«¿Lo has leído?»
[…]
«¡Por supuesto!»
[…]
«¿Y qué te ha parecido?»
«¡Delicioso!»
Salí de Casa de Verdes muy temprano, antes incluso de que las Cármenes hubiesen llegado para comenzar con el desayuno. No quería cruzarme con Hugo por nada del mundo.
Me subí a mi pequeña y, sin haberlo planeado antes, tiré en dirección a A Coruña. En mi primera visita había estado en la Torre de Hércules que, según me contaron, es el único faro romano y el más antiguo en funcionamiento del mundo, y en la Rosa de los Vientos, justo al lado.
Aquella mañana me apetecía pasear por sus calles y recorrer de punta a punta el paseo marítimo. Y lo que comenzó siendo un paseo para tratar de volver a endurecer el corazón acabó convirtiéndose en una travesía llena de bonitos recuerdos hechos añicos y de llanto emergente. Al cabo de una hora, llegué a la conclusión de que tendría que dejar que el majestuoso Tiempo arreglase lo que había quedado roto dentro de mí.
Me convencí a mí misma de que Hugo acabaría regresando a Cádiz, al lado de la mujer con la que, hasta aquel momento, había compartido su vida, y deseé de corazón que los dos fuesen muy felices. Para mí, lo único que deseé fue no cruzarme más con sus preciosos ojos bicolores durante aquel viaje, y, al parecer, el destino me lo concedió.
La inquietud por no haber aparcado bien la moto me llevó a dar la vuelta y a regresar junto a ella para comprobar que seguía ilesa. Me pone nerviosa dejarla entre los coches, pero es que como no conocía la ciudad, tampoco tenía mucha idea de dónde aparcarla.
Mira tú por dónde, justo a unos cincuenta metros de Rojita, me encontré brillando con intensidad, y diciéndome: «Esta vez me comprarás, ¿verdad?», la novela que parecía haber estado persiguiéndome durante un mes. Y no es que hubiese una sola; es que la mayor parte del escaparate estaba dedicado a aquel libro, con pósters de fondo y anuncios del estreno inminente en cartelera.
Librería Molist, leí, y entré decidida a llevarme el objeto de mi deseo. Hasta que lo localicé dentro, no me paré a mirar a mi alrededor. Fue entonces cuando me descubrí en una estancia en la que el color predominante iba completamente acorde con la alegría del ambiente: amarillo azafrán en las paredes y más cercano al mostaza en el suelo. Libros y más libros por todos lados, en estanterías, mesitas y cajitas. Cualquier sitio era bueno para alojarlos. La dueña, una mujer de cabello cobrizo y sonrisa imborrable se delató enseguida como una librera caprichosa; no cabía duda de que había ido colocando en lugares privilegiados aquellos libros que habían logrado conquistar su corazón, y al momento me di cuenta de que la novela que yo llevaba apretada contra el pecho debía de haber dejado en ella una huella imborrable, porque además de ser protagonista en el escaparate, lo era en varios rincones especiales del interior. Aquella mujer no sólo conocía bien su oficio sino que, además, le gustaba y lo cuidaba. Me pregunté adónde llevaba una escalera de caracol que había al fondo, pero una voz me devolvió a la realidad.
—¡Hola! —me saludó con interés la librera—. ¿Buscas algo en concreto?
—Pues lo cierto es que sí, y ya lo he encontrado. —Le mostré el libro que aún llevaba apretado al pecho—. ¿Lo has leído? —le pregunté, intrigada.
—¡Por supuesto! De lo contrario no tendría tanto protagonismo en la librería.
—¿Y qué te ha parecido?
—¡Delicioso!
Fue su única respuesta, pero me lo dijo con tanta energía y tanta alegría que interpreté su «¡delicioso!» como un «¡Pues no te puedes ni imaginar lo que me ha gustado esa novela…!».
Mientras me cobraba el libro, mis tripas rugieron tanto que decidí comenzar a leer en la primera cafetería con buena pinta que encontrase. El desayuno probablemente no sería tan rico como en Casa de Verdes, pero, al menos, allí podría mantener algo alejada mi tristeza.
Como dirían en mi tierra: «No veas el bocadillo de jamón y queso que metí entre pecho y espalda»; por supuesto, con los correspondientes zumo de naranja y café.
Había decidido dejar la novela aparte mientras desayunaba y comenzar a leerla en el momento de beberme el café (es otra de mis manías: no pruebo el café hasta el final del desayuno). Sin embargo, oí por la tele del bar algo que me puso el vello de punta:
»Al parecer, la mujer se encuentra en estado de shock tras haber sufrido vejaciones y torturas. Las únicas palabras que ha pronunciado han sido: “Hay que salvar a la ninfa”.
»Rita Peñalba ahora se encuentra en el hospital Reina Sofía de Córdoba y su pronóstico es reservado».
