Fría por fuera. Temblando por dentro.
La fuerte presión de su mano rodeando mi brazo.
Fría por fuera. Haciendo acopio de fortaleza por dentro.
Aquella cara de cínico tratando de someterme.
Fría por fuera. De pronto, un témpano de hielo por dentro.
No sé si a ti te sucede lo mismo, pero cuando tengo el humor alterado, es decir, cuando estoy para que me den dos tortas, a mí lo de ponerme guapa para salir me resulta una tarea un tanto difícil. Mi autoestima cae hasta límites insospechados, y nada de lo que elija me convence. Que si con esto se me nota la tripita, que si con esto otro en lugar de culo parece que tengo un globo sonda, que si las mollitas de la cadera… Vamos, que no me soporto ni yo.
Aquel día la consecuencia de mi agobio fue una gran montaña de ropa. Sin exagerar, llegué a probarme el armario entero. Vestidos, pantalones, faldas… Camisetas, camisas, jerséis… Me pregunté para qué quería tanta ropa, si siempre usaba la misma.
Al final, fue el medio de transporte lo que eligió el modelito, y no al revés como había planeado.
«¿Coche o moto?», me pregunté. «Moto», me respondí. No quería verme obligada a esperar a nadie para hacerle el favor de llevarlo a casa. «¿Vas en moto? Espera, que pido un casco y me voy contigo», me dicen a veces. «¡Uy! ¡Vaya! Es que conduzco fatal y no sé llevar paquete», suelo responder yo. No voy a decirte si soy o no buena piloto, y menos aún si sé o no llevar paquete, no vaya a ser que un día quieras que te lleve a casa y no me apetezca. Juas, juas, juas…
Y con moto: pantalones; vaqueros, para más exactitud. De pitillo, para poder ponerlos bajo las botas militares. Camisa caqui, de corte recto hasta la cadera y con los primeros botones desabrochados para insinuar mi modesto escote.
El resto de mis complementos consistiría en la chaqueta de la moto con miles de bolsillos para meter todo lo necesario, un casco y unos guantes.
Maquillaje discreto.
No me sentía especialmente bonita pero sí muy cómoda, lo que, dadas las circunstancias, era suficiente.
Directa al garaje a por mi pequeña F700GS. Llevaba una semanita en mi vida, y era tan preciosa, tan dócil entre mis piernas que casi me sentía culpable por no echar de menos a Bemita, mi anterior moto, una F650GS. De hecho, Bemita fue la primera. No tenía nada de experiencia y, cumpliendo uno de los mayores sueños de mi vida, con veinticinco años me saqué el carnet.
La elegí a ella porque no podría haber elegido a otra. Andaba por Madrid, visitando a unos amigos, cuando me dio por asomarme al escaparate del concesionario BMW. No sé quién miró antes a quién, la cuestión es que tuve la sensación de que la primera moto que montaría en mi vida sería ella y supe, desde aquel momento, que ella sería suave y firme a la vez con mi falta de experiencia. Alberto, el comercial del concesionario, nos presentó formalmente. Me dijo: «Acaba de llegar esta misma mañana; tiene todos los extras». Y tras unas cuantas especificaciones técnicas, papeleos y alguna que otra cosilla aburrida más, cambié casi todos mis ahorros por una compañera fiel de color naranja lava. Tres años de pasión y noventa mil kilómetros a nuestras espaldas. Yo la mimé y la consentí. Las mejores piezas para ella y revisiones en la casa oficial, unas buenas defensas para evitar que se hiciese daño si caíamos alguna vez, el pico de pato para proteger su morrito y adornarlo con un piercing con forma de calavera, los guardapuños para proteger mis manos del frío y su manillar del roce… Sí, la mimé. Y ella, a cambio, me regaló unos paisajes impresionantes, unas carreteras fascinantes y unos viajes, en general, inolvidables.
Sin embargo, una vez pasados esos tres años, los kilómetros a nuestras espaldas nos avisaron, en varias ocasiones, de que debíamos bajar el ritmo. No eran cosas importantes, pero nuestras visitas al mecánico por nimiedades fueron cada vez más frecuentes. Mi pobre Bemita tenía a una edad temprana los achaques de la edad madura. Fue entonces cuando pensé que debíamos plantearnos lo de seguir juntas. Yo necesitaba una montura fuerte para poder continuar con mi ritmo de viajes y de trabajo. Ella, a un jinete que la mimase igual o más que yo, pero que le permitiese pastar en el garaje más tiempo del que yo se lo permitía. Salidas frecuentes, pero sanas.
