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Ternura…

Lentitud…

Contundencia…

Placer…

Hay otra fecha que no voy a olvidar jamás: el 27 de diciembre. Y, aún hoy, agradezco al destino que fuese Enrico quien me acompañaba en ese momento y no Hugo. Aquel día, a eso de las doce del mediodía, me reencontré con mi dedo meñique.

Cuando salí del hospital, he de reconocer que me encontraba mucho mejor anímicamente. Había estado rodeada de gente querida y me habían mimado hasta la extenuación. Incluso Carmina, con su magnífico escote, vino un par de tardes a verme después de trabajar.

Hugo se tomó unos días libres en el trabajo y permaneció a mi lado prácticamente todo el tiempo. Por las noches, me dormía acariciándome el pelo y, al despertar, siempre lo descubría mirándome con ternura.

Cris y yo mantuvimos una conversación sobre la muerte de Susana unas horas antes de que me dieran el alta. Las dos estábamos más afectadas de lo que aparentábamos, pero habíamos estado intentando disimularlo. Para mi sorpresa, yo no era la única con sentimiento de culpa; las dos pensábamos que podríamos haber hecho mucho más para ayudar a nuestra amiga y, después de un buen rato de charla, hicimos un pacto: vengarnos de la muerte de Susana en cuanto tuviésemos la más mínima oportunidad, pero, hasta entonces, debíamos dejar guardada nuestra culpa en un cajón para recuperarla y transformarla en rabia el día que Nico se cruzara de nuevo en nuestro camino.

Jamás volvimos a abrir aquel cajón porque no hizo falta. A Nico lo encontraron unas semanas después, muerto en un callejón del Realejo. Enrico se enteró de que llevaba mucho tiempo trapicheando con droga y de que algún yonqui le había dado unos cuantos pinchazos con un destornillador en sitios, digamos, delicados y vitales. Cuando lo encontraron, se habían llevado todo lo que tenía de valor. Por supuesto, no hablo de su vida como algo «de valor»; es muy duro decirlo, pero un mierda como él no merecía ni respirar.

Si te soy sincera, me jodió enormemente lo de la muerte inesperada de Nico. Te aseguro que habría disfrutado siendo yo quien le arrancara la vida poco a poco. Habría pagado por verlo sufrir, por hacerle sangrar y suplicar por su vida. Habría pagado con mi propia sangre por ser yo su asesina.

Cuando llegué a casa, Clemente, mi bichejo feo y negro, me esperaba en su pecera. Le di de comer y me tomé un café a su lado.

Creo que aquél fue el único momento de soledad que tuve desde que todo había pasado. En el hospital siempre había alguien haciéndome compañía, y he de reconocer que me hacía sentir bien. Las pesadillas eran constantes cada vez que conseguía quedarme dormida, y cualquier movimiento o sonido inesperado lograba llevarme el corazón a la boca.

Aun así, disfruté de aquel café a solas, con la canción «It’s only a paper moon» de Miles Davis lamiendo mis heridas. ¡Cómo había echado de menos aquella maldita cafetera!

Desde mi regreso del hospital, mis días transcurrieron encerrada entre las paredes de mi piso. De la cama al sofá, del sofá a alguna de las sillas de la cocina…

Echaba de menos mi moto.

Mucho cine, mucha lectura y, sobre todo, mucha compañía.

Hugo tuvo que regresar al trabajo, aunque logró no tener que viajar demasiado. Aprovechó para ir abriendo mercado en Granada y pasó a mi lado casi todas las noches. Me daba seguridad en los momentos de vigilia y me recogía entre sus brazos después de una de mis pesadillas.

Fue en uno de esos momentos, justo después de una pesadilla, cuando ocurrió por primera vez.

