¿Es de Poitiers?
—De un pueblo de los alrededores. Estaba trabajando en la ciudad.
—¿Te gustan las rubias?
Gisèle era rubia, con una piel fina, diáfana, que a la menor emoción se volvía rosa.
—No lo sé. Nunca lo he pensado.
—Quizá las morenas te dan miedo.
—¿Por qué?
—Porque, años atrás, besaste a casi todas las chicas del pueblo menos a mí.
—No se me ocurriría.
Él bromeaba, se limpiaba las manos con el pañuelo.
—¿Quieres probar a besarme una vez?
Él la miró sorprendido, a punto de repetir su: «¿Por qué?». En la oscuridad apenas la veía.
—¿Quieres? —repitió ella con una voz casi irreconocible.
Él recordaba las lucecitas rojas en la parte trasera del coche, el olor de los castaños, y luego el olor, el gusto de la boca de Andrée. Con los labios pegados a los suyos, le sujetaba la mano y se la llevaba a los pechos, que a él le sorprendió encontrar tan redondos, tan plenos, tan vivos.
¡Y la había tomado por una estatua!
Se acercaba un camión y, para eludir sus faros, retrocedieron pegados el uno al otro hacia donde se alzaban los primeros árboles. Allí, de repente, Andrée se estremeció como él no había visto antes a ninguna mujer, y repetía arrastrándole con todo su peso:
—¿Quieres?
Se encontraron en el suelo, entre la alta hierba, ortigas.
No se lo dijo a los policías ni al juez. Sólo el profesor Bigot, el psiquiatra, poco a poco fue arrancándole la verdad: fue ella la que se remangó hasta el vientre, quien hizo brotar los pechos de los sostenes, quien le ordenó con una voz ronca que parecía un rugido:
—¡Fóllame, Tony!
De hecho, ella le poseyó a él, y sus ojos manifestaban tanto triunfo como pasión.
—Yo no sospechaba que ella fuese así.
—¿Qué quiere decir?
—Creía que era una chica fría, altiva, como su madre.
—¿Así que no manifestó ninguna turbación, ningún malestar?
Echada en la hierba, sin moverse, con las piernas abiertas, le dijo, igual que esta tarde en la habitación del hotel:
—Gracias, Tony.
Parecía decirlo en serio. Se mostraba humilde, casi como una niña.
—¡Imagínate, hacía tanto que lo estaba deseando! Desde el colegio. ¿Te acuerdas de Linette Pichat, que aunque era bizca le fuiste detrás durante meses?
Ahora era institutriz, en Vendée, y cada año venía a pasar las vacaciones con sus padres.
—Una vez os sorprendí juntos. Debías de tener catorce años.
—¿Detrás de la fábrica de ladrillos?
—¿Aún te acuerdas? Él se rio.
—Me acuerdo porque fue la primera vez.
—¿Para ella también?
—No lo sé. Yo no tenía bastante experiencia para saberlo.
—¡La odié! Durante meses, de noche, en la cama, pensaba en cómo hacerla sufrir.
—¿Y lo descubriste?
—No. Me conformé con rezar para que cayese enferma o sufriera un accidente y quedase desfigurada.
—Será mejor que volvamos a Saint-Justin.
—Espera un momento, Tony. ¡No! No te levantes. Tenemos que encontrar una forma de vernos mejor que al borde de la carretera. Cada jueves voy a Triant.
—Ya lo sé.
—Quizá tu hermano…
El juez concluiría:
—En resumen, que ya esa noche quedó todo aclarado. Era difícil saber si hablaba con ironía o no.
El 2 de agosto, en la vida de Tony todavía no existía ningún juez. Estaba regresando a casa. Aún no había anochecido, como a esas horas en septiembre. El sol apenas empezaba a enrojecer al oeste y durante un rato tuvo que seguir a un rebaño de vacas, hasta que pudo adelantarlas.
Un pueblo en una depresión del terreno: Doncoeur. Luego una cuesta suave, más campos, prados, un cielo vasto, y tras un remonte aparecía su casa, nueva, de ladrillos rosados, en la que se reflejaba el sol en un cristal y su hija Marianne le esperaba sentada en el umbral; y detrás, al final del terreno, el hangar plateado en el que campaba su nombre, como en la camioneta, y donde se guardaban las máquinas agrícolas.
Marianne había reconocido el coche desde lejos, y, volviéndose hacia la puerta, debió de anunciar:
—¡Es pap!
Se negaba a llamarle papá como los demás niños, y a veces, en broma, y quizá también porque tenía celos de su madre, le llamaba Tony.