Naranja lava. Un color que cambiaba de tonalidad en función de cómo la acariciara el sol.
Las dos salimos contentas. Acudí a Alberto de nuevo y le hablé del perfil que ambas necesitábamos. A ella se la llevó un chico con más experiencia de la que tenía yo cuando nos enamoramos a través del escaparate del concesionario. Me gustó verlos juntos, supe que se iban a querer muchísimo. En mi caso, la cosa fue algo más complicada. En principio nada de lo que vi me atravesó el pecho.
Había casi decidido comprar una R1200GS, que es otra trail, como la mía, pero más grande, más potente y más cómoda para viajar. La probé, y he de reconocer que se llevaba realmente bien. Algo más de nervio, eso sí. Era normal, tenía mucha más potencia. Sin embargo, no consiguió llenar satisfactoriamente el hueco entre mis piernas. No era la misma sensación. Yo buscaba repetir una relación que ya había acabado. Quería lo mismo, pero en otra diferente.
Imaginé a Bemita con aquel nuevo amor. Los dos juntos, soldados entre sí. Soldados a la carretera. Yo quería aquello, y comencé a pensar que era imposible. Hasta que Alberto, una vez más, dio en el blanco. «He recibido algo que te va a gustar», me dijo. Me pidió que esperase unos minutos, que estaba a punto de entrar en tienda.
«¡Madre mía! —pensé—, y yo sin saber que existías».
Me acerqué a la recién salida al mercado F700GS. Jovencita, impaciente por ir a pasear. Con rasgos muy parecidos a Bemita, pero con un desparpajo especial. Me subí con cuidado a su lomo. La erguí y la sostuve firmemente entre las caderas. Era ella. Sí. Ella sería mi nueva compañera.
Y, de nuevo, tras unas cuantas especificaciones técnicas, papeleos y alguna que otra cosilla aburrida más, me llevé a mi nueva compañera de viaje a casa. Más rebelde al comenzar a andar, pero igual de dócil que Bemita. Igual de linda. Igual de mía.
Siempre he pensado que la zona de aparcamiento con piedrecitas del Alexis no es demasiado adecuada ni para visitas en moto ni para zapatos con tacón demasiado fino. En algunas ocasiones, yo he reunido en mi persona las dos incompatibilidades. A pesar de ello, esas piedrecitas le dan una estética especial.
El coche de Susana aún no estaba allí. «Qué raro», pensé. Ella era la única puntual del grupo, y ya eran cerca de las diez y diez.
Sonreí cuando llegó a mis oídos el inconfundible sonido del Mazda RX8 de Bruno. No sabía que vendría. De hecho, no tenía ni idea de quiénes habíamos quedado.
En cuanto lo vi aparecer y acercarse a mi moto para aparcar al lado, pensé que había hecho muy bien saliendo aquella noche. Ya te he hablado de mi amigo «fuertecito». Pues bien, Bruno era mi amigo «bondage».
Salió del coche y se me acercó lentamente, mirándome con sus intensos ojos verdes. El verlo llevaba a mi memoria imágenes de lazos de raso, cuerdas y correas de cuero. Nada de sado; odio el sado. Simplemente un sexo estético y pausado, con algún que otro forcejeo. Un sexo trabajado. ¡Madre mía! Su simple presencia despertaba en mí un calor intenso, no precisamente en el corazón, sino unos cincuenta centímetros más abajo.
Pegó su cuerpo al mío y me llevó hacia el capó. Abrió mis piernas y me sentó sobre el coche. Acarició mi pelo con ambas manos, llegó con ellas a los hombros y recorrió la longitud de mis brazos hasta alcanzar mis muñecas. Las sujetó con fuerza. Una imagen fugaz de nuestra última vez. En aquella ocasión fueron las suyas las que perdieron la libertad. Llevó mis manos a mi espalda y se apretó fuertemente contra mí. Su nariz recorrió mi cuello. Me esnifó. Se tomó su tiempo. Y al llegar a mi oído: «¿No crees que llevábamos demasiado tiempo sin vernos?».
