23

Cuando entré, me lo encontré

[…]

con el torso desnudo.

«¡Ay madre!»

[…]

«¡Ay madre!»

Fue, de nuevo, el sonido del móvil lo que me arrancó de la horrible pesadilla. No sólo estaba empapada en sudor, también me había orinado encima.

Un número desconocido.

Descolgué.

—Hola, señora. Muy buenos días, mi nombre es Gerardo Liñán y la llamo de la empresa de telefonía Movilone. ¿Es usted la titular de la línea?

—Buenos días. —Respiré hondo para no mandar al tal Gerardo a la mierda; el pobre sólo estaba haciendo su trabajo—. Sí, soy la titular de la línea. —Una conversación de besugos me ayudaría a calmar mis nervios.

—Pues verá, señora, la llamo porque estamos mejorando las condiciones de la telefonía móvil. Usted está ahora mismo con Phonotone, ¿no es cierto?

—Sí, lo es.

—Pues déjeme que la informe de que si pasa su contrato a Movilone su cuota mensual sería de tan sólo…

Bla, bla, bla, bla, bla…

—Entonces, señora, ¿le tramito el cambio? —me preguntó el pobre pensando que había captado una nueva clienta.

—¡Por supuesto que sí! No sabe cuánto me alegra que me hayan llamado, porque estuve intentando contratar una línea con ustedes hace un año o así y me dijeron que no era posible porque tenía un impago de varios cientos de euros con su empresa. Se ve que me lo habrán perdonado o algo por el estilo… Apunte mis datos: Ada Levy…

—¿Señora? No la oigo bien, señora… Creo que se va a cortar…

Y, mira tú por dónde, se cortó. ¿O colgó él? «No, Ada, no seas mal pensada. Las empresas de telefonía móvil en España son muy serias y uno de sus comerciales jamás te colgaría el teléfono porque sí y punto», me dije irónicamente.

No soy morosa y espero no serlo jamás, pero si estás hasta las narices de que te llamen a deshoras y te cuenten siempre lo mismo, éste es un buen truco para conseguir que no vuelvan a llamarte jamás.

Ya calmada y, por qué no decirlo, toda meada, me dirigí al cuarto de baño para darme una buena ducha, no sin antes poner el televisor en un canal de noticias y, en el mismo cuarto de baño, la radio. Estaba segura de que, tarde o temprano, Mari Vila acabaría siendo la noticia del día.

Pero la noticia no llegó el sábado.

Ni el domingo.

Ni el lunes.

Intercambié llamadas de pura angustia e impaciencia con José Luis. Los dos teníamos muy claro que, a lo largo del día del sábado, alguien hallaría un cuerpo calcinado en algún parque cordobés.

El domingo, la única explicación que encontramos fue que quizá Hogui no la hubiese matado en un parque. La Sierra de Córdoba era extensa, y si el asesino había elegido alguno de sus rincones, tardarían más en encontrar el cuerpo.

El lunes ya no sabíamos qué pensar. A ninguno de los dos se nos ocurría una explicación plausible. Cuando uno insistía en lo del bosque, el otro le aclaraba que el resto de las víctimas siempre habían muerto en zonas bastante transitadas durante las horas del día.

—¿Y si ha tenido algún inconveniente? ¿Y si cuando estaba en plena faena alguien apareció y él tuvo que largarse? —se cuestionó José Luis.

No siempre los planes de los asesinos en serie salen tal cual ellos los han programado, y lo cierto es que el modus operandi, por decirlo finamente, de Hogui era bastante arriesgado. Pero no terminaba de convencerme esa posibilidad.

Algo estaba ocurriendo: puede que Maria estuviera en un lugar lo suficientemente apartado para que nadie hubiese visto el humo u olido la carne a la brasa (esto también era importante), o puede que, por alguna razón que aún no lograba explicarme, la modelo no hubiera muerto.

«Bienvenidos, un día más, a la Tertulia Literaria en Radio Nacional de España. Hoy tendremos con nosotros, en entrevista telefónica, al autor revelación del momento, Ezequiel Fernández de Córdoba, quien nos hablará de su novela Cómo matar a una ninfa, publicada originariamente en Inglaterra y que, a día de hoy, se ha convertido en un auténtico fenómeno a nivel mundial.

