Resumen del día:
dos llamadas de teléfono,
una bolsa de tela en la cabeza y
un amargo despertar en el hospital.
Cuando regresé de Córdoba, tras intentar hablar con el autor de Cómo matar a una ninfa, pasé varios días con algo de miedo en el cuerpo. Supongo que aquel viaje me dejó la sensación de haber estado jugando demasiado cerca del Asesino de la Hoguera. Me castigué a mí misma severamente durante aquellos días con frases del tipo «No te puedes comer ese dulce… ¡por haber ido Córdoba!» o «No puedes comprarte esas magníficas botas para la moto… ¡por haber ido a Córdoba!». Me castigué tanto que decidí que era suficiente como para no tener que contárselo a Enrico.
¿Qué? ¿Crees que hice mal? No te preocupes, yo también lo creo, sobre todo después de ver cómo acabé.
¿Sabes que aún siento que me pica el dedo pequeño de la mano izquierda? No está desde hace tiempo y, aun así, sigo sintiéndolo.
A pesar del miedo, la semana siguiente a mi susto con José Luis fue bastante tranquila, si obviamos el hecho de que Nico me mandó un par de mensajes un tanto desagradables, hablando de coñitos y comparaciones varias, y que el mismo José Luis me llamó un par de veces, aunque no le cogí el teléfono. Sí, quitando todo eso, mi semana fue bastante tranquila: estuve currando en La Napolitana un par de días y haciendo un par de seguimientos sencillos para Enrico. Por supuesto, mi amigo/jefe requería mensajes de texto cada cinco minutos a su móvil para saber que me encontraba bien, con lo cual los seguimientos «fáciles» acabaron siendo tremendamente estresantes.
Una tarde, después de currar en La Napolitana, Enrico se me acercó para preguntarme cómo llevaba el tema de Maria y si me había decidido ya a legalizar mi situación como investigadora privada. No me apetecía responder a ninguna de las dos cuestiones, pero, como no sé mentir y habría acabado contándole a Enrico lo de Córdoba, decidí sincerarme con el tema de la licencia de detective.
—La verdad es que no lo tengo del todo claro —comencé—. Lo cierto es que el día que me pediste por primera vez que fuese tu socia, aunque al principio me pareciera una barbaridad, luego me lo planteé seriamente como una posibilidad. Pensé: «Voy a probar con el caso de la modelo y ya veremos qué pasa». —Hice una pausa y repetí mentalmente aquellas palabras: «Voy a probar»—. Fíjate que lo que no me planteé en ningún momento fue que este trabajo pudiera ser tan difícil. Ilusa de mí, me imaginé haciendo sencillos seguimientos y destapando fraudes facilitos, y como se suponía que lo de Maria sólo iba a ser recabar información, pues yo tan contenta. Pero si doy este paso que me pides, va a haber más casos como el de Maria; no me preguntes por qué, pero estoy convencida de ello. Y, sí, te doy la razón en eso de que el caso de la modelo desaparecida se me ha hecho tan difícil porque he acabado pasándolo a mi ámbito personal. ¡Joder! Si soy tan tonta que he llegado a creer que Maria es mi amiga. Pero…
—Yo siempre respetaré tu decisión, Ada —me interrumpió Enrico—. Aunque sí debo decirte que lo que te ha pasado con esa chica forma parte del proceso natural. Yo también lo pasé cuando era poli: la primera vez que me infiltré en una organización criminal, acabé generando lazos emocionales con muchas personas, y me jode reconocer que terminé apreciando demasiado a alguno de los tipos a los que debía meter en la cárcel. Pero los años me enseñaron a protegerme, y si finalmente decides dar el paso, tú también aprenderás a hacerlo.
—Pues eso espero, tío, porque todo esto me ha quitado hasta las ganas de follar —le admití con toda la sinceridad del mundo.
—Ay, amiga mía —me dijo después de una breve carcajada—, mucho me temo que de eso no tiene la culpa Maria. Esas sonrisas tontas que aparecen en tu cara de vez en cuando y la carita triste de después son por otra cosa. ¿Cómo se llama?
—¡Míralo! Mi amigo, el que tiene pinta de matón, viene ahora a sorprenderme con su sexto sentido en eso de lo emocional.
Suspiré profundamente y me aguanté las ganas de llorar junto con la rabia de niña chica. Cris ya me había hecho pensar demasiado con su repetidísima frase «No le diste una oportunidad», y Enrico terminó de rematarme. ¡La madre que lo parió!
—No le diste una oportunidad —me dijo el muy cabrón.
—Vale, y ¿qué hago ahora? Ya habrá vuelto a Cádiz junto a… su novia. —Me sentía derrotada—. Seguro que lo de Galicia no significó nada para él. ¡Seamos realistas, Enrico! ¡Es que no pasó nada de nada!
