El movimiento cada vez más rápido.
Más fuerte. Más intenso.
Mi cuerpo encorvado hacia atrás, un leve mareo.
Y entonces todo llegó.
Me di una ducha rápida, organicé un poco el piso y esperé desnuda en el sofá a que apareciera mi flotador.
Desde la casa de Flor llegaba hasta mis oídos su canción preferida; la ponía en bucle muy a menudo. «When your alone blues», de Roberta Dudley y Kid Ori. Un tema que había acompañado más de una vez mis sesiones antiestrés con Rubén y que, en aquel momento, junto con la imagen mental de él subiendo con paso firme los peldaños de la escalera, comenzaba a hacer efecto. Mi desnudez sobre el sofá. La presión de mi cuerpo sobre la tela roja. Calidez en un punto de mi anatomía, sensación de frescor en el resto.
Un timbre.
Alguien tras mi puerta.
Me levanté sintiendo intensamente el calor en mi bajo vientre. Añoré por un instante el sofá. Mis pezones erectos, la piel de gallina. El frío del otoño había comenzado a entrar en casa. Roberta cantaba para mí desde lo más profundo de su garganta. Cantaba para mí, y para lo que estaba por llegar.
La mirilla de la puerta me mostró a un Rubén sonriente y preparado. Giré el pomo y lo hice entrar agarrando su nuca con fuerza.
Lascivia. En su rostro. En el mío.
Lujuria. En su cuerpo. En el mío. Muchísima más en el mío.
Ni una palabra. Sólo aquella canción, que comenzaba a sonar de nuevo, nos acompañaba. Fuimos directos al salón, yo dando pequeños pasos hacia atrás. Él, con pequeños pasos hacia delante, acercando las caderas a las mías. Su nuca aprisionada en mi mano derecha. Mi cuello atrapado en su boca, en su lengua.
Respiraciones aceleradas. La suya. La mía.
Estaba tan jodidamente cachonda que no pude esperar hasta llegar al sofá. Le desabroché el pantalón, que acabó en el suelo. Su dureza acarició mi vientre. Lo empujó. Su lengua exploró mi oreja, mi nuca se erizó. No estaba segura de poder llegar al sofá. De hecho, no llegamos. Lo empujé en dirección a la alfombra, quedaba más cerca. Cuando estuvo en el suelo tumbado, la tela que separaba su dureza de mi entrepierna fue la única barrera. Me agaché. Un pequeño mordisco. Otro. Estaba totalmente preparado. Deslicé los calzones hasta sus rodillas y me senté sobre él. Mojada. Cachonda. Lo hundí dentro de mí. Y de nuevo lo saqué. Lo cogí y lo solté. Una y otra vez, mientras mi mano derecha se encargaba de hacer círculos en mi punto clave. Lo abrazaba, lo dejaba. Tan duro, tan tenso. Agarraba mis pechos con fuerza. El dedo índice de mi mano en su sitio. Comencé a olvidarme de él. Sólo mis pezones. Mis ingles. El movimiento cada vez más rápido. Más fuerte. Más intenso. Mi cuerpo encorvado hacia atrás, un leve mareo. Y entonces todo llegó. La piel de gallina. Las palpitaciones. El grito ahogado. El orgasmo. El placer…
Placer…
Placer…
Un buen flotador el de Rubén. Aunque la cosa no había terminado. Primero nos habíamos encargado de mí. Después de él. Y de mí otra vez. Mi boca que acariciaba, que succionaba. Su lengua que lamía, que jugaba. Cada uno con su ritmo, distinto al principio. Acompasado al final. Sus sonidos guturales, un dedo que escarbaba en mi interior mientras la lengua hacía el resto. Ambas bocas ocupadas. Las caderas que no podían estar quietas. Mi orgasmo trajo el suyo. El mío, menos intenso. El de Rubén, escandaloso.
Tratando de recobrar el aliento, recosté la cabeza sobre sus pies. Roberta acababa de empezar a cantar de nuevo. Los músculos de todo mi cuerpo se habían quedado lacios. ¡Qué gustazo!
¿Nico? ¿Quién era Nico?
