Permanecí en silencio mientras daban la noticia.
Se me heló la sangre, y el sueño se disipó
como por arte de magia.
Aquella mañana de sábado desperté con energías renovadas. Había pasado ya una semana desde la no-muerte de Maria, y Enrico había regresado a Granada, herido, pero a Granada al fin y al cabo.
Fue un auténtico gustazo abrir los ojos sin que ninguna alarma o molesta llamada me hubiesen alejado del sueño. Desayuné en la cocina, junto a Clemente, y miré el reloj para ver cuánto tiempo tenía antes de ir de nuevo a La Napolitana. Había pensado seguir echándoles un cable porque la noche anterior me había quedado bien claro que Enrico no iba a estar al cien por cien aquel día. Además, tanto viaje, tanto hotel y tanta compra innecesaria de ropa elegante habían hecho menguar considerablemente mi cuenta. Las horas de curro en el restaurante me ayudarían a terminar bien el mes.
«Las once», pensé, y un enorme bostezo me cubrió la cara. Los párpados comenzaron a pesarme de nuevo.
«No tiene nada de malo echarse una siestecilla de once a doce, ¿verdad, Ada?», me pregunté a mí misma, y la respuesta fue afirmativa.
Me arrastré, perezosa, al sofá y me cubrí con mi adorada manta. Esa vez sí que puse el despertador.
«Sólo una hora más», me dije para mis adentros, antes de caer frita con la cabeza apoyada en un cojín.
El puto ring del teléfono se encargó de hacerme pegar un salto cinco minutos antes de que me despertara la suave alarma.
—¿Lo has visto? ¿Ya has visto las noticias? —Me llevó un momento reconocer la voz de José Luis al otro lado del móvil.
—¿Qué tengo que ver? —pregunté.
—Pon la primera cadena, ¡corre!
Agarré el mando y le di al botón correspondiente.
«Tras la llegada de la médica forense que ha certificado la muerte, se está procediendo al levantamiento del cadáver de la mujer que ha aparecido calcinada en el parque Miraflores, en una de sus terrazas más cercanas al río Guadalquivir, esta misma mañana.
»Por ahora se desconoce la identidad de la víctima, ya que fuentes cercanas al lugar en el que se está llevando a cabo el levantamiento comentan que los restos han quedado irreconocibles.
»Con ésta, son ya diecinueve las víctimas del conocido y temido Asesino de la Hoguera, quien parece haber escogido Córdoba como su lugar favorito.
»Les seguiremos informando en el telediario de las dos en punto».
Permanecí en silencio mientras daban la noticia. Se me heló la sangre, y el sueño se disipó como por arte de magia.
—¿Crees que puede ser Maria? —le pregunté a José Luis.
—Puede ser, aunque creo que lo mejor es esperar a que identifiquen el cadáver —fue su fría respuesta—. Un señor mayor que había salido a pasear al perro ha encontrado el cuerpo esta mañana; aún estaba ardiendo, y ha terminado de apagar las llamas con su propia chaqueta… Pero ya era demasiado tarde.
—Joder… —No se me ocurrió qué otra cosa decir—. ¿Qué coño les echará encima para que prendan y se quemen tan rápido? —La pregunta fue más para mí misma que para José Luis.
—Utiliza un gel para encendido de barbacoas que puede comprarse en cualquier gran superficie —me comentó—. Tiene dos ventajas. La primera es que, al ser de uso común, es muy difícil de rastrear para la policía, sobre todo si el pago se hace en efectivo. La segunda es que, al ser un gel, se queda bien adherido al cuerpo formando una capa más gruesa que el líquido y, por tanto, también arde mucho mejor y con mayor intensidad.
Hogui lo tenía todo muy bien planeado, de eso no cabía duda. Aunque hubo una cosa que me llamó poderosamente la atención: lo mucho que parecía saber José Luis sobre el caso. Quizá demasiado.
Nuestra conversación duró unos minutos más. Tratamos de darnos ánimos el uno al otro, y nos recordamos que también había otra mujer en peligro. Miranda Juárez, la dueña del móvil desde el que había llamado Maria, llevaba más o menos quince días desaparecida.
Me sentí un poco mal cuando me descubrí deseando con todo mi corazón que fuese ella, y no Maria, la mujer que había aparecido muerta esa mañana en el parque.
Me di una ducha rápida y salí pitando hacia La Napolitana.
Cuando llegué al restaurante, Enrico me recibió con la expresión en el rostro de «no veas la que hay montada» y con un corte en la comisura de la boca que juraría no haber visto la noche anterior.