Yo desperté sobresaltada y él, rápidamente, me recogió en su regazo. Respiraba aceleradamente, pero su contacto y su protección pronto me llevaron a un estado de tranquilidad. Fui consciente de su torso desnudo, de su olor. Mmmmmm… su olor. Le acaricié el pecho con las yemas de los dedos y esnifé, una vez más, aquel aroma. Lo besé en el cuello. Besitos cortos y suaves al principio. Besos más intensos y húmedos después.

Hugo me agarró por los hombros y me preguntó: «¿Estás segura?». Yo no le respondí, me perdí en sus ojos y me comí su boca. Sentía un calor intenso desde la garganta hasta el bajo vientre, una mezcla de lujuria y algo que no había sentido jamás. Me senté a horcajadas sobre él y me detuve a mirarlo; necesitaba comprobar que era real lo que veían mis ojos. «Mi amor», susurré. Hugo me sonrió; su dulzura me derritió por dentro, e inmersa en esa dulzura, nos enredamos en un intenso beso.

Fue una primera vez cargada de ternura. Sus manos me manejaron con mimo y acariciaron todo mi cuerpo. Sus labios besaron mis heridas y despertaron mi sexo hasta arrancarle el primer orgasmo. «¿Sabes lo que viene después de esto?», me preguntó. «El placer», le respondí yo. Cubrió mi cuerpo con el suyo y me mordió con suavidad el cuello. Gemí al sentir cómo entraba en mí. Su dureza me llenaba por dentro, su movimiento me dejaba sin respiración. Sus ojos…

Su ternura…

Su lentitud…

Su contundencia…

Nuestro placer…

Mi segundo orgasmo llegó mientras nadaba en sus preciosos ojos bicolores. Él me acompañó un instante después, con un profundo sonido gutural que me hizo palpitar de placer.

Y me besó, me acarició, me abrazó…

Aquella noche, yo, Ada Levy, descubrí lo que significa la expresión «hacer el amor».

Por suerte para nosotros, mi madre había regresado a Londres el día anterior. Había agotado todos los días de vacaciones que le quedaban, y ya no podría volver hasta después de enero. Al menos pasamos juntas la Nochebuena, en compañía de Flor. Fue una noche muy bonita.

—Desde luego… Teniendo toda la pasta que tengo en el banco desde lo de la lotería, no entiendo cómo sigo trabajando —dijo mi madre estando ya en la puerta con las maletas en la mano; estaba enfadada porque no quería irse y dejarme así.

—Mamá, trabajas porque te gusta, porque lo necesitas, y porque si no lo hicieras te volverías loca y volverías loca a tu hija con toda esa energía.

Me dio un fuerte abrazo y me pidió que me cuidara.

—Te quiero, mamá —le dije al oído.

—¡Ay, tonta! Que me vas a hacer llorar.

Enrico la llevó al aeropuerto y, más tarde, regresó a casa para pasar la tarde y la noche conmigo. Hugo había tenido que ir a Cádiz por trabajo y me había pedido que llamase a alguien por si despertaba después de una pesadilla y con miedo. Yo decidí llamar a mi amigo/jefe.

Cuando llegó, entró con una inmensa sonrisa.

—¡Toma! —me dijo, y me dio un paquete envuelto en papel de regalo.

Me había comprado una nueva navaja, ésta mucho más bonita que la anterior, y había encargado que grabaran una frase en el filo de la hoja: «Éste es el dedo que me falta». Un poco macabro, pero me encantó. Junto a la navaja había una pequeña linterna de led que podía cargar en la toma de corriente de Rojita, así como unos bonitos guantes, a juego con mi moto, que ya tenían el dedo meñique de la mano izquierda cortado y remendado.

—¡Gracias! —le dije muy contenta, y le di un abrazo demasiado efusivo porque me dolieron hasta las uñas.

Después de aquel momento tan especial, llegó otro en el que me dieron ganas de tirarlo por la ventana.

—Oye, Ada… —comenzó.

—Dime.

—Tu madre…

—¿Sí?

—¿Con qué frecuencia viene tu madre?