En aquel momento me acordé. La culpa fue de aquel desayuno.
Lo besé en los labios levemente y recuperé la verticalidad. Bruno había metido un poco la pata haría cosa de mes y medio. Todo era genial entre nosotros: un sexo espectacular y ninguno sabía demasiado del otro. «Sólo sexo», ésa era nuestra única regla. Si nos quedábamos dormidos juntos, a la mañana siguiente debíamos despertar en soledad.
La culpa fue de aquel desayuno.
Una mañana, después de una larga noche de arte, porque aquello no podía ser llamado de otra forma, Bruno me despertó con un aroma a tostadas y a café. Un aroma que me resultó tremendamente embarazoso. Yo disimulé como pude. Creo que conseguí que no se diera cuenta de que lo último que quería compartir con él en la cama era un desayuno romántico.
Sonrisa de mentira. Algún que otro «mmmmmm, qué rico todo», que no fue mentira pero que, en soledad, habría sido un «¡Madre mía! ¡Qué ricas mis tostadas y qué rico mi café! Aquí, yo solita, feliz y libre en mi casita, sin tener que halagarle las tostadas y el café a nadie…». No sé si me entiendes.
La cosa es que, desde aquel día, Bruno quiso quedar conmigo para ir a hacer curvas en una ocasión, él con su Mazda y yo con mi pequeña. Y después me envió uno de esos mensajes que solíamos mandarnos a modo de lista de la compra con las cuerdas, lazos, esposas y correas que tenía sobre su cama y que quería usar conmigo. Para lo de las curvas le respondí con un «¡uy!, lo siento muchísimo, pero ando fuera, por trabajo y eso». Para lo de la lista de la compra fue un «¡uy!, lo siento muchísimo, pero ando fuera, por trabajo y eso». ¿Has visto qué buena soy mintiendo? La mejor. Y no te lo pierdas, ¿sabes lo que estuve haciendo esos dos días para evitar encontrármelo por Granada y que averiguara que le había mentido? Estuve horas y horas metida en casa de Flor intentando aprender a hacer calceta. Sí, muy triste. No por lo de esconderme, ni por lo de intentar aprender a hacer calceta, sino por lo tremendamente inútil que soy para ese tipo de labores. Lo mío no son manos, son auténticas zarpas.
Ya sé, ya sé que me disperso. De vuelta al Alexis y a mi calentón, me convencí a mí misma de que lo de Bruno y el desayuno no tenía por qué haber significado nada. Pudo haber sido agradecimiento. ¡Oye! ¡Que aquella noche estuve muy bien! En fin, que como tenía mucho más que decir mi entrepierna que mi cabeza, decidí incluir de nuevo a Bruno en mi lista de amigos entrecomillados. Del leve beso pasé a uno intenso, de esos en los que ya no sabes cuáles son tus labios o tu lengua, y al poco entramos en el local a cenar y a escuchar algo de jazz.
Los demás no tardaron en llegar.
Luisa y su querido Alfredo, una pareja de esas tan extremadamente melosas que sabes a ciencia cierta que o mueren juntos y felices o acaban matándose entre sí, sin términos medios. No tenía demasiada relación con ellos. Alguna charla esporádica y superficial, no más. Creo que Luisa pensaba que la promiscua del grupo, o sea, yo, le había echado el ojo a su hombre, o sea, Alfredo, y trataba de alejarlo de mí todo lo posible. Nunca se dio cuenta de que lo que yo veía en su hombre eran ciertos comportamientos con ella, digamos, chapados a la antigua que no me gustaban ni un pelo. «No, ella no conduce. No puede, se pone nerviosa. Prefiere que yo la lleve a todos lados», dice él. «Cari, si a mí me encanta el coche. Pero como sé que te gusta tanto llevarme a todos los sitios…», dice ella. «No, si ella no trabaja. Se maneja mucho mejor en casa que yo. Su madre la enseñó muy bien», dice él. «Eso es cierto, se me da muy bien todo lo que tiene que ver con llevar una casa. Aunque te confieso que echo de menos mi trabajo», dice ella.