—¿Qué te ha pasado en el labio? —le pregunté.
—Mi querida sobrina, que me ha dado un puñetazo —me contó con resignación y un buen toque de alegría en la cara.
Mi amigo/jefe parecía estar mucho mejor a pesar de que aquel sábado La Napolitana se hubiese convertido en el escenario de una batalla campal. Carmina gritaba en italiano, y eso sólo ocurría cuando estaba muy, pero que muy enfadada. Enrico respondía en italiano, y eso sólo ocurría cuando Carmina estaba muy, pero que muy enfadada. Yo no sé absolutamente nada de ese idioma, pero como los italianos son incluso más exagerados que los españoles en eso de gesticular puedo resumirte la riña perfectamente: ella le echaba en cara a Enrico lo de haber estado desaparecido tantos días y le contaba, moviendo los brazos alrededor y señalando el restaurante, que había sido ella quien había tirado del carro. Enrico se limitaba a darle la razón y a pedirle perdón muchas veces, tantas veces como sus manos se unieron a modo de suplica.
Vamos, que Carmina estaba eliminando todo el estrés y el miedo que había ido acumulando, temiendo que su tío se hubiera metido en algún problema gordo, y Enrico, que se había dado cuenta, trataba de acercarse a ella para darle el abrazo que tanto necesitaba.
El abrazo se lo dio, pero no sin antes esquivar un gran florero que iba directo a su cabeza y que acabó estrellándose contra una pared.
«¡Madre mía! ¡Cómo se las gasta la dulce y bonita Carmina!», pensé, y fue cuando vi al pobre Óscar, que no se enteraba de nada, encogido debajo de una mesa.
—Lo de anoche es un secreto entre tú y yo, ¿de acuerdo? —me dijo Enrico después de haber calmado un poco a la fiera.
Yo miré a Carmina. Me imaginé las posibles consecuencias si se enteraba de que su tío había llegado herido de bala y yo lo había auxiliado sin contarle nada a ella, y me dio tal miedo que miré a Enrico y asentí con nerviosismo.
—Sí, por supuesto. Un secreto —le dije—. Y acuérdate de pincharte esta noche el antibiótico, señor cerdo.
Cuando ya estuvieron todas las mesas preparadas, acudí a la cocina para pedir a Enrico que me atendiera un segundo.
—Lo has hecho muy bien, Óscar. Estoy muy orgulloso de ti, chaval —oí decir a Enrico desde la puerta, alabando la labor de su excelente pinche—. ¿Sabes qué he pensado? Vamos a recuperar los platos que eliminaste de la carta y a añadir alguno que creas que puede funcionar. Por supuesto, tu idea del menú seguirá adelante. Parece que gracias a ti hemos ganado clientela fija de lunes a viernes. —Hizo una breve pausa y continuó—. He estado pensando que ya te has ganado de sobra el puesto en La Napolitana. Si te parece, luego hablamos de negocios.
Me quedé observando emocionada la cara de Óscar. Ya tenía el cariño y el apoyo de Enrico; de hecho, era lo más parecido a un padre que había conocido jamás. Sin embargo, ahora se había ganado su reconocimiento, lo que para él parecía ser tremendamente importante. Después de todo, aquel hombre lo había sacado de la calle y le había dado la oportunidad de ser alguien en la vida.
—Ejem… Enrico, ¿puedes venir un momento?
Entramos en su despacho, y fue entonces cuando le conté lo de la mujer que había aparecido calcinada en aquel parque de Córdoba. Se puso muy serio, como no sabiendo qué decir. De hecho, no dijo nada.
—¿Y si es Maria? —le pregunté.
—Si es Maria, ya no tenemos nada más que hacer. El caso debería resolverlo la policía, no nosotros.
—Pero, Enrico…
—Ada, nos contrataron para encontrarla. Nada más. Si esa chica ha muerto, nuestro trabajo ha llegado a su fin —me dijo tajantemente—. Y si no es ella… —Hizo una pausa como tratando de escoger bien las palabras—. Si no es ella, no tenemos por qué seguir buscándola. Debemos recuperar nuestras vidas, tanto tú como yo. Sabes muy bien los motivos por los que Anna acudió a mí. El primer motivo era que mi amigo Domenico Trucco me la había mandado expresamente a mí. Yo supe enseguida que lo importante del caso no era Maria, sino el hecho de que Domenico hubiera compartido mi antiguo nombre con Anna. Acepté el caso porque no sabía hasta qué punto esa mujer estaba relacionada con Domenico o con su posible problema, no por otra cosa.
