«¡Tienes que morir!»
[…]
Me sentí mucho más cerca de encontrar a Maria.
No se lo digas a nadie, pero hace años descubrí algo supercurioso que, quizá, debería compartir con algunos guionistas de cine, por el bien de la humanidad.
Te lo cuento a ti, pero a nadie más.
¿Sabes que los malos de verdad, esos que quieren matarte y eliminar las pruebas de tu muerte, no se paran a explicarte cuáles han sido y son los motivos por los que se han acabado convirtiendo en monstruos asesinos? Pues no. Te lo digo yo, que estuve frente al mismísimo Asesino de la Hoguera y, el muy cabrón, lo único que quería era matarme. Ni una breve explicación. Ni siquiera un «lo siento, pero si no te mato vas a dar al traste con mis planes para dominar el universo».
Nada. No me dijo nada.
Bueno, para ser más exacta, me dijo con la mandíbula desencajada: «¡Tienes que morir!», y acto seguido trató de rajarme con un cuchillo.
Qué desilusión, ¿verdad? Lo de los guionistas de cine, digo. ¡Imagínate si se enteran!
Por fin tenía muy claro quién era Hogui y me sentí mucho más cerca de encontrar a Maria.
Sumida en una especie de ataque de euforia comencé a correr de aquí para allá por el piso preparándolo todo. Estaba tan centrada que me olvidé del dolor de mis heridas.
—¿Qué haces? —me preguntó Enrico.
—¿Qué voy a hacer? Pues ir a buscar a Maria —le respondí.
Enrico dejó que siguiera moviéndome como una loca por el piso, reuniendo el equipo de la moto, junto con varias cosas más.
—Ada… —le oí decir desde el salón—. Ada, para ya —me pidió cuando pasaba a su lado quitándome la sudadera para ponerme la espaldera protectora.
Yo lo oía pero no lo escuchaba. Estaba centrada en lo que consideraba que era mi obligación: ir a por Maria.
—Ada, ¿cómo piensas averiguar dónde vive ese tipo? ¿Cómo vas a hacerlo? Dime.
—Ya lo pensaré por el camino —le respondí sin dar importancia a sus palabras; aquél era un inconveniente que carecía de ella.
Continué preparando las cosas y, de pronto, recordé mi navaja nueva. No podía irme sin ella. Fui de nuevo al salón, donde Enrico seguía plantado, mirando cómo yo iba de un lado a otro sin parar.
—Ada, perdóname por esto que estoy a punto de hacer.
Me quedé quieta frente a él tratando de comprender. Enrico me rodeó el torso con sus musculosos brazos y apretó con fuerza. Mis costillas rotas pronto me recordaron que estaban allí. El dolor me retorció las entrañas. Traté de zafarme de él, pero siguió manteniendo la presión y acabó tirándome al suelo. Di un golpe seco sobre la alfombra que me dejó sin respiración un instante. Yo no dejaba de luchar sin terminar de comprender la situación. ¡Mi amigo me estaba destrozando! Él se echó encima de mí, con todo su peso, y sus manos aún presionando Yo trataba de quitármelo de encima, lo golpeaba y lo empujaba con toda la fuerza que fui capaz de sacar.
Hasta que sentí la humedad y vi la sangre aparecer a través de la venda que envolvía mi mano izquierda, no fui consciente de la situación. Mi amigo me estaba mostrando la realidad: yo no estaba en condiciones de coger mi moto y salir a detener a un asesino en serie.
Dejé de luchar y las lágrimas resbalaron por mis sienes mientras, tumbada boca arriba, miraba el horror y la culpa que marcaban el rostro de Enrico.
—No puedo dejar que te maten, ¿es que no lo entiendes? No puedo.
Entonces se abrazó a mí tratando de no aplastarme para no hacer más daño a mis maltrechas costillas. Yo tenía el orgullo herido. Me sentía tonta y avergonzada. Pero finalmente comprendí a Enrico: mi amigo me protegía.
Aquel día me dio una gran lección: «Es imposible salvar al mundo cuando uno ya está muerto». Y yo no estaba muerta, pero distaba mucho de estar en condiciones de enfrentarme a Hogui yo sola, por mucho que quisiera ver a Maria recuperar su libertad.
