Sangre y muñecas.
El rojo intenso resbalando sobre las paredes de colores pastel.
Aquel rincón infantil profanado por el aliento
de la muerte implacable.
Junto a ellas una rosa blanca y una nota.
Podríamos marcar este momento de la historia como el punto en el que yo, Ada Levy, acepto ocuparme del caso de una modelo desaparecida y, por casualidad, acabo topándome con un asesino perturbado, obsesionado con carbonizar a mujeres. Nada, un detalle sin importancia que me apetecía compartir contigo.
¿Investigadora privada? ¿Yo?
¡A Enrico se le había ido la olla! Vale que, en aquel momento, estuviese dedicando a ese trabajo casi más tiempo que al que se suponía que era mi trabajo de verdad. Vale que me estuviera dejando un buen dinero. Pero dedicarme a ello profesionalmente… Para mí los detectives privados eran esos seres solitarios y raros que aparecían en las novelas y en el cine negro. Yo no era más que una loca motera con el único deseo en la vida de ser feliz y libre.
Aunque, pensándolo bien, lo cierto es que tenía bastante fácil lo de ser investigadora privada. Además de periodismo, estudié criminología en Madrid. En mi época universitaria, soñaba con ser reportera de sucesos. Ansiaba ser la primera en enterarse de la noticia, la primera en llegar al escenario del crimen, la primera interpretando los hechos… La primera en todo. Y por eso decidí cursar criminología a la vez que terminaba la carrera. Aprendí muchísimo, pero pronto comencé a colaborar con varias revistas de viajes con algún que otro reportaje y se me olvidó todo lo demás. No tardaron mucho en contratar mi proyecto de mototurismo por España en la revista Moter@s, con la que aún trabajo y, a través de BMW España, conseguí un espacio en un portal alemán con mucho prestigio en el mundo de la moto. En él se difunden los montajes de los vídeos de mis viajes y se publican mis artículos, traducidos.
Lo de Enrico sólo era un sobresueldo, algo que me entretenía y me permitía vivir medio bien. De ahí a dedicarme a la investigación privada como profesión había un gran trecho.
—Piénsalo bien, Ada. Yo tengo que evitar estar demasiado expuesto y lo de esta chica desaparecida no me lo va a poner fácil. Necesito un apoyo y a ti esto se te da bien —me dijo cuando vio la cara que le había puesto—. Hasta te divierte a veces.
Sonreí porque tenía razón, se me daba bien. Y algún que otro seguimiento había acabado siendo tremendamente divertido. Ni te imaginas la de cosas que hace la gente cuando piensa que nadie la está mirando, incluso estando en la calle. «Pero ¡por Dios!, menudo pelo me asoma por la nariz. Voy a ver si metiéndome el dedo por este pequeño orificio hasta el cerebro consigo arrancarlo». Sí, y eso, reconozcámoslo, lo hacemos todos. No hay nada mejor que saberte sola después de unas horas notando ese roce incómodo cada vez más bajo entre los muslos y subirte las medias a gusto, sin importarte que el vestido te llegue a las axilas. ¿Y qué hay de esas braguitas que se niegan a quedarse quietas en su sitio? En fin…
Después de mucho insistir, le dije a Enrico que me lo pensaría, que me diera un tiempo para digerirlo. Necesitaba ponerme en sus zapatos y tratar de averiguar si al cabo de unos años me veía haciendo lo que él hacía.
Salimos del Arriaga a eso de las cinco de la tarde. Enrico prefirió volver solo a La Napolitana. Me pareció normal, supuse que necesitaba pensar en soledad; no todos los días el pasado llama a tu puerta para darte una hostia.
Él regresó por el mismo camino. Yo decidí zigzaguear para evitar encontrarnos. El resto de nuestra conversación seguía dando vueltas en mi cabeza.
No había que ser demasiado lista para imaginar que Enrico no decidió venir a España para cumplir ningún sueño. Más bien parecía haber acabado aquí de rebote. Y me daba a mí que lo de ir de visita a su país no era algo que estuviese muy a su alcance.