»Cuando me enteré de que Anna no era más que un vehículo de petición de auxilio de mi amigo, me arrepentí tremendamente de haberte metido en algo tan complicado. Yo también pienso que a Maria la tiene ese malnacido y no creo que sea la chica que han encontrado hoy en Córdoba. Comparto tu teoría de que Maria debe desempeñar un papel diferente en los planes de ese lunático. Sin embargo, no tenemos pistas. No tenemos ni un solo camino por el que tirar. Cuando eso ocurre, lo mejor es esperar a que las pistas aparezcan. Aunque, si te soy sincero, preferiría que dejásemos este caso únicamente en manos de la policía.
—¿Cuál es el otro motivo? —le pregunté.
—¿Qué otro motivo?
—Me has dicho que yo sé muy bien los motivos por los que Anna acudió a ti —le dije—. ¿Cuál es el otro motivo?
—Ése me lo has dicho tú, y lo viste anoche en aquel programa de televisión. Esa mujer lo único que quería de mi trabajo era información para poder salir programa tras programa contando lo preocupada que está por su hija y lo poco que se sabe hasta el momento —me explicó—. Eso me pone en riesgo. Esa loca chiflada podría haber hablado de mí en cualquiera de esos programas. Podría haber pronunciado mi nombre, el real, y ya puedes imaginarte las consecuencias de algo así.
—Pero eso también puede hacerlo ahora —le dije nerviosa—. Sobre todo después de cómo la traté el otro día.
—No te preocupes, no se le va a ocurrir hacer nada que nos perjudique, ya nos hemos encargado Domenico y yo de evitarlo.
Preferí no preguntar cómo lo habían hecho.
—Enrico, a pesar de lo que puedas pensar, no dejaré de buscar a Maria. Voy a esperar a que aparezcan esas pistas en lugar de dar palos de ciego, como tú bien has dicho, e intentaré recuperar mi vida en la medida de lo posible. Pero estoy demasiado implicada… no con el caso, sino con ella, y no puedo olvidarla de ninguna de las maneras.
—Por suerte, la experiencia te enseñará a alejarte emocionalmente de tus casos. De todos modos, si encuentras esa pista, quiero que sepas que te apoyaré en todo lo que pueda.
—Eso, si no estás en el quinto pino… —le dije con una sonrisa para zanjar el tema—. Entonces ¿tu amigo está bien? —le pregunté sin confiar demasiado en obtener respuesta.
—Sí, lo está. Su mujer y sus hijas vuelven a estar en casa, junto a él —me dijo con un tinte de rabia en la voz; yo supuse que las habían secuestrado o algo por el estilo—. Y lo más importante de todo es que mi secreto sigue estando a salvo.
No quise preguntar al respecto porque ya sabía de antemano que no encontraría respuesta. Pero sí que di vueltas a eso del secreto: ¿qué secreto? ¿Qué sabía o qué tenía Enrico que fuera tan importante para que, después de tantos años, alguien siguiera intentando encontrarlo?
—¿Vais a obligarme a agarraros de las orejas para llevaros a trabajar o qué?
Enrico y yo salimos corriendo hacia el comedor cuando vimos a Carmina con los brazos cruzados sobre el pecho en la puerta del despacho.
—¡Andando! —nos dijo fingiendo que estaba enfadada.
A pesar de lo que le había dicho a Enrico y de lo convencida que me había mostrado, aquel sábado cargado de trabajo en La Napolitana no pude quitarme a Maria de la cabeza. Siempre que tenía ocasión, acudía al despacho para encender la diminuta tele de plasma y hacer una búsqueda por si encontraba noticias nuevas. También intercambié algún que otro mensaje de texto con José Luis, por si él se había enterado de algo que yo no supiera.
La noticia no llegó hasta el día siguiente y, para serte sincera, no me gustó demasiado lo que oí: los restos pertenecían a Miranda Juárez. Maria podría seguir con vida… o no.
No sé cómo explicártelo. Creo que experimenté una mezcla de pereza, angustia y desasosiego. Me sentí un poco identificada con los familiares de víctimas como Miranda, quienes, al cabo de un tiempo, sólo desean poder decir: «Ya se ha acabado todo».
El hecho de que la muerta fuese ella terminaba de corroborar, esa vez sin lugar a dudas, que Maria estaba en manos de Hogui. Y yo no tenía nada que me indicara dónde buscar. Finalmente, conseguí que las malas sensaciones se disiparan, pensando en lo que Enrico me había dicho: no me merecía la pena gastar energías sin pistas claras que me acercaran a Maria. Por eso decidí esperar pacientemente a que la suerte me sonriera. Puede que Hogui cometiera otro error tarde o temprano, y esperaba que ese error me diera más información que la breve llamada de teléfono de Maria.
