«Serás tonta…»
[…]
«¡Que sólo es una moto…!»
[…]
«Y el motero».
Desde que me dedico profesionalmente a esto de los viajes en moto, he disfrutado de travesías maravillosas; he visitado magníficos parajes y recorrido carreteras tan sinuosas y hermosas que las dejaba atrás con tristeza. Sin embargo, no logro recordar un viaje tan especial como el que hice a Galicia aquellos días de octubre y noviembre. Disfruté de hermosos paisajes, de preciosas carreteras y de excelente comida, pero, con diferencia, lo mejor de aquellos días fue la enorme calidad humana que encontré. En cada rincón en el que me adentraba, me aguardaban sonrisas infinitas y amabilidad a raudales.
Está muy bien eso de conocer mundo, pero en aquel viaje me enseñaron que es mucho más enriquecedor conocer a las personas que habitan esos mundos, tratar de comprender sus corazones y dejarles, al partir, un pedacito del tuyo.
Eso fue lo que me ocurrió a mí. Aunque, para serte sincera, cuando abandoné aquel lugar, no dejé sólo un pedacito de mi corazón, sino un buen trozo de él y gran parte de mi alma. En Galicia, unos ojos bicolores me robaron las ganas de descubrir el mundo en solitario.
Salí de Granada en torno a las ocho de la mañana, habiendo dejado a Clemente a buen recaudo en casa de Flor. Tenía mil y pico kilómetros por delante que prometían ser un tanto aburridos puesto que, para poder aprovechar al máximo los días en tierras gallegas, decidí subir por autovía.
Hice las paradas de rigor: cada trescientos kilómetros aproximadamente, mi pequeña me pedía gasolina, mi vejiga ansiaba evacuar y mis venas necesitaban cafeína. Incluso el almuerzo fue rápido: un bocadillo gigante de queso con pechuga de pollo a la plancha y un par de zumos de piña con hielo.
Me dirigía a la provincia de A Coruña, a su zona más rural. Iba a alojarme en una casita situada en Cabana de Bergantiños, un pequeño municipio entre Ponteceso y Laxe, en la costa da Morte.
Llegué a eso de las siete y media de la tarde a Ponteceso y, después de repostar para tener a mi pequeña bien preparada al día siguiente, atravesé el pueblo y me desvié hacia mi ansiado destino.
No te imaginas cómo me recibió Casa de Verdes, la casita rural: imagínate una alfombra de asfalto serpenteante y recorrida, a ambos lados, por una imponente arboleda. Olor y sonido a naturaleza pura. Arroyos por todas partes y pequeñas casas a orillas de la carretera con gente tan acostumbrada a ver aquello cada día que, posiblemente, no habría entendido cómo me sentía de sobrecogida.
Aparqué en un pequeño porche, en la entrada principal de la casa rural, y allí me recibieron, con un calor inmenso, las Cármenes de Casa de Verdes.
Carmen Grande, como yo la llamo, no por tamaño sino por años, era la dueña, toda fuerza y entereza. Tras volver de Alemania con su marido, hacía algunos años ya, decidió transformar la casa de su infancia en un lugar de ensueño para viajeros. Me dio dos enérgicos besos de bienvenida y, antes de dejarme entrar, me dijo que querían que me sintiese como en mi propia casa. Te aseguro que hubo muchos momentos en los que me sentí incluso mejor.
Carmen Chica, algo más joven, era toda sonrisa y ojos azules; siempre dispuesta a estrujarte en un abrazo y regalarte conversaciones divertidas y desternillantes.
Desde el primer día entablé una relación especial con ellas. Supongo que por esa energía que desprendían, y desprenden.
Las habitaciones eran todas preciosas, y me dieron a elegir entre las que tenían libres porque, al ser un lunes, la casa no estaba llena. Escogí la que me dijeron que tenía mejores vistas: la de color azul, el Cuarto da Escaleira. Si me asomaba a la ventana podía ver una especie de terraza con una gran mesa circular de piedra tallada y bancos, también de piedra, alrededor. Me prometí a mí misma que, por mucho frío que hiciese fuera, alguno de los días que estuviese allí saldría a almorzar para disfrutar de los inmensos bosques que se habían escondido de mi mirada por culpa de la oscuridad y la niebla.
