Jimmy Dorsey llegó a mí a través de la puerta.
Flor y su tristeza solían ser muy musicales
[…]
Necesitábamos cantidades ingentes de pasteles
con extrema urgencia.
Aquella noche no dormí una mierda por dos razones: la culpa por haber provocado que detuvieran a José Luis y el puñetero reloj dentro de mis pesadillas, que no hacía otra cosa que apretarme el pecho e intensificar mi angustia.
Después de dar mil y una vueltas en la cama, me levanté decidida a regresar a casa. Ni siquiera me di una ducha. Tan sólo me lavé la cara con agua bien fría y cogí la mochila con todas mis cosas.
Aboné las dos noches en recepción y salí pitando hacia Granada.
La moto es el único medio que tengo para vaciar por completo la mente. Adoro oír el sonido del motor de mi pequeña, y sentir sobre mi casco y mi pecho el empuje del viento.
Curvas.
Trazadas.
Paisajes.
Mi mejor compañera de baile es mi moto, aunque aquel día ambas parecíamos un tanto anquilosadas.
No me apetecía nada pegarme trescientos kilómetros de autovía, de modo que le pedí a mi obediente GPS que me llevase a casa por carreteras secundarias. Me dio varias opciones, y yo elegí la que pasaba por Córdoba para llegar luego a Granada dejando atrás Baena y Alcalá la Real.
El 22 de septiembre había traído la nueva estación sin cambios aparentes. Sin embargo, el día de mi vuelta a casa amaneció cargado de ambiente otoñal: la temperatura había bajado bastante, y pronto comenzó a llover. Me detuve unos minutos para ponerme el mono impermeable que, para que te hagas una idea, es lo más parecido a una bolsa de basura que puedas usar de indumentaria.
Las primeras lluvias de otoño requieren de una conducción más cuidadosa de lo habitual. La escasez de agua, junto con los restos de polvo y de grasa de los coches que se acumula durante todo el verano, hace que el asfalto sea muy resbaladizo. Tumbar poco y no frenar bruscamente son dos de los requisitos fundamentales con lluvia o con el asfalto sucio. Tumbar muy poco y olvidarte de que la moto tiene frenos sería el caso de la conjunción lluvia y asfalto sucio.
Las nubes lloronas me dieron una tregua cuando llegué a Córdoba. Al salir a la N-432, de repente, el asfalto apareció completamente seco. Mis articulaciones fueron perdiendo poco a poco rigidez, los neumáticos de mi pequeña dejaron atrás la humedad, estampándola contra el asfalto, o esparciéndola en microgotas por el ambiente. Fue entonces cuando mi mente quedó vacía del todo; Maria y su relación con las víctimas del Asesino de la Hoguera se metieron en un cajón cerrado con llave en mi cabeza. De nuevo danzábamos mi pequeña y yo. Unos setenta kilómetros de curvas, algunas más cerradas y otras más amplias, en las que nos preparábamos juntas: freno motor y freno trasero para pegarnos al asfalto, un toque de freno delantero para tirarnos de cabeza en cada curva. Giro suave en el acelerador para mantener la trazada y la inclinación, y un giro más brusco al final para recuperar la verticalidad en el punto en el que una curva perecía y la siguiente comenzaba a nacer.
Recuperé a lo largo de aquellos kilómetros mi sensación de libertad, y la falta de descanso dejó de pesarme.
Me sentí tan bien que cuando la lluvia regresó, y con ella la rigidez de mis articulaciones y la humedad en las ruedas de mi montura, mi mente logró seguir sintiéndose libre y en paz.
No hay nada mejor para mí que recorrer una buena carretera sobre dos ruedas para ayudar a mi cabeza a vaciarse. El último tramo me supo a gloria; una gloria un poco húmeda y resbaladiza, pero gloria al fin y al cabo.
Lo bueno fue el final. En Granada nos recibió un sol espléndido. No parecía haber llovido ni tenía pinta de llover.
—Te has portado muy bien, preciosa —le dije a mi moto nueva cuando llegamos juntas a la cochera.