Le di un beso a Enrico en la mejilla. Se me partió el alma cuando él me miró a los ojos y pude ver que estaba llorando.
Fue entonces cuando salí de debajo de mi amigo y cogí la mochila. De ella saqué una tarjeta, marqué el número de teléfono que llevaba impreso y le di a la tecla de llamada.
—Hola, inspectora. Soy Ada Levy, la chica del dedo cortado. —Quise asegurarme de que no me confundiera con otra—. Necesito que venga a casa, por fin he recuperado mi dedo. Ha llegado en un paquete esta misma mañana.
Andrea no tardó ni media hora en aparecer. Le enseñé el contenido del cofre y le conté todo lo que había averiguado desde el principio. Relacioné al Asesino de la Hoguera con Maria, gracias a la llamada desde el teléfono de Miranda Juárez, la «bruja» quemada, y el colgante bajo la mano de Rita Peñalba, la «bruja» a la que habían lanzado al vacío desde la azotea del hospital.
—¿Dónde está el colgante? —me preguntó Andrea.
—Me lo quitaron aquellos tipos —le mentí, porque aquel colgante permanecería a mi lado hasta que llegase el día en que pudiera devolvérselo a su dueña.
La inspectora se llevó todas las pruebas a comisaría, incluido mi dedo.
—Un experto en caligrafía nos dirá en unos días si realmente las letras coinciden. Y, si es así, pronto recuperarás tu vida y a tu amiga.
Cuando Andrea salió de casa, no me sentí nada aliviada. Lo de «unos días» no me sonó en absoluto a algo inmediato y lo de «pronto» también me resultó demasiado impreciso.
Sin embargo, el recuerdo del dolor y el de Enrico cerrando con un punto de aproximación la brecha que se había abierto en el muñón de mi dedo me hicieron controlar esa sensación.
—Has resuelto el caso, pequeña —me dijo Enrico, siendo consciente de que no me sentía demasiado bien—. Vamos a tratar de tener algo de paciencia, ¿de acuerdo?
Le dije que sí porque era la respuesta adecuada. Aun así me sentí de nuevo encerrada, y ya sabes lo mal que me sientan las jaulas.
Hugo regresó a casa ese mismo día, después de comer, cuando Enrico ya se había marchado. Le conté lo ocurrido por la mañana y mi sensación de derrota.
—Ahora que estoy tan cerca de ella, no puedo hacer otra cosa que esperar —le dije.
—¿Te soy sincero? —me preguntó.
—Sí —le respondí, aunque en realidad no quería oír lo que tenía que decirme.
—Enrico tiene razón —comenzó—. Estás demasiado herida para tratar de resolver esto sola. Lo has hecho muy bien, yo diría que demasiado, porque has arriesgado tu propia vida por esa chica y has conseguido, tú sola, la última pieza del puzle. Creo que ahora te mereces descansar, y debes dejar que los que tienen pistolas se encarguen de ese loco.
Pasamos la tarde tumbados en el sofá, abrazados. Yo estuve dándole vueltas a lo que me había dicho, y lo cierto es que Hugo tenía razón: debía sentirme orgullosa por haber encontrado esa última pieza del puzle y realmente merecía descansar. «El descanso del guerrero», pensé. Pero no me sentí como una guerrera, porque aún no había terminado la guerra y yo ya estaba reposando.
No podía dejar de sentirme mal por estar allí, quieta, en el sofá y al abrigo de la persona a la que amaba. Recordé a Roberto, y lo imaginé tumbado solo, en su sofá, mientras Maria aguardaba «unos días» a que verificaran todas aquellas pruebas.
—¿Cuándo vuelves a salir de viaje? —le pregunté a Hugo.
—Salgo el treinta de diciembre, pero vuelvo el treinta y uno, para comerme contigo las uvas y recibir juntos el año.
Una intensa emoción recorrió mi cuerpo. Tenía dos motivos para estar tan excitada: pasaría la última noche del año junto a la única persona con quien quería estar y, además, tendría el día 30 libre para colarme en el preestreno de Cómo matar a una ninfa en Córdoba y, así, seguir a Ezequiel para encontrar al fin a Maria.
