21

Susana…

Mi amiga…

Mi pelirroja de carita preciosa y sonrisa de caramelo…

Me había borrado de su vida.

Y la culpa era sólo mía.

Angustia.

Creo que la sensación que mejor podría explicar aquellos tres días aguardando la muerte de Maria es la angustia.

Aquél había sido un martes eterno. El bajón de Flor, la llamada de teléfono de Roberto, los mensajes entre Enrico y yo, y las indagaciones en torno a las víctimas y a su relación con Mari Vila. Todo aquello me dejó agotada, y eso que ya había llegado a casa lo suficientemente hecha polvo.

Me di un baño y me metí en la cama a eso de las diez de la noche.

Imposible dormir. Cada vez que cerraba los ojos aparecía el puto reloj de la esfera blanca con las manecillas moviéndose a toda pastilla.

Recordé la frase de Maria en mi pesadilla: «Si duermes, moriré».

—Y si no descanso, caeré enferma y entonces ya sí que no podré ayudarte —le dije a la Maria de mis pesadillas, como si pudiese oírme.

Después de dar muchas vueltas en la cama, decidí levantarme e irme al sofá. Puse unos temas de Stan Getz y cogí una novela titulada Quédate a mi lado, de Noelia Amarillo. Me eché a leer en el sofá con la música de fondo.

Creo que caí dormida cerca del amanecer, cuando ya me había bebido la novela entera. Por cierto, una historia de amor muy original y muy atípica. Totalmente recomendable.

Creo que, en total, conseguí dormir un par de horas. Desperté sobresaltada por el timbre.

—¿Quién es? —pregunté por el interfono teniendo aún los ojos pegados.

—¿Es usted Ada Levy? Le traigo un paquete.

Invité a subir al mensajero y corrí al dormitorio a ponerme algo decente.

Por fin había llegado mi nueva «herramienta de trabajo». Tuve que convencerme de que la compraba para eso: para mis viajes en moto, y sobre todo de cara a los montajes en vídeo que publicaban en el portal web alemán mensualmente.

Abrí el paquete con la primera sonrisa de ilusión verdadera desde hacía varios días.

—Preciosa —dije en voz alta—, y más bonita aún vas a quedar sobre mi moto.

Saqué de la caja mi nueva Go-Pro Hero 3 Black Edition. Parecía impaciente por compartir conmigo miles de kilómetros, y prometía imágenes nítidas, amplias y sin vibración gracias a su lente gran angular y al control de estabilidad. Mi antigua cámara, la pobre, ya no daba más de sí. Me dificultaba mucho los montajes de los vídeos porque había tramos en los que la vibración era excesiva.

—Bienvenida pues —le dije de nuevo, y la dejé en el armario de los equipos de la moto.

Recordé en ese momento que el día 28 de octubre tenía mi próximo viaje: una semana recorriendo algunas de las carreteras de Galicia.

Mis reportajes en la revista Moter@s son mensuales. Suelen ser escapadas de fin de semana, para que estén más al alcance de moteros y moteras con poco tiempo para viajar, y me encargo de mostrar tanto puntos de interés como restaurantes, cafeterías y alojamientos especiales. Creo que uno de los mayores placeres de viajar mucho en moto es tener la certeza de que te estás tomando un café en un lugar por el que jamás habrías pasado si no viajaras eligiendo carreteras en lugar de destinos. Y me explico: cuando programo un viaje, lo primero que hago es poner un mapa sobre la mesa. Marco el punto del que salgo y al que me dirijo, y luego recorro con un rotulador la ruta con carreteras más reviradas. Si hay pistas de tierra, mejor. La parte final del trabajo la hace el Garmin, que se ocupa de asegurarme que el itinerario que he escogido es posible. Aunque a veces se equivoca y me mete en unos buenos berenjenales.

Normalmente acabo recorriendo carreteras perdidas por las que apenas pasan vehículos. Algunas con el asfalto en buen estado. Otras con auténticos boquetes cada pocos metros. Y en esas carreteras, de repente, encuentras una tasca en la que sólo entra la gente de la zona o una maravillosa presa en la que hay una espléndida cafetería con vistas a las aguas mansas y llenas de patos.

No sé… Es tan especial que muchas veces me sorprendía a mí misma deseando tener a alguien con quien compartir aquellos cafés.

