18

Bonita, a ver si te bajas de la parra,

y la próxima vez que tengas que hacer una llamada

para impedir que alguien vaya a la cárcel,

¡haz esa puta llamada!

Miré el reloj: las ocho de la tarde.

«Hora de irme», pensé, así que me encaminé hacia el aparcamiento a por la moto.

Si quieres un buen consejo: un equipo de moto es para ir en moto, así que jamás decidas llevar puesta la equipación dos días seguidos. La cordura, aunque sea elástica, es excesivamente rígida, y las protecciones de las rodillas y las espinillas te acaban destrozando las articulaciones. Por no hablar de las botas, tan calentitas y con tantas zonas duras para proteger que me estaban matando. Sentía mis pobres pies palpitar a causa de su presión.

[Nota mental: Ada, hija, ¿para qué coño has cogido ropa cómoda?] En los diez minutos de camino al aparcamiento, regresó mi sensación de inseguridad. Iba a encontrarme con un hombre a quien no conocía de nada y en un lugar que no me ofrecía demasiadas garantías.

Pensé en el modo de protegerme un poco las espaldas y el nombre de Cristina, mi amiga, apareció intensamente en mi cabeza. Me detuve unos minutos en un banco cercano a donde se encontraba mi pequeña y llamé a Cristina por teléfono.

—Pero ¿dónde te metes? Ayer te eché de menos en el Al Faragüit…

—Preciosa, no tengo tiempo de explicarte nada ahora mismo… —la interrumpí—. Necesito que me hagas un gran favor.

—Dime.

—Desde las nueve de la noche, cada diez minutos voy a mandarte un OK por WhatsApp. Si ves que me retraso tan sólo cinco minutos, llama al teléfono de emergencias y di que envíen a la policía a la siguiente dirección de Sevilla. ¿Tienes para apuntar?

Después de darle la dirección, traté de tranquilizarla. Le dije que me habían mandado de mi revista a hacer una entrevista al dueño de una colección de motos BMW antiguas. Le expliqué que el tipo no me inspiraba confianza, pero que era trabajo y no podía decir que no. Y si aun así se quedó inquieta, imagínate si le hubiese contado la verdad: «Ejem… Cristina, es probable que haya quedado con un auténtico asesino en serie esta noche. No sé… Quizá vaya a drogarme y a encerrarme durante catorce días para, al decimoquinto día, cortarme la lengua y quemarme viva en algún parque público. Pero no te preocupes, tú sólo espera a que te mande un mensaje de OK cada diez minutos».

No. Evidentemente no era buena idea compartir con mi amiga mis verdaderas inquietudes.

Cuando le colgué el teléfono, puse alarmas en el móvil cada diez minutos desde las nueve hasta las doce. Luego continué rumbo al aparcamiento.

Coloqué el GPS en su soporte e introduje la dirección.

Umbrete es un pequeño pueblo de la zona del Aljarafe sevillano y el lugar en el que había quedado con José Luis, a las afueras, parecía una urbanización reciente.

Llegué con algo de tiempo y comprobé que casi todas las casas estaban iluminadas.

«Al menos, si pasa algo y grito, algún vecino me oirá», pensé. Pero no hice más que ponerme nerviosa con la conclusión. Sentí miedo y me planteé, de nuevo, si no habría sido mejor quedarme en el hostal.

Respiré hondo y avancé por la calle en primera hasta que identifiqué la casa. Aparqué en la misma puerta, saqué la mochila del bidón trasero y guardé el casco y los guantes. No me quité la chaqueta; las protecciones podrían venirme bien en un momento dado.

Eché un vistazo al interior tenuemente iluminado. Allí no parecía vivir nadie, al menos de forma permanente.

Luché conmigo misma para no largarme. Quería irme, pero algo me decía que debía llamar al timbre y entrar.

La alarma de las nueve en punto me tranquilizó un poco. Saqué el móvil del bolsillo y le mandé el primer OK a Cristina.

«Sólo diez minutos hasta el siguiente», me dije a mí misma, sintiendo algo de alivio.

Pulsé el botón del timbre y no sonó. Supuse que la casa no tendría luz eléctrica, y esa suposición me provocó un escalofrío hasta la nuca.

Tragué saliva y golpeé con los nudillos el portón verde exterior. Pronto oí que se abría la puerta principal de la casa y unos pasos que se acercaban. El portón se abrió lentamente y un hombre me invitó a entrar.

Al principio no lo reconocí. Aquél no parecía, ni de lejos, José Luis Bayo. Aún en la calle, con la escasa luz de las farolas, podían intuirse en él una seguridad y un entusiasmo que antes no estaban. Y en el interior, aquella iluminación mezcla de linternas y velas, me ayudó a confirmar el cambio. Su pelo vibraba libre al caminar; supuse que gracias a una buena mano de champú. La barba había desaparecido de su cara redonda y su olor me resultó muy agradable.