»Díganos, don Ezequiel, ¿qué se siente al saber que millones de personas han leído su obra?»

Cambié de emisora por dos motivos. El primero fue que en un programa como ése tendría pocas probabilidades de oír alguna noticia sobre la muerte de Maria. Y el segundo fue porque odié un poquito a Francisco por haber sido él quien se llevó el último ejemplar de aquella novela en la FNAC de Sevilla.

Me prometí a mí misma comprarla en cuanto volviese a verla en cualquier librería.

Aquella semana traté de regresar a mi vida tal cual era antes de viajar a Córdoba y obsesionarme con una modelo desaparecida y un asesino en serie. Aunque, pese a mis actividades, no conseguí librarme de la angustia en ningún momento.

«Perdóname, Maria», repetía para mis adentros una y otra vez.

Estuve preparando a conciencia mi viaje a Galicia: elegí la casita rural en la que pasaría nueve días y seleccioné las rutas con la ayuda de un mapa de la región y las indicaciones de mi jefe en la revista, Alfonso.

Hice también un par de salidas por carreteras granadinas para probar mi nuevo juguete. ¡Ay no! Pero ¿qué digo? Mi nueva herramienta de trabajo: la GoPro. El cacharrito iba de escándalo y me daba mucho juego a la hora de ponerla en distintos sitios de la moto, lo que me vendría genial de cara a los montajes para la web alemana.

Desde el martes de esa misma semana, fui cada día a La Napolitana a echar un cable. Decidí hacerlo después de una breve llamada, el día anterior, a Carmina. Tan sólo había telefoneado para saber cómo iban las cosas, pero viendo lo rápido que había terminado nuestra conversación, intuí que la marcha de Enrico se le estaba haciendo larga.

—Aquí estoy para lo que necesites —le dije a Carmina nada más entrar por la puerta.

Me regaló una gran sonrisa y un fuerte abrazo.

—¡Gracias! —me dijo. Estaba preparando las mesas para el mediodía.

La ayudé a terminar mientras me contaba el gran esfuerzo que les estaba suponiendo tener el restaurante abierto desde que Enrico estaba ausente. Por lo visto, Óscar había dado el salto directo de pinche a jefe de cocina. Lo malo era que nadie había ocupado su puesto y llevaba solo en la cocina desde que Enrico se había ido. El muchacho, con muy buen criterio, redujo el menú a los platos que con más regularidad pedían los clientes y trató de quitar de en medio los más elaborados. Además, confeccionó un menú diario bastante económico que, según me contó la sobrina de Enrico, estaba teniendo mucho éxito y le restaba a él algo de trabajo en la cocina.

Carmina se había estado encargando de tomar nota a los clientes y de llevar la comanda a la cocina, así como de servir las mesas, comprobar que todo marchaba bien y cobrar. Seguía siendo la atractiva imagen de La Napolitana sólo que, en aquel momento, con más ojeras.

Sebastián acudía siempre que podía, después de trabajar y de recoger a las mellizas en la guardería. Había días en que las niñas se quedaban en casa con una canguro, pero la mayor parte del tiempo acababan encerradas, las pobres, en el despacho de Enrico, que en tan sólo semana y media se había convertido en una sala de juegos infantil. Sebastián, cuando estaba, hacía las veces de pinche descafeinado, se encargaba de ordenar y poner el lavavajillas para que no faltase nada de menaje, y también servía las mesas cuando Carmina no daba abasto.

Estaban todos agotados, y en el caso de Carmina lo que más la inquietaba era el no saber exactamente dónde se encontraba su tío ni cuándo regresaría.

—Él jamás ha hecho algo parecido, Ada —me dijo—. Creo que está metido en algún lío porque tan sólo me ha llamado tres veces desde que se fue, y cuando le pregunto qué está haciendo o cómo se encuentra me responde con evasivas.

Se me quedó mirando muy seria, como esperando a que yo le contara algo. Creo que ambas teníamos la sensación de que la otra sabía bastante más de lo que decía. Pensé que ella podía darse con un canto en los dientes porque, al menos, la había llamado.

