Avanzo con los sentidos bien alerta. Lo recorro incansablemente.
Atiendo a cada detalle, cada bache, cada curva del recorrido.
Pronto vislumbro el final; normal, es el camino fácil.
Agilizo el paso. Corro. El camino fácil desaparece.
Un muro infranqueable me cierra el paso.
En lo más alto del muro, un gigantesco reloj.
Las agujas barriendo la esfera a mil por hora.
El tiempo se agota.
El Asesino de la Hoguera, un hijo de la gran puta de los de verdad. Un malo de película; un enfermo con una obsesión tan intensa por las mujeres y el fuego que, seguro, era imposible de valorar con ninguna de esas escalas para medir la locura que usáis los loqueros.
La prensa rosa se había excedido en dos víctimas. Eran dieciocho. Dieciocho vidas que se convirtieron en dieciocho dolorosas y agónicas muertes. Una de ellas en A Coruña. Otra en Madrid. El resto en Andalucía.
Me sorprendió no haberme enterado de algo así. Sabía que veía poco la tele y reconocía que estaba aún menos al tanto de las noticias, pero ¿hasta el extremo de no enterarme de que mi querida tierra albergaba en su seno a un asesino de película? Pues sí, hasta ese punto.
Las víctimas tenían edades tremendamente dispares. Desde una mujer de veintiún años hasta una anciana de setenta. No parecía haber nada que pudiera relacionarlas entre sí. O, al menos, no encontré nada en la red.
Aparentemente lo único que tenían en común era que todas permanecieron desaparecidas durante catorce días y que fueron encontradas, quemadas vivas, en la madrugada del decimoquinto en parques o bosques cercanos a las zonas urbanas.
Algunas sin ojos.
Otras sin manos.
Todas sin lengua. Menos una, la de A Coruña. A ella se habían limitado a quemarla después de la desaparición.
Me eché hacia atrás en el sillón e hice un repaso mental a lo que sabía sobre mi pálpito. No era demasiado, pero sí me alarmó un dato.
Tenía que ir a informar a Enrico.
Un gran jarro de agua fría. Eso fue lo que recibí de Enrico cuando aparecí apurada en La Napolitana para hablarle del caso de Mari Vila. Y lo cierto es que fue culpa mía. Confieso que lo de guardar la calma nunca ha sido mi fuerte. Me precipité.
—¡Sólo tenemos cuatro días! ¡Sólo cuatro días!
Enrico me paró los pies. Me tapó la boca con una mano para impedir que comenzara a hablar de esa forma atropellada que lo ponía tan nervioso. Me pidió que organizara mis ideas y que, con mucha calma, le explicase qué quería decir con lo de los cuatro días. Así que, con toda la organización mental que pude y no sé si con demasiada calma, le expliqué lo que había averiguado en casa.
—A ver, Ada… —Aquella cara con la que me miraba no llevaría nada bueno a mis oídos—. Puede que no te haya entendido bien, así que acláramelo. ¿Me equivoco o me estás diciendo que te has creído a pies juntillas lo que has oído en uno de esos programas del corazón en los que importa una mierda la veracidad de la noticia siempre y cuando suba la audiencia?
Mirándolo de ese modo, no sonaba demasiado bien.
—Enrico, no es eso. Es que…
Me interrumpió.
—Mira, Ada, es cierto que para un detective el instinto, o el pálpito, como tú lo has llamado, es una verdadera herramienta de trabajo. Los detectives con esa capacidad de ver donde parece que no hay nada son los que resuelven casos de verdad. Sin embargo…
Sabía muy bien lo que venía después y, efectivamente, vino. Me cortó las alas con todo el cariño del mundo.
—Sin embargo, preciosa, antes de dejarse llevar por el instinto, los buenos detectives tienen que aprender a atender a la realidad. ¿Quién es esa chica? ¿Qué vida lleva? ¿Cuál es su pasado? ¿Cuánta gente la quiere? Y, más importante aún, ¿cuánta la odia? ¿Qué probabilidades hay de que lo que la rodea en su día a día pueda hacerle daño?
Sabía que no ganaba nada diciéndole a Enrico que lo primero que había hecho era informarme sobre su vida. Yo misma era consciente de que en mi mente ya había un claro culpable y que el resto de la información que tenía, si no hubiese sido por él, no habría vuelto a mi cabeza. Hice un profundo asentimiento. Resignada, continué con mis propios interrogantes.
—Y ¿qué probabilidades hay de que un asesino que mata a sus víctimas quemándolas vivas la haya elegido precisamente a ella? ¿Qué probabilidades hay de que se arriesgue con una chica mediática en lugar de centrarse en mujeres anónimas más fáciles de seguir y atrapar?
Enrico tenía razón, me había emocionado demasiado. Parecía que la simple posibilidad de convertirme en investigadora privada de verdad me había llevado a elucubrar como Sherlock Holmes y a alejarme por completo de esa mentalidad del tipo Watson, tan sana para el espíritu. Y yo que pensaba que la idea no me había hecho demasiada gracia.
¿Investigadora privada? ¿Yo?
No tuve más opción que claudicar. Di la razón a Enrico, porque la tenía. Había pasado por alto las evidencias y me había quedado en lo más llamativo. En lo menos aburrido.