—No me has dado tiempo ni a decir «hola» —me dijo Rubén cuando aún estábamos tumbados sobre la alfombra.
—Pues dilo. —Sonreí.
—Esto… Hola.
Rubén era por aquel entonces unos de mis «amigos fuertecitos», como solía decir mi amiga Susana. Para que lo entiendas, un amigo fuertecito es aquel al que sueles ver cuando necesitas que te den caña. No necesariamente requiere una amistad estrecha. En el caso de Rubén y yo, prácticamente no teníamos conversaciones. La verdad es que no daba para mucho el pobrecito mío, pero me echaba unos polvos de muerte. Así que, cuando venía a casa, en lugar de hablar de cosas tan tremendamente interesantes para él como el diámetro actual de su bíceps o el número de estrías musculares de sus gemelos, compartíamos lo único que nos unía: una pizza y una peli.
Aquella noche tocaba Telepizza y Men in black 3. La pizza, exquisita. La peli, divertida; de esas con las que te olvidas de que tienes que pensar. De ese modo, un día que empezó fatal, terminó sólo regular.
Rubén se marchó a su casa temprano. Yo me quedé tumbada en el sofá, comiéndome a bocaditos una porción de mi magnífico bizcocho hecho con fructosa, aceite de oliva y harina integral. La mejor solución para las golosas que se pasan la vida tratando de quitarse esos dos kilillos de más. Eso sí, el bizcocho no te quita las ganas de darte un atracón de ese original chocolate crujiente con kikos del que, por suerte para mis cartucheras a duras penas controladas, aquella noche no me quedaba.
Me dormí en el sofá, tapada con una gran manta y con la tele encendida. Y en el sofá desperté a la mañana siguiente, al oír un nombre que, desde la tarde anterior, me era tremendamente familiar.
«Han pasado ya nueve días desde que la modelo no da señales de vida. No es la primera vez que Mari Vila desaparece de la faz de la tierra para reaparecer al cabo de unos días en compañía de algún hombre atractivo del gremio. Sin embargo, en esta ocasión, su representante comenta que ha faltado a importantes compromisos laborales y que su madre está realmente preocupada por temor a que su hija pueda llegar a ser una más de las víctimas del Asesino de la Hoguera.
»La policía ni afirma ni desmiente nada. De modo que no podemos más que hacernos una pregunta: ¿será ésta otra de las extrañas formas de llamar la atención de Mari Vila o acaso la famosa modelo se ha convertido en el siguiente objetivo de un asesino que ha robado ya más de veinte vidas?»
Mari Vila era la causa de la preocupación de Enrico y de mi paja mental en torno a lo de ser investigadora privada de verdad. Ella era el caso; su desaparición. Un caso que, según Enrico, iba a estar muy bien pagado en cuanto a euros se refiere. Eso sí, mi jefe también se iba a ver obligado a hacer un pago tremendo: su tranquilidad y su sensación de seguridad.
Fue la madre de esa chica quien apareció en La Napolitana para contratar los servicios de Enrico, el cual se negó a aceptar el caso. Explicó a la mujer que él se encargaba de otros temas más simples, que su restaurante no le permitía enfrascarse en asuntos tan complejos y que requirieran tanta dedicación. Le dijo que sentía mucho lo de su hija, pero que lo único que podía hacer por ella era ponerla en contacto con un par de detectives que le inspiraban mucha confianza.
Hasta ese punto, la conversación siguió el cauce normal. No era la primera vez que Enrico se negaba a aceptar un caso por el riesgo que pudiera suponer. Necesitaba seguir en el anonimato. Sin embargo, hubo un momento en el que perdió por completo el control de la situación.
—Francesco Longoni —dijo Enrico—. Hacía años que no escuchaba ese nombre, y aquella señora lo pronunció en el mismo instante en que le anuncié que no llevaría su caso. Sabía que con esas dos palabras lo tenía todo ganado.
—¿Y por qué? ¿Qué pasa con ese tío?
—Lo único que pasa, Ada, es que ese tío soy yo. Francesco Longoni es mi verdadero nombre, y Anna, la madre de esa chica, sólo puede saberlo por una persona. Sólo un hombre conoce mi vida después de la muerte de mi familia. Fue quien lo arregló todo, quien me dio una nueva identidad, un nuevo destino y fondos suficientes para comenzar de cero. Domenico Trucco.
