9

Diez minutos.

«Algún inconveniente. Tráfico quizá».

Quince minutos.

Trasteo el móvil.

Compruebo que la conexión está bien.

Veinte minutos.

«No va a venir. Seguro que no viene».

Había comenzado a bajar la escalera cuando recordé a Clemente. ¿Que quién es Clemente? Bueno, rectifico, ¿que quién era Clemente? Pues era mi mascota, un pez de color negro feo como él solo. Lo adoraba, a pesar de lo feo que era, porque fue un regalo de mi madre. Ella vive en Londres, y hace algún tiempo vino a pasar una semana conmigo. Nada más abrirle la puerta me dijo: «Como sé que me echas de menos y te sientes sola, te he traído un regalo que te recordará a mí», y me puso en las narices una bolsa con un bichejo horroroso flotando en el agua. Sí, flotando; parecía muerto. Mi madre dijo: «¡Uy! Es que el pobre lleva muchas horas aquí dentro». A continuación, zarandeó la bolsa y el bichejo pareció resucitar.

El pobre sobrevivió a duras penas. Lo metimos en un barreño con agua y le echamos algo de comer. Unas horas críticas aquellas mientras mi madre y yo aguardábamos, comiendo pipas, a que llegase uno u otro final. Nos preparábamos para el peor de los desenlaces, sumidas en el mayor de los misticismos cuando el pequeño bulto negro, de pronto, se dirigió lentamente hacia un trocito de comida que aún flotaba en la superficie. «Lo hemos hecho bien», dijo mi madre, como si hubiésemos estado asistiendo un parto. Fue entonces cuando se nos ocurrió llamarlo Clemente. No me preguntes el porqué de ese nombre, puede que en algún momento conociéramos a un Clemente —persona— tan feo como él. Desde entonces, mi pequeño bichejo y yo desayunábamos juntos cada mañana. Si yo no estaba en casa, era Flor quien se encargaba de darle de comer. Lo cual me recordó que debía avisarla de mi salida inminente.

El timbre del piso de Flor es un simple din-don. Ella no tardó en abrir.

—¿Te vas? —me preguntó con carita de preocupación. Casi pude ver el nombre de Nico tatuado en su frente.

—Pues sí. Y el pequeño Clemente me ha preguntado si vas a ir a desayunar tú con él por la mañana.

—Por supuesto que sí, no soportaría desayunar sola sabiendo que él me espera. —Intentaba ser graciosa, pero su sonrisa seguía guardando resquemor—. Y ten cuidado… con la moto. Por favor.

—Voy a tener mucho cuidado con la moto. —Yo contraataqué con una sonrisa enérgica y con un as bajo la manga—. Y, por cierto, no sé si te interesará saber que ayer mandé a cierto bulto con ojos a tomar por culo.

A Flor se le estaban desprendiendo los pétalos pensando que su niña Ada iba a volver a caer en el agujero. Y ¿sabes qué? Que de repente esos pétalos recuperaron el color y la turgencia de la alegría. El rostro de madre acongojada se transformó en el de amiga orgullosa, incluso un poco maliciosa. Se moría de ganas de saber cómo había terminado todo.

Pero tendría que esperar. Yo llegaba tarde a una cita a la que no sabía si, finalmente, acudiría sola. Aún no tenía noticia alguna de Enrico.

Cuando llegué a la cafetería no había rastro alguno de Roberto. Tampoco mi móvil decía nada acerca de él o de esa persona que parecía haberse olvidado de mí.

Me senté a una de las mesas más apartadas con buen ángulo para controlar la puerta y pedí un zumo de piña con hielo. Por mi parte, en aquel punto yo ya no podía aportar más a la situación salvo mi tiempo y cantidades ingentes de paciencia. Ya llegaría el momento de estrangular a Enrico.

Tiempo.

Cinco minutos.

Puede ser un retraso normal.

Diez minutos.

«Algún inconveniente. Tráfico quizá».

Quince minutos.

Trasteo el móvil. Compruebo que la conexión está bien.

Veinte minutos.