En fin, puede ser que mi experiencia en la vida me haga interpretar de manera regular ciertas cosas, pero como mi boquita no dice más que «ya ves…» en ese tipo de conversaciones, no creo que haga daño a nadie con mis interpretaciones.
Mabel y Pedro, una pareja peculiar. Dos caracteres tremendamente fuertes. Siempre discutiendo por todo. Lo que para Mabel era blanco para Pedro era negro, y al revés. Sin embargo se querían, y se quieren, con locura y se respetaban, y se respetan, de un modo admirable. Mabel, con sus ojazos de color azul cielo y aquella sonrisa siempre tatuada en la cara. Pedro, más serio, más en su sitio, siempre tratando de no decir una palabra más alta que otra.
Después de Mabel y Pedro, hizo su entrada estelar Cristina. La solterita de oro y el tercer componente del Trío La-la-la, compuesto por Cristina, Susana y yo. Así nos llamaban en nuestro pequeño círculo de amigos. Las Locas era otro de los apelativos. Y era cierto, habíamos hecho muchas locuras juntas. Juerga tras juerga; noche tras noche. A veces me resultaba increíble que pudiésemos levantarnos por las mañanas para ir a trabajar, lo que en mi caso no era tan complicado, porque mi trabajo no siempre tenía horarios. Sin embargo, Susana era profe de música en un instituto y Cristina curraba en una pastelería, fines de semana incluidos, y las dos seguían el ritmo de fiesta incluso mejor que yo.
Aquella noche Cristina iba espectacular. De rojo, con un vestido de punto ceñido hasta la rodilla. Botas negras de caña alta con una elegante cuña en color rojo. El trocito de pierna que quedaba visible, suculentamente cubierto con medias de rejilla. Era, sin duda alguna, la más espectacular del trío, con aquella larga melena rizada y rubia, aquellos ojazos color miel y aquellos labios carnosos que nada tenían que envidiar a los de la Jolie.
Luego llegó Magda, ex novia de Susana. Un encanto de chiquilla que no salió demasiado bien parada de la relación con mi amiga. ¿Que por qué? Pues porque, como siempre decía Susana de sí misma, ella era un «ochenta-veinte». El ochenta por ciento: hombres, y el veinte restante: mujeres. ¿El problema? Pues que ese veinte por ciento de atracción que Susana sentía hacia las mujeres sólo era sexo. Siempre fue incapaz de enamorarse de una mujer, y Magda, por contra, se enamoró de Susana hasta las trancas. Hasta el punto de compartirla con otros hombres cuando para ella la palabra «falo» era lo diametralmente opuesto a «excitante» o «morboso». De un modo u otro, Susana seguía sin terminar de soltar a la pobre Magda. Supongo que no era consciente del daño que le estaba haciendo a esa chica, quien aún albergaba la esperanza de que mi amiga la eligiese como el único amor de su vida.
Yo sabía de sobra que eso nunca ocurriría. Quería mucho a Susana, y la quería por lo bien que la conocía. Su carácter era tremendamente débil. Siempre insegura de sí misma, siempre necesitando aprobación. Y, por lo general, acababa enamorándose de lo opuesto a lo que su alma necesitaba. Una buena ristra de perlas había ido minando su autoestima. Se volvía tan tremendamente dócil y tan damisela en apuros con los hombres de carácter fuerte que, al final, todos acababan dejándola.
Y, mira tú por dónde, aquella noche apareció en el Alexis con la perla número uno.
Cuando los vi entrar juntos no me lo podía creer. Ella, tan dubitativa, tan pelirroja y bonita como siempre. Él, tan altanero, tan convencido de que sería bien recibido.
Sentí ganas de vomitar cuando Susana y Nico se acercaron al grupo y mi amiga comenzó a presentárselo a todo el mundo como un buen amigo mío.
«Pero ¿qué cojones está pasando aquí?», pensé. No entendía cómo era posible que Nico estuviese volviendo a mi vida cuando lo único que yo quería era que desapareciese. No le di el gusto de ponerme nerviosa en público, y le estampé dos besos en la cara, del mismo modo que habían hecho el resto de las chicas.
Fría por fuera; temblando por dentro.
