«¿Cómo es posible que,
de ayer a hoy,
no pueda imaginarme mi vida sin él?»
Aquella noche no fue una noche de Brujas, fue una noche de Magia. Las Cármenes habían organizado una gran barbacoa de interior en la inmensa cocina de la casa. Creo que nada de lo que salió de aquellos fogones y aquella parrilla estaba libre de colesterol.
Disfrutamos de una buena cena, un vino de la tierra excelente y una compañía aún mejor.
José e Isabel resultaron ser un matrimonio encantador. Él trabajaba como realizador en una cadena nacional de televisión y ella en las oficinas de una importante aerolínea. ¿Cómo definirlos…? Creo que lo primero que descubrí en José fue su ilusión; cualquier cosa, por insignificante que pareciera, era para él una nueva y maravillosa aventura. En el caso de Isabel intuí dos cosas: una increíble fuerza interior y, a través de sus ojos, un corazón tan grande que casi no le cabía en el pecho. Eso sí, tengo que reconocer que quien me conquistó realmente fue José con su Go-Pro y el increíble manejo que tenía de ella. Cuando lo vi jugando con la cámara, salí corriendo escaleras arriba a coger la mía de la habitación. Estuvimos un buen rato, como dos críos chicos, hablando de los juguetitos y compartiendo experiencias. Bueno, más bien, yo escuchando y él hablando de cómo había hecho submarinismo con ella, de cómo la había puesto en una cometa, lo chulo que quedaba meterla en una jarra de cerveza y llenarla sobre el objetivo…
El rato que pasé con este bonito matrimonio madrileño me ayudó bastante a aplacar mi estado de nerviosismo al tener a Hugo tan cerca. Él se había centrado más en las Cármenes y también en otra pareja jovencita, Reme y Juanjo, de Alicante, y eso me permitió tenerlo discretamente controlado.
—Te mira más aún de lo que lo miras a él —me dijo Isabel con una dulce sonrisa en los labios.
Vamos, que lo del control discreto lo único que tenía de verdad era la palabra «control». La vergüenza se notó de inmediato en mi cara.
—Es un chico interesante. —Traté de disimular.
—¡Es un hombre que está bastante bien! —me corrigió José, y yo me puse aún más colorada viendo que los dos se reían de mí.
—¡Vamos, chicos! ¡Vamos! Que la bruja está a punto de llegar —dijo Carmen Grande mientras se dirigía hacia la cocina y regresaba un instante después con una gran olla de barro y un cucharón, también de barro, con un mango larguísimo—. ¡Ha llegado la hora de la queimada!
Estábamos todos centrados en ella, viéndola trabajar, cuando me di cuenta de que Carmen Chica había desaparecido sospechosamente.
—Cuatro litros de agua de la fuente —dijo con una carcajada—. Es que tenemos aquí al lado un manantial de aguardiente. —Y volvió a reír—. A esto le sumamos un kilo de azúcar y removemos bien.
Manejaba aquel cucharón gigante como si de una cucharilla de café se tratara. Miré a mi alrededor y todos, incluida yo, permanecíamos expectantes. Carmen Grande elevó bien alto el cucharón y lo mantuvo firme.
—Y ahora… ¡El fuego!
Prendió con un mechero el aguardiente estancado en la cuchara y lo fue acercando, lentamente, a la olla de la queimada hasta que el leve contacto de una gota de fuego hizo que el interior de la marmita se transformase en un mar de llamas azuladas. Creo que todos dejamos de respirar en aquel instante mágico.
Carmen Grande, a continuación, arrojó al líquido llameante la corteza de dos limones y un puñado de granos de café; las cortezas de limón hacían un peculiar sonido al entrar en contacto con las llamas. No dejaba de mover el enorme cucharón; lo elevaba más de un metro para luego dejar caer hermosos chorros de fuego.
Mientras tanto, José grababa la escena desde mil planos diferentes con las dos cámaras, la mía y la suya. «Voy a hacer un montaje espectacular con esto», decía, ilusionado.
Y no sé cómo, pero, poco a poco, Hugo y yo nos fuimos acercando. Las tres o cuatro copas de vino que había tomado antes, junto con el calor que desprendía la chimenea y la emoción por la queimada se habían encargado de ir apaciguando mi extrema timidez. Acabamos sentados en el sofá, el uno junto al otro, justo frente a la chimenea, manteniendo en un extraño y agradable contacto nuestras piernas.