La acaricié a todo lo largo con cariño. Ese cariño que queda después de un momento íntimo e intenso. Guardé el casco y los guantes en el bidón trasero, y me despedí de ella con un «hasta mañana».
Salí en dirección a mi piso con la mochila a cuestas y las maletas laterales en ambas manos. Soñaba con el momento en que cruzara el umbral y entrase en la cocina a prepararme un cacao caliente antes de meterme en mi cama.
Necesitaba descansar, y si tenía que tomar algo para conseguirlo estaba dispuesta a hacerlo. Puede que tuviese en casa algún relajante muscular o cualquier otra pastilla que me dejase pegada al colchón durante horas.
Bostecé varias veces mientras subía la escalera. Notaba que mis manos iban quedándose cada vez más lacias conforme avanzaba escalón a escalón. Si mi piso hubiese estado otro tramo de escalera más arriba, las maletas de la moto habrían salido rodando por ellas.
Estaba metiendo la llave en la cerradura cuando oí algo preocupante: Jimmy Dorsey llegó a mí a través de la puerta.
Flor y su tristeza solían ser muy musicales. Ella y sus emociones en general.
Decidí que mi cansancio tendría que esperar: necesitábamos cantidades ingentes de pasteles con extrema urgencia. Así que entré en mi piso, solté los bártulos y salí a la calle con el monedero en busca de los pasteles favoritos de Flor.
Mi primera parada fue en la pastelería Sweet and the City. La chica que la llevaba, y la lleva, es la proveedora de tartas de La Qarmita, y mi amiga adora sus cupcakes. Compré uno de zanahoria, uno de chocolate, uno de café, uno de algodón de azúcar (dulce y cursi como él solo) y, por último, un earl grey, con auténtico sabor a este tipo de té.
A continuación, pasé por un Casa Isla, que es una cadena de pastelerías típica de Granada, y compré media docena de piononos. Si aún no has probado los piononos de Santa Fe mucho me temo que estás perdiéndote uno de los grandes placeres de la vida.
En la misma Casa Isla me hice también con una bamba de nata, una palmera de chocolate y un petisú de cada sabor (chocolate, café y crema).
Vamos, que en torno a las diez y media de la mañana de aquel martes yo caminaba por las calles de Granada con mi peso en azúcar pendiendo de mis manos.
Cuando llamé al timbre del piso de Flor aún sonaba Jimmy Dorsey. Me pregunté cuánto llevaría sonando mientras esperaba a que mi amiga abriera la puerta.
Su aspecto era desastroso. El pelo sin cepillar, ropa ancha y raída cubriendo su cuerpo, y unas bolsas en los ojos tintadas por el dolor que eran la prueba indiscutible de que había estado llorando durante horas.
—Ya puedes estar metiéndote en el baño, duchándote y poniéndote guapa —le dije antes de que pudiera siquiera saludarme.
Se quedó pasmada y, como una niña chica a la que acaban de regañar con razón, se dio la vuelta y se metió en el baño.
Yo entré en la cocina y localicé enseguida la cafetera. Flor también sufría la maldición de George Clooney y John Malkovich, así que cogí dos grandes tazones y utilicé dos cápsulas para cada una. Por las mañanas no hay nada mejor que un buen tanque de café con leche.
Puse en una bandeja todos los pasteles, y coloqué en la mesa un par de platos y cubiertos de postre.
Busqué en el armario de encima del microondas las pastillas de Flor. Estaba segura de que no se las había tomado. Sólo eran dos: la de la tensión y un complejo vitamínico.
Lo dejé todo preparado y salí de la cocina para dar un repaso a la casa mientras ella se arreglaba. Abrí cada una de las persianas y de las ventanas para permitir que el sol entrara con toda su alegría. Organicé el salón tal como a Flor le gustaba, y entré en su dormitorio para hacer la cama y recoger algo de ropa que ella había tirado al suelo.
Flor se tomó su tiempo, y ese tiempo me permitió dejarle puesta una lavadora y terminar de recoger cuatro cosillas que había de por medio en la cocina.
No creas que soy una maniática del orden. En realidad soy el desorden personificado. Sin embargo, para Flor sí que es algo muy importante, y estaba segura de que el hecho de encontrar su casa tal como a ella le gustaba dejarla la iba a ayudar a levantar cabeza aquella mañana.