Como aún quedaban veinte minutos para que la clientela comenzase a entrar, Carmina me explicó cuál sería mi trabajo: tomar nota de los pedidos y llevarlos a cocina, además de recoger las mesas que fuesen quedando libres y prepararlas de nuevo para posibles nuevos clientes. De ese modo, ella podría estar más al loro de que la comida fuese saliendo por orden de petición y sin demasiada demora, indicándome además a qué mesa llevar cada uno de los platos que hubiera que servir.

«Preparados… Listos… ¡Ya!», me dije para mis adentros. Supuse que un martes no habría demasiado trabajo, pero me equivoqué. Desde que Óscar había tenido la idea del menú, un buen número de trabajadores de la zona habían escogido La Napolitana como lugar habitual para almorzar. El chaval lo estaba haciendo realmente bien.

Así transcurrieron los días hasta el viernes, bien entrada la noche. Poco a poco fui abandonando la torpeza de la camarera inexperta para convertirme en una camarera que disimulaba bastante bien lo inexperta que era.

Y entre los preparativos de mi inminente viaje a Galicia y el exceso de trabajo en el restaurante de Enrico, mi cabeza, poco a poco, fue liberándose de la angustia por Maria. El pesimismo extremo de días anteriores se fue transformando en un creciente optimismo. Puede que la modelo, después de todo, no hubiese muerto.

Aunque sí que ocurrieron cosas un tanto desagradables: la madre de Maria, Anna, se presentó la mañana del viernes, justo cuando abríamos para prepararlo todo.

—¡¿Dónde está Enrico?! ¡¿Dónde está ese malnacido?!

Carmina salía a atenderla, con toda la mala leche del mundo concentrada en su bonito rostro, cuando la detuve agarrándola por el brazo.

—Déjamela a mí —le susurré al oído.

Me dirigí hacia la entrada con una de las mayores sonrisas que mi cara ha podido ver jamás.

—Buenas tardes, señora, ¿en qué puedo servirla? —le dije con toda la calma y todo el fingido cariño que pude sacar.

Se quedó un poco parada, con el cuello estirado hacia arriba cual serpiente a punto de atacar. Recelosa.

—Ya lo he dicho bien claro —me respondió con voz de señorita Rottenmeier y con la barbilla tan elevada que por un instante pensé que se partiría el cuello.

—¡Ah, sí! Buscaba usted a Enrico —le dije, y guardé silencio.

Anna se quedó plantada frente a mí sin saber muy bien qué hacer. Yo, mientras, apretaba los labios en una línea recta y arqueaba las cejas al tiempo que asentía una y otra vez con la cabeza.

—¿Y bien…? —preguntó al borde de perder la escasa paciencia.

—Mmmmmm… Pues verá, señora —comencé, con tanta lentitud que hasta a mí me entró sueño—, acabo de hablar con él.

De nuevo guardé un silencio horrorosamente largo. Me mordí la lengua para conseguir no decir nada antes que ella. Se estaba poniendo muy nerviosa, y creo que no me soltó una torta de las de «¡espabila, niña!» porque le pudo la curiosidad.

—¿Y…? —Ya estaba más o menos en el punto en el que yo la quería.

—Pues que me ha avisado de que vendría —le espeté, y su cara se puso un poco blanca—. La ha estado siguiendo estos días y sabe muy bien por qué lo ha contratado.

Puso cara de indignada cuando yo ni siquiera había dicho nada aún. Anna me lo estaba poniendo fácil. ¿Recuerdas cuando hablé con Miguel? Me dijo que si Anna se estaba gastando los cuartos en su hija era porque buscaba conseguir algo después. En aquellos días me quedó muy claro que aquella mujer era una auténtica arpía e intuía que, al estilo de algunas folclóricas españolas que no son capaces de asumir el momento de la retirada y pierden la oportunidad de hacerlo de un modo elegante, Anna haría lo que fuera para sacar tajada de la fama de su hija. Lo de contratar a Enrico había sido una gran idea para cubrirse las espaldas.

—¿Desde cuándo lo tenía previsto, Anna? —Oyéndome a mí misma parecía que iba a acusarla de algo—. ¿Tan poco aprecio le tiene a su hija para aprovecharse de ella de un modo tan ruin?