Después de las presentaciones, yo fui a refugiarme en Bruno. Me acerqué a su oído y le susurré una petición: «Necesito que esta noche parezca que somos algo más de lo que somos, por favor». Bruno miró hacia Nico, me miró a mí de nuevo y me echó el brazo sobre los hombros. Ya no me soltó en toda la noche. Nuestros amigos no entendieron nada: «¿Bruno y Ada juntos?», pensarían. La cosa es que yo me sentía más tranquila así y estaba segura de que Bruno entendía más o menos la situación.
Nico nos miraba de vez en cuando, con esa cara de soberbia tan característica en él. Incluso hubo un momento en el que se separó de Cristina y de Susana, con las que estaba hablando de vete tú a saber qué, y se acercó a hablar con Bruno. Mi mente neurótica lo interpretó como un intento de alejarme de su burbuja protectora.
—Me han dicho las chicas que el Mazda que hay aparcado en la puerta es tuyo.
—Sí, lo es.
Vaya, no me esperaba que Bruno fuese tan breve. Le encanta que le pregunten por su coche para poder decir lo bonito que es, que lleva un motor rotativo de 230 cv, que se pone de cero a cien en no sé cuántos segundos, etcétera, etcétera, etcétera.
—Me han dicho que esa preciosidad va muy bien. —Nuevo intento de Nico.
Bruno se acercó más a mí, rodeó con más intensidad mis hombros y respondió mirando fijamente a los ojos de Nico.
—Sí, va bastante bien. Y no me gustaría que nadie la tocara. En este momento es mía, y seguirá siéndolo por mucho tiempo.
No pude evitar la ebullición de la sorpresa asomando a mi cara. ¿Estaba hablando del coche? Yo creo que no. Nico se sintió violento ante la intensa mirada de Bruno y esa carita de loco que pone de vez en cuando. Dio media vuelta y regresó con las chicas.
Por supuesto, me sentí muy aliviada después del capote que Bruno me había echado. No es que me sienta demasiado bien pidiendo a un hombre que me defienda, pero en aquel momento aún no había superado ese puntillo de miedo que le tenía a Nico.
Después de aquello, disfruté de mi zumo de piña con hielo y, por fin, comencé a escuchar la música. «Down by the river» de Bunk Jhonson sonaba en aquel instante de tranquilidad. Aún hoy escucho ese tema cuando necesito ayuda para calmar los nervios.
Conversación va, conversación viene. Superficiales con Luisa y Alfredo, con algún que otro «ya ves…». Algo más interesantes con Mabel y Pedro, quienes me contaban muy ilusionados la próxima apertura de su propia escuela de formación para profesionales. Intercambio de sonrisas con Magda que, como de costumbre, permanecía prácticamente ausente. Su único mundo, por aquel entonces, era Susana y lo que la rodeaba.
Casi conseguí olvidarme por completo de Nico. Tanto que, cuando me entraron ganas de hacer pis, decidí ir sola al servicio.
Mala idea.
—¿Quién es ese tío, Ada?
Nico me esperaba en la puerta de los aseos. Estaba muy enfadado. Su cara y su lenguaje corporal me recordaron a aquel día en la cocina.
Fría por fuera; temblando por dentro.
—¿A ti qué más te da quién sea? —le dije, tratando de esquivarlo y regresar con Bruno.
—¿Cómo que a mí qué más me da, niñata? —me respondió, agarrándome fuertemente el brazo—. Eres mía y de nadie más, ¿me oyes?
De nuevo volví a sacar fuerzas de donde no las tenía. Jamás sería propiedad de otra persona que no fuese yo misma, y aquella noche estaba bien dispuesta a dejárselo muy claro.
Fría por fuera. Temblando por dentro.
La fuerte presión de su mano rodeando mi brazo.
Fría por fuera. Haciendo acopio de fortaleza por dentro.
Aquella cara de cínico tratando de someterme.
Fría por fuera. De pronto, un témpano de hielo por dentro.