«No va a venir. Seguro que no viene».

—Hola. ¿Eres Ada?

Oí una voz lejana mientras naufragaba por las aguas del fracaso y la decepción. Probablemente, él pensó que lo había visto. Sin embargo, mis ojos se habían vuelto hacia el interior de mi cráneo. Recorrían de nuevo el camino fácil. Ese camino que, se suponía, era el más adecuado. Ese camino que había llegado a su fin, al gigantesco muro con el reloj y sus agujas barriendo la esfera a toda máquina.

Esa mierda de camino.

—¿Ada?

Mis ojos retornaron al exterior para encontrarse con un hombre muy atractivo plantado frente a mi mesa.

—Perdona, es que estaba dándole vueltas a una cosa. —Reaccioné a tiempo de no quedar como una boba—. Sí, sí que soy Ada. Roberto, ¿no? Pensé que ya no vendría.

—Tutéame, por favor —me pidió—. De hecho, no iba a venir. Anna, en un principio, me dijo que no sabía nada de ti. —Tomó asiento a mi lado y llamó con un gesto al camarero—. Me ha telefoneado hace un cuarto de hora escaso para explicarme que Enrico se había puesto en contacto con ella y que le había dicho que era de suma importancia que hablase contigo. Perdona por haber dudado de ti, pero es que me han estado llamando sin parar desde que lo de la desaparición de Maria se hizo público.

—No te preocupes, lo entiendo. Tiene que ser muy frustrante: además de vuestra propia preocupación, un montón de gente que no hace otra cosa que meter el dedo en la llaga.

Cuando llegó el camarero a la mesa, yo repetí con el zumo de piña con hielo y Roberto pidió una infusión de menta poleo.

—Estos últimos días mis digestiones están siendo horribles. Tengo una hernia de hiato, y parece que me hace más daño el estrés que lo mal o bien que pueda comer. Aunque confieso que no estoy cuidando demasiado mi alimentación últimamente. No se lo digas a mi médico. —Guiño de ojo, leve sonrisa, no más.

Roberto era un hombre tremendamente atractivo. Su cuerpo no era el de un modelo, pero sí que tenía aspecto de galán. La ropa se adaptaba a su cuerpo atlético a las mil maravillas. Parecía que se la habían hecho a medida. Aunque, ahora que lo pienso, probablemente fuese por eso. Mirada inteligente, facciones marcadas y mentón prominente. No sé si sabes quién es Weber, el piloto de Fórmula 1 que corre con Red Bull. Si sabes quién es, puedes ir haciéndote una idea del sexapil de Robertito. Si no sabes quién es, te recomiendo que busques alguna foto por Google. «¡Ay, omá, qué rico!», como solía decir Patricia Conde en Sé lo que hicisteis…

Te pido perdón por lo de mi mente calenturienta. Es una enfermedad de la que espero no curarme jamás.

Llevaba una serie de preguntas apuntadas en mi libreta nueva. Nada especial, lo que me había dado tiempo de anotar mientras me tomaba el bocadillo antes de salir de casa. Pero no tuve que decir nada; el propio Roberto me fue contando lo que, supuse, necesitaba contar.

—Maria no es lo que se ve en televisión —fue su primera frase.

Según él, la Mari Vila de los escándalos y los escarceos amorosos no era más que una pobre niña con graves carencias afectivas. Por lo visto, la persona más importante de su vida había sido su padre, Filippo. La había criado prácticamente él solo, mientras la madre, Anna, viajaba de un extremo a otro del globo. Anna también era modelo y, en una ocasión, cuando Maria sólo tenía seis años, le confesó a su hija que tenerla había sido el mayor error de su vida. Le dijo que después del embarazo su cuerpo dejó de ser lo que era y que las llamadas para pasarelas importantes fueron reduciéndose hasta ser casi inexistentes.

—Anna culpaba a su hija de su fracaso en el mundo de la moda —contaba Roberto—. Eso era mucho más fácil de aceptar que el hecho de que la culpa era sólo suya. Ya no la llamaban por su mal carácter y por haber puesto en evidencia a un buen número de diseñadores, esos que, precisamente, habían dejado de llamarla. Ella solita arruinó su carrera, y decidió volcar toda su frustración y su rabia en su niña.