Como llegué cuando ya había caído la noche, y el frío y la humedad eran considerables, decidí quedarme acurrucada en uno de los sofás junto a la chimenea, repasando las rutas que haría los días siguientes.
Es un auténtico placer despertar cada mañana en una cama mullidita y cómoda, desperezarte sin prisas y levantarte a abrir de par en par las ventanas para decirle «buenos días» a la naturaleza. Eso fue lo que hice durante seis mágicas mañanas. Tras una ducha caliente, bajaba a disfrutar de un magnífico desayuno: tostadas con miel y mantequilla hechas con pan de pueblo, bizcochos caseros de exquisitos sabores, zumo de naranja y buen café. Supongo que no eché de menos el café de casa porque ése tenía un toque especial a cariño.
A pesar de haber ido a conocer a fondo aquella zona de la costa da Morte, no quise perder la oportunidad de visitar Santiago de Compostela, Pontevedra y algún que otro sitio más, fuera de A Coruña. Además, aquel viaje iba a ser una especie de dos por uno: aprovecharía para visitar todos los cementerios posibles de la zona para no tener que regresar la temporada siguiente. La línea de reportajes para el año nuevo tendría una potente carga necroturística. Mi jefe no tuvo que pedírmelo dos veces; se sumaron dos factores: eso del necroturismo se había puesto «de moda» y a mí los cementerios siempre me han atraído enormemente, así que me pareció una gran idea.
Los primeros cuatro días fueron muy intensos en cuanto a kilómetros y recorridos de interés especial para moteros: no sólo monumentos, sino también lugares singulares a los que llegar por bonitas carreteras, sitios donde almorzar y cenar con buena relación calidad-precio… En fin, casi lo mismo que busca cualquier viajero con la única salvedad de que, siempre y cuando la carretera sea bonita, a un motero o una motera les da igual que se tarde en llegar una o dos horas más. Eso sí, si en ese tiempo y kilómetros extra hay cosas interesantes por el camino, mejor que mejor.
De los cuatro primeros días me quedo con lo espectacular del cementerio de Cambados; en él, las tumbas las vas encontrando desperdigadas en el interior de una antigua iglesia derruida. Es sobrecogedor. Aparte de eso, disfruté de una sensación especial cuando me senté en el murete que separa el pueblo del mar y observé el agua cristalina bajo mis pies, con un fondo lleno de restos de conchas brillantes y la isla de la Toja a lo lejos. Por supuesto, mi pequeña me acompañaba justo detrás.
Siento mucho decir esto, pero Santiago me desilusionó. Al llegar allí, nada más dejar la moto aparcada cerca del casco antiguo y comenzar a adentrarme en sus calles, me inundó una triste sensación: estaba paseando por un sitio de moda que, un día muy lejano ya, había sido mágico. Al llegar a su afamada catedral, no pude evitar recordar algo que aprendí en las clases obligatorias de religión: ¿no entró Jesús en el templo de su padre y echó a los mercaderes de allí? Pues tuve la sensación de que Jesús no había llegado aún a ese templo. Gran parte de la fe parecía haberse convertido en una mera transacción económica.
Por suerte, una vez más tengo que alabar el carácter de la gente de esa tierra. Fueron sus habitantes los que consiguieron que saliese de aquella ciudad con una sonrisa gigantesca. Hubo un momento en el que debió de parecer que andaba perdida y una señora, ni corta ni perezosa, se me acercó para preguntarme qué me ocurría. Yo le indiqué adónde quería ir y, en lugar de explicármelo, me acompañó hasta la misma puerta del sitio. Me fue contando que en aquella época del año, la avalancha de turistas era algo menor y que los naturales de allí podían disfrutar de pasear por las calles de Santiago sin agobios. También me recomendó, la buena mujer, un sitio en el que comer bien y acabar con un buen café y un postre. Por lo visto a ella le encantaba y se reunía allí con sus amigas una vez por semana desde hacía unos años.