—He comprado antidepresivos de urgencia —le dije cuando entraba en la cocina.
Flor se había esforzado por ponerse bonita. Incluso se había maquillado un poco para borrar los rastros del llanto y la tristeza. Me regaló una cálida sonrisa y no pudo evitar que una lágrima se derramara por su mejilla.
—Mi niña, si ya sabes que no debo.
Mi amiga adora los pasteles. De hecho es una gran repostera, aunque prefiere no hacer dulces porque, según dice, es muy duro prepararlos con tanto mimo para que otro los disfrute y ella no pueda ni catarlos.
Y no es por enfermedad por lo que no los toma. Ni diabetes, ni colesterol, ni triglicéridos: no padece enfermedad alguna, salvo la tensión un pelín alta.
Flor no come pasteles por pura vanidad. Se siente guapa, quiere seguir viéndose bonita y, como sabe que si los prueba no podrá controlar el atracón, prefiere no tentar a la suerte. Eso sí, disfruta sobremanera viendo a otra persona mordiendo una bamba de nata o un pequeño petisú. No es raro verla en cualquier pastelería hablando con la dependienta sobre lo bonitos que son sus pasteles, y controlando cuáles se venden más y cuáles menos. Creo que hasta siente lástima por los que se quedan sin vender. Es entrañable, mi querida Flor.
—¿Cómo que no debes? Pero ¡si estás escuchando a Jimmy Dorsey! Y eso sólo significa una cosa: Salvador.
Al oír el nombre de su marido estuvo a punto de caer presa del llanto de nuevo. Pero aguantó el tipo.
Flor me había contado muchas veces que Jimmy Dorsey y su Banda era el grupo preferido de su marido. Él la había enseñado a bailar en el salón de su propia casa, descalzos los dos sobre la alfombra, poniendo una y otra vez sus temas.
Ella escuchaba música jazz a todas horas, pero jamás elegía a Jimmy Dorsey, a no ser que el recuerdo de su marido fuese tan intenso y doloroso que necesitase sentirlo cerca por medio de canciones como «I fall in love with you every day» o «In the middle of a dream». Yo solía dejarla atravesar su tristeza, y al cabo de unos días mi amiga regresaba con energía y alegría. Sin embargo, en el último mes me daba la sensación de que los días tristes superaban a los felices, y decidí intentar romper aquella mala racha.
Flor se acercó a la mesa lentamente, mirando lo que había preparado para ella. Bueno, no todo para ella; yo me moría de ganas de hincar el diente a alguna de aquellas dulzuras, nunca mejor dicho. Me miró con una mezcla de agradecimiento, cariño y tristeza, y se sentó en su silla. Yo me senté en la de enfrente.
Cogió el primer dulce, el cupcake de algodón de azúcar. Fue a echar mano a la cucharita de postre para tomarlo como hacen las señoras educadas y comedidas, pero se lo pensó dos veces y decidió al fin llevárselo directamente a la boca para darle un ansioso mordisco.
—Mmmmmmmmm… ¡Qué bueno! —dijo mientras se limpiaba con un dedo los restos de cupcake que habían quedado en sus labios y en la punta de su nariz.
¿No te parece un auténtico placer lo de chuparse los dedos? Eso fue lo que hizo ella con cada pastel. Yo no me quedé atrás.
Puede que pienses que es una barbaridad, pero apenas quedaron dos pasteles de todos los que había comprado. Y hasta que estuvimos con los niveles de azúcar por las nubes, Flor no se arrancó a hablar.
Comenzó dibujando con los labios el nombre de su marido muerto sin emitir sonido alguno: «Salvador». Luego miró hacia la ventana de la cocina, por la que se filtraba el sol.
—Otro primero de octubre sin llover, Ada.
«No lloverá aquí, pero a mí me ha caído una buena», pensé para mis adentros. La dejé continuar.
