No cuadraba.
Le di mil vueltas, pero no…
No cuadraba.
Sostuve el móvil en la mano un buen rato, tratando de evaluar si era o no buena idea llamar a José Luis. Intuía que, en aquellos momentos, no debía de tenerme en muy alta estima.
Como sé lo impulsiva que soy, dejé el teléfono sobre la mesa y fui a la cocina para prepararme un café. No me apetecía nada porque aún seguía pesándome el atracón de dulces, pero necesitaba cafeína para poder pensar con más claridad. «Total —me dije—, en lo más que puede acabar el día de hoy es en una diarrea y una leve deshidratación». Acordé conmigo misma que lo de la diarrea habría merecido la pena si mis ideas se aclaraban gracias al café.
Me llevé un vaso de agua al salón, por lo de la deshidratación.
El cuerpo humano es increíble: El café es uno de los grandes placeres de mi vida y, sin embargo, aquella tarde me supo a rayos. Lo bebí de un trago y traté de limpiar mi tubo digestivo con el vaso de agua.
Aún con la sensación de asco en el cuerpo, me di cuenta de que había recibido un e-mail de Enrico:
Yo también te echo de menos. Lamento mucho haberte dejado sola en un caso tan complicado como éste. Sin embargo, que ni se te ocurra volver a plantearte que me equivoqué al elegirte como colega. Estoy seguro de que vas a ser una excelente investigadora privada y de que vamos a ganar mucho dinero juntos.
Cambiando de tema, tengo novedades para ti. El número de teléfono que me enviaste pertenece a Miranda Juárez Benito. Es una mujer de treinta y ocho años, directora de Innovación y Cultura de una empresa llamada Sur Cultural que trabaja codo con codo con los ayuntamientos de Córdoba y Sevilla en la organización de todo tipo de eventos culturales. Es soltera, sin hijos y sin pareja reconocida. Vive sola o, más bien, vivía sola. Denunciaron su desaparición dos días después de la llamada de Maria. Se desconoce la fecha real de su ausencia. Fue vista por última vez en la tarde del sábado día 28.
En cuanto a la relación entre el resto de las mujeres desaparecidas y Mari Vila, vas a tener que currártelo tú. No es fácil para mí conseguirte eso, y menos estando aún en Nápoles.
Ánimo, que lo estás haciendo bien.
Del e-mail de Enrico podían deducirse varias cosas.
La primera de todas y tremendamente importante para mí: parecía estar contento con mi trabajo y muy seguro de querer que fuese su socia.
La segunda: el número de teléfono pertenecía a una mujer que casaba perfectamente con el perfil de las víctimas de Hogui.
La tercera: Enrico seguía en Nápoles; es decir, que su ayuda aún tardaría en llegar.
Después de darle unas vueltas a lo del número de teléfono y su dueña, la tal Miranda Juárez, me encontré con un verdadero enigma: ¿Para qué habría secuestrado Hogui a otra mujer si ya tenía a Maria?
Por la información que tenía y las deducciones de José Luis, Hogui secuestraba y asesinaba de un modo secuencial. No hacía coincidir a sus víctimas. Y ahora que se había confirmado que Maria había llamado desde el teléfono de Miranda, parecía evidente que las dos mujeres estaban juntas o que lo habían estado en algún momento. Yo seguía en mis trece: a Maria la tenía Hogui. Luego a Miranda, digna de ser considerada una bruja del siglo XXI por su tipo de vida, también debía de tenerla Hogui. ¿O era al revés? Quizá mi pálpito se había acercado más a la certeza cuando Enrico me había confirmado lo de esa nueva desaparición.
Fuera como fuese, lo que me jodía todas mis deducciones era el hecho de que Hogui tuviese a dos mujeres cautivas a la vez. Eso no casaba en absoluto con el esquema que había en mi cabeza. Y a pesar de que cuando estudiaba criminología aprendí que los asesinos en serie suelen evolucionar buscando incansablemente alcanzar la perfección y un mayor placer, no me pareció muy probable que fuese eso lo que intentaba Hogui. Lo del «dos por uno» se me antojó una mala idea, sobre todo si dejas pasar por alto algo tan importante como que tu nueva víctima lleva un móvil encima y se lo presta a tu primera víctima para que pueda llamar a sus amigos y pedir ayuda.
No cuadraba.
Le di mil vueltas, pero no…
No cuadraba.
Y he aquí la gran putada: la última vez que habían visto a Miranda había sido el sábado 28 de septiembre; es decir, que Maria llevaba más días cautiva. Eso significaba que, si no dábamos con ella antes del jueves por la noche, el sábado por la mañana aparecería calcinada en algún parque.
Después de coger y soltar el móvil un montón de veces, de dar vueltas y más vueltas por el piso tratando de decidirme, finalmente agarré el teléfono, localicé el número en la agenda y llamé a José Luis.
—Vaya, vaya… —fue su respuesta. Al menos había descolgado—. Pero si es la señorita que provocó que me arrestasen…
—No sé cómo pedirte que me perdones. No puedo mentirte, salí de allí dándole tantas vueltas al coco que se me olvidó llamar a mi amiga para decirle que ya podía relajarse.
«¿No puedo mentirte?» y «¿Se me olvidó?». Me sentí una auténtica gilipollas. Debí haberme inventado algo más tranquilizador como: «Ejem… Verás, José Luis… No te lo vas a creer, pero es que justo cuando salí de la casa de tu hermana me encontré con E.T. en plena calle diciendo “mi caaasaaa” y, claro, tuve que ayudarlo a buscar una bicicleta para poder acompañarlo a un monte y volar junto a él con la luna a nuestras espaldas. Lo malo es que el pobre extraterrestre, después del paseo, se puso enfermo y entre el “mi caaasaaa…” y la tos, tuve que sacrificarlo. Lo pasé tan mal que se me olvidó llamar a mi amiga Cristina para contarle lo buena gente que eres y lo bien que me caes».