Cuando entré, entendí perfectamente a qué se refería: el Café Casino, una inmensa cafetería que, según aquella señora, era de los pocos lugares que habían tenido el privilegio de observar el cambio de Santiago de Compostela desde finales del siglo XIX. Era un auténtico museo, con mobiliario más cercano a la época en la que había nacido que al actual siglo XXI. Al fondo, un piano suavemente acariciado por los largos y esbeltos dedos de una mujer y numerosas esculturas junto a sus paredes. Allí sí había magia, y sonrisas, muchas sonrisas. Los clientes nos sentíamos bien atendidos, y los camareros se sentían cómodos en aquel ambiente de trabajo.
Me prometí a mí misma regresar a Santiago para conocer la ciudad más a fondo, utilizando los ojos de sus propios vecinos.
La ciudad de Pontevedra me pareció muy bonita y, sobre todo, muy acogedora. Aquellas calles de baldosas, aquellos edificios con la estética tan bien cuidada y aquella magnífica catedral circular. Todo lo que vi me encantó, pero si hubo algo que me dejó sin palabras fue la exposición de motos históricas con la que me topé en el Museo Provincial de la ciudad.
¿Sabías que BMW, en el inicio de sus tiempos, se dedicaba a fabricar motores para aviación? ¿Y sabías que el motivo por el que hoy fabrica motos y coches es porque se le prohibió seguir haciendo su trabajo justo cuando terminó la Primera Guerra Mundial, con el Tratado de Versalles? Pues sí y, en 1923, BMW fabricó su primera motocicleta, la R32 con un motor bicilíndrico. Ésa, en concreto, no la tenían en la exposición, pero sí la R39, de 1925, y muchas muchísimas más motos: Bultaco, Harley Davidson, Indian, Ducati, Derbi… todas juntas, sumarían miles de años en edad. Salí de allí con la piel de gallina y con un libro, recopilatorio de toda la colección, bajo el brazo.
Aparte de visitar otros lugares más alejados de Cabana de Bergantiños como Betanzos o las Fragas do Eume, e incluso acercarme a la propia A Coruña, me encargué de recorrer todas las carreteritas que iba encontrando en torno a la propia casa rural. Había tantas, y tantas aldeíllas bonitas por los alrededores, que era tremendamente fácil perderse por la zona.
También fueron muchos los cementerios que visité, desde los de las grandes ciudades hasta los de esas diminutas aldeas que albergaban los hogares de sus muertos en el mismo centro de las aglomeraciones de casas.
En una de esas primeras mañanas en las que la sonrisa no abandonaba mi cara ni por un instante, me crucé con una señora cerca del cementerio de Sarces.
—¡Señora, hay que ver qué bonita es su tierra! —le dije con toda la ilusión del mundo.
—¿De verdad? ¿Es bonita mi tierra? —me preguntó ella con ese lindo acento gallego.
—Pero ¿es que no lo ve? Debe sentirse orgullosa por vivir en un lugar como éste —le contesté.
¿Y sabes qué me dijo ella? Me dijo: «Pues no sé, como no conocí otra…». Me resultó increíble. Aquella mujer no tenía la capacidad de apreciar la magia del lugar en el que vivía porque no tenía con qué compararla. Más tarde, cuando se lo conté a Carmen Grande, ella me explicó que gran parte de la gente que vive en aquellas zonas rurales jamás ha salido de Galicia y que, incluso, muchas de esas personas ni siquiera han conocido la capital. «Hay mucha gente que sólo sabe hablar gallego», me dijo.
Jamás olvidaré el 1 de noviembre porque, aquel día, mi vida dio un giro de ciento ochenta grados.
Salí por la mañana temprano, casi sin poder andar por culpa de la mano de tostadas con miel y mantequilla y de bizcocho de pera que me había dado. La ruta de aquel día consistiría en hacer un recorrido por carreteras cercanas a la costa y en ir visitando los faros que las dos Cármenes me habían recomendado visitar. El último sería el de Fisterra, o sea, Finisterre.
