28

«¡Maldito Hugo!»,

grité para mis adentros.

Sacudí la cabeza y me quité de en medio.

Catalogaría la muerte de Rita Peñalba entre los primeros puestos de mi lista «Cosas horribles y tremendamente impactantes que he visto en mi vida», y créeme si te digo que la lista es muy larga.

Cuando llegué aquella noche a casa, lo primero que hice fue quitarme el equipo de la moto, sacarle las protecciones y meterlo en la lavadora. Las botas fueron directamente a un barreño, donde permanecieron en remojo toda la noche por si pudiera quedar algún resto de Rita. Necesitaba borrar cualquier rastro de muerte para poder sentirme limpia, así que yo también fui a la bañera de cabeza.

Ya sé que suena exagerado, pero era la primera vez en mi vida que veía una muerte trágica, por llamarla de algún modo, y quiero hacer hincapié en la palabra «muerte» porque, a pesar de que días más tarde las noticias únicamente hablasen del suicidio de la pobre Rita Peñalba, yo estaba convencida de que aquello de suicidio no había tenido nada. No puedo asegurarte que la sombra que vi en la azotea del hospital fuese real o producto del miedo, pero lo que sí tenía muy claro es que un asesino como Hogui no tenía pinta de dejar cabos sueltos.

Después de haber frotado a conciencia cada centímetro de mi piel, salí de la bañera y me puse ropa cómoda y abrigada. Además del miedo, se me había cortado el cuerpo.

Me preparé un Cola-Cao bien caliente con un par de bolsas de tila dentro, cogí el portátil y la curiosa novela y me metí bajo la manta en el sofá.

Aquella noche de insomnio llegué a dos conclusiones. La primera fue que la gargantilla era la misma que la que Maria había llevado en varias entrevistas. La segunda fue la que realmente me dio miedo: tras leer el libro no me quedó duda alguna de que Hogui no era más que un jodido loco que se había creído a pies juntillas lo que el escritor Ezequiel Fernández de Córdoba narraba en una novela de ciencia ficción y fantasía.

«Dios creó a estos seres para que fuesen capaces de guardar y conservar la creación. Así, su función es la de dosificar los bienes, dispensándolos a su debido tiempo y a las personas adecuadas». Con esta cita a Paracelso comienza la novela Cómo matar a una ninfa, que, desde mi punto de vista, no es más que una alegoría de la realidad. El autor ambienta la novela en el año 2093 y describe un mundo en el que la tecnología y la estética son los protagonistas y el medio natural aguarda, agonizante, su final definitivo. Vamos, para que te hagas una idea, una situación intermedia entre la que vivimos ahora, con una naturaleza aún a tiempo de salvarse, y la de la película Blade Runner, en la que hasta los animales son de mentira.

En ese mundo en decadencia, la gran mayoría de los seres llamados «fantásticos» han acabado extinguiéndose. De entre todos ellos, las ninfas son los únicos seres espirituales creados por Dios que han conseguido sobrevivir a la irrespetuosa expansión de la humanidad.

Ellas, tras siglos y siglos de ruegos y súplicas, culpan al mismísimo Dios de su situación: viven en aguas contaminadas por el hombre y sus vidas cada vez son más cortas a causa de la polución. Es por ello por lo que, en un desesperado intento por recuperar su añorado medio natural, deciden acudir al diablo para que las guíe en su guerra contra el hombre. De este modo, van a ver a las emisarias el diablo en la tierra: las brujas.

Pues bien, la novela narra una lucha encarnizada contra ninfas y brujas. Y esa lucha encarnizada tiene como principal escenario España, por ser el último reducto de la brujería en el mundo. Se crea una nueva Santa Inquisición que perseguirá sin piedad a las amantes del diablo para terminar de erradicarlas, y nace la Legión de las Santas, encargada de perseguir y apresar a ninfas, formada únicamente por sacerdotisas católicas inmunes a los encantos del enemigo.

A mí, al principio, me pareció superespectacular lo de la Legión de las Santas; eso de que, por primera vez en el catolicismo, la mujer tuviese un papel tan importante en la salvación de la humanidad me pareció genial. Sin embargo, todo se vino abajo cuando en la novela se describe el «Camino de la santa» como la dura preparación a la que deben someterse todas las mujeres que quieren (o deben) formar parte de la Legión de las Santas y que culmina en una ceremoniosa ablación para privar a su cuerpo de toda posibilidad de sentir placer. «Para convertir a la mujer en guerrera de Dios, es necesario eliminar su debilidad», explica textualmente uno de los inquisidores encargados de seleccionar a las santas. ¡Toma ya! Que como necesitamos a la mujer para que nos salve, pero no podemos dejar de verla como ese bicho que nos llevará a la perdición si nos descuidamos, pues ya nos encargamos de quitarle al bicho el veneno y, ya de paso, el alma.