»Mientras el padre de Maria vivía, su cariño y su compañía la ayudaron a sobrellevar la traumática relación con la madre. Él la recibía con los brazos abiertos cada vez que ella, desde muy pequeña, intentaba conseguir la aprobación de Anna y lo único que encontraba era indiferencia.

»¿Sabes cuántas veces me dijo Maria lo mucho que había odiado desde siempre el mundo de la moda? Muchas. Demasiadas. Yo estoy convencido, aunque ella jamás lo reconocerá, de que Maria acabó siendo modelo profesional únicamente porque necesitaba que su madre se sintiese orgullosa de ella.

Roberto permaneció un rato con la cabeza gacha, mirando la mesa sin verla. Había profundizado en sus recuerdos.

Me contó que Anna intentó meter a su hija en ese mundo que la niña tanto odiaba cuando ella sólo tenía diez años. Maria estaba dispuesta. ¿Cómo no iba a estarlo si con ello haría feliz a su madre? Filippo se negó en redondo. Le dejó muy claro a Anna que, mientras él viviera, su niña tendría una infancia lo más sana y feliz posible.

Anna tuvo que ceder, quizá un poco descolocada, porque aquélla fue la primera vez que su marido le negaba algo. Según Maria, su padre se definía a sí mismo como un pelele con su esposa, siempre haciendo lo que ella quería, siempre dándole lo que pedía. Hasta que ya no le dio más. Después de negarse a que su niña se convirtiese en modelo con diez años, pidió el divorcio a su mujer y consiguió la custodia de su pequeña.

Según Roberto, Maria hablaba muy a menudo de esos cuatro años que su padre y ella vivieron juntos. Tenía recuerdos muy hermosos y, sobre todo, muy sanos.

Sin embargo, a pocos meses de cumplir los quince años, Maria volvió a las garras de su madre. A Filippo le diagnosticaron cáncer de hígado y murió escasos meses después, junto a su pequeña.

—Maria me contó que cuando su padre murió lo último que le pidió fue que luchase por conservar su magia, que no la perdiera jamás. —Roberto me miró a los ojos, sonrió y continuó hablando, orgulloso—. Y no la perdió. Nadie consiguió quitarle la magia. Simplemente, su llama perdió fuerza durante algún tiempo.

»Anna trajo a su hija a España, desde donde había recibido múltiples ofertas de trabajo. La niña, de sólo quince años, tenía una belleza tan especial que todos querían colgarse la medalla de haberla descubierto. ¿Sabes qué es lo que quería Maria? Que su madre la quisiera, que le dijera lo bonita que era, lo bien que desfilaba y la magia que desprendía cuando posaba. Sin embargo, y eso lo he vivido yo —afirmaba Roberto—, Anna jamás tuvo ningún gesto de cariño ni de aprobación con su hija. Nunca he visto a la madre de Maria darle un abrazo o sonreírle con ternura. Sí que la he visto atusándole el pelo, ajustándole la ropa, diciéndole lo anquilosada que ha estado en una sesión de fotos o dejándole muy claro que ella, si no hubiese tenido que hacerse cargo de una hija, habría llegado mucho más lejos.

A esas alturas de la conversación, Roberto estaba visiblemente afectado. Era como si hubiese necesitado, durante mucho tiempo, compartir aquello con otra persona.

Siguió hablando de la verdadera Maria Villani, esa que pasó unos años locos con el único objetivo de llamar la atención de su madre. La misma que, cuando ya no pudo más, cuando el recuerdo de la última voluntad de su padre comenzó a martillearle el cráneo, llegó a la conclusión de que Anna no quería a Maria Villani, sino que se estaba aprovechando de la imagen de Mari Vila.