«¿Para ver a quién?», me preguntó cuando, en una ocasión, quise saber si le apetecía volver a su tierra natal. A los pocos días, en una noche de fiesta y alguna que otra copa de más, me habló de Sofía, «mi princesita», y de Rebeca, «el ángel que bajó del cielo para escogerme como compañero».
Muertas.
Pero ¿cómo? ¿Por qué? Jamás me lo contó, hasta nuestro almuerzo en el Arriaga.
—Yo trabajaba en Nápoles. Era carabiniere en el Grupo Especial de Operaciones, que lucha contra la mafia, y llevaba infiltrado algo más de dos años. Todo estaba saliendo a las mil maravillas; tenía pruebas suficientes para que la mayoría de la calaña entre la que me movía acabara entre rejas de por vida.
»Cuando llegó el momento, todo parecía marchar bien —continuó—. Tal como estaba previsto, me encerraron junto a los demás y, también con ellos, me senté en el banquillo de los acusados. Estaba todo preparado para que, justo después de la sentencia, mis chicas y yo saliéramos del país con identidades y vidas nuevas. Te juro que no sé lo que ocurrió.
Enrico necesitó un rato para seguir con su historia. Luchó con todas sus fuerzas para que la rabia de hombre traicionado triunfase ante la erupción de llanto de niño desconsolado. Una profunda inspiración con la cara desencajada por la ira. Los puños apretados hasta que los nudillos se pusieron blancos. Cuando estuvo preparado, prosiguió con voz entrecortada.
—Un soplo. Un puto chivatazo, aún no sé de quién. Cuando llegué a casa a recoger a mi niña y a mi ángel, las dos estaban…
Muertas.
Enrico encontró a su familia acribillada a balazos en el dormitorio de la pequeña. Me describió con el alma desgarrada cómo las muñecas, la camita, los zapatitos de su niña se habían manchado con la sangre que había escapado violentamente de sus cuerpos.
La madre envolviendo a la pequeña en un intento de frenar con su cuerpo blando todas las balas e impedir que perforaran la ternura de su niña. Fue en vano.
Sangre y muñecas. El rojo intenso resbalando sobre las paredes de colores pastel. Aquel rincón infantil profanado por el aliento de la muerte implacable. Junto a ellas una rosa blanca y una nota: «¿Creías que te ibas a librar de tu condena?».
Antes de que retirasen los cadáveres de su familia, él ya estaba embarcando en el siguiente vuelo con destino a Madrid.
Enrico llegó a Granada con sólo un tercio de su corazón latiendo. Las dos terceras partes restantes habían muerto en aquella habitación. Consiguió salir adelante movido por una aleación de sed de venganza y la certeza de que tras su propia muerte ya no quedaría nada de ellas.
—Mientras viva, me quedan sus recuerdos, y mientras las recuerde, ellas seguirán latiendo.
Al llegar a la moto, el recorrido mental de nuestra conversación se interrumpió. «Mierda», pensé. Tocaba volver a casa y enfrentarme a lo que me estaba esperando allí. No sé por qué, pero me olía que Nico aún no se habría ido.
Yo vivo junto al Arco de Elvira, en la plazoleta. Si conoces medio bien Granada sabrás que para llegar hasta allí desde plaza de Gracia no es necesario salir a la autovía por Recogidas y tirar en dirección a Jaén para volver a entrar en Granada por la estación de autobuses.
Sin pretenderlo, di un rodeo gigantesco. Mi cuerpo me pedía tiempo; mi cabeza, una solución.
Aquel hijo de la gran puta me lo había hecho pasar realmente mal. Nuestra relación fue corta pero muy intensa. Yo me sentía muy sola, y él llegó llenando esa soledad con oleadas de atención y pasión. Lo conocí en una cafetería. Un hombre guapo y, aparentemente, seguro de sí mismo. Al principio fue encantador, siempre pendiente de mí. Me cortejó a la vieja usanza, con ramos de flores y bombones. Me decía lo bonita que era y lo afortunado que se sentía por haberme conocido. A todo lo anterior, hay que sumar el hecho de que follábamos sin parar.
