De pronto, recordé su escopeta.
¿Seguiría en el mismo sitio?
¿Realmente existía la escopeta?
La segunda edición del festival Un otoño de novela se celebraba en Córdoba entre los días 21 y 24 de noviembre, y el homenaje a Ezequiel sería el sábado 23 por la tarde.
En días anteriores había estado investigando un poco al autor por internet y, por lo que se veía, se trataba de un señor poco dado a aparecer en público. Su imagen era la de un hombre que había pasado la cincuentena y aparentaba algo más de la edad que tenía realmente. Bastante delgado, con ropa normalmente sobria y el pelo muy canoso. Su cara estaba surcada por numerosas arrugas, de esas que la gente mayor llama «arrugas de preocupación»; tenía tantas que deduje que aquél debía de ser un hombre tremendamente preocupado. En ninguna de las escasas fotos suyas que había colgadas en la red se veía la más mínima sonrisa. «Qué pena…», pensé.
A pesar de esas escasas apariciones en público, en los últimos dos meses Ezequiel había estado en diferentes festivales y mesas redondas por ciudades de todo el país. Supuse que el cambio se debía al inminente salto a la gran pantalla de su novela más famosa. Con todo, las visitas parecían ser fugaces y, en vídeos y entrevistas, se veía al hombre estirado y excesivamente recto que parecía. Hablaba como si se creyese su propia historia, lo cual, de cara a vender libros, me pareció una postura bastante inteligente.
No le conté nada a Enrico de lo de mi inminente visita a Córdoba. Pensé que no pasaría nada por coger la moto el sábado después de comer, asistir al homenaje, tratar de hablar con el autor y regresar, ese mismo día, a la seguridad de mi piso en Granada.
Además, si el problema, según Enrico, parecía ser José Luis Bayo, por suerte para mí ese problema vivía en Sevilla. No iba a tener la mala suerte de encontrármelo en Córdoba.
¿O sí?
Salí de casa el sábado 23 a las tres de la tarde. Tuve que inventarme una burda excusa porque, mira tú por dónde, después de una semana sin que Enrico me hubiese necesitado en La Napolitana, me llamó justo ese día para que le echase un cable.
El tiempo me acompañó, así que pude disfrutar de una preciosa carretera bañada por el sol, y llegué a Córdoba antes de que dieran las cinco de la tarde. Con la ayuda de mi querido Garmin, no tardé demasiado en encontrar la sede del festival.
Llegué cuando una de las mesas redondas estaba a punto de terminar y deduje que debía de ser sobre novela policíaca, porque reconocí a varios de los autores invitados.
Aguardé pacientemente fuera, observando desde una de las puertas, hasta que la mesa redonda terminó. Luego, mientras todos salían, entré en la inmensa sala y me senté en una de las butacas de las filas más atrasadas del ala izquierda.
Jugueteé con el móvil para hacer tiempo y estuve un rato charlando por WhatsApp con Cris. Hablamos del motivo por el que salí huyendo aquella noche del pub: Hugo. Ya lo habíamos tratado en un par de cafés juntas y otras tantas veces por teléfono, y mi amiga estaba tan impresionada con el hecho de que aquel hombre me hubiese robado las ganas de follar con otros que no me creyó cuando le dije que no me lo había tirado. Lo que sí repitió una y otra vez fue lo imbécil que yo había sido por no haberle dado una oportunidad, aunque sólo fuese para dejar que se explicase y, así, poder saber realmente lo que sentía por mí. Yo le quité importancia al tema todas y cada una de las veces que insistió en él mi amiga «la pesada», pero en realidad llevaba varios días dándole vueltas, sobre todo a eso de no haberle dado una oportunidad.
Como si no tuviese ya suficientes problemas, acabé metiendo también en mi cabeza a Hugo, junto con los recuerdos que me unían a él. Yo lo achacaba a haber tenido que pasar casi toda la semana anterior montando los vídeos de mi viaje a Galicia y escribiendo el artículo, pero no podía engañarme: aquellos ojos y aquella sonrisa mellada me acompañaban durante todo el día y toda la noche desde que abandoné Galicia. No conseguía olvidarme de él, y la mayor putada era que su recuerdo me dolía. Me dolía mucho. Lo echaba demasiado de menos.