—«Una madre tiene que ganarse el derecho a ser llamada madre», es lo que me dijo un día. Y aquel día la cara de Maria dejó de parecer el rostro de una niña. Se convirtió de golpe en una verdadera mujer. Fue consciente de lo poco que le gustaba su vida y de la necesidad que tenía de comenzar a ser feliz. Por suerte, me pidió que la acompañara en su proceso de cambio.

—¿Cuánto tiempo lleváis juntos?

No pudo disimular la sorpresa ante mi pregunta. La verdad, no lo entendí. Era demasiado obvio que estaba enamorado de ella. Le brillaban los ojos cuando me contaba sus virtudes. Temblaba al compartir conmigo los episodios más duros de la vida de Maria. ¿De verdad él pensaba que yo no iba a deducir que tenían una relación? Aun así, tuve que insistir.

—Se nota que estás enamorado. Lo siento, no lo disimulas demasiado bien. Y conoces momentos muy íntimos de la vida de Maria, tan íntimos que me extraña que los hubiese compartido con su representante.

Sus defensas se vinieron abajo.

—Creo que me enamoré de ella en el mismo instante en que la conocí —comenzó, y de nuevo no paró—. Estábamos en una fiesta al aire libre, serían las tres de la tarde, no más. Coincidimos en una bandeja; los dos íbamos a coger la misma copa. Al final, ella me la cedió amablemente y tomó otra. Nos presentamos y compartimos un largo silencio, no sé muy bien si porque no teníamos nada que decirnos o porque no era necesario decir nada. Los dos, rodeados de gente, de murmullos y música de fondo, parecíamos estar disfrutando del mismo estado transitorio de paz. Nuestro silencio lo rompió su voz: «¿Sabes que cuando nos hacemos mayores se nos olvida mirar hacia arriba, al cielo? Cuando yo era pequeñita, las nubes formaban parte de mí. Ahora ya nunca las contemplo, ya nunca hablo con ellas».

Las facciones de Roberto se tiñeron con la intensidad de aquel recuerdo. Ternura en sus ojos, ilusión en su boca.

—Me dejó sin palabras. La mujer más codiciada del momento, posiblemente una de las más hermosas que pisaron, pisan y pisarán la faz de la tierra, compartía conmigo un recuerdo de niñez que, en su edad adulta, se había convertido en un anhelo. Supongo que fue uno de esos momentos de lucidez previo al gran paso, y yo fui un auténtico privilegiado al presenciarlo. Porque tú sabes cómo es, la habrás visto —me dijo, nervioso—. No es que sea hermosa, es que parece que no es real. Su belleza es como… de otro mundo. Lo que no sabes, seguro, y yo tampoco lo habría esperado jamás, es que en su interior la belleza es aún más intensa.

»En nuestro primer encuentro, no fui capaz de articular ni tres palabras seguidas para formar una frase con sentido. Creo que incluso balbuceé cuando nos despedíamos. Fue un auténtico milagro que mi mano se deslizara por el bolsillo interior de mi americana y sacase una de mis tarjetas. El siguiente milagro, en medio de aquel momento cercano a la catalepsia, fue el de mi mano tirando de mi brazo para entregarle la tarjeta a la mismísima Mari Vila.

»Una semana después de conocernos, recibí una llamada suya en la que me decía que quería contratarme como su agente. Meses más tarde, cuando Maria y yo teníamos mucha más confianza, ella misma me contó que la mujer que con anterioridad había hecho mi trabajo era la antigua representante de su madre, y que no era más que una extensión de las garras de Anna. Todas sus ideas o peticiones debían pasar primero por un proceso de aceptación, de censura o de rechazo de Anna. Maria tenía la sensación de no tener voz ni voto en ninguna de las facetas de su vida.

»Nuestros primeros meses de trabajo juntos fueron realmente duros. Anna seguía estando ahí y trataba de mediar en todo lo que tuviese que ver con su hija. No fueron pocas las discusiones, broncas más bien, en las que me vi envuelto. A pesar de todo, a pesar de la soberbia y la necesidad de control de la madre de Maria, yo le dejaba claro una y otra vez que mi contrato únicamente nos vinculaba a Maria y a mí, y que era ella y sólo ella quien tenía derecho a opinar. Por otro lado, Maria atacaba a su madre del único modo que podía hacerlo: con escándalos y mancillando su nombre.