¡Pero bueno, Ada! ¡Otra vez te dispersas!

Volviendo a mi inminente viaje a Galicia, recordé que debía hacerme el itinerario y mandárselo a Alfonso, mi jefe en Moter@s, para mantenerlo informado.

Te extrañará que, con lo lluvioso que es el clima de Galicia, precisamente hubiese programado mi viaje para esas fechas. Lo que ocurre es que el viaje era para un número especial dedicado a esa región. Mi jefe es de un pueblo de A Coruña, Ponteceso, y quería que yo explorase todas aquellas carreteras y aquellos paisajes para vender la zona como uno de los mejores lugares en los que pasar unas fechas tan importantes como son las de Navidad. Lo cierto es que a mí no me importa viajar con lluvia, siempre y cuando las carreteras sean aceptables. Y, además, la idea de todos aquellos paisajes verdes y húmedos, salpicados de bonitas casas con humo saliendo por sus chimeneas, se me antojaba maravillosa.

Me propuse adelantar ese trabajo en aquellos tres días para tratar de quitarme, en la medida de lo posible, a Maria de la cabeza.

Las horas pasaban a mi lado y se marchaban para no regresar. Los días me traían las noches de insomnio y las noches de insomnio terminaban con la certeza de la realidad: «Viernes… Ya es viernes».

Había pasado un miércoles y un jueves de mierda, con la angustia como compañera de fatigas y la sensación de que mi piso se había convertido en una jaula. Clemente se limitaba a comer cuando tenía que comer y a nadar cuando tenía que nadar, lo que era siempre. Yo, en cambio, no comí cuando debía comer, no me aseé cuando debía ducharme, no me cepillé el pelo cuando lo debía cepillar y no dormí cuando era lo que más necesitaba en el mundo: descansar. Ni siquiera la programación del viaje a Galicia logró arrancarme un solo instante a Maria de la cabeza. Me sorprendía una y otra vez pasando del Google Maps al Buscador de Google para dar con imágenes de Mari Vila y acariciarlas con la yema de los dedos pidiéndole perdón.

«Perdóname».

«Por favor, perdóname».

«Mañana por la mañana todo habrá terminado».

«Perdóname».

Me odié a mí misma por permitir que todo fuese a terminar sin haber logrado hacer nada más por ella. Me odié profundamente, y ni los mensajes de correo electrónico que me enviaba Enrico cargados de ánimo ni las llamadas repletas de «todo va a salir bien» de José Luis lograron aminorar el odio que corroía mis entrañas.

«Lo siento tanto…»

¿Sabes cómo me libré por un buen rato del sentimiento de culpa? Fue realmente sencillo. Lo cambié por rabia y ganas de estrangular a alguien. ¿Que a quién? Pues a Nico, a quién va a ser.

El niñato de mierda me llamó a eso de las diez de la mañana. Primero una vez. No se lo cogí. Luego otra vez. Tampoco descolgué. Y debe de ser cierto lo de que «a la tercera va la vencida», porque al tercer intento descolgué el teléfono, desquiciada.

—¿Qué quieres? —le pregunté de la forma más seca que pude.

—¿Ésas son formas de darme los buenos días, princesa? —me dijo con el mismo tono asqueroso que usaba cuando quería echarme un polvo, igual de asqueroso.

—¿Qué cojones quieres, Nico?

—Nada… Sólo llamaba para darte las gracias —me dijo con recochineo.

—Las gracias ¿por qué? —Me arrepentí de haberle hecho aquella pregunta antes de haber acabado de pronunciarla.

—¿Por qué va a ser, mujer? Pues por el magnífico coñito que me has regalado —dijo—. No te imaginas lo bien que la mama tu amiga Susanita. Casi igual de bien que tú.

Si lo hubiese tenido delante, te juro que le habría rajado la garganta. Tenía toda una sarta de insultos y barbaridades apelotonados en mi boca deseando salir, pero me controlé. Recordé lo de «fría por fuera, un témpano de hielo por dentro».

—Aaah… Era por eso. De nada, hombre. Un placer. No tenía ni idea de que mi amiga Susana hiciera ese tipo de cosas tan bien —le contesté mientras clavaba con fuerza un cuchillo de cocina en la tabla de madera para tratar de disipar la rabia—. Pues nada, que seas muy feliz. ¡Un abrazo!