No hablamos demasiado y evitamos mirarnos a los ojos en todo momento. Nos limitamos a disfrutar de lo que ocurría a nuestro alrededor: Reme y Juanjo abrazados detrás de Carmen Grande; Isabel mirando con embeleso a su marido, disfrutando de su ilusión; las otras parejas, que habían venido juntas, también viviendo felizmente aquel momento, pero desde la burbuja de intimidad que habían decidido mantener. Y José… ¡Ay, José! Me regaló dos buenos sustos al ver tan cerca mi cámara de las llamaradas.
—¿Y la bruja? ¿Dónde estará la bruja? —preguntó Carmen Grande en voz alta.
Y, en un segundo, la bruja apareció con sus ropajes negros, una toca de lana, zapatos puntiagudos, una nariz larga con una asquerosa verruga en la punta y el indispensable sombrero de pico.
—Me parece a mí que esta bruja tiene unos sospechosos ojazos azules —le dije en voz baja a Isabel.
—Buenas noches a todos —comenzó la señora de la escoba—. Yo soy la bruja buena de estas tierras y vengo a acompañaros en esta noche de magia. Leeré en voz alta el Conxuro, y así alejaré a las meigas y a los malos espíritus.
La bruja procedió a leer el conjuro mientras Carmen Grande terminaba de agitar la queimada y la servía, bien caliente, en pequeños vasos.
Brindamos a la luz del fuego, por la felicidad y el amor. Hugo y yo nos miramos a los ojos fijamente por primera vez y, juntos, bebimos de nuestros vasos aquel exquisito y mágico brebaje.
¿Había yo participado de un brindis por el amor? Pues sí.
Después de la queimada, la gente comenzó a marcharse a sus respectivas habitaciones. Hugo y yo seguíamos sentados el uno al lado del otro; José e Isabel a nuestra izquierda, y Reme y Juanjo a nuestra derecha. Tuvimos una animada charla a la que se iban sumando, a ratos, las Cármenes (ellas se habían encerrado en la cocina a recoger y no nos dejaron a ninguno entrar a echar una mano).
A eso de las tres de la madrugada, Hugo y yo nos quedamos solos sin saber muy bien qué hacer. Al ver que todos se acostaban, tuvimos un instante de duda del tipo «debería irme a dormir yo también», aunque se resolvió enseguida.
—Puedes irte a dormir si quieres, se te ve cansada —me dijo Hugo con una carita de «pero no te vayas, por favor» que no pudo disimular.
—No, estoy bien —le contesté—. Un ratito más.
Y el ratito más fue casi hasta el amanecer.
Hablamos un poco de todo. Él me contó que era de Cádiz, pero que estaba pensando cambiar de ciudad porque su trabajo lo obligaba a viajar bastante y Cádiz estaba demasiado lejos de todo. Me confesó que era un enamorado de su tierra, pero que lo de los carnavales no era lo suyo. Me habló de las preciosas carreteras de la sierra gaditana y de la cantidad de pueblos mágicos que había por allí desperdigados.
Me llamó la atención que tuviese que viajar tanto por trabajo, así que quise saber a qué se dedicaba.
—Te lo digo, pero no te vayas a reír.
Se levantó del sofá para sacar su cartera del bolsillo trasero de los pantalones y se puso a buscar algo. Cuando lo encontró, me lo dio. Era una tarjeta de color negro en la que se leía en letras rojas: «Hugo Castro; GESTOR DE SOLUCIONES».
Le di la vuelta a la tarjeta y leí: «Psicólogo y experto en marketing»; además, había un teléfono de contacto y un e-mail.
No entendí por qué me había pedido que no me riese. Vale que lo de «gestor de soluciones» sonaba así como muy espectacular, pero ¿las tarjetas no tienen la función de llamar la atención y generar en ti la necesidad de guardarlas, aunque sea por si acaso? Yo habría guardado aquélla. Imagínate que un día estoy en casa y no soy capaz de abrir el bote de alubias. ¿Cómo saber elegir la solución acertada? Probablemente me habría quedado pensando si lo mejor sería dar pequeños toquecitos a la tapa con el borde de la encimera y luego tratar de abrirla, o golpear enérgicamente el culo del bote y luego tratar de girar la tapa o, por qué no, coger un bote nuevo de la despensa y dejar el «bote-que-no-se-quería-abrir» en el fondo del estante, olvidado. Puede que llamando al teléfono de la tarjeta, el gestor de soluciones me hubiese facilitado bastante las cosas. Además, escuchando su profunda voz, habría tenido la oportunidad de fantasear con sus ojos.