Y, cómo no, el Malleus maleficarum aparece de nuevo para convertirse en la nueva Biblia de la nueva Santa Inquisición, y las enseñanzas de Paracelso son las que guían a la Legión de las Santas en su intento por controlar a las ninfas.

El título de la novela refleja la cruda realidad con la que se encuentran en medio de la guerra: según Paracelso, la única forma de acabar con la vida de una ninfa es violentarla (violarla, vamos) cerca de los cauces de aguas corrientes. Pero eso ya no es posible; ya no hay cauces sanos en el mundo. Así que, tras exterminar a la totalidad de las brujas, las ninfas acaban siendo encerradas en un gigantesco complejo subterráneo para que sean la tristeza y la ausencia de naturaleza las que acaben de matarlas.

No puedo mentirte, reconozco que la novela no es mala; la historia puede ser considerada una gran obra por lo bien que está escrita y por la destreza con la que el autor lleva la trama. Sin embargo, para mí fue una lectura tremendamente desagradable puesto que me recordaba demasiado a esa realidad que, en los últimos días, tenía tan cerca. Hubo algo que sí me gustó mucho: ese juego que hace el autor con el destino de la humanidad. A fin de cuentas, ¿no sale perdiendo el hombre tanto si ganan las ninfas como si son derrotadas? Es tan sólo cuestión de tiempo.

—Vale —me dije—, tengo que saber más acerca de ese tal Paracelso y lo que contaba de las ninfas.

Me había pasado toda la noche en vela leyendo, y serían las doce del mediodía cuando terminé la novela. Sentía el peso del agotamiento en todo el cuerpo. No obstante, antes de caer muerta en la cama, saqué la energía suficiente para llamar a la librería Picasso y preguntar por las obras de Paracelso que había en la tienda.

Tenían unas cuantas publicaciones, pero yo supe enseguida cuál era la que quería.

—Guárdame ese libro de las ninfas, los silfos y no sé qué más, porfi. Esta tarde voy a recogerlo. ¡Gracias!

Después de eso, me quedé dormida como un tronco, y a pesar de haber llevado pegados en mis botas restos del cerebro de una mujer, no recuerdo haber tenido ninguna pesadilla en aquellas tres o cuatro horas de sueño.

«Llaman a la puerta», me dije.

«Están aporreando la puerta», me dije de nuevo.

«¿Te vas a levantar a abrir, niña?», me pregunté.

—¡Ya voy! —grité sin ningunas ganas de levantarme de mi sofá.

Me dirigí hacia la entrada arrastrando los pies y bostezando. Cuando abrí, la cara más preocupada que había visto jamás en Enrico me esperaba al otro lado.

—¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo? —me preguntó, nervioso.

—Sí, sí, estoy bien. —De pronto me acordé de algo—. Lo siento mucho, sé que te dije que iría a verte esta mañana a La Napolitana, pero no he conseguido dormir hasta las doce del mediodía más o menos. ¿Qué hora es? —le pregunté mientras entraba en la cocina en busca de mi máquina de café.

—Las cinco de la tarde.

No tenía ni idea de que había dormido tanto. De nuevo me disculpé con Enrico, y la imagen vívida del cráneo de Rita Peñalba de pronto en mi mente me recordó que tenía muchas cosas de las que hablar con él.

—Hogui cree que Maria es su ninfa —comencé.

Le conté lo que había dicho la pobre Rita cuando la encontraron herida y desvalida a las afueras de Córdoba, y le expliqué la relación tan clara entre ninfas y brujas que había encontrado en aquella novela. Le hablé de la muerte de aquella chica justo detrás de mí, omitiendo lo de las salpicaduras de cerebro, y lo extraño que me pareció ver a José Luis aún en el hospital a aquellas horas. Le fui sincera y le dije que no sabía si la sombra de la azotea había sido real o producto de mi imaginación, pero que estaba segura de que Rita no se había suicidado. Le enseñé la gargantilla que le había robado a la muerta y las fotos en las que Maria aparecía con ella puesta.

—Y ¿sabes qué? —Me quedé petrificada al ser consciente de ello—. Tengo en casa una prueba inequívoca de que Hogui llevaba siguiendo a Maria mucho tiempo antes de decidirse a secuestrarla.