—¿Sabes cuándo supe que quería pasar el resto de mi vida junto a mi ángel? —me preguntó muy serio, y continuó hablando con la tristeza inundando sus ojos—. ¡Me dio una bofetada! —dijo sonriendo—. Nos encontramos una noche de sopetón, al volver una esquina, y se pegó tal susto que me dio una torta. Luego, a cambio, me pidió mil veces perdón y me permitió que la invitara a un chocolate caliente. Aquel día no ocurrió nada más, y no nos vimos hasta dos meses después; dos meses en los que sólo pude pensar en aquella bofetada y en su bonita sonrisa mientras cogía un tazón de chocolate entre las manos. La amé desde el instante en que sentí el firme golpe de su mano en mi mejilla.
Enrico jamás me había contado nada parecido. Me sentí bien porque últimamente estábamos compartiendo muchos momentos íntimos de nuestra vida, como hacen los buenos amigos de verdad. Porque nosotros ya éramos buenos amigos, pero nos faltaba esa parte que él siempre prefería no tocar.
Se quedó en silencio un momento y luego me acarició la mejilla con cariño.
—Vale… Creo que me has convencido. Pero ¿cómo contacto con él?
—Mira que eres tonta, niña. —Ya había vuelto el verdadero Enrico—. ¿Pues no estamos en la era de la información y las redes sociales?
Se me iluminó la cara al oír aquello. Tenía toda la razón del mundo: había muchas maneras de encontrarlo. Le di un beso a Enrico en los morros y salí corriendo a por el móvil.
Lo primero que hice fue llamar a Casa de Verdes. Carmen Grande no había guardado su teléfono, pero sí que me dio su apellido (yo no lo recordaba).
—¿Qué os pasó, chiquilla?
No quise responderle, me limité a decirle que metí la pata un poco. Ella me contó que Hugo había decidido irse también un par de días antes y que parecía un poco triste cuando se marchó.
«Si es que soy tonta», pensé.
Con el mismo móvil, abrí Facebook e hice una búsqueda con su nombre: Hugo Castro. A la lista le faltarían dos o tres resultados para poder ser considerada infinita. Sin embargo, cuando añadí «Cádiz» a la búsqueda anterior, la suerte me sonrió. Sólo había un Hugo Castro, y por la fotografía supe enseguida que era él: una BMW R1200GS Triple Black y, a su lado, una F700GS. Tenía una de las fotos que hicimos de nuestras monturas cuando estuvimos juntos en cabo San Adrián.
Sentí un fuerte nudo en el estómago.
En lugar de mandarle una solicitud de amistad, preferí enviarle un mensaje privado: «No te di una oportunidad. Lo siento».
Y le dejé mi número de teléfono. Así, si él decidía que no quería saber nada de mí, con no responder tenía bastante.
—¡Enrico! —grité desde la puerta del restaurante.
—¡¿Qué?! —preguntó desde dentro del local vacío.
—¡Tiene una foto de nuestras motos en su perfil de Facebook! —le grité de nuevo, muy contenta.
—¡Pero mira que eres tonta, niña! —me respondió él.
—¡Ya lo sé!
Sonreí y luego le dije adiós. Aquella noche no me necesitaba.
No sé si fue un miércoles o un jueves cuando le mandé el mensaje a Hugo. Lo que sí recuerdo es que cuando habían transcurrido ya tres días, pensé que no iba a contestar jamás.
Y mientras esperaba una respuesta de Hugo que no sabía si llegaría algún día, recibí buenas noticias laborales: Alfonso, mi jefe en la revista Moter@s, me llamó un lunes bien temprano comentándome que se habían puesto en contacto con él desde otra revista de motos inglesa, que estaban muy interesados en comprar y traducir mis reportajes e incluir, un par de veces al año, algún viaje por las carreteras de Gran Bretaña. Como podrás imaginar, aquello era un notición para mí.
Alfonso me dijo que querían entrevistarse conmigo personalmente y que si no me parecía mal que quedásemos para el lunes siguiente. Él no podría acompañarme, así que se disculpó. Me pidieron que, durante esa semana, tratase de preparar un dossier con todo el material en vídeo que pudiera tener junto con los reportajes publicados en Moter@s e información de algún otro viaje que al final no hubiese sido publicado. En definitiva, que aquella semana antes de la entrevista prometía ser muy abundante en trabajo: tenía mucho material que incluir en el dossier y muchas mesas que ayudar a servir en La Napolitana. Y, efectivamente, fue una semana muy atareada, muy cansada y cargada de desilusión porque tampoco recibí noticias del gaditano de los ojos bicolores.
Jamás olvidaré aquel lunes 9 de diciembre.