Ya sé lo que estás pensando. Aparte de estar hecha una mierda físicamente y bastante tocada anímicamente, estaba a punto de cometer el mismo error por segunda vez.
Sin embargo, en aquella ocasión no pretendía ocultarle a Enrico mi salida, lo único que quería era que no pudiera impedírmelo. Había pensado mandarle un mensaje cuando estuviese a bastantes kilómetros de Granada e indicarle constantemente, por enlaces de Google Maps, dónde me encontraba. Sabía que él acudiría a ayudarme.
Cuando llegó el día 30, me levanté con energías renovadas. Despedí a Hugo con un fuerte abrazo y un beso de esos que llenan la boca, y, en cuanto cerré la puerta, me puse manos a la obra. Con un poco de suerte, estaría de vuelta en casa antes de que él regresara.
No podía ir en moto tal y como tenía la mano izquierda de dolorida, pero el equipo de cordura con protecciones era lo más parecido a una armadura que tenía en casa. Además, aparte de mi espaldera, tenía la de Hugo, así que me puse la mía bien ceñida a la espalda y la suya cubriéndome desde el pecho hasta el bajo vientre, para proteger mis maltrechas costillas.
Los guantes que me había regalado Enrico eran finos pero tenían protecciones en los nudillos. También los eché a la mochila para usarlos en un momento dado.
Yo había planeado plantarme en el sitio en el que se iba a celebrar el preestreno y comprarle a alguien su pase por una buena cantidad de dinero. Luego seguiría a Ezequiel hasta que él mismo me llevara a Maria, y una vez que estuviera segura de su paradero, llamaría a la policía. Me eché la navaja al bolsillo sólo por si acaso, porque tenía muy claro que no iba a hacer de heroína aquel día.
Pero, mira tú por dónde, antes de salir de casa, me acordé de José Luis y le envié un mensaje: «Lo siento mucho. He estado huyendo de ti porque llegué a creer que eras el asesino. Por fin me he dado cuenta de que no es así. ¿Podrás perdonarme algún día?».
Al cabo de unos minutos, José Luis Bayo estaba llamando a mi móvil.
—¡Ada! ¡Sé quién es el asesino! He visto a Maria, aún está viva. Esta tarde, cuando él no esté, pienso liberar a tu amiga.
Caí en la cuenta en ese momento de que por eso me lo había encontrado en el festival de novela y, muy posiblemente, también por eso estaba en el hospital. Puede que viera a Ezequiel entrar en la habitación de Rita.
Hablé con él unos minutos. El pobre había pasado de estar loco a loquísimo. Su voz sonaba muy acelerada, y rechinaba los dientes y hacía ruidos con la garganta muy desagradables. José Luis se había convertido en el Gollum de mi historia, y le pedí por favor al universo que su final no fuese el mismo que el del Gollum original.
Después de descifrar algunas de sus frases y de tratar de adaptar mi forma de hablar a la suya, conseguí que me diera la dirección en la que se encontraba Maria. Estaba en un caserón en la sierra de Córdoba.
Lo último que cogí antes de salir de casa fue el colgante de Maria.
Llegué a Córdoba a eso de las cuatro de la tarde en mi Golf, sintiéndome ridícula con el equipo de la moto dentro del coche.
Cogí el Garmin e introduje la dirección del caserón, pero llegué tan temprano que Ezequiel todavía no se había ido. Aguardé escondida en una finca cercana sin haber visto aún a José Luis.
Tenía buen ángulo y podía ver bien la parte delantera de la vivienda. Me sentí muy orgullosa de mí misma por haber echado los pequeños prismáticos y una de mis mejores cámaras.