Cuando le colgué el teléfono di un grito de los de película de terror. Imagínate si fui exagerada que Flor apareció enseguida tras la puerta y tocó al timbre.

—¡Ada! ¿Estás bien, cariño?

—¡Sí! ¡No te preocupes!

Corrí al cuarto de baño a cepillarme el pelo y recogérmelo en una coleta mientras hacía gárgaras con un poco de enjuague bucal. Salí a abrirle intentando mejorar mi aspecto y mi lenguaje corporal conforme me acercaba a la puerta.

La recibí con una gran sonrisa.

—A ver, ¿qué te pasa?

Eso de que alguien te conozca tan bien que no sirva de nada lo de tratar de disimular es una mierda.

La invité a entrar.

—¡Madre mía! —gritó al ver el estado de mi piso.

Hasta para mí y mi desorden habitual, aquello era exagerado. El equipo de la moto seguía desperdigado por el suelo, tal como lo había dejado el día que había regresado a Granada. No había fregado los platos en esos tres días, ni hecho la cama, ni puesto ninguna lavadora, ni nada de nada. Me había limitado a respirar, orinar y defecar cuando había sido necesario, y a mover el cuerpo con desgana de la cama al sofá, del sofá a la cocina a por café o agua, y de la cocina de nuevo al sofá. Ah, sí, en alguna de mis incursiones a la cocina le había puesto de comer a Clemente.

Flor hizo por mí lo mismo que yo había hecho por ella un par de días atrás. Me mandó a la ducha y arregló un poco, lo que le dio tiempo, mi piso. Cuando salí vestida con unos vaqueros y una gran sudadera, me dio el cepillo y el recogedor.

—Barre un poco el suelo, que se nos van a comer las pelusas —me ordenó—. Y guarda la ropa de la moto, que te la he dejado sobre el sofá de la habitación pequeña.

No rechisté. Seguí sus órdenes obedientemente y me pareció que el movimiento no sólo iba despertando poco a poco mis músculos, sino que también me levantaba el ánimo.

Cuando terminé con la escoba y la ropa de la moto estuvo guardada en su sitio, Flor me dio un trapo húmedo para limpiar el polvo y me indicó que llevara las maletas de la moto a su rincón. Mientras tanto, ella salió un momento y fue a su piso. Regresó al cabo de un par de minutos con una olla en las manos.

—Estaba preparando un guiso para el mediodía cuando se te ocurrió gritar —me dijo a modo de regañina—. Has conseguido que lo comparta contigo.

Me contagié un poco de su sonrisa y su energía, y me alegré enormemente por tener a Flor como amiga/madre/enfermera.

Juntas, terminamos de poner mi piso a punto y almorzamos en la cocina, un exquisito guiso de pollo, alcachofas y patatas. Al principio noté el estómago tan cerrado que no me creí capaz de tragar ni una sola cucharada, pero hice un esfuerzo convenciéndome a mí misma de que necesitaba comer y recuperar energías. El apetito fue apareciendo poco a poco e incluso acabé repitiendo.

—¿Me vas a contar qué te pasa? —me preguntó cuando me levanté para servirme el segundo plato de guiso.

Me apetecía contárselo todo, pero «todo» no era posible. Era consciente de que había determinadas cosas de mis tres días anteriores que debía obviar para no asustar a Flor y evitar que se preocupara demasiado por mí. Además, cabía la posibilidad de que mi total sinceridad acabase siendo peligrosa para Enrico, no por nada, sino porque Flor probablemente planeara asesinarlo después de saber que me había dejado sola en un caso tan delicado como ése.

Al final le hice un resumen muy descafeinado. Le dije que estaba echándole un cable a Enrico con el caso de Mari Vila, pero que estaba haciendo tareas sin importancia: hablando con familiares para contrastar versiones, buscando amantes despechados y cosas por el estilo.

—Pues ojalá la encontréis sana y salva —me dijo de corazón, y el gesto le cambió al mirarme a la cara—. Tú crees que le ha pasado algo, ¿verdad?

[Nota mental: Ada, guapa, ¿podrías dejar de ser tan transparente?]

—La verdad es que sí, Flor. Yo creo que la tiene el Asesino de la Hoguera, y si estoy en lo cierto, debería aparecer muerta mañana.