Deseé que aquello nos llevara a los dos a buen término. En mi caso, si todo salía bien, estaría un paso más cerca de Maria. En el suyo, ese paso hacia delante podría significar acercarse un poco más a la vida y olvidarse de la muerte.

—Ven, tengo cosas interesantes que contarte. —Se lo veía impaciente.

La alarma sonó por segunda vez. Envié el correspondiente OK y le expliqué lo que significaba.

—Espero que no te haya molestado que dudase de ti.

No pareció importarle en absoluto. Aunque sí que se vio obligado a aclararme por qué habíamos quedado en aquel lugar.

—Esta casa es de mi hermana. La compró antes de conocer a su actual marido. Los dos viven en Sevilla, y ha decidido alquilarla para cubrir los gastos de la hipoteca. Cuando ella no puede, yo me encargo de enseñársela a los posibles inquilinos —me contó—. Por supuesto, no sabe que estoy aquí esta noche contigo. Pero mi piso no es buen sitio para guardar todo este material desde que me acusaron de difundirlo por internet.

—¿Cómo lo conseguiste? —le pregunté, a pesar de que aún no tenía ni idea de todo el material que guardaba.

—De un modo un poco rastrero: me aproveché de un buen amigo. —La culpa en su cara parecía ser sincera.

Me habló de su amigo Antonio Oliva, el inspector de policía que, hasta hacía muy poco, había llevado el caso del Asesino de la Hoguera. Por lo visto, no era un agente de la Unidad Científica, como contaban los periódicos.

Antonio y José Luis eran muy amigos desde siempre, y no era raro que compartieran las tardes de domingo viendo el fútbol juntos. Una de esas tardes, José Luis descubrió que Antonio se había llevado trabajo a casa. En un descuido, había dejado el portátil encendido con una carpeta en el escritorio llamada «El caso de las hogueras», y José Luis, obsesionado en secreto tras la muerte de Silvia, copió la carpeta con todo su contenido a su pen drive.

—Él no tenía ni idea de lo que había hecho. No pensaba contárselo porque no quería perder a un amigo y porque, además, sólo pretendía darle un uso personal. Sin embargo, el mismo error que cometió él lo cometí yo: no me cuidé demasiado de ojos indiscretos y estuve trasteando en toda aquella información en la redacción del periódico. Estoy seguro de que fue mi propio jefe quien la difundió. Dejé el puto pen drive en la mesa del despacho —me dijo irritado consigo mismo—. En cuanto me di cuenta de que las fotos habían acabado colgadas en la red, corrí a decírselo a Antonio. Te podrás imaginar…

Había sido el propio Antonio quien había denunciado a su amigo por la difusión de las imágenes. José Luis lo entendía.

—Tenía que evitar como fuera que lo expulsaran del cuerpo de policía —me explicó.

La cosa había quedado en una acusación firme hacia José Luis y en una sanción grave hacia Antonio quien, por supuesto, no volvió a dirigir la palabra a su amigo.

Entramos en lo que debía de ser el salón: una sala muy amplia con dos ambientes y una bonita chimenea. José Luis había conseguido una buena iluminación gracias a las velas y las linternas que había desperdigadas por el suelo.

En el centro del salón, una gran tabla sobre dos caballetes delató aquel lugar como el centro de operaciones de José Luis.

Me invitó a acercarme y, de nuevo, igual que en mi primera búsqueda sobre el Asesino de la Hoguera, la náusea atacó mi entereza. Respiré hondo y obligué al vómito a esperar.

Cuando me recuperé del todo, al margen de las fotos, lo que más pudo llamar mi atención fue un folio con una tabla en la que José Luis había anotado los nombres de todas las víctimas del Asesino de la Hoguera y, en las distintas columnas, datos como la edad de cada una, la ciudad en la que había sido asesinada, si tenía o no amputada la lengua, las manos o los ojos sacados, su cargo en el trabajo, el estado civil, si vivía sola o no, si tenía hijos o no y los días transcurridos desde la desaparición hasta la muerte.

Todo aquello me recordó a mis años de estudios de criminología, cuando nos enseñaron a hacer análisis victimológicos, es decir, la «autopsia psicológica» de la víctima. Aprendí que en los casos de asesinos en serie es crucial hacer un buen perfil de las víctimas de cara a poder comparar todos los perfiles para encontrar los puntos comunes a todas ellas. José Luis había hecho algo parecido usando el sentido común.

—Después de rellenar la tabla, simplemente he agrupado a las víctimas por edades. Hay dos mujeres que se alejan mucho de la edad promedio.