Me levanté de la mesa de la cocina donde estábamos tomándonos un buen tazón de café y fui al salón a por la caja roja de lata. Saqué todos los sobres en los que se leía «A mi ninfa» y le enseñé las notas una a una.

—¡Mira ésta! —le dije con la emoción del descubrimiento corriendo por mis venas—. Usa la misma frase del principio de la novela: «El hombre ha sido creado para hablar e informar de las obras maravillosas de Dios, pero no te preocupes, mi ninfa, yo no le hablaré de ti al mundo».

En aquel momento sentí asco, con lo bonitas e inocentes que me habían parecido al principio.

Enrico se mantuvo muy serio y en silencio en todo momento. Su semblante iba mostrando más preocupación conforme avanzaban mis explicaciones, pero, aun así, no dijo nada. Estaba analizando la situación.

—Vale —comenzó a decir—, lo primero que quiero que hagas es tratar de evitar en la medida de lo posible a ese tal José Luis. Por lo poco que me has ido contando de él, podría ser perfectamente el puto pirado que está haciendo todo esto. Lo segundo es que aquí hay notas desde hace más de un año, que es justo el tiempo que ese tipo lleva asesinando, y… ¿No fue el primer asesinato en Madrid? —me preguntó, y me sorprendió que lo tuviese todo tan bien memorizado pues ni siquiera yo lo recordaba; tuve que echar mano del cuaderno.

—Sí, el primero fue allí —le dije.

—¿Vivía aún Maria en Madrid en aquella época?

Acababa de entender adónde quería llegar. De nuevo busqué en el cuaderno y lo encontré.

—Sí, cuando encontraron a Ana Márquez carbonizada en la Casa de Campo, Maria aún vivía en Madrid. Creo que se mudó con Roberto menos de un mes después —le expliqué.

—Y, ya en Córdoba, Maria tuvo un intenso trasiego al principio entre Córdoba y Sevilla por trabajo, ¿verdad?

—Joder… Verdad.

—Pues, preciosa mía, creo que has dado en el clavo con todo esto. Sea quien sea el Asesino de la Hoguera, ha estado siguiendo a Maria durante mucho tiempo y ha ido eliminando a mujeres con las que se ponía en contacto que, posiblemente, él identificaba como una amenaza para ella. O para él.

—¿Sabes qué es lo que más me inquieta de todo esto? No entiendo por qué ha matado a tantas mujeres y, sin embargo, Maria sigue con vida a su lado —le dije, un poco agobiada.

—No lo sé, Ada. Lo único que sé es que no me hace ni puta gracia que sigas dándole vueltas a este tema. Hemos dejado de hablar de hacer seguimientos a maridos infieles o a trabajadores que engañan a sus empresas, estamos hablando de algo que puede ser muy peligroso para ti. ¿Y si es ese tal José Luis el asesino? ¿Y si se dio cuenta de que estabas en el hospital cuando esa chica cayó desde la azotea? Puede que ahora mismo esté averiguando cómo eliminarte de la ecuación, y eso no me gusta ni un pelo. Necesito que me hagas un favor. —Y me lo dijo tan serio que cualquiera iba a decirle que no—. Necesito que los únicos movimientos que hagas durante estos días sean de tu casa a La Napolitana y de La Napolitana a tu casa. Si vas a hacer cualquier otra cosa, necesito saberlo, y siempre que puedas, sal acompañada. Al menos hasta que haya investigado un poco al tal José Luis y me quede más tranquilo, ¿de acuerdo?

«Me estás enjaulando —pensé—, y yo lo de las jaulas lo llevo fatal». Sin embargo, a pesar de lo que yo pensara y de cómo me sintiera ante la petición de Enrico, lo cierto es que sólo había visto a mi amigo/jefe preocupado de verdad un par de veces desde que lo conocía. ¿No tienes tú uno de esos amigos que jamás hablan si no es para decir algo importante? ¿Y no es cierto que cuando ese amigo habla, algo te dice que debes escucharlo? Pues algo parecido me pasaba a mí con las preocupaciones de Enrico.

Siendo consciente de lo poco que confiaba él en que hiciera caso a su petición, hice una llamada delante de él para que oyera la conversación.

—¡Hola, Cris! Que como te echo un poco de menos y estoy a punto de salir a dar un paseo, ¿te apetece unirte a mí? Voy a la librería Picasso, y de ahí podríamos ir a tomar algo.