Mi primera parada fue en Laxe donde, además de visitar el faro, pasé por la playa de los Cristales que, para que te hagas una idea, es una pequeña cala justo en la base del cementerio donde, en lugar de arena, encuentras miles de millones de fragmentos romos de cristal. No sé si es porque las corrientes tienden a llevar esos pequeños cristales limados por el mar o porque, cerca de allí, hace años, algún barco perdió un cargamento de botellas que acabaron rompiéndose y erosionándose hasta ocupar aquel rincón. Lo cierto es que es un sitio muy peculiar.
De Laxe me dirigí a Camelle, después a Ponte do Porto, Camariñas y, en Muxía, a Punta da Barca. Este sitio encierra una leyenda: el faro está junto al santuario de la Virgen de la Barca y, junto a él, hay una gran piedra, la Pedra d’Abalar. La leyenda narra que esa roca plana se movía anunciando la llegada de peligros o fuertes tormentas. Se cuenta incluso que una noche en la que los piratas desembarcaron para profanar y expoliar el santuario, la Piedra de Abalar vibró con tanta intensidad que alertó a los vecinos de la zona e hizo que los piratas saliesen huyendo. La leyenda también cuenta que cualquiera que consiga hacer que la piedra se mueva verá concedidos sus deseos. Eso sí, moverla no parece cosa de fuerza sino de buenos sentimientos e inocencia. Sea como sea, la leyenda forma parte del pasado; en los años setenta, un rayo rompió la piedra y las fuertes corrientes la desplazaron. Trataron de arreglarla aunque, según dicen, aquella inmensa roca plana no ha vuelto a moverse.
¿Un rayo le partió el alma?
Seguí bordeando la costa hasta llegar a Fisterra, donde hice cuatro paradas: la primera en el faro; la segunda, cómo no, en el cabo de Fisterra, antiguo «fin del mundo»; la tercera en el cementerio, que se me antojó demasiado raro por eso de los gigantescos cubos llenos de tumbas, y la cuarta en el puerto, para disfrutar de un almuerzo digno de una reina.
Al llegar al puerto me fijé en que no era la única motera que andaba de visita por Fisterra aquel día. Una R1200GS Triple Black descansaba pacientemente mientras su dueño, supuse, también almorzaba. Sentí curiosidad por quién la pilotaría, ya que justo aquélla era la moto que estuve a punto de comprar antes de decidirme finalmente por mi pequeña de color rojo manzana metalizado, cuyo nombre actual no es otro que el de Rojita. Sí, ya sé, no soy muy original con eso de poner nombre a mis motos.
Fuera como fuese, disfruté de mi almuerzo, tomé de postre tarta de Santiago y un café, y, pese a que me entretuve bastante, el motero o la motera seguía sin aparecer.
«Tendré que quedarme con las ganas», pensé.
Pagué la cuenta y me dispuse a retomar mi ruta, de vuelta a Casa de Verdes.
Decidí hacer el retorno pasando por Corcubión porque en el mapa la carretera parecía bastante más sinuosa que el resto de las posibilidades. Y no me equivoqué en la elección: fueron las curvas más divertidas y rápidas de todo el viaje. Eso sí, debo confesar que si hubiese habido algún control de velocidad en el recorrido, la multa no habría sido pequeña.
Cuando no llevaba ni diez kilómetros de recorrido, de repente, vi en el espejo retrovisor derecho otra moto. Me pareció la misma que había aparcada en el puerto de Fisterra. El que se hubiese colocado detrás de mí, a mi derecha, me indicó que no pretendía adelantar. Yo, por si acaso, cuando llegamos a una zona de línea discontinua me aparté y le indiqué que tenía paso, por si quería llevar un ritmo más alto. Me echó las largas y me indicó con la mano que siguiera delante de él.
