«Maria lleva desaparecida cuarenta y siete días».
A la mañana siguiente me levanté en torno a las diez. Me apetecía desayunar con Clemente, así que lo primero que hice fue ir al piso de Flor para recuperar mi pequeño bulto negro y feo. Mi amiga me preguntó qué tal se me había dado la noche de caza.
—Por culpa de unos ojos preciosos, anoche me metí sola en la cama.
No le expliqué nada. Me despedí con un «ya te contaré» y con un beso en la mejilla.
Después de cambiarle el agua a mi pequeño Clemente, lo puse sobre la mesa de la cocina y le serví el desayuno. Yo me tomé un par de tostadas de avena con mantequilla y mi taza gigante de café con leche. Miré el calendario que tenía colgado en la puerta del frigorífico e hice cuentas.
«María lleva desaparecida cuarenta y siete días», me dije, y me pareció demasiado tiempo.
«¿Realmente está viva o son imaginaciones mías?»
Atravesé por un intenso momento de duda en el que hasta llegué a plantearme si me merecía la pena seguir buscándola. Sin embargo, algo seguía insistiendo en mi interior: «Ada, vas por buen camino». De modo que me levanté con determinación de la mesa de la cocina y me dirigí al salón con el libro de Paracelso en una mano y otro café en la otra.
—Vamos a ver lo que contaba el coleguita este —me dije en voz alta mirando la portada.
Si ya me costaba trabajo creer que Paracelso, un médico reputado de su época, se creyera aquellas cosas hace la friolera de quinientos años, más aún me costó entender cómo, hoy en día, alguien podía siquiera plantearse la posibilidad de que aquel libro encerrase conocimientos verdaderos y fiables.
Aunque pronto recordé una conversación con un antiguo compañero de facultad que me hizo cambiar de perspectiva. Ese compañero trató de convencerme en una ocasión de que los humanos vivimos en la actualidad menos de cien años porque la contaminación y nuestros hábitos de vida nos han ido acortando poco a poco el tiempo que pasamos en la tierra. A mí se me ocurrió comentarle aquel día: «Pero ¿qué dices, Luis? Si antiguamente moría la gente con treinta y con cuarenta años, eso si tenían la suerte de no toparse con ninguna enfermedad». Él me miró como si fuera tonta y me explicó que, según la Biblia, en la época de Matusalén los hombres vivían cerca de mil años. «¿Cómo me lo explicas entonces, si no es por la vida que llevamos?», me preguntó muy serio. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que Luis, un chico culto y bien formado, creía que el único origen posible del ser humano era el que se narraba en la Biblia. Para él, la teoría de la evolución no era más que la gran mentira de la edad moderna, y Darwin, un gran trolero que, muy posiblemente, se había aliado con el demonio para tratar de alejar al hombre de Dios y de su papel primordial en la historia de la creación de la vida.
Vamos, que si Luis, aparte de ser cerrado de mente, también estuviese más loco que una cabra, posiblemente habría cogido la novela de Ezequiel Fernández de Córdoba y la habría colocado en su mesita de noche, junto a las Sagradas Escrituras.
¿Que qué contaba Paracelso en torno a las ninfas? Pues nada bueno para Maria, la verdad.
Para empezar, ese señor decía que Dios había creado a distintos tipos de seres: los descendientes de Adán, que serían los hombres, los únicos con alma y formados por tierra, tangibles y materiales; los no descendientes de Adán, que serían los seres espirituales, intangibles y carentes de alma, y, por último, un grupo de seres de naturaleza intermedia, sutiles como los espíritus, pero mortales y tangibles como el hombre, aunque, por supuesto, carentes de alma.
Según Paracelso, estos últimos son tremendamente difíciles de ver, e incluso él admite en su obra haberlos visto sólo en una especie de alucinación. Y yo me pregunto: ¿qué se habría fumado este tío? Y me pregunto de nuevo: ¿habría fumado lo mismo Hogui?
En función del medio en el que vivían los seres de naturaleza mixta, él distinguía entre ninfas (agua), silfos (aire), duendes (tierra) y salamandras (fuego). Y, por supuesto, escogió a las más bonitas, las ninfas, como las elegidas por Dios para tener contacto carnal con el hombre.
Según palabras textuales de Paracelso: «En mi opinión, cuando la hembra recibe en sí la semilla del hombre, le sucede como a la mujer cuando Jesucristo la rescata, es decir, recibe el alma para ser salvada». Vamos, que las ninfas no podían tener alma hasta que no se tiraban a un hombre, pues «Como es sabido, lo superior siempre hace partícipe de su virtud a lo inferior». Ese señor culpaba a las ninfas de tentar al hombre con el único objetivo de alcanzar un estatus superior ante Dios. ¡No veas!