»Una mañana llegó a mi despacho con la misma ropa que la noche anterior, el rímel corrido y un hedor a alcohol que tumbaba a cualquiera que estuviese cerca. Venía llorando, más cerca del ataque de nervios que del leve sollozo. “¡Ahora se va a enterar de cómo es la perfecta de su hija!”, me gritó. Cuando, aquella misma mañana, vi en uno de esos programas las imágenes de Mari Vila follando dentro de un coche con no sé quién, puedo asegurarte que no se me rompió el corazón porque ella ya se había encargado de endurecérmelo a conciencia. Mari Vila era una mujer muy difícil de controlar, adicta a los somníferos y con una facilidad pasmosa para desaparecer. En poco tiempo comencé a pensar que haber aceptado aquel trabajo había sido el mayor error de mi vida.

»Sí que tengo que decir que jamás faltó a ninguna cita laboral. Sin embargo, yo siempre andaba angustiado por si el siguiente compromiso iba a ser el primero al que no acudiría.

»No obstante, a toro pasado me he dado cuenta de que ella necesitaba salir ardiendo para poder resurgir de sus cenizas. De repente un día me suelta aquella frase, la de que para ser llamada madre te lo tienes que ganar. Fue como si aquel recuerdo, el de las nubes, ese que yo había catalogado ya como falso, hubiese recuperado toda su realidad. Aquel día sentí como si Mari Vila fuese tan sólo un gran telón e imaginé a Maria Villani atreviéndose a asomar la cabecita por el centro. Primero, tímidamente; luego, con determinación.

»Lo que comenzó siendo un simple almuerzo de trabajo terminó transformándose en una larguísima conversación con distintos escenarios. Ella me contó su niñez en el almuerzo, la relación con su madre durante el paseo posterior, su relación con el mundo de la moda en la cena y su deseo de ser feliz en su casa, en el sofá, tomando café.

»Maria dijo que me necesitaba para afrontar todo aquel cambio y yo, rápidamente, me puse manos a la obra para dar solución a sus necesidades.

»La convencí para que se internara en un centro de desintoxicación; lo de su relación con los somníferos era algo difícil de superar sin ayuda. En menos de un mes, logró escapar del poder que las malditas pastillas tenían sobre ella. Las sustituyó por técnicas de relajación y yoga que la ayudaban a dormir como un bebé y sin pesadillas. También cambió las fiestas locas por apariciones públicas más comedidas en cenas benéficas y por salidas, en general, menos explosivas.

»Si te soy sincero, lo que realmente la ayudó fue que nos mudásemos a Córdoba. Y, aunque parezca increíble, fue ella quien lo propuso. “¿Por qué no huimos de Madrid? Tú y yo juntos”, fue lo que me dijo un día en el que saboreaba a mi lado una noche de sueño apacible y una mañana de trabajo placentero. Se sentía bien y, por primera vez, fue plenamente consciente de ello. Brillaba toda ella, envuelta en felicidad y alegría. Y quería seguir disfrutando de esa sensación, teniendo lejos el ruido y el estrés de Madrid, su frenesí. “Al menos durante algún tiempo”, dijo. A lo que yo respondí: “¡De acuerdo! Vayámonos juntos de Madrid”. Y eso hicimos, nos vinimos al sur, junto al sol y la tranquilidad de una ciudad como Córdoba, pero con la posibilidad de llegar en poco tiempo al estrés de Madrid, cuando el trabajo lo exigiese, gracias al AVE.

»Tuvimos la gran suerte de encontrar dos apartamentos contiguos en la calle Lineros, en un antiguo edificio con uno de esos patios ajardinados tan típicos de Córdoba, que, según Maria, le insuflaría vida y energía cada mañana al despertar y asomarse a la ventana. Cada uno compró uno de los pisos. Ella se quedó con el más grande porque, evidentemente, tenía muchísima más ropa que guardar.