—Nos casamos el uno de octubre de hace cuarenta años. Y aquello no fue una boda, Ada, fue el diluvio universal. Agua, agua y más agua. No dejó de llover desde el amanecer hasta que las agujas del reloj dieron la bienvenida al día dos —me contaba—. Mi madre no dejaba de llorar. «¡El vestido! ¡Se le va a estropear el vestido antes de llegar a la iglesia!», se lamentaba. Para ella, aquello era un mal augurio. Y mi padre, Ada, cómo lloraba mi padre; ese hombre de piedra por fuera, pero de terciopelo por dentro. «Se llevan a mi niña… El día es gris porque se llevan a mi pequeña», decía él.
»Sin embargo, Salvador y yo adorábamos la lluvia. Nos gustaba creer que limpiaba el alma y despejaba el camino para seguir avanzando. Yo sigo pensando igual.
»Llegué a la iglesia chorreando, y eso que mi padre decidió llevarme en el coche en lugar de en la calesa de caballos que mi madre se había empeñado en alquilar. Adornamos el coche con cuatro flores del jardín de mi abuela, y allá que fui yo, a la iglesia, a por mi querido Salvador, sintiendo en el corazón una sonrisa tan grande como la de mi boca.
»Empapada yo. Empapado él. ¡Ay, mi niña! Si supieras lo guapo que estaba. Tan alto… Tan espigado… Tan tembloroso. ¡Como un flan estaba el pobre mío! Y supongo que, del mismo modo que para mí el verlo allí plantado esperándome en el altar fue la imagen más hermosa que jamás creí poder contemplar, del mismo modo, creo, él me vio a mí. Sus ojos brillaban por el llanto ahogado. Sus labios formaban una mueca mezcla de felicidad e incredulidad. ¡Cómo me gustaría que algún día sintieras algo parecido a lo que sentí yo aquel día y el resto de los días que permanecimos juntos!
»Pues sí, el día de nuestra boda, en apariencia desgraciado para mi madre, mi padre y la familia de Salvador por lo aciago que fue, para nosotros supuso una limpieza profunda del alma. Vimos nuestro camino totalmente despejado para poder caminar juntos y buscar nuestra felicidad. Aquella misma noche, cuando ya fuimos el uno de la otra y la otra del uno, salimos al balcón de nuestro pisito nuevo, este mismo en el que estamos tú y yo ahora, y dejamos que la lluvia mojara nuestros cuerpos y empapara nuestras almas. Desde entonces, cada primero de octubre llovió y, cada primero de octubre salimos al balcón para dejar entrar la lluvia en nuestras vidas.
»En una ocasión, me dijo Salvador: “Llegará el día en que un primero de octubre transcurra seco, mi amor. Si eso ocurre, significará que hemos dejado de ser felices juntos”.
Dos tremendos lagrimones recorrieron las mejillas de Flor. ¿Era tristeza? ¿Alegría? ¿Melancolía? No supe interpretar sus emociones en aquel momento. Agarré sus manos con las mías.
—Cuánta razón tenías, mi amor —dijo mirando hacia la ventana—. No ha vuelto a llover en nuestro aniversario desde que te perdí.
Me costó la vida misma no llorar después de aquella triste historia de amor. Decidí levantarme para preparar un par de tes y, así, evitar que Flor notase mi pena. Ella pareció haberse recompuesto porque se levantó, fue al salón y cambió la voz de Jimmy Dorsey por la de Nina Simone, capaz de animarle el alma a cualquiera. El primer tema, cómo no, «Feeling good».
Llegado ya el momento del té, y casi sintiendo náuseas por todo lo que nos habíamos metido entre pecho y espalda, los recuerdos y la tristeza se tornaron en alegres conversaciones sobre temas más intrascendentales. Que si los polvos con efecto bronceado de tal marca. Que si los magníficos zapatos que Flor tenía pensado comprarse a fin de mes, si su hucha de los caprichos se lo permitía, si no, habría que esperar al mes siguiente. Que si el libro que estaba leyendo, con el que tenía una relación amor-odio importante: «Unas veces me encanta y otras pienso que no es más que la obra de un loco».
