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Un pan de pueblo,

un botecito de miel,

un taco de mantequilla y

dos tazas rojas muy bonitas que,

intuí, eran para el café.

El mismo día que desperté, cuando por fin hube logrado reponerme un poco, le pedí a Flor que me enumerase la cantidad de lesiones que tenía. Intuía que mi nariz se había roto con alguno de los rodillazos que había recibido en la cara y supuse que mis ojos no tenían demasiado buen aspecto, por la poca nitidez con que veía. Me dolía el torso horrores al respirar cuando la medicación dejaba de hacer efecto y creía que ni un solo centímetro de mi piel se había librado del color morado. Pero lo único que sabía con seguridad, porque había sido testigo ocular de ello, era que me faltaba el dedo pequeño de la mano izquierda.

Flor me explicó que habían tenido que intervenirme para reconstruirme la nariz, pero que el cirujano, amigo suyo, le había dicho que quedaría incluso más bonita de lo que la había tenido. Mi nariz de antes no me gustaba, pero a fin de cuentas era mía; me pregunté cuánto tiempo iba a tardar en reconocerme de nuevo ante el espejo. Tenía una ceja con cinco puntos y mi ojo derecho había sufrido un fuerte derrame, pero, según me dijo Flor, no había riesgo de desprendimiento de retina. Aun así, no debía hacer esfuerzos como mínimo durante un mes. Dos costillas rotas y numerosos cortes en la piel, en las zonas más huesudas, donde los golpes la habían hecho ceder. Y, por último, la minucia del dedo pequeño izquierdo.

—Tendremos que remendarte todos los guantes de la moto —dijo mi madre para tratar de arrancarme una sonrisa, y lo consiguió porque me paré a pensar que tenía muchos pares de guantes.

Permanecí en el hospital cuatro días. Me dieron el alta al quinto.

Durante aquellos días, una inspectora de policía de la Unidad Científica acudió varias veces a hablar conmigo. Según me contó mi madre, la primera vez fue justo antes de la operación, y yo aún estaba inconsciente. Me hizo un análisis completo, y con «completo» quiero decir que también comprobó si había sido violada y tomó muestras de mis uñas y mi ropa. Me sentí orgullosa de mí misma por lo que sabía que iban a encontrar en aquellas muestras: el ADN del puto calvo de mierda (con perdón hacia los calvos porque, hasta aquel día, siempre me habían excitado sobremanera, por eso de la relación entre la calvicie y la testosterona). En cuanto a lo de haber sido violada, yo intuía que no me habían humillado de ese modo y, por suerte, acerté.

En su segunda visita, la inspectora Andrea, mujer de aspecto hermoso y carácter fuerte, me preguntó si sabía por qué me habían atacado aquellos tipos. Yo continué con mi mentira, le dije que Mari Vila era una gran amiga mía y que había estado haciendo preguntas para tratar de encontrarla.

—Creo que he debido de preguntar en el sitio adecuado porque han necesitado pararme los pies —le dije—. Y, al parecer, me los han parado bien.

Andrea me regañó severamente por haber tratado de resolver yo sola algo que era única competencia de la policía. Sin embargo, en el fondo de su enfado noté un atisbo de comprensión. Ella misma me reconoció que no creía que se estuviese haciendo lo suficiente en torno al caso de Maria. Yo recé para que no se pusiese a hacer preguntas sobre mí, sobre todo a Roberto y a Miguel, porque me habría metido en un buen lío.

—La policía está centrada en el caso del Asesino de la Hoguera, y tu amiga ha tenido la mala suerte de desaparecer en un momento en el que todas nuestras energías están volcadas en ese psicópata —me dijo.

Me mordí la lengua en aquel momento. No quise compartir con ella lo que sabía en torno a Hogui por dos razones: en primer lugar, probablemente me tacharía de loca; en segundo lugar, yo aún estaba demasiado dolorida y cansada. Así que me limité a seguirle la corriente y a aceptar la regañina de la mujer a la que, claramente, le afectaba verme en aquella situación.

Después de hablar con ella, entró un agente joven al que le describí a mis agresores para que la policía pudiera hacer un retrato robot, y eso fue todo.

Otro de los momentos difíciles del hospital se produjo cuando Enrico fue a verme. Me miraba con una cara de «todo esto es por culpa mía» que no lo pude soportar.

—No es tu culpa, ¿vale? —le dije severamente—. Te mentí y me fui a escondidas a un festival de novela para hablar con el autor de Cómo matar a una ninfa. Allí me encontré con José Luis Bayo, el periodista sevillano, y se volvió loco al verme. Al cabo de los días, me ocurre esto —le expliqué—. La culpa es sólo mía, y que no se te ocurra decir lo contrario.

Le solté todo aquello cuando aún no había terminado de entrar. Por suerte, en aquel momento mi madre y Flor habían bajado a merendar. Enrico se quedó de piedra. Supe que quería decirme mil cosas, y entre ellas probablemente habría unas novecientas noventa y nueve disculpas. Sin embargo, optó por la mejor frase del mundo:

—Mira que eres tonta, niña —me dijo mientras se acercaba a la cama y se inclinaba para darme un beso—. Me han dicho que te han dejado una nariz preciosa pero que han tenido que cortarte un dedo para poder reconstruírtela. —Sólo él era capaz de usar la cruda y triste realidad para subirme el ánimo.