No podía creer lo que acababa de oír. Cogí la mochila a toda prisa y saqué mi cuaderno en busca de lo que había anotado el día que Maria llamó a Roberto aquella mañana tan lejana ya: «No sé dónde estoy, Roberto. Pero tienes que venir a por mí. Él ahora ha salido, pero volverá. ¡Está loco! Caza brujas y cree que yo soy su…».
—¡Ninfa! —grité en voz alta, y todo el mundo en la cafetería me miró como si estuviese loca; probablemente, en aquel momento, lo parecía.
«Cree que ella es su ninfa», pensé. Y me puse a temblar cuando me di cuenta de lo que había justo frente a mí en la mesa: Cómo matar a una ninfa de Ezequiel Fernández de Córdoba.
Cogí el móvil y, sin perder un segundo, llamé a José Luis.
—¿Te has enterado? —le pregunté—. ¿Has visto lo de la mujer a la que han encontrado en Córdoba?
José Luis no se había enterado de nada, así que se lo expliqué y le pedí que fuese hasta el hospital para intentar hablar con ella. Era una oportunidad que no podíamos desaprovechar, y yo estaba demasiado lejos para encargarme personalmente.
—No te preocupes, yo me ocupo de todo. Da la casualidad de que estoy en Córdoba, en un entierro. En cuanto todo acabe y haya dado el pésame salgo para allá.
«¡Vaya casualidad!», pensé.
Terminé de beberme el café y me dirigí a toda prisa a Casa de Verdes para recoger mis cosas y salir en dirección a Córdoba.
Por suerte, la moto de Hugo no estaba, así que no tendría que preocuparme por encontrármelo antes de irme. Hice las maletas lo más rápido posible y bajé a ponerlas en la moto. Subí de nuevo para echarle un ojo a la habitación y comprobar que no olvidaba nada. Fue entonces cuando vi en la mesilla de noche la tarjeta de Hugo y la nota que me había dejado la mañana del día anterior. Sentí unas inmensas ganas de llorar al recordar la profundidad de su mirada. Pero me dije a mí misma que no podía ser, que había sido un breve sueño que acabaría olvidando con el tiempo, así que cogí la nota y la tarjeta… y las tiré a la papelera del baño.
Abajo me esperaban las Cármenes un poco apenadas. Si no hubiese ocurrido aquello, habría estado dos noches más con ellas.
Carmen Grande quiso devolverme el importe de las dos noches que no iba a pasar allí, pero no la dejé. Se quedó tan a disgusto que acabamos haciendo un trato: si ella ocupaba con otro huésped mi habitación las noches siguientes, tenía que invitarme a esas dos noches la próxima vez que yo fuese a Casa de Verdes, y si no las ocupaba, pues estábamos en paz. Sólo así aceptó.
Les di un abrazo enorme a ambas y les pedí que me despidieran de los demás.
Lo siguiente que recuerdo fueron los kilómetros más angustiosos y más largos de mi vida. Vale, ya sé que el camino que me esperaba no era precisamente corto, pero hacer todos aquellos kilómetros con ansiedad y prisa por llegar, y con tristeza y añoranza por lo que se quedaba atrás, la verdad, no se lo recomiendo a nadie.
Tuve que hacer más paradas de la cuenta porque cuando me pongo nerviosa mi vejiga se vuelve hiperactiva, pero las aproveché para realizar una serie de llamadas. Me puse en contacto con Enrico y se lo expliqué todo. Le pedí que intentara averiguar si aquella mujer cuadraba con el perfil de las asesinadas por Hogui. También hablé tres o cuatro veces con José Luis, quien al principio me dijo que iba a serle imposible hablar con Rita Peñalba en su habitación del hospital porque estaba constantemente vigilada. En la última llamada me dijo que había logrado entrar. Por lo visto se había encontrado con una antigua compañera del instituto que, bendita casualidad, trabajaba de enfermera en la misma planta en la que habían ingresado a la chica. No sé cómo lo hizo, pero José Luis consiguió que la enfermera le diera más información de la habitual.
—La pobre lo ha pasado mal. La han torturado. Me ha contado Encarni que la mantienen boca abajo en la cama porque tiene toda la parte trasera del cuerpo, la espalda, los glúteos y las piernas, llena de profundas heridas infectadas. Francamente, habiendo visto el estado en el que está, no comprendo de dónde ha sacado las fuerzas para escapar —me contaba José Luis—. Sigue en shock, con la mirada perdida, y parece haberlo olvidado todo. Una lástima, Ada.
José Luis me convenció de que ya no era necesario que yo me presentara en Córdoba. Él me mantendría informada, y yo necesitaba descansar para seguir adelante con todo aquello. Así que mi idea al pasar Despeñaperros era tirar hacia Granada. Sin embargo, a la altura de Bailén, en el último momento, decidí seguir hacia Córdoba. Necesitaba ver con mis propios ojos que todo aquello en lo que me había metido era real.
En una horita escasa estaría en el hospital, y, aunque no llegase a hora tiempo de ver a Rita ese día, estaba dispuesta a aguardar hasta la mañana siguiente en alguna de las salas de espera del Reina Sofía.