Apagué la tele justo cuando en los informativos dieron paso a las noticias culturales. El autor de Cómo matar a una ninfa había concedido una entrevista para hablar de la novela y de su inminente salto a la gran pantalla. Estrenarían la película a final de año.
—¡Que no quiero saber nada del libro hasta que lo lea! —le dije en voz alta a la tele.
Soy muy maniática con ese tipo de cosas. Si le he echado el ojo a un libro o a una película, no quiero que nadie me dé información de ningún tipo sobre ese libro o esa película. Ni siquiera me gusta saber si han agradado o no a quien los comenta. No me interesa.
Me pasa lo mismo con la Fórmula 1. Si no he podido ver la carrera por la tele, estoy deseando llegar a casa para verla por internet. Evito entrar en cualquier bar en el que esté puesta, e incluso trato de no cruzarme con amigos o conocidos a los que sé que les gusta la Fórmula 1, porque como me digan quién ha ganado, o que ha habido algún accidente, o lo que sea, te juro que me dan ganas de coger a la persona que me lo ha dicho y partirle las piernas. Me joden la carrera y ya no quiero verla.
Por cierto, no estaría de más que tú tuvieras esto en cuenta. Y ahora continúo, que, como de costumbre, me disperso.
Las dos semanas siguientes fueron muy ajetreadas. Seguí acudiendo a La Napolitana para que Carmina pudiera descansar unos días con su marido y sus niñas, hice algún que otro seguimiento a parejas infieles (con fotos incluidas), terminé de preparar el viaje a Galicia y pasé unas buenas horas de conversación con mi amiga Flor.
No sé si te habrás dado cuenta, pero el factor sexo no aparece en el trascurso de esas dos semanas. ¿Que por qué? Pues no lo sé muy bien. Supongo que el tema de Bruno debió de afectarme más de la cuenta; no amorosamente hablando, pero… No sé cómo explicarlo. Me sentí mal por haber hecho que él lo pasara mal. Fue como si, de repente, me hubiese dado cuenta de que estaba jugando con fuego. Si había tomado la decisión de no enamorarme, debía evitar la posibilidad de que otros lo pasaran mal a causa de mi decisión. No sé… Creo que tratar de explicarte esto está resultándome demasiado complicado.
Podríamos resumirlo en que me aburrí. O, mejor, ¿me cansé? No sé, posiblemente tú puedas darle una mejor explicación a la ausencia de amigos entrecomillados entre mis piernas durante aquellas dos semanas.
Pese a haber aparcado temporalmente el caso, Maria seguía estando en mi mente. Me acompañaba a todas horas, en el sueño y en la vigilia.
Maria.
Mi caso.
Mi amiga.
Enrico vino a hacerme una visita la noche antes de mi viaje.
—Te he traído un regalo —me dijo orgulloso. Aquél iba a ser el primer regalo que recibiría de mi amigo/jefe—. Para tus viajes en moto y, por qué no, para que la lleves siempre encima.
Era un paquetito rectangular, pequeño pero bastante pesado. Cuando tuve en la mano el contenido me gustó muchísimo.
—Es la que usa el Ejército suizo —me dijo, quitándome de las manos mi regalo—. Tiene una hoja dentada bloqueable, un destornillador plano y otro de estrella, abrelatas y abrebotellas, pelacables, un punzón y una sierra para madera… —Me enumeraba todos los accesorios mientras los iba sacando y me los enseñaba—. ¡Yo tengo una igual! —me confesó con una gran sonrisa.
—Muchísimas gracias, Enrico. Aunque, por ahora, lo único que se me ocurre hacer con ella es cortar las pizzas cuando las encargue en algún hotel. —Me eché a reír.
Él, de pronto, se puso muy serio. Me agarró por las muñecas y me miró fijamente a la cara.
—En realidad es porque me quedo más tranquilo si sé que vas protegida —me dijo—. Sigo queriendo que formalices tu situación y te conviertas en mi socia. Esto es una especie de regalo de compromiso.
Te juro que me aguanté todo lo que pude, pero después de unos segundos, no conseguí evitar la carcajada.
—¡Jajajajajaja…! Pero ¿en estos casos no se regalan anillos?
Enrico se puso colorado como un tomate. Debió de darse cuenta de lo ceremonioso y solemne que había sonado.
—¡Serás tonta! —me dijo muy serio, pero no pudo evitar reír al fin.
Me deseó un buen viaje, me dio un abrazo de oso y se fue a casa.