Apreté los puños tratando de contener la rabia y la culpa que volvían a crecer dentro de mí.

—Pues vamos a ser positivas y a pensar que todo saldrá bien con esa pobre chiquilla —me dijo esperanzada, y decidí guardarme una pizca de esa esperanza en el corazón.

A continuación me preguntó por el grito; ella sabía de sobra que una situación como la que le acababa de contar no era suficiente motivo para sacarme de mis casillas. Y ahí sí que me explayé. Le conté todo lo que había pasado con Nico desde la maldita mañana en que me lo encontré junto a mí en la cama.

Le hablé de su nueva relación con mi amiga Susana y de la llamada que me había hecho el muy cabrón haría un par de horas ya.

—No he querido darle la satisfacción de sentirme enfadada así que, mientras me despedía de él con palabras amables, acumulaba energía por dentro. Cuando colgué, exploté.

—Y ¿qué hay de Susana? ¿Sabes algo de ella? —me preguntó Flor.

—Ella ya es mayorcita. Intenté avisarla, pero no me escuchó.

Aquello no era del todo cierto. No la avisé. Ni siquiera lo intenté porque andaba tan enfadada con el asunto de Nico que no me apeteció hablar de él. Susana era tontorrona, pero estaba segura de que si le hubiese contado toda la verdad acerca de Nico se habría cuidado de acercarse a él. ¿O no? Pero lo que sí me quedó claro en aquel momento es que ni siquiera le di la oportunidad de decidir por ella misma. No la previne y, en parte por culpa mía, en aquel momento salía con un autentico hijo de puta.

—¿Crees que debería llamarla? —le pregunté a Flor.

—Sí, creo que deberías hacerlo. Al menos para saber que está bien.

Asentí en silencio. Mi amiga tenía razón; no podía seguir huyendo de aquella situación. Me ponía a mí misma la excusa de la desaparición de Maria y el tiempo y la energía que me estaba robando. Sin embargo, llevaba dos días en Granada y, pese a haber estado subiéndome por las paredes, debí haber sacado unos minutos para hablar con ella.

El móvil estaba sobre la mesa de la cocina, a mi lado. Puse una mano sobre él, y Flor se levantó y regresó a su piso para dejarme algo de intimidad.

Respiré hondo antes de pulsar la tecla de llamada.

—Hola. —Vaya, Susana fue tan seca conmigo en su saludo como yo con Nico.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Pues no muy bien, la verdad. No es muy agradable eso de que tu novio te cuente que su ex novia, o sea, tú, lo ha llamado para convencerlo de que vuelva con ella.

Tragué saliva y respiré hondo varias veces para tratar de asimilar lo que Susana acababa de decirme.

—Susana, eso no es cierto. Yo jamás…

—¡Ni tú jamás, ni hostias! No soportas verme feliz. Siempre deseando que mis relaciones terminen mal para acogerme con los brazos abiertos como si tú fueses la única que se preocupa por mí. —Su voz estaba cargada de odio y resentimiento—. ¡Déjanos en paz! ¿Me oyes? ¡No vas a volver a hacerle daño a mi Nico jamás!

Y me colgó el teléfono.

Susana…

Mi amiga…

Mi pelirroja de carita preciosa y sonrisa de caramelo…

Me había borrado de su vida.

Y la culpa era sólo mía.

Traté de recomponerme como pude. Sabía que Nico era capaz de hacer muchas guarradas y que Susana era presa fácil para él, pero ¿tan fácil? ¿Cuántos días habían pasado desde nuestro encuentro en el Alexis? Ni siquiera una semana.

En una puta semana Susana ya era suya.

Me convencí a mí misma de que, en aquel momento, no podía hacer nada. Luego, rectifiqué para mis adentros. «¡Qué coño! No es que no pueda hacer nada, es que no quiero hacer nada. Mi mejor amiga ha decidido que prefiere una polla a mi apoyo, mi cariño y mi amistad. ¡Pues que disfrute de esa polla! Cuando acabe hecha una mierda, a lo mejor ya no estoy para ayudarla a levantarse», dije en voz alta para desahogarme. Y ojalá no lo hubiese dicho jamás. Ojalá ni siquiera lo hubiese pensado, porque es algo de lo que me arrepentiré eternamente.

Sacudí la cabeza y traté de calmarme. Y en ésas estaba cuando sonó el timbre.