Me sentí muy bien viendo a mi amiga sonreír y aún mejor sabiendo que gran parte de esas sonrisas las había provocado yo. Tuve la sensación de que aquella mañana Flor disfrutó de una agradable limpieza en su alma al tener a alguien con quien compartir sus recuerdos.
Huelga decir que, pese a que las lluvias llegaron a provocar algunas inundaciones en diferentes puntos de Andalucía, en Granada capital brilló el sol con intensidad hasta que la luna reclamó su lugar en el cielo.
Cuando entré en casa, a eso de las dos de la tarde, arrastré el cuerpo y la pesada panza hasta el sofá. Por el camino fui librándome poco a poco del puñetero equipo de la moto. Primero la chaqueta, que tuvo la suerte de acabar colgada en el perchero porque me pareció demasiado exagerado tirarla al suelo teniendo el colgador justo al lado. A continuación las botas; una quedó a la altura de la cocina y la otra algo más adelante, en el pasillo. Fue un auténtico desahogo el sentir, por fin, los pies libres. La espaldera acabó en la entrada al salón y los pantalones justo al lado del tresillo.
Agarré mi manta negra y me hice un ovillo en mi rincón preferido del sofá.
Bostecé profundamente y me dejé abrazar por el sueño.
Estaba tan cansada…
Tan agotada…
Tan… ¡jodida! No había manera de conseguir dormir, y pronto entendí por qué: Maria me rondaba la cabeza incansablemente. En los diez minutos que llevaba tumbada con los ojos cerrados mi mente me había recordado que era martes y que, de confirmarse mi hipótesis sobre Hogui, Maria moriría en la madrugada del sábado. Luego mi línea de pensamiento me llevó a la posible relación de las víctimas con Mari Vila y me obligó a preguntarme si yo podía hacer algo para averiguar esa relación.
Acto seguido me acordé de Roberto y de Miguel. ¿Habrían ido a la policía o no? Y, pensando en la policía, no pude evitar acordarme de mi sentimiento de culpa por haber provocado el arresto de José Luis.
Me levanté enfadada conmigo misma por no ser capaz de dejar de pensar en el tema ni un momento y fui a la entrada del piso a coger la mochila de donde la había dejado.
De nuevo en el sofá, envuelta en la manta, saqué el portátil y el móvil. También encendí la tele para tener algo de compañía.
Lo primero que hice fue mandar un extenso correo a Enrico. Le conté todo lo que había hecho en los días anteriores y mis motivos para pensar que Mari Vila había sido secuestrada realmente por Hogui (a él le puse «Asesino de la Hoguera», por supuesto). Le hablé de José Luis, de cómo habíamos (más bien lo había hecho él) descartado a dos de las mujeres asesinadas y cómo había provocado tontamente que lo arrestaran. Incluí en el correo las fotos que había tomado del diagrama con los nombres de las víctimas y los datos en común, y le pedí que tratara de localizarme alguna relación entre todas ellas con Mari Vila.
Después de darle al botón «Enviar», recordé que no le había contado lo más importante. Mandé un nuevo e-mail con el texto:
Se me ha olvidado decirte que te echo de menos. Si estuvieras aquí, la cosa iría mejor. Todo esto es mucho más difícil de lo que yo esperaba. Me siento perdida, y hay momentos en que temo demasiado que todo lo que estoy haciendo no sirva para nada.
No sé si hiciste bien en pensar en mí como tu futura socia.
Un beso,
ADA LEVY
Siéndote sincera, el correo electrónico que estuve a punto de mandarle era muy diferente a lo que has leído. Tan diferente que, en un principio, le había dicho que ya no quería seguir con el caso de Maria. Me estaba afectando tanto su desaparición y me sentía tan inexperta realizando aquel trabajo que abandonar me había parecido la mejor opción. No quería sentir todo el peso de la culpa si al cabo de tres días la modelo aparecía quemada en algún parque cordobés. No podría soportarlo. Me culparía eternamente por una razón muy sencilla: Maria había llegado a ser importante para mí. Había llegado a creerme la mentira que usé para conseguir que José Luis me ayudara. Había convertido a Maria en mi amiga, una amiga con una infancia cargada del amor de su padre y de la soberbia de su madre. Una amiga que, desde muy jovencita, había abandonado el camino de la felicidad por una constante búsqueda de aprobación y cariño por parte de una mujer que jamás la querría bien. Una cosa es querer y otra muy diferente es saber demostrarlo.