Resumen del día: dos llamadas de teléfono, una bolsa de tela en la cabeza y un amargo despertar en el hospital. Un día marcado por una canción: «The breeze and I», interpretada por Jimmy Dorsey en 1940, que comenzó sonándome a canción de amor y acabó formando parte una profunda sensación de muerte.
Aquel 9 de diciembre acudía a mi cita con los responsables de la revista inglesa, con quienes había quedado en la puerta de La Qarmita a las doce del mediodía.
Salí de casa pronto para poder ir caminando y aquella preciosa voz masculina, que escapaba con energía de la casa de Flor para inundar mis oídos, me acompañó desde el rellano de la escalera hasta la puerta de la calle. Si te soy sincera, me sentía importante sabiendo que no sólo querían comprar mi trabajo sino que se habían desplazado expresamente desde Londres para conocerme en persona.
¡Qué ilusa que fui!
Mientras caminaba, el peso de una gruesa carpeta en la mochila me transmitía una sensación de trabajo bien hecho. No habíamos hablado nada de condiciones económicas, pero el simple hecho de que mis reportajes se conociesen en el Reino Unido para mí ya era suficiente recompensa. Total, últimamente mi economía estaba bastante mejor; claro que el pluriempleo me estaba dejando agotada.
Era tal mi emoción que mis pies caminaban por las calles de Granada al ritmo de esa canción que ya no alcanzaba a mis oídos. Me sentía tan bien que cuando terminó, volvió a comenzar a sonar en mi cabeza, con esa mágica mezcla de instrumentos de viento que hacían de la versión de Jimmy algo tan especial, tan placentero…
—«The breeze and I are saying with a sigh…» —tarareaba yo, una y otra vez, porque no recordaba cómo continuar.
De camino a La Qarmita me paré a sacar dinero y, en ese momento, me acordé de Maria. Tuve la desagradable sensación de que le había fallado. Había dejado de buscarla, pero es que tampoco sabía qué camino seguir.
«That you no longer care…», recordé la siguiente frase de la canción y me sentí un poco culpable. ¿Ya no me preocupaba por María?
Entonces, mi cabeza contraatacó con las palabras de Enrico y me obligué a tener paciencia. «Pronto volverá a aparecer alguna pista y, en ese momento, estaré más cerca de encontrarla», me dije. Y la canción siguió sonando, de nuevo, alegremente en mi cabeza.
Y tarareando andaba yo cuando recibí una llamada inesperada. No conocía el número, así que supuse que serían los de la revista.
—Hola —dijo una voz que me resultaba muy familiar—. ¿Ada?
Me quedé un instante sin respiración y miles de mariposas revolotearon de nuevo en mi interior. «La brisa y yo…», pensé sonriente.
—¿Hugo? —pregunté, temiendo que aquello sólo fuese una ilusión.
—Sí, Ada, soy yo —respondió—. Tengo que pedirte perdón por haber tardado tanto en llamarte. He estado de mudanza y en un par de viajes de trabajo, y no he mirado Facebook en todos estos días, hasta hace diez minutos.
—No, Hugo, soy yo quien tiene que pedirte perdón: no te di la oportunidad de explicarte. Me fui sin más.
Los dos estábamos nerviosos, y estoy segura de que mantuvimos aquella diminuta discusión sobre quién debía pedir perdón porque no sabíamos muy bien qué decir después. Finalmente fui yo quien se atrevió a romper el hielo.
—¿Dices que te has mudado? ¿Dónde vives ahora? ¿Estás solo? —Por supuesto, lo que más me interesaba era la respuesta a mi última pregunta.
—Lo dejé con Bianca a la vuelta de Galicia. —Menos mal que empezó por ahí, y menos mal que no profundizó en el tema—. Y en lo referente a adónde me he mudado, pues a una ciudad preciosa por la que he paseado un par de tardes por si me cruzaba con cierta motera a la que conocí en un viaje que me cambió la vida. —Respiré hondo, aquello no podía ser verdad—. Incluso he estado en La Qarmita, la librería-café de la que me hablaba esa motera con tanto cariño, pero no he tenido la suerte de encontrármela.
¡La brisa y yo!
—¿Dónde estás ahora? —le pregunté con ansiedad; necesitaba volver a ver sus ojos.
—En este momento estoy en Cádiz, de reunión de trabajo con Rúper. Pero mañana mismo habré vuelto. ¿Nos vemos entonces?
—¿En La Qarmita? ¿A qué hora llegas?
—Jajajajajaja… —rió—. ¿Te parece bien a las once y media? Saldré temprano, pero me gustaría cambiarme antes de volver a verte.
—Está bien… —Tenía tal sonrisa en la cara que me costaba hablar con claridad—. Pero no te retrases, porfi.
—No lo haré, lo prometo.
Después de unos cuantos «hasta luego» y algún que otro «hasta mañana», conseguí colgar el teléfono.