—¿Y qué hay de malo en ello? ¡Necesito dinero! Y no es fácil conseguirlo.

Provoqué, de nuevo, un largo silencio y traté de fingir en mi rostro la mueca de la comprensión.

—Se me ocurre algo —le dije riéndome por dentro y con una gran sonrisa por fuera—. Estamos faltos de personal, y podría echar unas horas a la semana sirviendo mesas. Por supuesto, y dado que somos conscientes de que ya tiene una edad y lo de caminar sobre tacones de diez centímetros debe de ser muy cansado, la dejaríamos que se sentase de vez en cuando para reponer fuerzas y tomarse algo fresquito. Así no tendrá que pasar por el mal trago de utilizar a su hija para ganar unos euros a su costa.

Pataleó como una cría de cinco años malcriada a la que su madre no le ha comprado lo que quiere y salió de allí como alma que lleva el diablo.

—¡Esto no va a quedar así! —gritó desde la calle.

«Por supuesto que no —pensé—, por supuesto que no».

Junto con lo de Anna, hubo otro acontecimiento desagradable protagonizado por Roberto: la policía pensaba en él como el principal sospechoso de la desaparición de Maria, y eso le afectó.

Me llamó consternado y sin saber muy bien qué decir. No se tranquilizó hasta que le aseguré que yo estaba convencida de su inocencia. Por lo visto, Miguel Nández no estaba tan de acuerdo conmigo porque tuvieron una especie de riña telefónica. Miguel le dijo que lo quería mucho, pero que Maria era como su hermana y no podía dejar de pensar en que la última vez que la vio, su Mari, como él la llamaba, iba en dirección a su casa a encontrarse con él.

Conociendo a Miguel lo poco que lo conocía, estaba casi segura de que había tratado el tema con Roberto con todo el cariño del mundo. Y conociendo a Roberto lo poco que lo conocía, supuse que había entrado en cólera al no sentirse apoyado por su amigo.

Fuera como fuese, hubo una persona a la que esto le vino de perlas. ¿Adivinas quién? La de los tacones de diez centímetros apareció el viernes en un programa especial, de esos de la prensa del corazón y demás especímenes gritones, hablando sobre la relación de Maria y Roberto. No te imaginas lo bien que fingía la hija de la gran puta. Lloró y todo, mientras contaba que aquel hombre había manipulado a su niña y se la había llevado de su lado para hacerle sabía Dios qué.

—¿Crees que podrás apartar los ojos de la tele y hacerme a mí un poco de caso?

Eran en torno a las doce de la noche y yo aún estaba en La Napolitana. Me había comprometido a dejar limpio el restaurante y cerrar para que Carmina y Sebastián disfrutasen de algo de intimidad marital (las niñas dormían en casa de una amiguita).

—¡Enrico! —exclamé y me acerqué a darle un abrazo.

Un abrazo, al parecer, un tanto doloroso, porque se quejó y se encogió con mi contacto.

—Hola, pequeña. Veo que te has portado bien —me dijo tratando de disimular la mueca de dolor.

—No tan bien como tú —le respondí—. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué has estado haciendo? ¿Va todo bien?

Puso una mano en alto para indicarme que parara. El volver a verlo me aceleró, y quise saberlo todo antes de dejarle siquiera aterrizar.

Fue en ese momento cuando fui consciente de lo preocupada que había estado por mi amigo/jefe. Lo miré profundamente; parecía haber envejecido de nuevo. Se lo veía agotado física y mentalmente.

—Ve a tu despacho, que te preparo un cacao caliente.

Asintió con la cabeza y se dirigió al pasillo.

—¡Y no te asustes por los muñecos! —le grité desde la cocina—. ¡Las mellizas lo han usado como sala de juegos!

Cuando entré, me lo encontré sentado a la mesa y con el torso desnudo.

—¡Ay madre! —dije nerviosa—. ¡Ay madre! —A ver cómo se lo explicaba—. Ejem… Verás, Enrico, que yo me alegro mucho de verte, pero de la alegría a…

—Niña, no seas tonta y ven aquí, que necesito que me hagas un favor.

