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Ausencia de noticias de Enrico.

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Ausencia de noticias de Enrico.

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Aún sin noticias de Enrico.

El primer paso de la mañana sería contactar con el representante de Mari Villa, para lo cual necesitaba un detallito sin importancia: su número de teléfono.

Cogí el móvil y llamé a Enrico. Después de tres intentos fallidos, decidí mandarle un mensaje por SMS, por e-mail y por WhatsApp. Así no se me escaparía por ningún sitio:

¡Hola, jefe! Necesito el teléfono del representante de Mari Vila. Bueno, mejor mándame todos los contactos que creas que me serán útiles. ¡Un besote!

Como lo único que podía hacer en aquel momento era esperar, me dispuse a hacerlo con una buena taza de café y un par de tostadas de pan de molde integral con miel y mantequilla.

¡Ay! El café…

Un café rápido, pero exquisito. En un tazón gigantesco, con dos cápsulas de las de color gris.

¡Ay! El café…

El café…

¡Maldita cafetera esta que me ha condenado a anhelar tomar café en casa y a no poder disfrutar de un expreso en condiciones en la calle!

¡Maldito George Clooney! ¡Y maldito John Malkovich! La culpa es vuestra. Por vosotros sufro esta condena. Mañana tras mañana, tarde tras tarde, noche tras noche de excelente, de exquisito café. Sí, una condena, porque cuando salgo de viaje vivo temiendo la aciaga hora en que mis venas necesiten su dosis de cafeína diaria.

¡Yo os maldigo!

En fin, y después de esta dramatización de la realidad en la que aún estoy sumida, continúo con lo que te iba contando.

Aproveché el desayuno para llamar a Susana y enfrentarme al mal trago de compartir con ella mi historia con Nico al completo. Estaba preparada para todo, bronca posterior incluida. Para lo que no me había preparado era para hablar con su contestador. El muy idiota se limitó a decirme con la voz de mi amiga: «Hola, soy Susana. Déjame tu mensaje y te llamaré en cuanto pueda y quiera. ¡Un besote! Bip». Después del bip le dejé un par de mensajes. Supuse que me llamaría nada más oírlos. Entonces tendríamos nuestra charla de amigas que se quieren mucho y se pelean a veces.

Últimos sorbos de café.

Ausencia de noticias de Enrico.

Para seguir haciendo tiempo, me transformé en lo que en Andalucía llamamos «una mujer de su casa» y me puse a ordenar y a limpiar hasta que todo quedó como los chorros del oro. Bueno, todo menos yo, que aún estaba medio en pelotas y con los pelos como una auténtica loca.

Ausencia de noticias de Enrico.

Las once de la mañana «¡Y yo con estos pelos!». Me fui de cabeza a la ducha. El agua caliente y el jabón me sentaron realmente bien. Salí del cuarto de baño con una toalla envolviendo mi cabeza a modo de turbante. Me coloqué unos vaqueros cómodos y una sudadera gigante. Junto con las zapatillas de estar en casa tipo bota y la toalla, llegué a la conclusión de que mi indumentaria era lo menos excitante que cualquiera pudiera echarse a la cara.

Lavado de dientes. Cepillado y secado del cabello. Un poquito de colonia para bebé y…

Mensaje en el móvil. Enrico por fin había contestado.

Sólo me mandó un número de teléfono por WhatsApp:

Roberto Salazar: XXXXXXXXX.

Miré la hora: las once y media de la mañana. Se me echaba el tiempo encima, o me daba esa sensación. Marqué el número con prisa y sin pensar en qué era lo que iba a decirle al tal Roberto.

—Roberto Salazar. Dígame.

Bueno, para empezar no me había equivocado con el número. Me aclaré la garganta y me lié a hablar.

—Buenos días, Roberto. Mi nombre es Ada y soy la socia del detective privado que ha contratado la madre de Mari Vila. Llamaba para hacerle algunas preguntas.

«¿Qué preguntas?», pensé. Por suerte, no me puso las cosas fáciles desde un principio, así que mientras una parte de mi cerebro hablaba con él la otra improvisaba cuestiones que pudieran ser de interés para el caso y que no me delataran como una detective novata e ilegal.