Entre mensaje y mensaje a Cristina, la sala pronto estuvo llena. Me quedé flipada cuando me di cuenta de que había un montón de medios de comunicación desperdigados por los pasillos. ¿Todo aquello para un acto cultural? Impresionante. Los únicos que no habían llegado aún eran los protagonistas. Ezequiel y los encargados de brindarle el homenaje entraron con retraso y tomaron asiento sobre el escenario.
Al fin todo comenzó y, justo en el inicio, algo desvió mi atención del acto: José Luis Bayo entró en la sala en el último momento y se sentó en la tercera fila del ala derecha de asientos.
Casi me da un ataque al corazón. Después de encogerme todo lo que pude en mi silla, ya me encargué yo de regañarme a mí misma del mismo modo en que lo habría hecho Enrico. Incluí el «pero ¿tú eres tonta, niña?» y algún que otro insulto más, si bien decidí no darme a mí misma la colleja que me habría dado él, sobre todo por lo extraño que habría quedado allí en medio.
Durante los primeros diez minutos no fui capaz de desviar la mirada de José Luis ni un instante. Parecía haber recuperado el mal aspecto y el estado de decadencia del día en que lo conocí. De pronto, recordé su escopeta.
¿Seguiría en el mismo sitio?
¿Realmente existía la escopeta?
Cuando me convencí a mí misma de que era muy difícil que me localizase desde el sitio en que se había sentado si no se levantaba y se daba la vuelta para mirar expresamente hacia donde yo estaba, me relajé un poco y atendí a la mesa que había sobre el escenario.
—Y díganos, Ezequiel, ¿qué le hizo regresar a Córdoba, hará poco más de un año, después de tanto tiempo viviendo en Londres?
Tuve la sensación de que el escritor respondía a toda aquella ristra de preguntas desde un lugar lejano, dentro de su cabeza. «Normal —pensé—, ha debido de responder a las mismas preguntas miles de veces».
Tras hablar un poco sobre la película y la suerte que tenían los cordobeses de acoger un preestreno anterior al de Madrid (la peli se había rodado en Córdoba casi íntegramente), le entregaron una placa conmemorativa al autor y le agradecieron el tiempo que nos había dedicado. Me incluyo porque yo estaba allí, aunque me hubiese enterado más bien poco de sus palabras por culpa del maldito periodista con pinta de pirado.
Lo que sí oí muy bien fueron las últimas palabras de Ezequiel, aunque no eran suyas, sino de Paracelso: «No se equivoquen, señoras y señores, no se equivoquen. Llegará el día postrero, el fin de los tiempos; un día en el que cada uno de nosotros recibirá lo que le corresponda según haya gastado en su vida en relación con el amor a la verdad. Es por ello por lo que quien ahora intenta esclarecer las cosas, conocer, amar la verdad, en ese día será venturoso y dichoso».
Lo dijo con una seriedad y un toque de severidad que, si realmente estaba actuando, deberían haberle dado el premio a la mejor interpretación del año. Un gran aplauso inundó la sala y, cuando el silencio regresó, se pasó al turno de ruegos y preguntas.
La mayoría de las cuestiones, de gente de la prensa, giraron en torno a la película, de producción hispano-americana. Y cuando parecía que todo había acabado ya, una voz impaciente que me era muy familiar formuló una pregunta interesante.
—Dígame, don Ezequiel, ¿qué hay de verdad en su novela?
El autor se detuvo un instante a madurar aquella respuesta que parecía que iba a salir espontáneamente de su boca.
—Pues, verá… En Cómo matar a una ninfa todo y nada es real —respondió, y pareció respirar aliviado por su propia respuesta—. Muchas gracias a todos. —Y con esa frase dio por finalizado el turno de ruegos y preguntas.
José Luis se levantó y abandonó la sala a gran velocidad. Parecía malhumorado.
Ezequiel y los dos hombres que lo acompañaban aguardaron a que la sala se vaciara casi por completo antes de abandonar su posición elevada. Respondió sin demasiadas ganas a algún que otro admirador y miró su reloj varias veces.
Yo, mientras tanto, había permanecido pacientemente sentada en mi sitio. ¿Eran imaginaciones mías o había ganado en paciencia desde que todo aquello había comenzado?
Cuando me pareció que había llegado mi momento, saqué la novela de la mochila, me levanté de la silla y me acerqué a Ezequiel para pillarlo mientras bajaba la escalerilla del escenario.
—Don Ezequiel, por favor, ¿sería tan amable de dedicarme la novela?
No pareció hacerle demasiada gracia, pero finalmente sacó un bolígrafo y escribió lo que, supuse, sería una dedicatoria estándar.