Maria, mi amiga, había logrado abandonar el yugo al que la tenía sometida su madre y se había atrevido a luchar por su felicidad. Aquella niña tan bonita, aquella mujer de belleza etérea, casi sobrenatural, una muchacha que había descubierto lo que significa amar y ser amada. Un ser hermoso que había dejado de ser un juguete roto para convertirse en una mujer llena a rebosar de ilusión.
Y no es que mi amiga fuese perfecta. Todas las amigas tienen algún que otro defecto. Ella pecaba de dos cosas: una debilidad hacia su madre que era capaz de hacerla olvidar su propia felicidad y una mente caprichosa que, a pesar de haber permanecido durmiente por algún tiempo, siempre estaba dispuesta a despertar.
A esa conclusión llegué cuando releí la primera versión del e-mail que había escrito para Enrico. Y me di cuenta de algo: el mayor error que podría haber cometido en aquel caso era el hecho de haber simpatizado tanto con la situación de Maria. Para mí, la modelo debía haber seguido siendo eso, una modelo; alguien cuya desaparición me reportaría una buena suma de dinero si conseguía encontrarla.
La había cagado bien cagada. Tras leer en aquel correo electrónico que quería dejar el caso fui consciente de que no podía. Jamás podría librarme de Maria si no la encontraba porque, tanto si seguía con la investigación como si no, su muerte acabaría pesando sobre mi alma para siempre.
Apreté los ojos con fuerza y me froté la cabeza con las manos alborotándome el pelo. Odié aquel instante. Me odié a mí misma por haberme planteado abandonar.
Seleccioné todo el texto y pulsé la tecla «Supr». Reescribí el mensaje, esa vez sin huir. Y lo envié, deseando la pronta respuesta de Enrico.
Estaba buscando entre los contactos del móvil a Roberto cuando él mismo me llamó. Descolgué antes de que el primer ring terminara de sonar.
—Te estaba llamando yo en este mismo momento —le dije, forzando una sonrisa.
—¿Lo has visto? ¿Has visto en la tele lo del periodista al que arrestó anoche la policía? —No tenía que darme muchos datos más; hablaba de José Luis—. ¿Crees que es verdad? ¿Crees que es el Asesino de la Hoguera? ¡Podría tener a Maria encerrada en cualquier lugar!
Ya había vivido uno de los ataques de histeria telefónicos de Roberto y no estaba dispuesta a vivir otro, sobre todo porque no sabía si, en esa ocasión, encontraría a Miguel como vía de escape.
—Roberto, respira hondo y controla los nervios, o te juro que te cuelgo.
No hubo control. Siguió haciendo miles de preguntas sin esperar respuesta. Bueno, para no faltar a la verdad, esas miles de preguntas ya se encargaba él de responderlas con pensamientos negativos y pesimistas.
—Roberto, te voy a colgar.
Su respiración cada vez estaba más acelerada. La frase «Está muerta, Ada, yo lo sé. ¡Está muerta!», se repetía una y otra vez.
—¡Sí, Roberto! ¡Sí! ¡Está muerta! —grité.
El silencio al otro lado de la línea fue automático. Luego llegó un llanto lastimero, silencioso. Calmado.
—¿Es cierto? —me preguntó—. ¿Está muerta?
—¿No era eso lo que querías oír? ¡Dime! ¿No me estabas pidiendo a gritos que te confirmase que Maria ha muerto? —volví a gritarle, para tratar de hacerlo reaccionar. Me respondió con más silencio—. Dime, Roberto… —Suavicé el tono al final.
—Entonces no está muerta. —Noté tintes de vergüenza y de cansancio en su voz.
—No puedo poner la mano en el fuego, pero estoy casi segura de que Maria aún sigue con vida —le dije, tratando de utilizar mi tono de voz como un calmante.