De repente, algo me hizo aguantar la respiración: a través de una de las ventanas, pude ver a Maria en el interior de la casa. Su cara triste, su melena lacia. El aspecto de mi amiga era el de alguien a quien ya no le quedaba alma. Recordé algo que nos habían contado en una de las clases de criminología: el síndrome de indefensión aprendida. Cuando una persona sufre un secuestro traumático y de larga duración, el síndrome de Estocolmo no es lo único que suele aparecer. Es muy común que la persona secuestrada llegue a asumir por completo su situación y su muerte inminente, y acabe convirtiéndose en un autómata. Ésa fue la sensación que tuve al ver a Maria a través de la ventana. Había asumido aquella situación porque su mente le decía que jamás podría salir de ella. Así que si Ezequiel estaba convencido de que tras su unión carnal con la ninfa ella se había convertido en su esposa, probablemente mi pobre Maria habría llegado a aceptarlo.
Alguien se le acercó, era el escritor. Le dio un abrazo que ella no correspondió y un beso en los labios sujetando su barbilla. A continuación, le puso alrededor del cuello una especie de correa con una cadena y tiró de ella. Supuse que iba a encerrarla en algún sitio mientras él estaba fuera.
Ezequiel apareció de nuevo, unos minutos más tarde, frente a la ventana. Parecía nervioso. Desapareció una vez más y pronto emergió por la puerta principal en dirección al coche.
Justo en aquel momento, todo se precipitó. José Luis surgió de la nada apuntando a Ezequiel con una escopeta.
«La escopeta», pensé.
Abandoné mi plan de llamar a la policía y recé para que Enrico hubiese visto mis mensajes. Salí del coche con la navaja en la mano y mirando de vez en cuando por los prismáticos cómo José Luis y Ezequiel forcejeaban.
Me separaban unos quinientos metros del caserón, y aquella distancia se me hizo eterna. Intenté obviar, sin ningún éxito, las punzadas de dolor. Me dirigí a la parte trasera y, con la punta rompecristales de la navaja, destrocé un ventanal. Luego accedí como pude al interior y me puse a llamar a Maria a gritos.
—¡Aquí! —Oí una voz lejana—. ¡Aquí!
Busqué desesperadamente por las habitaciones hasta que descubrí una puerta que daba a un sótano.
—¿Maria? —pregunté.
—¡Aquí! —respondió aquella voz desde abajo.
¿Ves tú? Esta parte sí que fue como el final de muchas películas de miedo.
Bajé a toda prisa la escalera y pronto me encontré en una sala iluminada sólo con velas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando vi la silla de tortura y todos aquellos instrumentos. Me dolieron las heridas de Rita y tuve claro que su muerte en caída libre desde aquella azotea fue lo menos horrible que había sufrido en los últimos días. Todos aquellos instrumentos de tortura los había usado Hogui con las pobres mujeres acusadas de brujería.
María estaba en una esquina de la sala, atada con correas y una larga cadena a una cama con dosel. Era todo huesos, y sus preciosos ojos de color verde agua habían perdido el brillo. Aun así, seguía desprendiendo esa belleza etérea que la caracterizaba.
—Hola, Maria. Tú no me conoces, pero yo a ti sí. He venido a llevarte junto a Roberto.
Cuando me acerqué, no quiso que la tocara. Estaba atemorizada y no era capaz de reaccionar, como si hubiese perdido todo instinto de supervivencia.
—¿Roberto? —preguntó como si aquel nombre le resultara muy lejano.
—Sí, Roberto. Él te quiere mucho y está muy triste desde que te fuiste. Me ha dado una cosa para ti.
—¿Qué cosa? —me preguntó con carita de niña pequeña.
—Esto. —Y le enseñé su colgante con aquella preciosa esmeralda.
Sus ojos recuperaron parte del brillo perdido, y vi un atisbo de esperanza en su rostro. Me di cuenta de que las correas tenían pequeños candados en el cierre. Tendría que cortarlas.
—¿Me dejas que corte con esto la correa que llevas al cuello? Así podré ponerte el collar.
Al principio se retiró cuando me vio sacar la navaja, pero pronto miró de nuevo su colgante y comprendió que, si seguía teniendo aquello en el cuello, no podría ponérselo. Entonces volvió a acercarse y metió un dedo bajo la correa, dándome permiso para cortar.
Me costó mucho trabajo liberarla y, justo cuando acabé con la última correa, di un respingo al oír un disparo.