Creo que hice el resto del recorrido flotando y con una cara de tonta que ni te imaginas. Música y felicidad, una mezcla capaz de elevarte hasta las nubes. Había pasado con aquel hombre tan sólo veinticuatro horas; sin embargo, sentía que lo quería. Deseaba con toda mi alma pasar el resto de mi vida junto a él. Me sentía tan bien ante la idea de volver a verlo…
Pero ¿sabes qué? Es curioso cómo lo que empieza siendo uno de esos días especiales de tu vida que crees que jamás vas a olvidar acaba transformándose en una de las mayores pesadillas que has sido capaz de imaginar.
Ya en la puerta de La Qarmita, me di cuenta de que tenía un par de llamadas perdidas de Susana. Como aún faltaban tres minutos para las doce, decidí telefonearle para ver qué tenía que contarme o echarme en cara.
—Se ha ido, Ada —me dijo, con la voz muy lacia, nada más descolgar—. Se ha ido y me ha dejado sola.
—¿Qué ha pasado, Susana? —le pregunté, alarmada y dispuesta a mandar a tomar por culo mi cita con los de la revista.
—Ya no puedo más… Ya no puedo más, Ada.
—¿Qué es lo que no puedes, mi niña?
—Ser… como tú —me respondió con la voz apagada y cansada.
Me dejó hecha polvo. Sin palabras.
—Siempre hablando de ti. Siempre diciendo lo mucho que le gustaría que fuese como tú. Le dejé que tirase mi ropa, que cambiara mi pelo… Y me enseñó cómo hablar y cómo moverme. Yo lo intenté, Ada. —Respiró profundamente—. Te juro que lo intenté. Pero no fui capaz de hacer que me quisiera.
—No te preocupes, preciosa, que verás como el tiempo todo lo cura —le dije tratando de sacarla de aquel bucle de decadencia y humillación.
—Ya no quiero seguir más, Ada, estoy muy cansada. Él se ha llevado mi corazón, y ya no quiero sufrir más.
Otra frase de la canción resonó en mis oídos: «The breeze and I are whispering goodbye…».
Un miedo poderoso comenzó a recorrerme el cuerpo cuando fui consciente de por qué mi amiga tenía la voz tan lacia… tan lenta. Tan apagada.
—¿Qué has hecho, Susana? ¿Has tomado algo? —le pregunté, temiendo la respuesta.
—Te quiero mucho, Ada. Recuérdalo siempre. Te quiero.
Me colgó el teléfono.
«The breeze and I are whispering goodbye…».
—¡Susana! ¡Noooooo! —grité.
La llamé de nuevo, pero no cogió el teléfono, y justo cuando estaba llamando al 061 para que acudiesen a su casa, oí aquella pregunta.
—¿Es usted Ada Levy?
—Sí —contesté muy apurada—, un momento, por favor.
Lo siguiente que recuerdo es que alguien me arrancó el móvil de la mano y lo tiró lejos. Me quedé bloqueada.
«¿Qué pasa?», pensé.
«¡Susana!», grité mentalmente mirando el móvil hecho añicos en el suelo.
Todo fue muy rápido.
En el instante siguiente algo me cubrió la cabeza, me quitaron la mochila a la fuerza y oí cómo la tiraban. Me metieron a golpes en un vehículo.
Perdí el conocimiento un momento. Cuando regresé en mí no fui capaz de comprender la situación, y la angustia por Susana me llevó a caer presa de un ataque de ansiedad.
No podía respirar.
Una fuerte presión en el pecho me estaba ahogando.
Lo intentaba, pero no podía respirar.
Traté de levantarme de aquel suelo duro y me di un golpe en la cabeza contra el techo.
Necesitaba aire.
¡Necesitaba respirar!
—¡Estate quieta o te reventamos aquí mismo! —me gritaron desde la parte delantera de lo que, supuse, era una furgoneta.
Aún jadeando, busqué la estabilidad en una de las esquinas y traté de recuperar el oxígeno que tanto necesitaba.
Pensé en cosas bonitas. Recordé la seguridad que me transmitía Enrico y la dulzura de Flor. Recordé a mi madre. ¿Qué iba a hacer mi madre si yo moría? ¿Sería capaz de volver a ser feliz? Esperaba que sí.
—Perdóname, Enrico —susurré—. Perdóname por no haberte hecho caso.
De repente, allí arrinconada, maniatada y con un saco en la cabeza, fui consciente de que probablemente no volvería a ver aquellos ojos bicolores.
—Perdóname, Hugo. Perdonadme todos por haceros pasar por esto. Y perdóname tú, mi niña, mi dulce y preciosa pelirroja, perdóname por no haber estado a tu lado.
La voz de Jimmy Dorsey continuó implacable en mi cabeza. Aquella canción me taladró el alma.