Y por fin, después de tanto buscar, encontré dos puntos que me parecieron claves en el caso de la desaparición de Maria. El primero: ¿cómo se mata a una ninfa? Pues de un modo tan sencillito como violarla cerca de su medio natural. Esto, por supuesto, ya lo narraba Ezequiel en su novela junto con el problema de las aguas contaminadas, es decir, que si el agua hubiese estado sana, se habrían hinchado violando ninfas.
El segundo punto: ¿qué ocurre cuando un hombre mantiene relaciones sexuales, consentidas o no, con una ninfa? Pues aquí viene la putada porque, de esa unión carnal surge un vínculo indestructible; el hombre compartirá su alma con la de la ninfa hasta el día del Juicio Final ante Dios si los dos, de mutuo acuerdo, no rompen ese vínculo.
Puede que fuera una fantasía, pero después de leer aquello mi cabeza comenzó a funcionar sola. ¿Y si Hogui había secuestrado a Maria para confirmar que a las ninfas se las mata violándolas junto a un cauce sano de agua? ¿Y si al encontrarse con que la modelo no había muerto se dio cuenta del lío en el que se había metido? Ni fuego ni agua dañarían a Maria, y aunque lo hicieran, si ella moría, él moriría con ella. ¿Era Hogui quien se creía condenado entonces a estar junto a la ninfa? ¿Pensaba Hogui que Maria se había convertido en su esposa a los ojos de Dios?
Y dejando funcionar a mi cabeza, al final llegué a una terrible conclusión: «Si Hogui ha secuestrado a Maria para tratar de averiguar cómo se mata a una ninfa y así poder salvar a la humanidad de su ataque, es probable que esté buscando el modo de romper el vínculo que los une y matarla definitivamente».
De nuevo, una ola de angustia me inundó por dentro. Ya habían pasado cuarenta y siete días, y era sólo cuestión de tiempo que Hogui acabara venciendo el miedo a hacer daño a Maria.
Tenía que encontrarla cuanto antes.
Después de darle muchas vueltas al tema, se me ocurrió que Ezequiel, el autor de Cómo matar a una ninfa, quizá tuviese página de Facebook, igual que tantos otros autores consolidados. En aquel momento era una de las mejores formas de promoción y un modo sencillo de mantener contentos a los lectores.
Cogí el portátil, metí su nombre en Facebook y lo localicé enseguida. Tenía amigos en común con él, entre ellos, Francisco Rodríguez y Flor (no sabía que Flor había leído la novela). Le envié una solicitud de amistad y también un mensaje privado.
Hola, Ezequiel:
Lamento ponerme en contacto con usted en circunstancias tan complicadas. Le escribo porque, hace más de mes y medio, desapareció mi mejor amiga: Maria Villani. Desde entonces ando buscándola porque estoy convencida de que la tiene cautiva el Asesino de la Hoguera. Sí, ya sé que esto suena un poco fuerte, pero lo creo de verdad.
Creo firmemente, además, que a ese asesino le mueve una profunda obsesión con su novela Cómo matar a una ninfa, y me he puesto en contacto con usted por si ha estado recibiendo mensajes extraños de algún admirador o por si puede echarme un cable de algún modo.
Ya no se me ocurre qué más hacer salvo acudir a usted y rogar que el pobre loco que se ha obsesionado con su novela haya tenido la necesidad de ponerse en contacto con su autor.
Le doy las gracias por atenderme y espero su respuesta.
ADA LEVY
Ése fue el primer mensaje de los cinco que mandé a Ezequiel Fernández de Córdoba. En ellos trataba de darle datos fiables para que no me considerara una loca, y le dije que no me habría puesto en contacto con él si no tuviera pruebas fehacientes (no especifiqué cuáles) de todo cuanto le contaba. A pesar de haber aceptado mi solicitud de amistad en Facebook, no respondió ni uno solo de los mensajes.
Cuando llegué a la conclusión de que por ese medio no iba a obtener nada, decidí buscar otra forma de hablar con Ezequiel personalmente y, finalmente, la encontré: en Córdoba le hacían un homenaje durante los días de la segunda edición del festival Un otoño de novela. Y, a pesar de la promesa que le había hecho a Enrico, tuve muy claro que acudiría al homenaje para tratar de hablar con él.