Sacudí la cabeza y traté de que no se me notara demasiado que me reía por dentro. Después de todo, no me reía de él sino de lo tonta que podía llegar a ser yo.
—¿Por qué creías que iba a reírme? —le pregunté, y procuré tragarme la risa al recordar el bote de alubias en el fondo del estante, no por nada, sino porque ya guardaba mi propio «bote-que-no-se-quería-abrir».
Hugo se dedicaba literalmente a eso, a gestionar soluciones. Bueno, él y su socio, Ruperto. Creo que estaba demasiado cansada, porque al oír el nombre de su socio no pude evitar tararear en mi mente la canción del Un, dos, tres.
Su trabajo consistía en acudir a empresas con problemas o que, simplemente, buscaban redefinirse y adaptarse a los nuevos tiempos. La labor de Hugo era visitar la empresa, conocer lo que el cliente quería o necesitaba y evaluar él mismo la situación.
—Es, más o menos, como hacer un análisis DAFO. Sabes lo que es, ¿no? —me preguntó, y negué con la cabeza—. Vale, pues, para que te hagas una idea, buscamos las debilidades y las fortalezas que puede tener internamente la empresa, y también las amenazas y las oportunidades que esa empresa puede tener en su mercado. Rúper se encarga sobre todo del análisis económico, que, a fin de cuentas, es lo que nos va a dar la clave para desarrollar las soluciones.
—Vamos, que sois terapeutas de empresas.
—Algo así. —Se quedó sorprendido con mi capacidad de síntesis—. Y ahora cuéntame tú algo.
—¿Sabes qué te cuento? —le dije espontáneamente—. Que me muero por un Cola-Cao calentito.
Fui a levantarme para preparármelo, pero se ofreció a hacerlo él; también quería tomarse uno. Conforme se alejaba en dirección a la cocina comencé a sentir el sopor extremo que recorría todo mi cuerpo. Bostecé profundamente para tratar de mantenerme despierta, pero fue inútil.
Creo que me quedé dormida hecha un ovillo en el sofá.
Desperté a causa del sol que se colaba sin permiso en mi habitación. Me sentía tan a gusto en la cama acurrucada bajo el edredón que me limité, por un instante, a disfrutar de aquella sensación. Hasta que…
«¿Cómo coño he llegado a la cama?», me pregunté un poco angustiada. Cerré fuertemente los ojos y supliqué que Hugo no se encontrara a mi lado. No quería tener la sensación de haber estropeado aquello con un simple polvo.
«Por favor, por favor, por favor…», susurré mientras seguía con los ojos apretados y alargaba la mano izquierda para comprobar si había alguien durmiendo al otro lado de la cama.
Suspiré, aliviada, cuando no encontré ningún bulto bajo el edredón. Entonces reparé en mí. Me destapé rápidamente para comprobar cómo de desnuda estaba en la cama, y también me alivió encontrarme con los vaqueros puestos y la misma camiseta que llevaba la noche anterior.
Me levanté con algo de resaca a causa del vino y las pocas horas de sueño, fui al cuarto de baño, vacié mi vejiga y me pegué una buena ducha. Cuando regresé a la habitación envuelta en la toalla me di cuenta de que había una nota sobre mi mesita de noche:
No quise dejarte dormida en el sofá. Encontré la llave de tu habitación en tu chaqueta.
HUGO
P.D. ¡Buenos días!
¿Sabes cuántas veces leí aquella nota? Ni siquiera yo lo sé; perdí la cuenta.
La resaca se evaporó en un instante, y me sentí tan feliz que casi salgo a cantar a las aves y a los animalitos del bosque cual princesa de película de Disney. Menos mal que al final decidí no hacerlo, porque el hombre que pasaba frente a la casa en su tractor se habría quedado un poco flipado. Así que, en lugar de cantar, decidí bajar a desayunar; me acordé de que habíamos quedado con las Cármenes en que el desayuno sería un poco más tarde para evitarnos tener que madrugar.