—Sí, ya me ha comentado Anna algo de un tal Enrico, pero no tengo noticia alguna de usted, señorita. Así que, como no es la primera ni la segunda llamada que recibo de gente de la prensa en estos días, lo lamento mucho pero no voy a atenderle.

—¡Espere, espere! No me cuelgue. Al menos, hasta que me explique un poco mejor. Usted no tiene que decir nada.

—Adelante —me indicó.

Intenté hablar de la forma más pausada y ordenada posible para evitar terminar de crisparle los nervios. Le expliqué que trabajaba con Enrico desde hacía tiempo; le especifiqué el día y la hora en que apareció Anna en La Napolitana para hablar con él; le dije que un amigo italiano de Anna era quien le había recomendado a mi socio, y le conté que, en aquel momento, él estaba siguiendo una pista, de la que no podía hablar con nadie aún, y que me había pedido personalmente que yo me encargase de hablar con toda persona que fuese cercana a la modelo. Esto último, por supuesto, fue un «mentirusco gordo atao con piedra», como diría el buen José Mota.

—Sólo intentamos dar con Maria lo antes posible, Roberto.

Unos instantes de silencio en el auricular.

—Maria —dijo luego en un susurro.

Más silencio. Tanto que temí que acabase colgando.

—Usted la quiere mucho, ¿verdad?

No había planeado preguntarle aquello. Me salió sin más, quizá porque me pareció que estaba más afectado de la cuenta. Si sólo fuese su representante, la preocupación por la ausencia de Mari Vila podía no ser tan importante como el nerviosismo o el enfado por tantos compromisos laborales desperdiciados. Por muy famosa que fuese, habría muchos que dejarían de llamarla.

—Ella no es como la pintan —me dijo.

De nuevo silencio. Más largo de lo que mis nervios podían aguantar.

—Roberto, precisamente es eso lo que necesito de usted. Quiero que me muestre quién es en realidad María Villani. Para encontrarla necesitamos un camino realista por el que comenzar a buscar.

Finalmente, para alivio mío, accedió.

Hubo una condición: que nos viéramos personalmente. Él estaba en Córdoba, en una especie de fin de semana de moda y modelitos. Quedamos a las tres y media de la tarde en una cafetería junto a la plaza del Potro, en pleno casco antiguo. También hubo una advertencia: si Anna no le confirmaba lo que habíamos estado hablando, Roberto no acudiría a la cita.

Te podrás imaginar… Nada más colgar, llamé ansiosa a Enrico. Estaba casi segura de que Anna no tenía ni idea de lo de mi participación en el caso y, dadas las circunstancias, debía saberlo cuanto antes. ¿Crees que Enrico me cogió el teléfono? La respuesta es no. «Mi móvil estará operativo para cuando me necesites». ¡Y una mierda! Tres veces lo llamé y tres veces dejé que los tonos de llamada terminaran sin respuesta.

Acabé mandándole otro mensaje por SMS, por correo electrónico y por WhatsApp, y cruzando los dedos para que lo viera a tiempo:

Necesito que contactes urgentemente con Anna, y que le digas que tienes una socia llamada Ada a la que has pedido que hable con Roberto y con los amigos cercanos a su hija. P.D. ¡Me cago en la madre que te parió! ¿No decías que ibas a tener el móvil operativo?

Miré de nuevo el reloj: las doce. Genial, tenía poco más de una hora para estar subida en la moto con rumbo a Córdoba. Me llevaría unas dos horitas llegar al sitio en el que habíamos quedado.

Al menos, ya me había duchado.

Cogí las maletas laterales de la moto y las llené, por si acaso, con todo lo necesario para pasar un par de días fuera de casa. Estaba casi segura de lo de no volver a mi piso a dormir esa misma noche, no por nada, sino porque pensé que el último lugar en el que podría encontrar a Mari Vila era Granada. Ella vivía en Córdoba por aquel entonces, y los asesinatos se repartían, casi por igual, entre Córdoba y Sevilla.

Me puse el equipo de la moto, rumiando la certeza de que Granada no era el escenario en el que debía basar mi búsqueda. Salí de casa, en torno a la una y cuarto, después de haberme zampado un bocata de tortilla con queso y cruzando los dedos para que Roberto acudiese a nuestra cita.

Aún sin noticias de Enrico.