—¿Por qué me preguntas eso, Enrico?

Silencio por respuesta.

—¿Enrico? ¿Por qué me has preguntado eso? —Me lo olí—. ¡¿Qué le has hecho a mi madre, Enrico?!

Respiré hondo y me paré a pensar. Si había algún culpable, tenía muy claro que iba a ser mi madre. Cogí mi teléfono nuevo y la llamé corriendo por si aún no había embarcado.

—¿Ya me echas de menos? —preguntó nada más descolgar—. El vuelo sale con retraso por el temporal.

—¡Mamá! ¡¿Qué le has hecho a Enrico?! ¡Y respóndeme ahora mismo o voy a buscarte al aeropuerto! —la amenacé.

—Ada, cariño, lo que ocurre en La Napolitana se queda en La Napolitana.

—¡Mamá! —le grité como una niña chica—. ¡Entre vosotros no! ¿Es que no voy a poder estar tranquila cuando vengas a Granada? ¡Con la de hombres que hay en el mundo! ¡Y en La Napolitana, ni más ni menos!

Cuando colgué el teléfono miré a Enrico entre indignada y divertida.

—Disculpa a mi madre, Enrico. Está un poco salida —le reconocí.

—Y que lo digas…

—¡Enrico!

A la mañana siguiente, tras aquel horrible descubrimiento acerca de las intimidades de mi madre y mi amigo/jefe, mientras desayunábamos Enrico, Clemente y yo, llamaron al timbre.

Desde lo de mi «incidente», el miedo había logrado dominar mi mundo. Algo tan cotidiano para mí como salir a abrir la puerta se había convertido en una auténtica pesadilla. De modo que fue Enrico quien abrió, tras darse cuenta de que yo no era capaz. Era el mismo chico de MRW que siempre me traía los paquetes, así que finalmente salí a firmar el albarán un poco sorprendida porque no esperaba nada.

Entré en la cocina a abrirlo en compañía de Enrico.

—¿Qué es eso? —me preguntó.

—No sé. ¿Será un regalo?

¡Y una mierda, un regalo!

Sobre un pequeño cofre de madera, había una nota que decía: «Espero que no olvide que la sigo vigilando, querida Ada».

Cuando abrí el cofre, rememoré aquel dolor insoportable y todos mis miedos volvieron a aflorar en un instante. Enterrado en sal, encontré mi dedo.

Aquel jodido cabrón se había propuesto realmente dejarme fuera de combate. Enrico se levantó alarmado y echó un vistazo. Cuando vio mi dedo, entró en cólera. Comencé a hiperventilar y a perder los nervios; si él no conseguía mantenerse calmado, ¿cómo iba a hacerlo yo?

Aunque…

Aquella letra…

La hiperventilación y el nerviosismo se transformaron en una intensa sensación de triunfo. Por fin Hogui había cometido aquel error que tanto había estado esperando. El miedo y la sensación de indefensión desaparecieron de golpe. Corrí al salón y cogí la caja roja de lata, saqué todas las notas dirigidas «A mi ninfa» y las comparé con la nota que acababa de recibir.

—¡Enrico! ¡Lo tenemos! —grité.

¡Perfecto!

Todo cuadraba, pero…

Aquello sólo demostraba que quien había encargado que me cortaran el dedo era la misma persona que había secuestrado a Maria, pero nada más. Seguía sin poder demostrar con pruebas fehacientes que Hogui y el secuestrador de Maria eran la misma persona.

Sin embargo…

Un pálpito me llevó a mirar hacia la estantería de los libros. Allí había guardado mi ejemplar de Cómo matar a una ninfa. Me acerqué lentamente, como temiendo que aquel libro me mordiera. Enrico me observaba con atención.

Cogí el ejemplar y lo abrí por la página de la dedicatoria.

—Espero estar a tiempo de pedir perdón a José Luis Bayo —le dije a Enrico, y le entregué el libro para que echara un vistazo.