—Pero… verás, que no es por no hacerlo, pero que… —Me iba a hacer pis encima de los nervios—. Enrico, que tú eres mi amigo… ¡y mi jefe!

—A ver, Ada, ¿es que te han dado un golpe en la cabeza o algo parecido? —me dijo con una sonrisilla en la boca—. Anda, ve a por el botiquín, que tengo algunas heridas infectadas y necesito que les eches un vistazo.

—Aaaaaah… Pues haber empezado por ahí, que a pesar de ser un cincuentón, estás de muy buen ver y una no es de piedra.

Salí del despacho corriendo y sintiéndome un poco tonta para regresar un segundo después.

—Esto… ¿Dónde está el botiquín?

—En la cocina, Ada, en la cocina. Es esa caja grande blanca con una cruz roja dibujada en la tapa. ¿Serás capaz de diferenciarla de las cacerolas?

—Lo intentaré —le dije con determinación.

La verdad es que me había puesto muy nerviosa con eso de las heridas.

Cuando regresé también se había quitado los pantalones. Estaba hecho un Cristo. Un Cristo cincuentón muy atractivo, todo hay que decirlo.

—No te asustes —me dijo, consiguiendo justo el efecto contrario—. Caí de un coche en marcha, y la mayoría de las heridas son superficiales o simples moretones. Las preocupantes son ésta y ésta.

Señaló un apósito que tenía colocado en el hombro y otro en la parte posterior del muslo.

—¿También por la caída? —pregunté.

—La del muslo sí; se me clavó una barra de metal que había en el arcén de la carretera. La otra es una herida de bala. —Me heló la sangre la naturalidad con la que me lo contaba—. Pero tranquila, que la bala salió limpiamente por atrás.

¡Uy, sí! Eso me tranquilizaba un montón, igual que lo de la caída de un coche en marcha en medio de una carretera. Estaba tan tranquila que, cuando todo pasó, necesité tomarme tres tilas.

Sacudí la cabeza y me puse manos a la obra.

Le quité el apósito del hombro, y lo que vi no tenía muy buen aspecto: una herida abierta con los bordes rojos como un tomate y el interior, bastante profundo, de un color entre amarillento y verdoso. Su olor tampoco es que fuese precisamente bueno. El orificio de salida no tenía tan mal aspecto.

—¿Cuándo te hiciste esto? —le pregunté.

—Hace tres días.

—Está infectada, y aquí no veo antibióticos por ningún sitio. ¡Vas a necesitarlos! —le dije como la enfermera experta que no era.

—Trata de limpiarla en profundidad, lo mejor posible, con gasas y esas pinzas. Creo que hay yodo en el botiquín. Ahora veremos qué hacemos con lo de los antibióticos.

Me lo explicaba como quien me estuviera dando la receta de un potaje de lentejas. Mirándolo en detalle, Enrico parecía tener más cicatrices en su cuerpo que piel impoluta. Sí, ya sé que, como buena andaluza, tiendo a exagerar, pero es que esta vez exagero poquito.

Le limpié las heridas del hombro como buenamente pude. Cada vez que él me decía con una mueca de dolor: «Aprieta bien la gasa», a mí se me retorcían las entrañas por dentro. Pero la cosa no acabó ahí, no señor.

—Ada, da la vuelta a la mesa —me pidió—. En el segundo cajón tengo medicación para este tipo de casos.

«Este tipo de casos», pero ¿él se había oído? ¿Cuántos casos de ese tipo tendría al año? O peor aún, ¡al mes! Sacudí la cabeza y le obedecí. Traté de abrir el cajón, pero estaba cerrado.

—La llave está en el primero, dentro de una caja de condones.

Jamás me había planteado que Enrico usase nada de eso. Lo quería y lo quiero tanto que para mí era como los ángeles: un ser asexuado. «Sí, claro, igual que mi madre y mírala, de crucero en crucero», pensé.

Abrí la caja de preservativos y, entre los paquetitos cuadrados con una especie de aro dentro, es decir, entre los condones, encontré la llave. Abrí el cajón y saqué una caja de metal. Me pareció ver al fondo una pistola, pero decidí pensar que me lo había inventado.

—Ya está —le dije.