—Gracias por tu regalo —le dije—. Le rajé a uno de ellos la cara. Luego ya no me dejaron hacer nada más… —Hice un gesto como de disculpa.

—No te preocupes, Ada, te enseñaré a usarla, si quieres. Y también voy a enseñarte a defenderte. —No sé si era un ofrecimiento o algo a lo que no podía negarme—. Pronto habrá muy poca gente capaz de hacerte… esto.

Los dos nos quitamos rápidamente de la cabeza lo que había ocurrido y seguimos charlando sobre cosas intrascendentales hasta que tuvo que marcharse a trabajar.

—Mañana por la mañana te veo, socia. —Se despidió con un cuidadoso achuchón y se marchó.

Más tarde le tocó el turno a Cris. Cuando entró en la habitación, al contrario de lo que había esperado, su cara no mostraba la más mínima preocupación. Traía un gran regalo entre las manos.

—¿Cuánto me quieres? —me preguntó.

—¿Cómo que cuánto te quiero? A ver Cris, ¿qué quieres pedirme, loca? —No entendía la situación, pero me estaba divirtiendo.

Se acercó a mí y me entregó el paquete con la certeza en la cara de que aquella tarde iba a alegrar a una amiga.

Abrí aquel gran regalo y me encontré con una cesta de mimbre. Lo que vi dentro me arrancó la sonrisa más sincera desde que despertara en el hospital: un pan de pueblo, un botecito de miel, un taco de mantequilla y dos tazas rojas muy bonitas que, intuí, eran para el café.

—¿Quién te ha dado esto? —le pregunté con ansiedad.

—Pues… no sé… —Me estaba haciendo sufrir—. La verdad es que era un tipo muy guapo, y creo recordar que tenía un ojo de cada color.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Después de todo, Hugo sabía que no lo había dejado plantado en La Qarmita. Después de todo…

De pronto me entró el miedo. Mi inseguridad me hizo plantearme que quizá Hugo ya no querría estar conmigo cuando me viera en aquel estado. Yo ya no era yo, sino un despojito de mí misma.

—¿Le has dicho cómo estoy? ¿Le has dicho que ya no soy la de antes? ¿Sabe que estoy hecha una mierda? Ya no va a querer estar conmigo, Cris. No después de esto —le dije un tanto desesperada.

Sin embargo, mi amiga no respondió a ninguna de mis preguntas, ni tampoco perdió el entusiasmo en la cara. Se limitó a salir un momento de la habitación y a indicarle a alguien que entrara.

¿Alguna vez te ha ocurrido algo tan bonito o tan inesperado que has tardado un buen rato en ser consciente de que lo que veías era real? Eso mismo me ocurrió a mí cuando vi a Hugo entrar por la puerta. Su sonrisa se quebró un poco cuando vio mi aspecto, pero no fue rechazo, sino rabia y tristeza.

Mi madre, Flor y Cris abandonaron la habitación y nos dejaron solos.

—Parece que no te hice mucho caso en lo de tener cuidado —le dije con el puchero asomando en los labios.

—Eso parece. —Su voz fue suave.

Cuanto más cerca estaba de mí, más desnuda me sentía yo. Todo el esfuerzo por mantenerme fuerte y entera después de lo ocurrido me pareció innecesario junto a él. Hugo estaba allí, a mi lado, y traía consigo la fuerza y el ánimo suficientes para permitirme que yo me derrumbara en sus brazos. Dejó de importarme todo. Lo único en lo que podía pensar era en meterme en la calidez y la seguridad de su regazo para llorar. Llorar tranquila y desahogarme con él.

—Shhh… —me susurraba mientras se acercaba.

Se sentó a mi lado en la cama y abrió los brazos para dar cobijo a mi sensación de animal desvalido. Me adentré en su seguridad y dejé que todo el miedo y la tensión que llevaba dentro me abandonaran diluidos en mis lágrimas.

Acabamos tumbados sobre la cama.

Él fue mi abrigo durante horas. Sus caricias y sus besos me reconfortaron, y sus abrazos y sus palabras me ayudaron a recuperar la sensación de aplomo.

—Gracias —le dije al oído en el momento en que comencé a sentirme bien.

—¿Por qué? —me preguntó él.

—Por no haber salido corriendo al ver cómo estoy. Por quedarte conmigo… Por cuidarme.

—Ada… —Me agarró suavemente la barbilla para que lo mirara a los ojos, esos preciosos ojos bicolores—. Para mí, estás igual de bonita que el día que te conocí. De ahora en adelante, siempre voy a estar a tu lado, si me dejas. Y siempre estaré dispuesto a cuidarte, si lo necesitas.

Después de aquellas palabras llegó nuestro primer beso de verdad, allí, en la cama de un hospital. Él, tan guapo como siempre. Yo, en el peor de mis momentos, física y emocionalmente. Sin embargo, en aquel instante sólo fuimos labios, y esos labios nos conectaron desde el centro de nuestras almas, esa parte de nosotros que seguía siendo exactamente igual que el día en que nos conocimos.

[Nota mental: Quiero dar gracias a los señores matones porque, por suerte, respetaron mis labios, a excepción de un pequeño corte, y no me privaron de ninguno de mis dientes. Gracias, señores matones, por permitirme disfrutar de aquel bonito beso. Eso sí, recen ustedes para no encontrarse con la Ada Levy actual, porque como los vea, después de arrancarles los huevos, les voy a sacar uno a uno los dientes.]