—¿Su nombre…?
—Ada. Ada Levy.
Cuando oyó mi nombre casi dio un respingo. Trató de disimular su descontento y terminó la dedicatoria. Me entregó la novela con desgana y, antes de que pudiera decirle nada, zanjó una conversación que no tuve tiempo de empezar.
—Señorita, deje de escribirme mensajes. No puedo ayudarla en lo que me pide. Pero, por si le sirve de algo, le diré que ningún loco obsesionado con mi obra me ha escrito jamás para contarme barbaridades. Por suerte para mí, aparte de los suyos, sólo me llegan mensajes de admiradores.
Me indicó que me apartara con un gesto un tanto altanero, y salió de allí con prisa y muy molesto. Yo guardé el libro en la mochila sin la más mínima intención de leer la dedicatoria. Aquel hombre había demostrado ser un imbécil y un insensible, y, si hubiese podido, le habría estrellado su propio libro en la cabeza. ¡O una silla!
Estaba guardando la mochila en el bidón trasero de la moto y terminando de equiparme cuando José Luis Bayo apareció junto a mí.
—¿Qué haces aquí, Ada?
Me dio un susto de muerte y, al verlo, sólo me vino a la cabeza Gollum, ese maltrecho y deprimente personaje de Tolkien. No te imaginas cómo me arrepentí por no haberle hecho caso a Enrico y, más aún, por haberle mentido. Me merecía mucho más que una colleja.
—Me gusta este autor. —No supe qué otra cosa decir—. ¿Y tú? ¿Qué haces tú aquí?
—No has respondido ni a una sola de mis llamadas ni a mis mensajes en todos estos días. ¿Qué coño te pasa?
—Te vi en el hospital el día en que Rita murió.
«Ups —pensé—. ¡Tonta, tonta y más que tonta! ¿Por qué coño le has dicho eso?»
Se quedó muy serio, mirando al suelo. Me di cuenta de que su aspecto no era tan decadente como cuando lo había conocido, pero pensé que con un par de días más o tres habría logrado incluso superarlo.
—Ah, es por eso —me dijo muy serio.
—Me convenciste de que regresara a Granada, que en el hospital no había nada que hacer, y, mira tú por dónde, Rita muere a dos metros de mí y tú sales del hospital escasos minutos después… —De perdidos, al río.
—Esa mujer se suicidó —me dijo en voz baja—. ¡Se suicidó! —gritó a continuación, y comenzó a perder los nervios.
Se acercaba cada vez más a mí, como una hiena, agazapado, acorralándome. Pensé en la navaja que me había regalado Enrico y en por qué cojones no la llevaría encima; bajo el asiento de mi moto, junto a las herramientas, no iba a serme de gran utilidad. José Luis parecía estar a punto de estallar. Su cara, desencajada; sus ojos, rojos e iracundos… Escupía saliva al hablar.
—¡Se suicidó!
Lo repitió varias veces más mientras me acorralaba contra mi propia moto.
—Se suicidó —dijo más calmado de pronto.
El gesto le cambió: de la ira pasó al abatimiento. Dos grandes lágrimas rebosaron de sus ojos y cayeron al suelo.
—Grandísimo hijo de puta —dijo, y yo no supe muy bien si se refería a él mismo o a otra persona.
Hizo un gesto de negación con la cabeza, se dio la vuelta y se fue. Yo no me atreví a volverme para coger el casco y los guantes del asiento de la moto hasta que José Luis estuvo a una distancia considerable, y ya camino hacia Granada, hasta que estuve bien lejos de Córdoba, no comencé a tranquilizarme.
Te preguntarás por qué no acudí a la policía a denunciarlo. La respuesta es muy sencilla: en primer lugar, no estaba segura al cien por cien de que él fuese Hogui, y en segundo lugar, el haber ido a denunciarlo me habría salpicado. Recuerda que yo estaba atribuyéndome funciones de detective privada sin serlo. Estaba cometiendo un delito por hacer un trabajo para el que no estaba autorizada, y supuse que para la policía no habría sido muy difícil llegar a aquella conclusión. No denuncié a José Luis porque ni a mí ni a Enrico nos interesaba que las autoridades centrasen la atención en mi persona.
Más tarde, poco antes de llegar a casa y sintiéndome ya en la seguridad de mi hogar, me dio por reír como las locas. Me dio por preguntarme si cada vez que visitara Córdoba iba a acabar saliendo de allí acojonada y a toda prisa.