«Necesitamos llevarnos una prueba»
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Tenía unas tijeras de podar en la mano.
Cuando me quitaron la capucha estábamos dentro de una especie de nave. Supuse que allí nadie me oiría gritar.
Hubo algo que me desconcertó: mis matones iban vestidos con traje y corbata. Eran dos: uno calvo, con un tatuaje tribal en el mentón, y otro con el pelo largo, recogido en una coleta. Los dos llevaban gafas de sol y guantes de cuero negros. No había que ser muy lista para entender lo de los guantes, sobre todo cuando el calvo me arreó el primer puñetazo en la boca del estómago.
Perdí la respiración un instante y noté cómo me subía el vómito por el esófago. Casi me sentí bien cuando poté sobre los zapatos del puto calvo de los cojones.
—¡Será puerca! —gritó y, ya de paso, me pegó un rodillazo en la cara.
Yo peso sesenta kilos (soy alta, pero no demasiado robusta) y supongo que aquellos canallas superarían, entre los dos, los doscientos kilos de puro músculo. ¿Te es fácil imaginar lo que suponía para mi cuerpo cada golpe de aquellos malnacidos?
—Nos ha mandado un amigo tuyo —dijo el del pelo largo, dándome un leve respiro, aunque yo sólo podía oír porque estaba viendo literalmente las estrellas después de otro de sus golpes en la cabeza—. Ese amigo nos ha pedido que te demos una pequeña muestra de lo que podría ocurrirte si no dejas de hacer preguntas sobre él.
—Pues dile a mi amigo que es un hijo de la gran puta y un cobarde por no haber venido él mismo a avisarme.
Hubo un momento en el que tuve muy claro que aquel día, 9 de diciembre, iba a morir. Así que decidí morir con dignidad.
Y luchando.
Saqué mi navaja del bolsillo de la chaqueta (desde lo de José Luis siempre la llevaba encima) mientras aún estaba agachada y, cuando el calvo me agarró por el pelo para darme una nueva hostia, le lancé una cuchillada a la cara.
Se le abrió un profundo corte en el pómulo y pronto comenzó a gotear, manchando el suelo… y a mí.
—¡Serás zorra! —gritó, y su cólera se desató sobre mi cuerpo.
No sé cuántos golpes recibí aquel día. Me resigné a morir cuando sentí la tranquilidad de que su sangre sobre mi ropa y los restos de piel que quedaron entre mis uñas en uno de los momentos en que conseguí arañarlo dejarían el escenario de mi muerte llenito de ADN de aquel mierda. Fue el único modo que se me ocurrió de vengar mi propia muerte.
Sin embargo, cuando aguardaba el golpe final, cuando casi no tenía aliento y el dolor se había disipado a causa de la tumefacción de todo mi cuerpo, el tío del pelo largo se me acercó y me susurró al oído:
—Necesitamos llevarnos una prueba.
—Llévate mis bragas, están meadas —le dije con un hilo de voz y notando el sabor metálico de mi propia sangre desde la base de la garganta.
Pronto comprendí qué tipo de prueba querían: tenía unas tijeras de podar en la mano.
Me revolví en el suelo y grité todo lo que mi garganta me lo permitió, pero no pude hacer nada por evitarlo. El calvo se me echó encima y apretó mi brazo izquierdo contra el suelo con una mano. Con la otra, me obligó a estirar los dedos de la mano izquierda y la levantó lo suficiente para que entrara la tijera.
—Espero que, después de esto, te quedes en casa tranquilita —volvió a susurrarme el del pelo largo con expresión de loco—. No nos gustaría tener que seguir desfigurando tu preciosa carita.
Puso las tijeras abiertas en la base de mi dedo meñique, y lo último que recuerdo es el intenso dolor que recorrió mi brazo hasta el mismo centro de mi columna vertebral, un color rojo chillón… y nada más.
Nada más.
Lidia, la dueña de La Qarmita, me contó semanas después que me habían arrojado desde una furgoneta en marcha envuelta en una manta. Fue ella quien pidió ayuda.
Cuando abrí los ojos supe que estaba en una habitación de hospital. Tenía la boca seca y una amarga sensación en el alma.
Levanté con cuidado el brazo izquierdo para enfrentarme cuanto antes a la realidad. Mi dedo meñique izquierdo ya no estaba y, supuse que la ausencia (casi) de dolor se debía a los dos goteros que había junto a mi cama y que desembocaban en una vía en mi brazo derecho.
Cuando dejé de analizarme, eché un vistazo a mi alrededor. Muy cerca de mí, en dos sillones, dormían mi madre y Flor.
«Mamá», pensé, y no pude evitar las ganas de llorar. Mi madre estaba allí, conmigo. Yo estaba allí, con ellas.
Viva.
Flor debió de oírme porque abrió los ojos enseguida. Avisó a mi madre y pronto estuvieron junto a mí, acariciándome.
—Te vas a poner bien, vida mía —dijo mi madre aguantando el llanto.
Flor se dio la vuelta para que no la viera sollozar.
De pronto, aquella carita bonita ocupó toda mi mente.
—¿Susana? —pregunté con un hilo de voz, sin saber muy bien si quería conocer la respuesta.
Flor regresó a mi lado y me agarró con firmeza el brazo derecho.
—Ella ya no está, mi niña —me dijo con los ojos húmedos.
Yo me di la vuelta en la cama y les di la espalda. No quería que me vieran llorar.