Creo que lo de E.T. habría sido un pelín exagerado, pero no tan doloroso como saber que ocupas en la mente de una persona un espacio tan ínfimo que esa persona no cree que el hecho de que vayas a la cárcel es importante.
—¿Sigues ahí? —me preguntó.
Yo en las nubes, como de costumbre.
—Sí, José Luis. Sigo aquí. Perdóname, por favor. No sé cómo, pero te lo compensaré.
—Ya lo has hecho —me dijo.
La conversación con el periodista sevillano no fue tan mal como había supuesto. Tampoco es que podamos decir que lo de su arresto fuera un golpe de suerte, pero casi. Al parecer, seguía imputado por haberse llevado el material sobre el Asesino de la Hoguera, pero habían retirado los cargos en lo referente a su difusión por internet. De esto último tendría que responder el periódico, en concreto su director, como máximo representante.
Además, según me decía, parecía que iban a tener en cuenta algunos de los análisis que había hecho con los datos de las víctimas. Como podrás imaginar, lo de la brujería lo descartaron de inmediato. Me alivió saber que José Luis seguía convencido de que el camino que habíamos elegido nosotros, el de la caza de brujas, era el correcto.
Cuando terminó de detallarme sus horas en prisión preventiva, pasé yo a contarle las novedades: lo del teléfono y su dueña.
Él coincidió conmigo en que la pobre mujer tenía el perfil perfecto para convertirse en una más de las víctimas de Hogui. También coincidimos en lo extraño de mantener a dos mujeres secuestradas a la vez.
—Ahora estoy más convencido de que Mari Vila debe de guardar alguna relación con todas las víctimas del Asesino de la Hoguera —me dijo.
Acordamos averiguar si realmente existía esa relación. Nos dividimos a las víctimas, incluyendo a Miranda Juárez, la última, y quedamos en hablar a última hora de la tarde para comprobar qué habíamos encontrado.
Comencé a las cinco de la tarde y paré a las ocho. Tres horas que podría definir como una auténtica locura. Primero, busca los números de teléfono de las empresas en las que trabajaban cada una de las mujeres asesinadas. Después, ten la suerte de que quien te coge el teléfono te pone las cosas fáciles. Yo no tuve suerte en ni una sola de las llamadas. Que si «no puedo darle información sobre nuestros clientes», cuando llamé a la macrocadena de gimnasios… Que si «señorita, a usted qué le importa», cuando conseguí hablar con alguien en la editorial que pertenecía a una de las víctimas… Que si «X era una guarra, y se lo tiene bien merecido», me dijo un «señor» que trabajaba en una empresa de productos de belleza…
A pesar de ello, estaba dispuesta a encontrar algo, aunque tan sólo fuese un «no, lo siento, Mari Vila jamás ha aparecido por aquí». Así que comencé a tirar de los «mentiruscos gordos ataos con piedra» como fiel seguidora de José Mota. Hubo casos en los que me hice pasar por prima, por tía e incluso por madre de algunas de las víctimas, y preguntaba preocupada, como dando por hecho una relación anterior, si Mari Vila podría haber sido una mala influencia para mi adoradísima prima, sobrina o hija muerta. En otras ocasiones, fingía ser una modelo amiga de Mari Vila que, en un momento dado, podría ofrecer sus servicios viendo que ésta no aparecería. Hubo sitios en los que había centralitas y multitud de personas atendiendo a los que llamé hasta seis veces, cambiando la voz.
Repetí el modus operandi en los últimos cuatro intentos: me dediqué a dar pena alegando que era la secretaria de Roberto, el agente de la mismísima Mari Vila. Entre sollozos le explicaba, a quien fuera, me daba igual, que Roberto me había encargado que me pusiese en contacto con todas las empresas con las que Maria tenía algún tipo de relación para tratar de posponer o zanjar los posibles contratos del modo menos perjudicial para ambas partes. «Y no tengo información de nada, ¡de ninguna de las empresas! Buaaaaaaaaa…», y fingía llorar.
«¡¿Cómo es que no se te ha ocurrido esto antes?!», me dije a mí misma al borde del ataque de nervios.
Conclusión: en todas las empresas y demás negocios que colaboraron conmigo, me confirmaron que Mari Vila o bien iba a ser imagen de la marca, o acudía como clienta y tenía buena relación con las dueñas o gerentes. En total, pude comprobar que cinco de nueve de las víctimas que me habían tocado a mí habían tenido una relación más o menos estrecha con Maria.
José Luis tuvo mucho más éxito: ocho de ocho. En el caso de Silvia, la mujer de quien estuvo enamorado, parecía que Maria y ella habían entablado una buena amistad. La modelo solía acudir a algunos de sus restaurantes en Córdoba y Sevilla, e incluso había sido la imagen de una de las campañas de verano, de esas que te encuentras fotos gigantes hasta en los autobuses.
Mi compañero de fatigas y yo estábamos exultantes de felicidad después de aquel gran descubrimiento. Por fin confirmábamos que María tenía su propio papel en la función.
Sin embargo, la euforia se nos fue desinflando a ambos cuando fuimos conscientes de algo importante: no teníamos ni idea de cuál era ese papel.
Los dos habíamos hecho un gran esfuerzo; nos habíamos partido los cuernos para construir un camino que, al menos, fuese creíble para nosotros.
Juntos habíamos descubierto grandes cosas, pero todo lo que habíamos descubierto nos llevaba a…
NADA.