El tenerlo allí detrás me emocionó; siempre salía en solitario, salvo cuando Bruno decidía sumarse a mí con su Mazda. Era la primera vez que compartía curvas con otra moto y fue maravilloso.
Al principio estuve muy pendiente de él. Mantuve un ritmo comedido porque me pareció que él también lo llevaba. Sin embargo, muy pronto dejé de mirar por los retrovisores, y me centré en la serpenteante carretera y en la máquina que llevaba entre las piernas. Rojita estaba deseosa de comerse el asfalto y yo ansiosa por acompañarla. Comencé a escuchar las sensaciones: la inminencia de la curva, el sonido de la retención del motor de mi pequeña, la reducción de una o dos marchas en función de lo cerrada que fuese la curva. Sentí el puño a medio gas para mantener la trazada, mi cuerpo inclinado junto a mi pequeña ayudándola a mantenerla tumbada. Noté cómo, curva tras curva, la entrada era más fluida y la salida más explosiva. Rojita y yo nos fusionamos y sentimos, juntas, el éxtasis de la carretera.
Volví a mirar por el retrovisor cuando nos acercábamos a Berdoias y me di cuenta de que prácticamente no le había sacado ventaja. «Es buen piloto», pensé. Y no es que yo sea la mejor piloto del mundo, pero me defiendo. Supuse que él podría haber ido mucho más rápido que yo por aquellas curvas porque se le veía elegante y ágil en las trazadas.
Al pasar el pueblo, ya no quise desviar la mirada durante demasiado tiempo de los espejos retrovisores. Decidí disfrutar de su compañía, aprender de su conducción e ir compartiendo con él los paisajes que me encandilaban.
—¡Mira! —le decía en voz alta, y sintiéndome tonta al darme cuenta de que no me oía, le señalaba con la mano los sitios a los que quería que mirara.
Él hacía gestos con la cabeza, asintiendo, o con la mano, llevándosela al pecho. Yo, mientras tanto, en mi cabeza interpretaba sus asentimientos como: «¡Es bonito!», y su mano en el pecho como: «¡Es precioso!».
También me encargué de ponerle cara… y cuello… y torso… Fantaseé un poco imaginándomelo como un hombre tremendamente atractivo. «A ver, a ver… Podría ser moreno, con los ojos negros y unas marcadas cejas del mismo color; no demasiado grandes, lo justo para dar carácter a sus bonitos ojos. Su cara redondeada, pero no demasiado, con una graciosa nariz respingona. Perilla y bigote rodeando unos jugosos, jugosísimos labios. Mirada seria, pero tremendamente inteligente, y una sonrisa capaz de hacer que cualquier mujer se derrita ante él. —Suspiré—. Hombros y clavículas marcados, brazos largos y manos grandes, cuerpo estilizado con una espalda ancha. Y piernas delgadas, pero bien definidas; unas piernas que nacen de un culo redondito y bien alto». De repente me sentí ridícula.
«Pero qué tonta eres, Ada —me dije—. Tú cruza los dedos para no encontrártelo en ningún sitio bajado de la moto, porque al final te vas a topar con un retaco, panzudo, bizco y con sólo tres dientes como castigo por ser tan avariciosa».
En ésas estaba, luchando por mantener la fantasía en mi cabeza, cuando mi acompañante me adelantó de repente, cogió unos metros de distancia y puso el intermitente a la izquierda. Se separó de mí a la altura de Vimianzo y, aunque sentí algo de pena, cuando pasó a mi altura pude comprobar que de retaco panzudo no tenía nada. Se le veía buen porte, sobre todo con aquel equipo negro impoluto de pies a cabeza. Como no le vi la cara, no pude cantar victoria en cuanto a los ojos bizcos y los tres dientes.
Cuando llegué hasta Casa de Verdes desde Ponteceso me encontré con una extraña sorpresa: la moto con la que había compartido parte del camino estaba allí aparcada. Creo que el pulso se me aceleró demasiado, tanto que estuve a punto de tirar la moto cuando fui a subirla en el caballete.
«Serás tonta… —me reprendí—. ¡Que sólo es una moto! —razoné—. Y el motero» —me traicioné.