—Perfecto. Tienes que buscar una cajita blanca con dos líneas, una verde y otra azul; no recuerdo el nombre del medicamento —me indicó.

—Venga, Enrico, ¡no me jodas…! ¿Antibacteriano sintético para uso en porcinos, bovinos y perros? —No me lo podía creer—. Vale que muchas veces eres lo más parecido a un cerdo que he conocido, sobre todo comiendo espaguetis, pero…

—Confía en mí. Me las he visto en situaciones peores, y eso es mano de santo —me explicó—. Como mucho, pasaré unos días con diarreas y vómitos.

Me indicó que extrajese cinco mililitros de la ampolla y que se los inyectase. Auné fuerzas y fui directa a pinchar la aguja.

—Pero ¿qué haces? —me dijo agarrándome la muñeca.

—Pues ponerte esto, ¿qué voy a hacer?

—Ya, pero ahí no, ¡so bestia! ¿Quieres matarme de dolor? Es un inyectable; si me lo pones en el cachete tardará poco en extenderse al resto del cuerpo, incluyendo la herida que has estado a punto de masacrar.

—¡Uy, perdón! Es que me había emocionado.

Después del aburrido pinchazo en el cachete desinfecté la herida del muslo, que tampoco tenía demasiada buena pinta. A continuación saqué una buena dosis de antiinflamatorios y analgésicos, y se los hice tragar con el cacao, que ya no estaba tan calentito.

—¡Listo! —dije cuando consideré que todo estaba controlado.

Pasamos casi toda la noche hablando. Aunque, para ser sincera, la única que habló fui yo. Él, a pesar del cansancio, me escuchó con atención y comentó lo que consideró necesario. Le conté con pelos y señales lo ocurrido en torno a Mari Vila desde que me adjudicó el caso y se largó, incluyendo la visita de Anna. También le hablé un poco del tema de Nico y de la «conversación», por llamarla de alguna manera, con Susana.

—¿Por qué nunca me contaste lo de ese tío? —me preguntó, un poco molesto.

—Supongo que por vergüenza —confesé—. Y por no dar más vueltas al tema. Quería olvidarlo y punto.

No pareció hacerle demasiada gracia la respuesta, pero me pidió que continuara. Y continué.

Luego les llegó el turno a mis amigos entrecomillados. Le conté lo ocurrido con Bruno y me descubrí admitiendo que estaba un poco harta de mi promesa.

—Es que es una mierda de promesa. En la vida no puedes elegir cuándo te enamoras y cuándo no. Y, menos aún, puedes decidir no enamorarte jamás, porque lo único que vas a conseguir es sentirte sola e infeliz.

Hizo una pausa que me supo a pasado.

—No cambiaría por nada del mundo los años que pasé con mi ángel. Esta mierda de vida se convierte en nada cuando pienso en su sonrisa. Tan sólo cambiaría una cosa: habría dado mi vida a cambio de la de ella, y de la de mi pequeña.

Escuchar esas palabras de un tipo con aspecto tan duro resultaba sobrecogedor.

—No vas a contarme nada de lo que has estado haciendo tú estos días, ¿verdad?

—Dejémoslo en que, por ahora, la cosa está controlada —fue su respuesta—. Tanto tú como yo podemos volver a nuestras antiguas vidas.

—Yo no pienso lo mismo —le dije—. Maria aún sigue desaparecida, y estoy convencida al cien por cien de que es Hogui quien la tiene.

—¿Hogui?

—Es el diminutivo que le he puesto al Asesino de la Hoguera, para quitarle un poco de hierro al asunto —le expliqué—. Creo que, con tu ayuda, podríamos dar con Maria.

Enrico no quiso hablar tampoco de ese tema en aquel momento. El sueño le estaba ganando la batalla y debió de darle pereza empezar una nueva conversación con pinta de ser larga.

Para cuando cogí la moto de camino a casa eran cerca de las cinco de la madrugada. Creo que Enrico pasó la noche en el sofá de su despacho, rodeado por todos lados de los muñecos de las mellizas.

Caí en la cama rendida y, por primera vez en muchos días, disfruté de un sueño reparador y libre de pesadillas.

Enrico había regresado.