El tal Domenico Trucco era el superior de Enrico en Nápoles y su mejor amigo. Hablaba de él como de un hermano. Se criaron juntos, estudiaron juntos y lucharon juntos contra la mafia italiana. Según Enrico, Domenico habría dado la vida por él.
En mi cabeza, y después de todo lo que me había contado mi jefe/amigo, la única explicación de la situación era la traición. Sin embargo, ésa no era una opción para Enrico.
—Domenico jamás me traicionaría —me dijo.
Y por eso estaba tan preocupado. Temía que su amigo hubiese usado a Anna para pedirle ayuda. Pensaba que Domenico estaba en algún aprieto y que ésa era la única forma que había encontrado para avisarle de que ambos estaban en peligro.
En definitiva, una putada, vamos. Enrico se encontró con la obligación de llevar un caso del que jamás se habría encargado si hubiese tenido opción y, para colmo, algo en su interior le decía que, por muy peligroso que fuera, debía encontrar la manera de llegar hasta su amigo y comprobar que todo marchaba bien.
¿Y qué pintaba yo dentro de este marronazo? Pues a mí Enrico me había asignado un papel secundario que, poco a poco y sin darme cuenta, fue ascendiendo a principal. Mi detectivesco jefe me había pedido que me encargase de las investigaciones iniciales en torno a la chica desaparecida. Se trataba de escarbar un poco en su vida: familia, amigos, intimidades, peculiaridades. Posibles escándalos, parejas, ex parejas y enemigos. Lo que viene siendo hacer de cotilla profesional, y eso, no puedo engañar a nadie, se me daba fenomenal. Se me da fenomenal. Una mezcla de pálpitos y maña a la hora de caer bien a la gente y conseguir que confíe en mí. ¡Ay! ¡Pero qué «eficaz» soy cuando quiero!
Aquella misma mañana, después de ver el reportaje sobre la desaparición de Mari Vila en la tele, me puse manos a la obra.
Lo primero de todo, y dado que soy una mujer de rituales, salí a la calle a comprar un cuaderno. No creas, no es simplemente una frivolidad. Mi cabeza funciona mucho mejor cuando inicio los proyectos con materiales vírgenes. Estructuro mejor mis acciones y, al igual que un lienzo en blanco para un pintor, para mí un pequeño cuaderno Moleskine nuevo representa una maraña de ideas nuevas que se van ordenando página a página.
Cuando llegué a casa ya tenía bien claro qué dos líneas principales debía seguir. La primera giraría en torno a la extravagante vida de esa supermodelo de origen italiano que había sido vista por última vez en Córdoba. Esto era justo lo que Enrico me había encargado. Sin embargo, de camino a por el cuaderno, me asaltó el primer pálpito de la temporada. «Una casualidad que me haya despertado justo la noticia sobre esta chica —me dije—. ¿Y qué decía esa noticia? Hablaba de ella como si fuera la típica niñata caprichosa y con pasta, pero además nombraba al Asesino de la Hoguera». Un programa sensacionalista siempre va a tratar de engordar e incluso adornar las noticias. Así impactan más y, si son lo suficientemente llamativas, pueden propiciar un especial de fin de semana en el que la noticia se convierte en una burda excusa para que una piara de maleducados se insulten y descalifiquen entre ellos. Sí, aquello tenía pinta de un programa de viernes titulado «Mari Vila y el Asesino de la Hoguera» o «¿Incendiará el Asesino de la Hoguera la brillante carrera de nuestra siempre querida y jamás olvidada Mari Vila?» o «¿Qué hay entre el Asesino de la Hoguera y Mari Vila?». Y en la publi, invitándote a verlo: «¿Es amor? ¿Es desamor? No se lo pierdan en “Los Gritones Se Lo Explican”, programa especial».
Tenía pinta de todo eso; sin embargo, por descabellado que pareciera, el puñetero pálpito me decía que aquélla tenía que ser otra de las líneas de investigación.
¡Genial idea la de salir a comprar un cuaderno nuevo!