Quedé con ella en la plaza de Gracia, hasta donde fui caminando acompañada por Enrico.

—Ah, casi se me olvidaba —dijo antes de entrar en La Napolitana—, esto es tuyo.

Me dio un sobre, y eché un vistazo a su contenido.

—Enrico, aquí dentro hay mucho dinero. Mucho más del que sueles pagarme por un seguimiento —le dije, por si no se había dado cuenta.

—Es el pago por el trabajo de las últimas semanas y el pago previo que nos hizo Anna para que buscásemos a su hija —me explicó—. Te lo has currado todo tú, y a Anna no se le va a ocurrir pedirnos que se lo devolvamos porque ha recibido dos informes semanales con todo el trabajo que hemos ido haciendo en torno al caso de su hija. Por supuesto, informes muy descafeinados. Acordamos un pago previo y uno final, si acabábamos encontrando a Maria, y el hecho de que hayamos dejado de trabajar para Anna sólo significa que no recibiremos el pago final.

—¿Quieres decir que ya no va a volver a dar por culo? —le pregunté, tratando de disimular cómo hacían chiribitas mis ojos al ver tanto dinero junto—. Es un alivio, la verdad.

—Pues sí, esa bruja no nos molestará más.

Cristina fue extrañamente puntual aquel día. Faltaban veinte minutos para las nueve de la noche, y teníamos que darnos prisa si quería llegar a tiempo a la librería Picasso para comprar el libro de Paracelso. Los diez minutos escasos que tardamos en llegar fueron monotemáticos: Cristina estaba seriamente preocupada por Susana.

—Ada, está muy cambiada. Ya casi nunca me coge el teléfono, o lo coge Nico para decirme que su novia está ocupada, que ya me llamará —me contaba—. Llevo sin verla desde la noche del Alexis, y aquel día no me hizo ni puñetera gracia ese tipo.

¡Hombre! Tenía una amiga cuerda y con dos dedos de frente, después de todo.

—No dejaba de mirarte a ti, de hablar de ti y, a la vez, se metía a Susana en el bolsillo. Ya sabes lo fácil que es que un tío que esté bueno y sepa decir cuatro palabras adecuadas se meta a Susana en el bolsillo —seguía contándome—. Pues desde entonces no he sabido nada más de ella. En su perfil de Facebook su estado ha pasado de «soltera» a «comprometida con Nicolás», y sólo cuelga frases del tipo: «¡Qué feliz soy! Hace ya una semana que vivimos juntos…» o «¡Qué feliz soy! Hace ya una semana y un día que vivimos juntos…».

—Intenté avisarla, Cris, aunque se ve que no fui lo suficientemente rápida —le confesé—. Salí con Nico durante algún tiempo, y es un maltratador psicológico de libro. Me lo hizo pasar realmente mal, y ahora tengo la sensación de que, como no ha podido recuperarme, me las está pagando todas juntas con Susana. La ha puesto en mi contra, y ella no quiere saber nada de mí.

—¿De verdad crees que todo esto es por ti?

Me parece recordar que la sombra de la duda desapareció de la cara de Cris justo cuando, en la misma puerta de la librería Picasso, nos encontramos con Susana y con Nico. Nos quedamos a cuadros cuando la vimos: Susana se había transformado en una especie de calco mío. Su pelo ya no era pelirrojo ni largo hasta la cintura; se lo había cortado por debajo de los hombros, dejándose un flequillo extremadamente corto y lo había teñido de negro. Había sustituido la ropa alegre que siempre llevaba, llena a rebosar de colores vivos, por tonos como el negro, el morado o el rojo. Botas militares, que jamás le habían gustado, y las uñas pintadas de color rojo sangre, en lugar de los tonos pastel que solía utilizar. Aquella burda imitación de Ada Levy me había robado a mi preciosa niña pelirroja. ¿Cómo había conseguido Nico hacer eso con ella en tan sólo un mes?

—¡Buenas noches! —nos saludó Nico, sonriente y orgulloso—. ¿Adónde vais? —No esperaba una respuesta, sólo quería dar un poco por culo—. Nosotros vamos al cine, ¿verdad que sí, mi amor? Estás guapísima esta noche. —Se lo dijo a ella, pero me miró a mí.

Susana se mantenía en un segundo plano, junto a Nico pero un pelín retrasada, no sé si avergonzada, enfadada o simplemente anulada.

Se fueron enseguida, y Cris y yo entramos en la librería sin ser capaces de continuar con la conversación hasta que pasó un buen rato.