Bajé la escalera con cuidado, asegurándome de no tropezar, y cuando llegué a la zona de desayuno todas las mesas estaban ocupadas. «Mierda», pensé. No había caído en que la casa estaba totalmente llena. Hugo estaba sentado a una de las mesas pequeñas, junto a la pared, desayunando solo. Miles de millones de mariposas recorrieron mi barriga. Di los buenos días a todos y obtuve muchos «buenos días» por respuesta.
—Esta mañana vas a tener que compartir mesa —me dijo Carmen Chica con una gran sonrisa cuando me vio aparecer—. Hugo, no te importará tener compañía en el desayuno, ¿verdad? —dijo en voz alta, con lo que ya imaginarás lo que le pasó a mi cara.
—No… Puedo esperar, de verdad —dije avergonzada.
—Por supuesto que no me importa, Carmen —respondió Hugo, clavándome sus preciosos ojos bicolores, y extendió el brazo señalando la silla que había libre para mí.
Me acerqué a la mesa y me senté con la sensación de que, teniéndolo cerca, ya no necesitaba nada más. «Ojalá pudiese desayunar cada mañana de mi vida a su lado», pensé, y me sorprendí al ser consciente de aquel pensamiento. ¿Qué me estaba pasando? Entonces recordé a Flor y sus palabras.
—Gracias —le dije a Hugo con timidez y evitando mirarlo directamente a los ojos.
—No es nada, no se me ocurre mejor compañera para desayunar.
—Me refería a lo de anoche; gracias por llevarme a la cama. Me suele pasar cuando mi cuerpo no puede más: comienzo a soñar despierta y, de pronto, me desconecto —le expliqué—. Y, por cierto, a mí tampoco se me ocurre un compañero mejor para desayunar que tú. —¿Había dicho yo eso?
A pesar de lo concurrido del salón, creo que los dos tuvimos la sensación de encontrarnos solos en aquel lugar. No había nada que pudiera romper aquel momento mágico salvo, claro está, la indiscreción de Carmen Chica.
—Pues hacéis buena pareja… —dijo la puñetera cuando se acercó a servirme el café. Hugo y yo nos miramos, algo cortados.
—Oye, Carmen, aclárame una duda.
—Dime. —Me miró con interés.
—Si siempre preparáis las mesas de manera que estén acorde con las habitaciones, ¿cómo es que esta mesa tenía cubiertos y tazas para dos? —le pregunté siendo consciente de la encerrona y dándome cuenta de que Isabel y José estaban desayunando en una mesa demasiado grande que, supuse, era el resultado de haber unido la que me correspondía a mí con la de ellos.
—Aaah… Pues no sé… —respondió sonriendo con la boca y sus preciosos ojos azules—. ¡Habrá sido la bruja!
Se fue riendo como si hubiese hecho una gran travesura.
Pronto llegó Dani, el yerno de Carmen Grande, con las tostadas. Nos dimos los buenos días y le pregunté por Roy, el pequeño pingajo que solía ayudar a su abuela cada mañana a preparar los desayunos.
—Hoy se quedó en casa, con la mamá y el hermanito. No ha sido muy bueno esta noche y hoy no había quien lo levantara.
Cuando Dani se fue a atender las demás mesas, Hugo y yo regresamos a aquella burbuja con tostadas de mantequilla y miel y ricos trozos de bizcocho.
Más tarde, nos reafirmamos en eso de que el mundo, aquella mañana, sólo había despertado para nosotros. El sol y el frescor de la mañana fueron nuestros. Las carreteras que compartimos juntos nos acogieron con cariño, y lugares ya de por sí mágicos como el cabo San Adrián con sus hermosas vistas a las illas Sisargas o el Refugio de Verdes fueron aún más mágicos aquel día. Brillaron para nosotros, nos embelesaron.