—Vamos a ver, Nicolás. Yo no sé qué te ha dado conmigo. Ni siquiera sé cómo pude acabar con un hombre como tú, si a lo que tú eres se le puede llamar hombre. No te quiero en mi vida ni cerca de ella. Puedes hacer lo que te plazca, pero ten bien claro que nunca te pertenecí ni nunca jamás te perteneceré. Y sí, ya… —Lo interrumpí porque sabía lo que iba a decir, su asquerosa sonrisa lo delató—. Ya sé que no era eso lo que gritaba la otra noche en la cama. No sé qué coño grité… porque aún no me explico cómo pude permitir que acabaras cruzando de nuevo el umbral de mi casa. Y ¿sabes qué? Que voy a dejar de darle vueltas a lo de la otra noche. Estás aquí ahora mismo porque el destino me ha puesto frente a ti para que te mande a tomar por culo. Así que, ya sabes, vete a comer mierda tú solo que este «coñito» va a seguir siendo libre y feliz.
En ese momento apareció Bruno y me preguntó si todo iba bien.
—Sí, no te preocupes, ya volvía a la mesa.
Agarré la mano que me inmovilizaba el brazo y me solté de su presa. Me sentí tremendamente bien. Aquella noche acabé de ser consciente de lo cobarde que era en realidad Nico. Se echaba para atrás en cuanto le plantaba cara; lo había hecho hacía un año en mi cocina y volvió a hacerlo en el Alexis. Era como si sólo supiese manejar emociones como el miedo o la sumisión. No sé de qué otra manera explicarlo. De ese modo, la noche anterior pasó a formar parte de un mal sueño. Decidí que saber lo que había ocurrido con Nico no me iba a hacer más feliz. Ya no importaba el motivo por el que amanecimos bajo las mismas sábanas, y no quise descubrir si realmente me había echado algo en la bebida y me había forzado porque, junto a esa posibilidad, también estaba la opción de que yo, Ada Levy, una mujer fuerte y que sabe lo que quiere, hubiese caído de nuevo derrotada a sus pies. Esto último no habría podido soportarlo, me habría odiado por ello.
Fue por eso por lo que decidí aplicarme el refrán «ojos que no ven, corazón que no siente». Cerré los ojos y me adentré en mi recién recuperada sensación de libertad. Vamos, que me quité un tremendo peso de encima.
Pero, por desgracia, la sensación no fue demasiado duradera.
Cuando llegué a la mesa, junto a Bruno y los demás, Susana se me acercó aprovechando que Nico no estaba.
—Espero que no te haya molestado que lo trajera —me dijo poniendo esa carita infinitamente dulce que sólo ella sabía poner—. Me lo encontré cerca de tu casa y me dijo que habíais quedado. Yo le expliqué que veníamos a Santa Fe, al Alexis, y él me preguntó si podía venir conmigo. No pude decirle que no. Es que es tan mono…
—Tranquila, no te preocupes. Después de todo, no ha estado tan mal que venga.
—¡Genial! Me alegro porque tengo una pregunta que hacerte.
Conociendo a Susana, me olía la pregunta.
—Dispara —le dije.
—¿Te importa si me lo tiro?
Joder, me esperaba la pregunta, pero aun así me dejó por un momento sin palabras. ¿Cómo explicarle que no era el tío más indicado para ella, ni para ninguna otra mujer? ¿Cómo explicarle que me puteó viva durante seis meses de mi vida? ¿Cómo explicarle que, por su culpa, necesité cerca de un año para volver a sentirme yo misma? ¡¿Cómo?! Pues de ninguna manera, porque no se lo expliqué. No le conté nada porque no me apetecía que pensara que estaba celosa y que no quería que se le acercara. No le conté nada porque conocía tanto a Susana que aquello nos habría supuesto una semana de enfado a las dos. No le conté nada porque fui una imbécil y no me di cuenta de que prefería una semana sin hablar con ella a toda una vida sin su sonrisa.
—No, no me importa. Adelante. —Le di mi permiso y la ayudé a firmar su sentencia de muerte.
Me dio un fuerte abrazo y regresó junto a Nico en actitud más que cariñosa. Por supuesto, él, despechado y con una nueva víctima en el punto de mira, se puso enseguida a trabajar.
Cristina, por su parte, ya había desaparecido con uno de sus amigos preferidos.
—Me voy a casa, Bruno. Estoy un poco cansada.
—Yo me voy contigo y no se te ocurra negarte. No vas a estar sola esta noche.