Me di cuenta de que hasta allí también había llegado el fenómeno Cómo matar a una ninfa; no sólo ocupaba uno de los inmensos escaparates que daban a la calle, sino que también una de las grandes mesas centrales de la enorme librería estaba llena de ejemplares y de artículos de merchandising, tanto de la novela como de la película. Marimar me saludó desde su zona habitual, el ordenador junto a una de las columnas de la izquierda, y yo le lancé un beso de lejos. Le pedí a la chica que estaba en la caja el libro que había encargado, lo aboné y, un par de minutos antes de las nueve, salimos de allí para dejar que cerraran la librería a su hora.

—Vamos a ver… ¿Qué coño le pasa a Susana? —me preguntó Cristina cuando estuvimos de nuevo en la calle.

—Pues, si te soy sincera, no lo sé —le respondí francamente—. O él tiene una capacidad de manipulación mucho mayor de la que yo creía… o nuestra amiga es demasiado débil para un hombre como él. O puede que ambas cosas.

Metí el libro en la mochila y caminamos un rato en silencio, sin saber muy bien qué hacer. Creo que a ninguna nos apetecía seguir hablado del tema de Susana, porque ninguna de las dos volvió a mencionarla. Yo no tenía ni puta idea de cómo ayudar a mi amiga y no creo que a Cris se le hubiese ocurrido nada tampoco.

—Bueno, ¿qué hacemos? —me preguntó, dejando atrás la mala sensación con una gran sonrisa y cara de pillina—. ¿Nos vamos a cenar y luego nos metemos en algún sitio a ver qué le sacamos a la noche?

Me paré a pensarlo. Sabía que debía irme a casa y ponerme con el libro de Paracelso para tratar de comprender un poquito más la mente de Hogui, pero también necesitaba recuperar mi vida, aunque sólo fuese durante algunas horas, y olvidarme de Maria, de Rita, de Susana y de todo lo que me estaba generando toda aquella ansiedad.

—Te propongo algo: cenamos en mi piso y nos ponemos guapas antes de salir a cazar —le dije—. Ya sé que mi estilo es un poco diferente del tuyo, pero tenemos la misma talla, y seguro que encuentras algo en mi armario de tu agrado. Tengo un par de vestidos rojos ceñidos y uno negro nuevo que te va a encantar.

Lo primero que hice al llegar a casa fue guardar el sobre con el dinero en el cajón de las braguitas. ¿Que por qué ese cajón? Pues no sé, fue el primero que se me ocurrió.

Cenamos pizza y nos bebimos una botella de vino Egomei, mi preferido y uno de los pequeños caprichos que siempre me gustaba tener. Luego nos fuimos a mi habitación a elegir los modelitos. Como esperaba, Cris escogió uno de mis vestidos rojos, estilo camisero entallado, con un suculento escote en uve que, por supuesto, ella rellenaba mucho mejor que yo. Le presté unos botines negros con tacón de aguja, unas medias también negras y un abrigo rojo.

Yo decidí ponerme el mismo vestido que me había comprado para la fiesta de Córdoba, pero a mi estilo, con medias a rayas rojas y negras, y mis botas militares. Y, para no pasar frío, elegí un abrigo largo hasta los tobillos, de aire militar, que me había costado un ojo de la cara en un outlet. En su día no pude evitar comprarlo porque me recordó muchísimo al que llevaba Elsa Schneider, la rubia guapa y un poco mala de Indiana Jones y la última cruzada.

Cuando estuvimos vestidas, maquilladas y bien perfumadas nos dispusimos a salir a la calle y, mira tú por dónde, nos cruzamos con Flor.

—Buenas noches, bellas damas —nos saludó con una sonrisa.

—¡Hola, Flor! Nos vamos de caza, ¿te importa que recoja mañana a Clemente? No sé si esta noche van a ocurrir cosas ahí dentro que él no debe oír —le dije con voz traviesa.

—¡Pero mira que estáis locas! Aunque si yo tuviera vuestra edad, haría lo mismo. —Y se echó a reír.

La invitamos a acompañarnos, pero nos dijo que a ella ya no le apetecía «cazar». La expresión «salir de caza» comenzamos a usarla después de leer una novela titulada Sangre, ahora no recuerdo a su autora, en la que la protagonista, una especie de vampira, sale con una amiga de juerga con el objetivo de ligarse a un par de tipos, drogarlos y drenarlos un poco. Nosotras no íbamos drogando a los hombres ni bebiéndonos su sangre, pero por lo demás nuestro modus operandi se parecía demasiado a lo que hacían Angélica y Valentina en la novela.