—Ada… Estoy muy cansado…
No supe cómo explicárselo, pero lo entendía. Después de la mañana que había pasado con Flor, después de ser consciente del profundo dolor que atormentaba el alma de mi amiga por haber perdido al amor de su vida, entendía el agotamiento de Roberto. No se trataba del simple miedo a perderla; era la incertidumbre la que se lo comía por dentro.
Lo hemos visto muchas veces en la tele, con casos de niñas desaparecidas cuyos cadáveres aparecen al cabo de los años. Sus familias atraviesan un dolor indescriptible mezcla de resignación y esperanza.
Debe de ser horrible levantarse cada mañana pensando en que uno de los seres que más te importan en esta vida puede estar vivo o muerto. Debe de ser horrible convencerse de que tarde o temprano regresará para, seguidamente, pasar a desear que aunque sea muerto aparezca pronto. La esperanza se transforma en enfermedad. Una enfermedad cuya única cura es la verdad; el reencuentro. Ya sea con tu ser amado vivito y coleando o con sus restos en una bolsa de basura. Necesitas poder decirte: «Ya se ha acabado todo».
Y yo no podía decirle a Roberto que todo había terminado porque le estaría mintiendo. Aunque tampoco le dije la verdad. No le conté que pensaba realmente que quien tenía a Maria era el Asesino de la Hoguera. No le conté lo de su muerte inminente en la madrugada del sábado. No quise decirle nada que pudiese aumentar su angustia.
Sí le dejé claro que la policía no sospechaba de José Luis Bayo como la persona tras la máscara del Asesino de la Hoguera (aunque ni siquiera yo lo tenía claro, quería creer que así era).
Supongo que fue un golpe de suerte, pero, mientras trataba de convencer a Roberto de la inocencia de José Luis, daban una noticia de última hora en los informativos de las tres. Habían soltado sin fianza al periodista sevillano. Seguía en pie la imputación por el robo del material, pero no había garantías suficientes de su autoría a la hora de difundir las fotos por internet. Al parecer, el periódico Sevilla Sucesos iba a verse involucrado en la investigación y, con éste, su director y máximo responsable de todo lo que concernía al periódico.
Me alegré por José Luis y aproveché para hacer hincapié en su inocencia de cara a Roberto. Le pedí que pusiese las noticias.
Cuando ese tema pareció quedar zanjado, quise saber si Miguel y él habían acudido a la policía después de la llamada de Maria. Me dijo que sí, que habían ido juntos esa misma mañana y que habían contado todo lo que sabían. Los policías les habían pedido el número de teléfono desde el cual había llamado Maria para tratar de localizarlo.
—Los policías no quisieron admitir que aún no la estaban buscando, pero sí que nos aseguraron que harían todo lo posible por encontrarla —me dijo Roberto—. Debimos haber ido antes —concluyó.
«Pues sí», pensé para mis adentros. Pero le respondí algo muy diferente. Le dije lo que necesitaba escuchar.
—Acudisteis a la policía cuando estuvisteis preparados para hacerlo, Roberto. Piensa que Maria os dio el empujón que necesitabais.
Estuve hablando con él unos minutos más hasta que me di cuenta de que del apoyo habíamos pasado a la compasión y a un punto en el que él no dejaba de rumiar su tristeza y yo trataba de consolarlo una y otra vez.
No quiero ser cruel, pero tengo la teoría de que cuando sobrepasas el límite entre compartir tu desgracia con alguien y seguir removiendo la mierda para dar pena en extremo, lo único que pretendes es llamar la atención y tener a todo el mundo encima. He pasado por momentos realmente duros en mi vida, no sólo en mi infancia, y ahora tengo una mano con cuatro dedos para demostrarlo. Siempre, incluso en mis peores momentos, he tenido muy claro que mis problemas son míos, que mi tristeza es mía y que lo único que voy a pedirte en un momento dado es que me tiendas la mano para ayudarme a levantarme del todo. Jamás tiraría de esa mano que me ofreces para hundirte en la mierda junto a mí.
Dar pena no es una opción; menos aún, hacerlo conscientemente. Por eso, cuando creo que lo intentan conmigo, no tengo ningún reparo en quitarme de en medio. Y lo hice. Colgué el teléfono alegando una burda excusa.