»Todo fue tan rápido, Ada… En tan sólo tres meses, Maria había logrado volver a ser la niña cuyo padre deseó, en su lecho de muerte, que jamás perdiera la magia, que luchara por conservarla.

»Comenzó a recibir clases de interpretación y a valorar los trabajos que le ofrecían no en función del caché, sino de la calidad de vida. Yo, por mi parte, empecé a darle vueltas a si seguir llevando al resto de mis modelos desde Córdoba o buscar un trabajo menos estresante y que también me permitiese disfrutar un poco más de la vida. Se me ocurrió que podía crear una modesta agencia de modelos aquí y, moviendo contactos, ir promoviendo eventos relacionados con este mundo en Córdoba y en otros puntos de Andalucía. Resultado: menos dinero, pero más tranquilidad y más felicidad.

»Lo nuestro llegó sin darnos cuenta. Una noche, mientras repasábamos uno de los textos de sus clases de interpretación, me dio un beso espontáneo que no estaba en el guión. Se me quedó mirando con sus preciosos ojos verdes y me dijo: “¿Sabes que te amo?”. Lo siguiente fue la unión de nuestros dos apartamentos para convertirlos en uno solo.

»De eso hace ya casi un año y medio. Diecisiete meses que, como ella, han sido mágicos. Y, de repente, sin venir a cuento, Maria sale una tarde de casa para ir a nadar al polideportivo y ya no vuelve… Estoy convencido de que le han hecho algo a mi niña.

La historia de Maria me dejó el corazón encogido. Supongo que me sentí un poco identificada con ella en lo de la carencia afectiva. Por suerte para mí, quien me cargaba las pilas con la energía del cariño seguía vivita y coleando, explotando su felicidad en Londres. Claro que Maria me aventajaba en lo del amor. Yo nunca había tenido, ni de lejos, una relación como la de Roberto y ella. No sabía si había estado o no enamorada, pero sí que tenía muy claro que nunca me había sentido tan apoyada ni tan querida como ella. ¿Y por qué estaba dándole vueltas a eso? Yo no tenía ninguna necesidad de que un hombre me quisiera y, menos aún, de enamorarme de nadie. ¿O sí? Mierda, la verdad es que ya no lo tenía tan claro como unos días atrás.

Sacudí la cabeza y regresé a la cafetería, con Roberto. Él esperaba, casi ansiosamente, a que yo le dijera algo. Una pregunta, una idea, un consejo… Algo. Vamos, lo lógico; Roberto quería que yo saliera de mi mente y volviese a centrarme en él, en Maria y en su desaparición.

—Roberto, siento muchísimo que estés pasando por todo esto —le dije—, y me encantaría poder decirte que las cosas van a salir bien y que Maria regresará sana y salva a tu lado. Pero no puedo. Yo tampoco creo que su desaparición sea una más de sus llamadas de atención. Si todo lo que me has contado es cierto, puede que realmente le haya ocurrido algo.

Él asintió con gravedad y aguardó a que siguiese hablando.

—Tengo que serte sincera. Enrico y yo estamos muy perdidos, y el hecho de que Maria tenga un pasado como el que ambos conocemos no nos ayuda en absoluto. Los contactos de mi socio en la policía sólo le han dicho que no van a mover un dedo hasta que haya indicios reales de que a Maria le ha pasado algo. Hasta ellos están convencidos de que mañana, pasado mañana o dentro de cuatro meses ella aparecerá con su sonrisa angelical y regresará a su vida como si nada hubiese sucedido.

Pensé por un instante en si debía o no ser tan franca con Roberto. Él ya estaba pasándolo suficientemente mal para seguir cargando sus hombros con más y más sacos de preocupación y certeza de triste final.

—¿Cómo puedo ayudarte entonces? ¿Qué necesitas? —me dijo apresurado.

Después de todo, quizá no había sido tan malo lo de la franqueza.

—Necesito saber por dónde buscar. Necesito nombres: ex novios, compañeras de profesión celosas, algún loco fanático obsesionado con ella… Lo que sea, Roberto. Cualquier cosa que se te pueda ocurrir.