Tuve la sensación de que todo aquello que fui guardando en un cajón mientras estaba rulando por Córdoba y Sevilla había decidido salir a la vez.

—Hola, Bruno —lo saludé al abrir la puerta.

Los dos nos quedamos un poco cortados, sin saber muy bien qué decir.

—¿Puedo pasar? —me preguntó.

Me hice a un lado para dejarle paso y lo seguí hasta el salón.

Se quedó de pie, con las manos metidas en los bolsillos y mirándome fijamente.

—No sé por qué he venido —me dijo—. Supongo que tenía la esperanza de que aún no hubieses llegado a casa. Como me dijiste que hablaríamos en cuanto llegases…

Me mantuve en silencio, sin saber qué decirle. En aquel momento no iba a quedar demasiado bien un «no eres tú, soy yo», por muy verdad que fuera. La única excusa que podía tener él ya la conocía bien: yo no pensaba en Bruno más allá de la amistad y el sexo. No lo había llamado porque ni siquiera me había acordado de él, y no es que yo fuera una entendida, pero sí tenía a una gran maestra del amor. Flor siempre me había dicho que el día en que te enamoras no puedes dejar de pensar ni un instante en esa persona. Yo deduje que eso también valía para casos en los que una anduviera buscando a una modelo desaparecida a la que había raptado un asesino aficionado a quemar vivas a sus víctimas. Y lo cierto es que Bruno no regresó a mis pensamientos hasta el momento en que apareció en mi piso con aquella carita.

—Bruno… No eres tú, soy yo.

¡Toma ya! ¡Lo tuve que decir!

Él permaneció en silencio unos segundos. Una sonrisa de incredulidad tatuó su rostro. Yo, mientras tanto, me insultaba duramente por dentro. ¿Cómo había sido capaz de decirle aquello? Me parece que sé por qué: aquél era el camino más corto.

—Creo que es mejor que dejemos de vernos, Ada. Está claro que los dos buscamos cosas diametralmente opuestas, y yo no estoy dispuesto a sufrir por alguien que no siente lo mismo por mí —me dijo muy serio.

Me limité a asentir. No quería volver a meter la pata y, además, Bruno notaría en mi voz el llanto ahogado.

No estuvo en casa ni cinco minutos. Después de aquello, pasó a mi lado en dirección a la puerta de la calle. Me dio un beso en la mejilla antes de desaparecer por la escalera. Fue entonces cuando se me escapó una lagrimita. No más, eso era todo lo que era capaz de llorar.

Me pregunté si algún día conseguiría romper a llorar de verdad.

El estrés se me comía viva. Aquél estaba siendo un día demasiado intenso para mí, teniendo en cuenta que lo único que tenía planeado era aguardar la muerte de Maria a la mañana siguiente, ya que mi única esperanza consistía en que Superman o Batman aparecieran de repente y la rescataran de las garras del fuego, y eso, no nos engañemos, no era demasiado probable.

«Estrés», pensé.

«¿Qué hago yo cuando me estreso?», me pregunté.

«Sexo», me respondí.

Cogí el móvil a toda prisa y le mandé un mensaje un tanto subido de tono a mi amigo «meticuloso». ¿Lo recuerdas? El que había nacido para regalar orgasmos con la ayuda de su lengua juguetona. Pues no tardó demasiado en responder: «Lo siento, preciosa, pero mi lengua ahora tiene dueña».

«Mierda», pensé.

Probé con la siguiente opción: mi amigo el «fuertecito».

Tampoco estaba disponible. Bueno, no al menos como a mí me habría gustado. Rubén es bisexual y aquella noche había quedado con un amigo. Me invitó a unirme a la fiesta, pero decidí declinar la oferta. No por nada, sino porque no me sentía con energías suficientes. Mi experiencia me dice que para enfrentarte a toda esa cantidad de testosterona necesitas estar fresca y haberte nutrido e hidratado abundantemente las horas previas.

«Ni buen sexo me queda», me dije derrotada.

Me conformé con un buen baño caliente y mi dedo índice jugando bajo el agua con mi preciado botón.

Varias veces.

¡Botón caprichoso!

Unos cuantos orgasmos y una buena dosis de relajante muscular, gentileza de mi vecina de al lado, me dejaron planchada sobre la cama.