Fue en Refugio de Verdes donde recordé a Flor y su historia de amor a primera vista. Allí, en compañía de sauces, fresnos y robles, con el sonido del agua jugueteando por los recovecos de la roca; justo allí, en un antiguo coto de pesca, transformado en un paraje de cuento de hadas, miré a mi compañero de carretera y repetí mentalmente las palabras de Enrico: «Es que es una mierda de promesa». Tenía razón: no puedes prometerte a ti misma no enamorarte jamás porque de pronto, un día, te encuentras en el espejo retrovisor a un perfecto compañero de viaje. ¿Y qué haces entonces? ¿Te recuerdas a ti misma la promesa que habías hecho? ¿Te niegas la posibilidad de ser feliz por miedo a sufrir?
Yo no me planteé nada de eso aquel día, me limité a disfrutar de las horas que compartí con Hugo, de su visión en mi espejo retrovisor cuando yo guiaba y de la trasera de su moto cuando él abría camino. Me permití dejar de pensar en todo y centrarme únicamente en nosotros, en nuestras conversaciones, en nuestros cruces de miradas y en nuestras caricias espontáneas.
Hablamos de muchas cosas. Le conté lo de mi trabajo para la revista de motos y el portal de internet alemán. Le hablé de mi primera moto y de la relación tan especial que tuve con ella, y le confesé que me sentía un poco culpable por disfrutar tanto con mi nueva montura.
Sé que Enrico no lo habría aprobado, pero también le conté lo de mis trabajos esporádicos para él y el caso en el que había estado trabajando hasta hacía muy poco.
—He visto algo por televisión, sobre ese asesino y sobre Mari Vila —me dijo—. ¿No se sabe nada de ella?
Creo que no esperaba una respuesta como ésa. Había visto preocupación en su cara mientras le contaba lo de Hogui y las vueltas que había dado semanas atrás tratando de localizar por todos los medios a Maria. Casi me desilusionó cuando no me dijo nada acerca de lo peligroso que era lo que estaba haciendo y lo inconsciente de estar haciéndolo sin licencia. Aunque luego comprendí que, por muy preocupado que se hubiese quedado, él sabía que no era nadie para avisarme o regañarme por cómo había decidido llevar mi vida.
—No se sabe nada —le respondí—. Decidí hacer caso a Enrico: estoy esperando con toda la paciencia posible a que un golpe de suerte me lleve hasta Maria.
Me miró fijamente a los ojos. Me abrazó con ellos y me regaló una leve sonrisa.
—Prométeme que vas a tener cuidado —me pidió, y no me dijo nada más al respecto.
Yo se lo prometí aunque, en aquel momento no podía saber el lío en el que estaba a punto de meterme.
Llegamos a Casa de Verdes a eso de las ocho de la tarde, después de comprar algo de comida. Preparamos juntos la cena entre risas y alguna que otra carantoña, y a pesar del frío salimos para cenar en la mesa de piedra.
La noche nos regaló un cielo despejado y repleto de estrellas; un cielo del que ninguno de los dos queríamos escapar y, bajo el cual, yo le conté a Hugo cosas que no solía compartir con nadie. Le narré mi infancia y lo mucho que la había marcado mi padre; le conté lo feliz que era mi madre ahora, sintiéndose libre, e incluso le hablé de Nico y de la promesa que yo me había hecho después de haber sufrido tanto con él. Le hablé de cosas que me enorgullecían de mi carácter y también de muchas otras que me hacían sentir vergüenza, incluyendo lo del casco en el hotel de Córdoba.
Le desnudé mi alma como jamás lo había hecho con nadie, ni siquiera con Flor. Y me sentí bien. Tuve la sensación de que podía compartirlo todo con Hugo. Deseé poder derramar el contenido de mi cabeza dentro de la suya y aguardar a que él hiciera lo mismo. Lo quise para mí y ansié que me quisiese para él.
Cuando el frío fue demasiado intenso Hugo entró en la casa y, al cabo de unos minutos, regresó con dos tazones de cacao bien caliente y una de las mantas de la habitación.
Nos acurrucamos juntos bajo aquella suavidad y nos mantuvimos en silencio, disfrutando el uno del otro, con la taza calentita entre las manos.
«¿Cómo es posible que, de ayer a hoy, no pueda imaginarme mi vida sin él?», me pregunté. Traté de darle una explicación racional a aquello que nos había pasado, pero no conseguí encontrarla. En lugar de eso, mi mente se convirtió en una sucesión de imágenes; recuerdos que mi cerebro había decidido atesorar para siempre: la profundidad de sus ojos bicolores, aquella sonrisa limpia con la que me llenaba el alma constantemente, la imagen en mi retrovisor de un perfecto compañero de viaje… Tantos recuerdos, tantos tesoros en tan sólo veinticuatro horas, que sentí un poco de vértigo.