No había amor, pero estaba enganchada a él de un modo que no consigo explicar. Tampoco puedo explicar cómo, el muy cabrón, consiguió que pasara de sentirme la mujer más hermosa del mundo a creer que era la mayor mierda del universo. Yo, tan segura de mí misma, tan autosuficiente, tan… yo. Pasé a verme única y exclusivamente a través de sus ojos.
De las oleadas de sexo y los abrazos eternos al dormir pasamos, en sólo tres meses, a su espalda como barrera en la cama y a polvos esporádicos en los que me sentía como la hembra que se había dejado montar para saciar las necesidades de su macho. «Estoy cansado, termínate tú».
Un «no te recojas el pelo que tienes el cuello demasiado delgado y la cabeza muy pequeña». Un «pues con el otro vestido estabas mejor, lástima que lo dejaras en la tienda». Un «pero hay que ver qué poco fotogénica eres, mejor no sacar la cámara». Un «no quiero que vuelvas a ver a esa persona». En fin… tantas cosas, que no entiendo cómo no lo vi venir.
Por suerte, fue mi padre quien me hizo reaccionar. Bueno, no él en sí, sino mi experiencia con él. Me sentí tan mal cuando me di cuenta de hasta dónde había ido cayendo en tan poco tiempo… Me sentí tan tonta… Una mujer fuerte y autosuficiente como yo, mirándose en el espejo y tratando de comprender por qué el hombre que la quería no la veía hermosa.
«Pues muy sencillo, gilipollas —me contesté una mañana mientras estaba plantada frente al mismo espejo—. Porque ese hombre no te quiere. Porque no es un hombre, es un cobarde con complejo de inferioridad que necesita destrozarte para no sentirse él mal. Eso es todo».
Efectivamente, aquello era todo. Un buen resumen: mi soledad y mi necesidad de cariño habían provocado que me enganchara tanto a una polla que no fui capaz de ver la realidad; me había aficionado tanto a la morcilla que no fui capaz de ver el cerdo entero. Y lo peor de todo es que ni siquiera era nada del otro mundo en la cama. He tenido a hombres entre mis piernas muchísimo mejores que él en todos los aspectos.
¿Sabes? Creo que lo que más me jodió, y aún sigue jodiéndome, es el hecho de tener que reconocer que tuve un momento de debilidad suficiente para estar a punto de caer en eso de lo que llevo huyendo desde que era muy chiquitita. Precisamente por ello, decidí no sólo cerrar la puerta de mi vida a Nico, sino que además se la cerré al amor. Me prometí a mí misma no enamorarme jamás.
Dejé la moto en el garaje y anduve el pequeño trecho hasta mi casa. Miré hacia arriba y vi la luz del salón encendida.
Taquicardia.
Me llevó un rato sacar las llaves de la mochila para abrir la puerta del portal. Sin embargo, esos segundos me sirvieron para hacer acopio de valentía. Cargué la cabeza de malos recuerdos. De Nico, y aún más antiguos.
«Lo que no quiero».
Con esos pensamientos recurrentes en la mente, subí la escalera hasta la segunda planta, decidida a mandarlo a tomar por culo.
«Lo que no voy a permitir».
Metí la llave en la cerradura con determinación y abrí la puerta con un «tienes que irte» entre los labios. Pero no tuve que decir nada; era Flor quien me esperaba en el salón, sentada a la mesa con una mano sobre la otra y la cara muy seria.
—Lo siento, he usado la llave que me diste para emergencias.
Me quedé muda.
—Cuando he visto esta mañana a ese impresentable salir de aquí, me he preocupado mucho por ti.
—Estoy bien, Flor.
Fui poco convincente. Sus ojos me escudriñaban. Era cierto, estaba más preocupada que enfadada. Después de todo, podría decirse que fue ella quien se encargó de pegar con superglue los pedacitos de mi corazón después de lo de Nico.