—¡Pasadlo bien! —nos deseó Flor antes de perdernos de vista por la escalera.

La verdad es que no lo pasamos mal del todo. Estuvimos en un par de garitos de música. En primer lugar, el Granada Jazz Club, donde si bien la música era genial las perspectivas de encontrar hombres atractivos aquel día no eran las mejores. ¿Adónde ir un martes por la noche teniendo el objetivo que teníamos? Pues acabamos en la Sala Renbrandt, justo a la espalda del centro comercial Neptuno, lugar de copas por excelencia y de «gente bien». Cris y yo compartimos unas risas y una graciosa borrachera que había comenzado en mi piso, mientras cenábamos. Recordamos algunas batallitas que habíamos vivido juntas: apuestas para ver quién se llevaba a un tío en concreto, intercambios de hombres, etcétera. Parecía que se nos había olvidado el objetivo con el que habíamos salido a la calle hasta que mi amiga me dio un codazo y me hizo mirar hacia la entrada del pub.

—Te dejo elegir —me dijo.

Eran dos chicos más o menos de nuestra edad, quizá algo mayores. Los dos muy guapos, cada uno en su estilo. Uno era un morenazo alto y esbelto, y el otro era un rubio, de ojos claros y aspecto algo más desgarbado, no tan alto como el compañero.

—Bueno, no —dijo Cristina de nuevo antes de que yo hiciera mi elección—. Elijo yo, ¿vale? Me pido al bajito… Tiene cara de travieso.

—De acuerdo. Para mí el moreno —accedí, y me di cuenta de que, en realidad, me daba igual.

Seguimos la táctica de la barra. Cuando ellos se acercaron a pedir, nosotras, casualmente, elegimos el mismo hueco de la barra. Cristina llevó la iniciativa, de un modo que jamás le fallaba.

—¡Andrés! —exclamó dirigiéndose a su presa—. Pero bueno, no me lo puedo creer, ¡cuánto tiempo! —Y le dio dos besos de esos que se acercan demasiado a la boca.

El chaval se quedó cortado y, rápidamente, le explicó a mi amiga que debía de haberse equivocado, que él no se llamaba Andrés, sino Javi, y que creía que no la había visto jamás. Entonces Cris interpretó el mejor papel de su vida. Fingió abochornarse de un modo tan real que casi yo me lo creí. Se disculpó varias veces, y acto seguido me cogió del brazo y nos apartamos hacia una de las esquinas del local con nuestros nuevos cubatas en la mano.

—Huele muy bien —me informó, emocionada.

Y, como la técnica de Cris nunca fallaba, pronto aparecieron los dos tíos a nuestro lado.

—¿Sólo te apetecía encontrarte a tu amigo Andrés esta noche? —le preguntó a Cris el rubito.

Y, con los peces bien enganchados al anzuelo, comenzó el momento del cortejo. Un cortejo que, en mi caso, no sabía muy bien por qué, no me estaba divirtiendo.

«Pero ¿qué te pasa, Ada?», me pregunté.

«¡Venga, niña! Que no te reconozco…», traté de animarme.

La distancia entre Cris y el tal Javi ya había desaparecido por completo. Se besaban y se manoseaban del mismo modo que yo debería estar haciendo con el otro tío, del que ni siquiera recuerdo el nombre. Entonces caí en la cuenta de por qué me estaba ocurriendo aquello: el moreno se me acercó para decirme algo al oído y en mi mente aparecieron unos preciosos iris bicolores que comenzaron a taladrarme el cerebro. Sólo quería estar junto a él, escuchar su voz, llenarme los ojos con su sonrisa. No le conocía de nada, tan sólo habíamos pasado veinticuatro horas juntos, pero lo necesitaba.

«¡Maldito Hugo!», grité para mis adentros.

Sacudí la cabeza y me quité de en medio.

—Me voy a casa, nena —le dije a Cris—. Mañana te cuento.

Mi amiga se quedó un poco descolocada al principio, pero luego mi marcha le pareció la mejor de las suertes: mientras seguía besando al rubito, agarró del cuello al moreno y lo acercó con violencia a su boca.

Sí, aquella noche Cris lo pasó francamente bien.

Yo regresé a casa en taxi, a pesar de lo mucho que me apetecía hacerlo dando un paseo. Recordé a Enrico, y sospeché la poca gracia que le haría saber que había andado sola por las calles de Granada a aquellas horas.