Respiré hondo, y antes de meter la llave en la cerradura la puerta se abrió con energía.
—¡Vamos, chiquilla! ¡Que llegas tarde! —me dijo Carmen Grande toda emocionada.
—¿A qué llego tarde? —pregunté.
—Aaah… Es una sorpresa —respondió Carmen Chica—. Es la noche de las Brujas. Buuuuuu…
Lo dijo con una gran sonrisa, pero si ella hubiese sabido la reacción que iba a generar en mi interior con eso de las brujas posiblemente no lo habría mencionado.
Las Cármenes se fueron a hacer «sus cosas», eso fue lo que dijeron, y yo entré con cautela, tratando de esconder mi tremenda impaciencia por descubrir si el motero realmente era bizco y sólo tenía tres dientes. Enseguida llamó mi atención el jaleo que había allí montado; claro, era viernes y, según me habían contado las Cármenes, los viernes estaba todo completo.
—Hola —saludé tímidamente porque había tanta gente y hablando tan a la vez que no tenía ni idea de si habían reparado en mí.
—¡Vaya! ¡Otra motera! —dijo alegremente un hombre muy alto de pelo castaño, gafas con montura fina y cara risueña—. ¿Venís juntos? —me preguntó, y me quedé un poco cortada. Se le veía muy emocionado.
—Eh… Pues no. No venimos juntos —le respondí.
—Mi mujer, Isabel, y yo, también somos moteros —me contó—. Bueno, hasta ahora teníamos una Suzuki Virago, pero acabamos de comprarnos una más grande para empezar a hacer viajes largos. ¿Sabes cuál es la V Strom nueva?
—Sí, claro que lo sé. Habéis hecho una gran elección —dije, y él sonrió, orgulloso.
—¡Uy! Perdona, que no me he presentado —se disculpó—. Yo soy José y aquélla que ves allí… —Señaló hacia la chimenea—. Ella es mi mujer, Isabel. Venimos a Casa de Verdes siempre que tenemos ocasión, sobre todo si podemos pillar una de las noches especiales.
—¿Noche especial? —quise saber.
—Noche de Brujas. Buuuuuu…
¡Ea! Otro con la misma cantinela. Y a mí retorciéndoseme las tripas cada vez que lo oía. «Pues ya está, noche de Brujas», pensé.
Después de saludar a Isabel, una preciosa mujer de ojos azules y melenita rubia, y a tres parejas más que habían ido llegando entre la noche anterior y ésa, subí a la habitación a darme una ducha y a ponerme algo de ropa cómoda.
—Eres buena —oí desde el otro lado del pasillo mientras abría la puerta de mi habitación.
Volví la cabeza para ver quién me hablaba, y puedo asegurarte que aquel hombre no era ni bizco ni tenía sólo tres dientes. Lo primero en lo que me sumergí fue en sus ojos, grandes, preciosos. Cada uno de un color: uno azul y el otro marrón muy oscuro. Tuve una compañera en el colegio con la misma peculiaridad genética y siempre la consideré muy afortunada. Reconozco que las rarezas me han gustado toda la vida. Los rasgos de su cara eran angulosos, aunque no demasiado. Unas cejas rectas con un pequeño pico al final terminaban de dar carácter a su singularidad ocular; su nariz era respingona, y sus labios, finos y muy bonitos. Descubrí enseguida que tenía una sonrisa especial, muy cálida y con carácter; una de sus paletas estaba un poco mellada. Supuse que de niño no había debido de ser precisamente un angelito. Llevaba barba de varios días.
Era un hombre peculiarmente guapo, y alto (mediría más de metro ochenta). Pero ¿puedes creerte que no continué analizándolo? Me quedé inmersa en sus ojos, en el sonido de su voz y en su lenguaje corporal. Salí de mí y de mi cansancio para quedarme en él. Fue muy extraño.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó—. ¿Necesitas algo?
Reaccioné a tiempo de no quedar como una auténtica idiota.