Acababa de dejar la moto en el lateral izquierdo de la entrada principal del hospital y estaba guardando el casco y los guantes en el bidón trasero cuando recibí una llamada de Enrico.
—¿Dónde estás? —me preguntó, apurado.
—En Córdoba, acabo de llegar al hospital —le respondí—. Tengo que intentar hablar con Rita Peñalba. ¿Tú sabes algo? ¿Es una buena candidata para ser una de las brujas de Hogui?
—Definitivamente sí. Es una empresaria madrileña, dueña de una cadena de ropa ecológica que está teniendo mucho éxito. Quería impulsar su mercado en la zona sur y llevaba un par de meses viviendo entre Córdoba y Sevilla. Es soltera, sin pareja conocida y sin hijos —me explicó—. Y hay una cosa más…
—Dime.
—Adivina quién iba a ser la imagen de la campaña andaluza.
Justo en ese momento me pareció ver algo con el rabillo del ojo y oí primero un zumbido y luego un fuerte golpe contra el suelo. Me volví lentamente, y pronto comprendí de dónde procedían aquel sonido a sandía rota y los crujidos. Instintivamente miré arriba y me pareció ver en el borde de la azotea una sombra que desaparecía. Regresé al suelo y la miré; no me había caído encima de puro milagro.
—¡La hostia, Enrico! —le dije sin ser capaz de decir nada más.
—Ada, ¡¿qué pasa?!
—En un rato te llamo y te lo explico —le dije con prisas—. Yo estoy bien.
Me di cuenta enseguida de quién se trataba. Llevaba la típica bata de hospital con la parte trasera descubierta, e infinidad de apósitos cubrían todo lo que podía verse de su cuerpo, desde la parte alta de la espalda hasta casi los pies. Tenía profundas marcas en muñecas y tobillos, como de haber estado atada con algo bastante más rígido que una cuerda. No pude evitar evocar la imagen de mi pesadilla: Maria con aquellos pesados grilletes.
«¿Qué es eso?», pensé cuando me percaté de que había algo bajo su mano derecha. Como reparé en que ya se iba acercando gente, me agaché junto a lo que quedaba de Rita y simulé que le palpaba el pulso en la zona del cuello. Tuve que esforzarme por no mirar fijamente la grieta que le recorría el cráneo. Aprovechando la cercanía, cogí de debajo de su mano lo que ella había estado sujetando.
—Creo que está muerta —le dije al grupo de urgencias que se acercaba para atenderla.
—De acuerdo, apártese que ya nos encargamos nosotros —me dijo alguien.
Y eso hice, me aparté. Cogí la moto y salí de allí pitando, no sin antes ver a José Luis abandonar a toda prisa el hospital y meterse en un coche. Me extrañó tanto verlo allí que una especie de instinto de supervivencia me dijo que no debía acercarme a él, que le dejara marchar.
Paré cuando había recorrido suficientes kilómetros para sentir cierta seguridad. La imagen de aquella chica, con las marcas de la tortura en el cuerpo y con el cráneo reventado, regresaba una y otra vez a mi cabeza.
Me detuve en una gasolinera porque no me apetecía sentirme sola en la oscuridad de la noche. Aproveché para repostar y para mandarle un mensaje a Enrico, contándole parte de lo ocurrido. Le expliqué que no lo llamaba porque tenía muchas ganas de volver a casa y quedé en ir a La Napolitana a la mañana siguiente para hablar más a fondo del tema.
—Señorita, parece que ha atropellado a algún animal —me dijo el chico de la gasolinera.
—Pues la verdad es que no, o eso creo…
Me quedé pensando un momento. Rita se había estampado contra el suelo justo detrás de mí. Había restos de masa cerebral por todo el suelo. Fue entonces cuando me miré las botas por detrás.
—¡Me cago en la hostia! —grité, y de pronto me di cuenta de que había sido una reacción un poco exagerada para quien atropella a un animalillo en la carretera—. ¡Uy! ¡Vaya! Pues parece que sí, que he debido de atropellar a una pobre liebre o algún otro bichejo. Pobrecillo…
Salí corriendo y le eché cincuenta céntimos a la máquina de lavado a presión para eliminar los trozos de Rita que habían quedado pegados a mis botas. Fue justo en ese momento cuando me acordé de lo que había cogido de debajo de su mano; lo tenía guardado en el bolsillo de la chaqueta, así que lo saqué.
Reconocí al instante aquella gargantilla de oro blanco con brillantes de la que colgaba una esmeralda en forma de lágrima; se la había visto a Maria en un par de entrevistas y, a pesar de que no me gustan las joyas, la recordaba porque aquella esmeralda parecía sacar aún más brillo de sus ojos verde agua. De todos modos, preferí llegar a casa y comprobarlo después de haberme tomado un buen tazón de leche con Cola-Cao.
Eran cerca de las once de la noche y yo estaba agotada, así que me bebí un par de Red Bull que había comprado en la gasolinera. Me subí de nuevo a mi pequeña y le pedí que me llevara a casa, sana y salva.
Por suerte, lo hizo.