¿Que en qué momento se me rompió el corazón? Exactamente no lo sé, pero sí que recuerdo la mañana en la que fui consciente de todo.
Amanecí temprano, no me sentía bien después de mi conversación ante el espejo de la noche anterior. Me senté a observar cómo dormía. Ni cariño, ni ternura, ni amor. Tan sólo sentí rechazo. Lo único que vi fue a un indeseable en mi cama, en mi piso… en mi vida. Quedándose con todo y destrozándolo poco a poco.
Me levanté sin hacer ruido del sillón de la habitación y fui a la cocina a prepararme para lo que venía.
Comencé mi ritual. El ritual del cambio. Siempre que me enfrento a algún giro importante en mi vida lo asimilo durante el proceso de prepararme un té.
Cogí la taza roja, la de la espiral. La miré detenidamente. Tan fría, tan vacía… como yo. Abrí el grifo y la llené de agua. Agua corriente, tibia, sin color… como yo. Cogí la cajita de latón, la de mis infusiones, elegí un té, pero no uno cualquiera: té rojo, mi color. Saqué la bolsita del envoltorio, tan sola, tan sosa… como yo. La metí en la taza, la sumergí en el agua.
Dos minutos para que mi té estuviese listo, dos minutos para estar preparada para el cambio.
El sonido de fondo del microondas. Mi cabeza funcionando. ¿Por qué había acabado cayendo en lo que siempre había rechazado? ¿Por qué, huyendo de mi pasado, estaba volviendo a caer en él? ¿Qué quería yo? ¿Qué necesitaba? La respuesta llegó con el plín del microondas. El té estaba listo; magnífico, exquisito, único… como yo.
Libertad.
Autoestima.
Felicidad.
El sabor del té, su calor, su olor. Me llegó la tranquilidad. La decisión estaba tomada.
Nico entró en la cocina justo cuando solté la taza sobre la mesa.
—Quiero que te vayas —le dije mientras me levantaba y le daba la espalda para fregar la taza.
Él no dijo nada. Se me acercó por atrás y me empujó contra la encimera. Me hizo notar que estaba preparado para que su hembra saciara sus necesidades. Empujé hacia él, tratando de quitármelo de encima.
—¿No me has oído? —le pregunté al borde de un ataque de nervios.
—Venga, pequeña… No sabes lo que dices. —Me aprisionó con fuerza contra la encimera—. No puedes vivir sin mí.
Me lamió el cuello. Gemía excitado mientras yo intentaba zafarme de él. El muy cabrón se estaba poniendo cardíaco con mis intentos de escapar. Se frotaba contra mí. Me tocaba…
—¡Que me dejes, coño! —le grite, y sin querer le di un codazo en la nariz.
Gritos.
Insultos.
Amenazas.
Se quedó de piedra cuando vio que ni me inmuté. Permanecí firme, frente a él, en la cocina.
—Tenemos dos formas de arreglar esto: o coges tus cosas y te vas, o me pegas la primera hostia y te destrozo la vida ante un juez.
Fría por fuera. Inamovible.
Temblando por dentro. Aterrorizada.
Te juro que estaba esperando que me pegara. Lo había asumido. Sin embargo, salió de la cocina, cogió cuatro cosas y se fue dando un portazo.
Yo permanecí en aquel rincón de mi piso un buen rato. El temblor de mis piernas fue desapareciendo conforme aumentaba la curiosidad por comprobar si realmente se había ido. Poco a poco fui arrancando los pies de los escasos centímetros de suelo sobre los que estaban plantados. Salí sigilosa al pasillo y miré hacia la puerta de la calle. Cerrada. Volví la cabeza en dirección al salón. Silencio. Tratando de no hacer ruido, caminé hacia allí. Nadie. De ahí al dormitorio. Nadie. Al cuarto de baño. Al despacho.
El piso estaba vacío.