—Eh… Sí, perdona. Es que me he agobiado un poco al ver a tanta gente abajo. Parece que están preparando algo para esta noche, no sé qué de la noche de Brujas.
—Ni idea —me dijo, y de nuevo me absorbió su voz—. Es la primera noche que voy a pasar aquí y acabo de aterrizar. Habré llegado una media hora antes que tú, no más.
—Pues yo no sé si bajar —le comenté cuando conseguí regresar a la realidad—. Creo que me apetece un poco de tranquilidad.
«Pero ¡serás mentirosa! —me dije a mí misma—. No quieres ir porque abajo sólo habrá parejas acarameladas y te da miedo quedarte demasiado a solas con él».
—La verdad es que estaría bien que bajases —me dijo, y creí notar un tinte de vergüenza en su voz—. Voy a sentirme un poco fuera de lugar si soy el único soltero en la sala.
Sus ojos… En cuanto me descuidaba, volvía a hundirme en sus ojos.
—Entonces… ¿qué me dices? ¿Bajas o no? Prometo darte conversación.
—Está bien —acepté—. Pero sólo un rato. Después me subo a dormir.
—Perfecto, cuando quieras podrás irte a la cama —me dijo con una cálida sonrisa mellada—. Por cierto, me llamo Hugo. Encantado de conocerte…
—Ada… Yo soy Ada.
—Pues encantado, Ada.
Sonrió de nuevo y comenzó a bajar la escalera de madera.
—Por cierto… —Levanté la voz para que me oyera—. Tú sí que eres bueno. Creo que mejor de lo que me has querido mostrar.
Entré corriendo en la habitación sufriendo intensos calores. No entendía muy bien por qué, pero, por primera vez en mi vida, me había puesto realmente nerviosa hablando con un hombre.
Sacudí la cabeza y traté de eliminarlo de mis pensamientos, sin lograrlo en absoluto. Me quité la ropa y fui directa a la ducha. Me sequé el pelo a toda prisa y lo recogí en una coleta alta para que mi cuello quedase al aire, y no dejé a mi pobre flequillo en paz hasta que consideré que cada cabello estaba en el sitio adecuado. Un lavado concienzudo de dientes y la crema hidratante facial con color para disimular, en la medida de lo posible, el tono de mi piel tipo muerta viviente.
Me sorprendí a mí misma plantada frente al armario, donde había colocado con cuidado toda la ropa el primer día, tratando de elegir algo con lo que estuviese realmente bonita pero que no se notase demasiado que mi intención había sido ponerme realmente bonita.
«Pues lo llevo claro», pensé. Lo único que había echado para el viaje era el equipo de la moto, un par de vaqueros, un pantalón de bolsillos, camisetas de manga larga con y sin escote, y cortavientos: uno rojo, otro negro y otro morado.
Mi elección final: los vaqueros que me hacían el culo más redondito, la camiseta negra con más escote y el cortavientos rojo; para los pies, las zapatillas de trekking negras.
¿Maquillaje? No, sería excesivo. ¿Colonia? Sí, en su justa medida, que resultó ser casi medio bote. Menos mal que uso colonia para bebés y el olor acaba disipándose pronto.
Antes de salir de la habitación me miré de arriba abajo frente al espejo por enésima vez. Me aseguré de poner las tetas en su sitio para que, a pesar de su escasez, dejaran entrever un bonito escote, y me saqué convenientemente las bragas del culete para no tener que hacerlo en público.
«¡Lista!», me dije. Salí de la habitación temblando como un flan, pero tratando de aparentar que no había situación en el mundo que pudiera superarme.
[Nota mental: La próxima vez que pretendas hacer una entrada triunfal, intenta no tropezar en el último escalón.]
Por suerte, o por desgracia, antes de acabar con la boca estampada en el suelo alguien me agarró del brazo y tiró de mí hasta protegerme en su regazo.
—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño?
Vale, yo suplicando que Hugo no hubiese visto mi patética escena y, ¿adivinas quién me protegía en su regazo? Mejor no había podido comenzar la noche, ¿no crees?