—Sé que tienes razón, Enrico. Lo sé. Pero…
Mi vida está llena de «peros». Pero por qué, pero cuándo, pero dónde, pero no lo entiendo… Generalmente hay «peros» cuando alguien me dice cómo debo hacer las cosas, a pesar de que lo esté diciendo por mi bien. Hay «peros» a secas, que son los que intentan convencerme de que, aunque tenga razón, lo que yo pienso o quiero hacer no es tan descabellado. Y también están los «pero por qué», que son los que uso cuando a pesar de que pienso que mis formas son mejores, estoy abierta a que otro me convenza de que sus formas también son válidas.
Aquel día, con Enrico, mi «pero» a secas fue un poco diferente. Fue un «necesito comprensión».
—Pero no puedo olvidarme de esto. Voy a hacerte caso, aun así permíteme que deje un pedacito de mi mente reservado a esta minúscula posibilidad. No sé explicarte por qué. Simplemente, algo me dice que estaría cometiendo un gran error si lo descartara por completo.
El gesto de Enrico se suavizó y me regaló una leve pincelada de comprensión.
—Está bien, Ada. Hazlo como tú creas que debes hacerlo. Detestaría que en tu primer caso de verdad acabases con la sensación de haberte equivocado porque no escuchaste a tu instinto. Pero…
Los «pero» de Enrico, en conversaciones serias, generalmente preceden a consejos. Podría decirse que son unos Pepito Grillo muy particulares con tendencia a repetirse en mi cabeza una y otra vez después de haber salido de su boca.
—Pero nunca te olvides de lo obvio. La mayoría de las veces, acertarás eligiendo el camino fácil. Además, en esta ocasión, el camino fácil es el que te va a dar más información. No tenemos atajos. Llamé a un contacto en el Cuerpo Nacional de Policía para que me hablara un poco de cómo están llevando el tema de Mari Vila y, sencillamente, no lo están llevando. Hasta ellos creen que es una más de sus niñerías.
Salí malhumorada de La Napolitana. Estaba enfadada conmigo misma por haber metido la pata delante en Enrico de un modo tan bestia; él confiaba en mí, me había elegido como socia, y yo se lo pagaba transformando un jamelgo en un unicornio de colores. No me habría extrañado, en absoluto, si me hubiese dicho que ya no era necesario lo de sacarme la licencia de detective.
También estaba un poco enfadada con él. Me dejaba sola con todo aquello. «Salgo de viaje, Ada. No sé cuántos días estaré fuera. Tendrás que ocuparte tú de todo, aunque mi móvil estará operativo para cuando me necesites». Eso me dijo después de aquella charla de la que salí un pelín avergonzada. También me pidió que, cuando necesitase información de Anna, la madre de Mari Vila, le enviase a él un e-mail con lo que quería saber. Él se encargaría de llamarla personalmente. «Nos evitará problemas; Anna espera que todo esto lo maneje yo».
No sé qué pensarás tú, pero para mí la situación en aquel momento no era precisamente idílica. Me encontraba ante el primer caso serio que iba a llevar, de forma ilegal, viéndome obligada a explorar el camino fácil, justo el que mi corazón me decía que era el que no debía coger y con Enrico, mi jefe-amigo-vozdemiconciencia, en algún lugar desconocido para mí.
¡Yuju!
¡Yupi!
Sí, sí, ya sé que esas expresiones no las usa nadie actualmente. Pero estás leyendo a alguien que cuando se enfada utiliza la palabra «jopelines» para expresar su desconcierto.
Y con un «jopelines» gigante, cogí la moto para regresar a casa.
No pude dejar de dar vueltas al tema durante todo el camino. Al cerrar la puerta de mi piso, sentí como si acabase de encerrarme en una jaula. Estaba agobiada. Las palabras de Enrico taladrándome el cráneo.
«El camino fácil…»
Me senté en el sofá para tratar de dar orden y concierto a mis pensamientos.
«El camino fácil…»
Cerré los ojos.
«El camino fácil…»
Supongo que fue un microsueño. Un instante onírico en el que mi mente decide tomar ese camino. Avanzo con los sentidos bien alerta. Lo recorro incansablemente. Atiendo a cada detalle, cada bache, cada curva del recorrido. Pronto vislumbro el final; normal, es el camino fácil. Agilizo el paso. Corro. El camino fácil desaparece. Un muro infranqueable me cierra el paso. En lo más alto del muro, un gigantesco reloj. Las agujas barriendo la esfera a mil por hora.
El tiempo se agota.
Desperté sobresaltada, incapaz de saber si había dormido o si sólo había cerrado los ojos. ¡Jodida cabeza la mía, que no me permitía hacer lo correcto sin más!
Entendía lo que Enrico trataba de explicarme. Me decía a mí misma que debía alejar la fantasía de mi cabeza. No obstante, no podía evitar imaginarme a Mari Vila encerrada en algún sótano, o en cualquier sitio oscuro, aguardando entre terribles sufrimientos la llegada de las llamas al cabo de cuatro días.
Cuatro días.
Pero Enrico…
Su experiencia…
Mi inexperiencia…
No sólo sé usar palabras como «jopelines». Si existiese «palabrotear», te diría que «palabroteé» una y mil veces. ¿Por qué mi primer caso de verdad tenía que ser ése? No estaba preparada. O pensé que no lo estaba.
En mitad de todo aquel bloqueo, cuando la opción de tirarme por la ventana para dejar de pensar no me pareció nada descabellada, pronto recordé a Susana. Recordé nuestra cita en el Alexis.
Recordé el jazz.