Respiré aliviada y, no sé muy bien por qué, sentí miedo. No miedo a aquel momento sino más bien al futuro alternativo en el cual, aquella mañana, me habría dejado follar por Nico. Un futuro en el que él y la miseria que me transmitía no habrían desaparecido. Un largo escalofrío me recorrió el cuerpo.
Sin haberlo decidido, comencé a caminar en braguitas y camiseta hacia la puerta. Abrí, anduve unos metros y pulsé el timbre del piso de Flor.
—Necesito tu ayuda —le dije, y entramos en su salón.
No le había contado lo de Nico a nadie, y el tema de mi padre había permanecido enterrado en mi memoria durante muchos años, quizá demasiados. «Una mujer fuerte no puede permitirse momentos de debilidad», me decía siempre a mí misma cuando el agujero negro del pecho volvía a crecer. Con el tiempo, y a fuerza de aparentar felicidad y fortaleza, el agujero tendía a disminuir. «Una mujer fuerte no puede permitirse momentos de debilidad… ¡Y una mierda!» Ya estaba harta de mi agujero, necesitaba concentrarlo en una diminuta pero potente bola de energía y escupirlo por la boca.
Eso fue lo que hice con Flor. Se lo vomité todo. Comencé con Nico y acabé con mi padre. Le hablé de miedos e inseguridades, de bloqueos. Le hablé de dolor, le hablé de ira y de odio… de rencor.
Hablé hasta que no tuve más palabras y lo único que me quedó fue la vibración de mis músculos tensos, el temblor.
Flor permaneció callada todo el tiempo. Cuando acabé, se levantó de la mesa y se acercó para darme un intenso abrazo. Y allí, en la casa de Flor, sumidas en una aleación de amistad y cariño, me susurró al oído: «A veces el odio y el rencor nos ayudan a avanzar y a crecer. Úsalos porque llegará un día en el que, sin darte cuenta, habrás dejado de necesitarlos para construir tu felicidad».
Qué razón tenía. Aquellas palabras me ayudaron a dejar de sentirme culpable por haber guardado tanta rabia y tanto rencor. Sus palabras me enseñaron que podía usar aquellos sentimientos tan negativos para aprender a gatear en la vida; me permitirían reconocer, en primer lugar, lo que NO quería. Hoy, después de un tiempo, puedo afirmar que he aprendido a caminar. He alcanzado el punto en el que soy consciente de lo que quiero, y lo que no quiero sólo surge cuando me enfrento a los problemas.
Todo eso me lo enseñó Flor hace ya algún tiempo. Y ¿sabes qué es lo mejor? Que aún guardaba, y guarda, muchas frases que esperan el momento idóneo para salir de su boca y poner a funcionar la maquinaria de mi cabeza y, lo que es más importante, la de mi corazón.
Cuando salí de aquel pequeño lapso de recuerdos y regresé al salón de mi piso, en el que Flor me esperaba sentada a la mesa, fui aún más consciente de que la había cagado de verdad. Un «LO QUE NO QUIERO» golpeó mi cabeza con fuerza.
—Flor, lo siento. No sé cómo explicarlo. Bebí demasiado. Lo único que recuerdo es que él apareció, discutimos y me encontré mal. Lo siguiente en mi cabeza es lo de esta mañana.
Silencio.
¡Cuántos silencios aquel día!
Flor se levantó de la mesa con la cara muy seria y fue hacia la puerta. Yo la seguí como un perrillo con el rabo entre las piernas. Giró el pomo y abrió. Antes de irse el «lo que no quiero» volvió a golpearme, esa vez en la boca del estómago.
—No tienes que disculparte conmigo, sino contigo misma. Yo siempre voy a estar al otro lado del descansillo.
Se fue después de darme un beso en la mejilla, y al salir dejó entrar mi angustia por el hueco de la puerta. Sí, angustia. Me quemaba viva el no recordar nada de la noche anterior. Ardía por dentro al pensar que Nico había vuelto a estar entre mis ingles, en mi boca, en mi aliento.
Y nadando en los mares de la angustia, decidí echar mano de un flotador: llamé a Rubén.