«José Luis», pensé.
Pero tenía que seguir allí.
Debía llevarme a Maria.
—Venga, ¡vamos! —la animé—. Ya podemos salir. Te llevaré con Roberto.
—Pónmelo —me dijo alargándome la gargantilla—. ¿Eres una bruja? —me preguntó.
Aquella pobre chica había abandonado la realidad. No era consciente del peligro que corríamos las dos, y yo no sabía qué hacer para sacarla de allí.
Respiré hondo y traté de tomármelo con calma, rogando al universo que el disparo hubiese acabado con la vida de Ezequiel y no con José Luis. Le puse la gargantilla en torno al cuello, y ella sonrió dulcemente desde aquella inocencia aprendida.
—¿Sabes? Sí que soy una bruja… una muy poderosa, y he roto el vínculo que os une a ese hombre y a ti. —Maria me miró con atención—. Lo he vencido, y debemos salir de aquí porque un poderoso hechizo va a hacer desaparecer este lugar.
No sé si porque me creyó o porque pensó que estábamos jugando a algo muy divertido, pero la cosa es que me dio la mano y se levantó para seguirme. Pero, justo en ese momento, un grito de terror desgarró los pulmones de Maria.
—¡Tienes que morir!
Oí aquel otro grito que venía de atrás y me volví justo a tiempo para ver cómo un cuchillo se clavaba en mi pecho. Sentí un fuerte golpe, un crujido y un leve pinchazo. «La espaldera de Hugo», pensé aliviada. Cuando Ezequiel trató de recuperar el cuchillo, se le escapó de las manos al quedar trabado en la espaldera. Yo me aparté de él, evitando una patada en la cabeza. Él cogió un hacha que había junto a la silla de tortura y me atacó de nuevo. Pero, justo cuando creía que estaba perdida, su cara dibujó una mueca de dolor y cayó de bruces frente a mí, con Maria encima clavando una y otra vez mi navaja en su espalda.
Arranqué como pude el cuchillo de mi pecho y agradecí que no se le hubiese ocurrido coger uno para cortar jamón. Aquella hoja tan corta apenas si había perforado mi carne.
Maria seguía desatada sobre el cuerpo inconsciente de Ezequiel. Tuve que acercarme lentamente y calmarla con susurros y caricias. La abracé desde atrás y, cuando noté cierta laxitud en su cuerpo, le quité la navaja de las manos.
La levanté con delicadeza y me la llevé a la cama, donde la abracé todo lo fuerte que pude mientras llamaba a la policía. Para mi sorpresa, aún no habían descolgado cuando oí las sirenas a lo lejos.
De pronto, Enrico y Hugo entraron corriendo en el sótano. Mi jefe llevaba una pistola en la mano.
Cuando nos vieron a las dos sobre la cama y a Ezequiel en el suelo, se relajaron un poco. Enrico se acercó y se llevó a Maria, toda manchada de sangre, arriba. Nos dejó solos a Hugo y a mí en aquel sótano del terror.
Me miraba con ira en los ojos, con tensión en todo el cuerpo.
Agarró una silla que había junto a él y la arrojó con violencia contra una de las paredes. Se hizo añicos, y yo me asusté de verdad.
—¡¿Te haces una idea del susto que me has dado?! —me gritó con una mezcla de ira y miedo en el rostro—. ¡Responde! —Hizo una larga pausa—. Responde —repitió en un tono cargado de dolor.
—Lo siento —le dije—. No pretendía asustarte, pero…
—Ada —me dijo después de tomar aire—. Eres mi vida, mi compañera… mi amor. Si te pierdo, me muero. ¿Lo entiendes?
—¿Tu amor? —le pregunté entre sollozos.
—Si me lo pidieras, mataría por ti. —Vi una lágrima rodar por su mejilla—. Así que la próxima vez que se te ocurra una barbaridad como ésta, cuenta conmigo, por favor.
Se despojó de la rabia y se acercó a la cama para darme uno de los abrazos más intensos de mi existencia. Me sentí muy cerca de él, de mi vida, de mi compañero… de mi amor.