«¿Será esto amor?», me pregunté. Luego, en un instante de inseguridad, me planteé si lo que estaba viviendo era real o si era tan sólo un sueño del que estaba a punto de despertar. «Pues si es un sueño, es mejor que lo disfrutes», concluí para mis adentros.
Un pequeño escalofrío recorrió mi cuerpo; parecía que la manta había dejado de ser suficiente. Iba a decir a Hugo que sería mejor entrar en la casa cuando se me acercó aún más y me rodeó los hombros con el brazo.
—¿Mejor así? —me preguntó.
Y cuando fui a responder, cuando volví la cabeza para decirle que sí, que así estaba mucho mejor, me topé con su rostro a escasos centímetros del mío. Respiré hondo y sentí un cosquilleo intenso desde el bajo vientre hasta la garganta. Levanté la barbilla sabiendo que sus finos labios se acercaban lentamente buscando los míos. Fue un leve roce. Una toma de contacto que duró menos de un segundo y que yo habría deseado que fuese eterna.
«¿Qué pasa?», pensé, un tanto desconcertada.
Hugo se retiró de mí y tensó un poco la espalda.
—Ada… —me dijo—. Tengo que ser sincero contigo.
Yo guardé silencio. No entendía la situación y prefería que él me la explicara. Aunque, no sé por qué, intuí que estaba a punto de despertar de golpe de aquel dulce sueño.
—Estoy terminando una relación —comenzó a decir, y yo empecé a romperme por dentro—. Es por eso por lo que estoy aquí. Había venido a pensar, a tratar de averiguar si merecía la pena seguir o no con ella y… —Hizo una pausa, como tratando de escoger las palabras adecuadas—. Y de repente me encuentro contigo.
¿Sabes qué? Aquéllas no fueron las palabras más adecuadas del mundo. Me sentí como «el gran inconveniente del fin de semana». Me sentí tan tonta, tan dolida… Había entregado mi alma y mi corazón a un hombre al que no conocía absolutamente de nada; había soñado con años y años de viajes en su compañía, cuando ni siquiera sabía si ya tenía compañera de viaje.
«No merece la pena —me dije—, el amor no merece la pena».
Mi mente me jugó una mala pasada: de nuevo me mostró todas aquellas preciosas imágenes, todo aquello que yo, ilusa de mí, había creído real.
—¿Sabes que me has enseñado esta noche? —le dije, aún bajo el abrigo de la manta, mirando fijamente al horizonte y huyendo de nuevo de sus ojos—. Me has enseñado que los cuentos de hadas son sólo para las hadas. Me has recordado que vivo en un mundo lleno de corazones rotos, en el que hay asesinos que disfrutan quemando vivas a mujeres. Un mundo en el que Maria Villani está condenada a ser la desgraciada Mari Vila eternamente y donde Ada Levy no puede permitirse ni un instante de debilidad. Esta noche me has recordado cuál es mi mundo.
—Ada, yo…
—¿Y sabes lo peor? —Lo interrumpí, no quería escucharlo—. Que mi mundo es una mierda, y había llegado a creer que, contigo, podría haber sido mucho mejor. Qué tonta soy…
Me olvidé de hacer lo que hago siempre que siento que me hieren, me olvidé de endurecerme, y un par de lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. Tuve la necesidad de huir para que Hugo no me viese llorar.
—Me voy a la cama, estoy muy cansada.
Salí de debajo de la manta y lo dejé con la palabra en la boca. Estaba muy enfadada conmigo misma por haber sido tan tonta. ¿Cómo iba un hombre como él a jurarme amor eterno en tan sólo veinticuatro horas?
«Ningún hombre va a volver a hacerme daño», me dije una y mil veces al llegar a la habitación, tratando de evitar el llanto. Pero el llanto llegó y, por primera vez desde hacía años, conseguí llorar de verdad. Lloré de rabia… de tristeza… de ira… de melancolía. Lloré por aquella noche y por todas las demás ocasiones en las que había necesitado llorar.
Por fin lloré… hasta que me quedé dormida.