Cogió dos fotos de cuando aún vivían y me las mostró.

—Pilar Cobos tenía veintiún años, y Gregoria Hernández, setenta —me dijo señalando a cada una—. Cuando me di cuenta de esto, las ordené a todas por edades y busqué los puntos en común.

José Luis dio la vuelta a aquella tabla hecha a mano, y en el anverso del folio vi una especie de diagrama.

—Ha sido mucho más fácil de lo que imaginaba —me comentó emocionado—. Pilar y Gregoria apenas tienen puntos en común, ni entre ellas ni con el resto de las víctimas. Pilar era una chica sevillana separada y con dos hijos que trabajaba de cajera en un supermercado. En el caso de Gregoria, era una señora casada, residente en A Coruña y ama de casa.

—¿Las demás sí que tienen puntos en común? —le pregunté con muchísimo interés.

—¡Y tanto que los tienen! Si eliminamos a Pilar y a Gegoria de la ecuación, parece que a todas las demás el asesino las hubiera elegido verificando determinadas cualidades en una lista. La única que se sale del tiesto es Dolores Roldán, que fue raptada y asesinada en la Casa de Campo de Madrid —respondió—. Madrid está muy lejos de la zona preferida del asesino.

—¿Crees que a la chica jovencita, a la de Madrid y a la anciana no las mató el Asesino de la Hoguera? —Era lo que estaba deduciendo de sus palabras, pero quería escucharlo de su boca.

—Eso creo, aunque no lo tengo demasiado claro con Dolores Roldán —dijo—. En los casos de Pilar y Gregoria opino que quien las mató quiso cargarle el muerto al Asesino de la Hoguera. Incluso las temporalidades de esos asesinatos no casan con los demás. Si las eliminamos a ellas dos, las muertes se producen cada treinta y cinco días aproximadamente, día arriba, día abajo. Metiéndolas a ellas, de repente hay cuatro asesinatos cada dos semanas y el resto con la temporalidad anterior. Además, ten en cuenta que uno de los asesinatos es en A Coruña, demasiado alejado de la zona principal. Con el caso de Dolores no ocurre lo mismo. Ella guarda correlación temporal con las víctimas, digamos, reales.

Yo no hacía más que intentar ver lo que había puesto en el diagrama con relación al resto de las mujeres, y él no paraba de mover el folio de un lado a otro mientras hablaba conmigo. Me estaba poniendo tan nerviosa que estuve a punto de arrancarle el papel de las manos.

—Ada… —José Luis interrumpió mi ataque de nervios.

—Dime.

—La alarma —me dijo señalando el móvil que estaba sobre la mesa—. No me gustaría que tu amiga se asustase.

Transformé automáticamente su frase «No me gustaría que tu amiga se asustase» en la frase «Me daría un por culo tremendo que se presentase la policía aquí teniendo todo esto sobre la mesa».

Asentí y le envié a Cristina el tercer OK.

—Bueno, continuemos —le pedí—. Entonces ¿qué tienen todas las demás víctimas en común? Incluyendo a la de Madrid.

Fue entonces cuando todo comenzó a guardar una relación más o menos clara en mi cabeza: la llamada de teléfono de Maria, lo que yo había sacado de los libros y de internet aquella tarde, y lo que aquellas pobres mujeres tenían en común.

—A excepción de Dolores, todas fueron asesinadas en Córdoba o en Sevilla; la mayoría, en Córdoba. Puede que el asesino comenzase su andadura en Madrid y, más tarde, por algún motivo, se viese obligado a cambiar de residencia. Todas rondaban los cuarenta años, y eran mujeres con trabajos notables y multitud de personas a su cargo. Por ejemplo, Silvia era la gerente de una cadena de restaurantes de lujo, Yarmila era la dueña de una clínica de estética muy famosa en Sevilla y Ana Márquez poseía uno de los bufetes de abogados con más renombre en Andalucía. Todas por el estilo —me contó—. Eran solteras, sin pareja estable conocida, sin hijos y vivían solas. Todas fueron asesinadas en la madrugada del día decimoquinto y a todas les habían cortado la lengua. —Respiró hondo—. En lo que ya no guardan relación es en que a unas les sacaron los ojos y a otras les cortaron las manos. He llegado a pensar que ese jodido cabrón buscaba algo concreto en ellas para decidirse por una u otra tortura.

—Pues lo único que se me ocurre es que si realmente cree que caza brujas, las tenga catalogadas por el mal que él piensa que pueden hacer —dije a bote pronto—. Yo no sé mucho sobre brujas, pero si tuviese que defenderme de una, creo que lo primero sería arrancarle la lengua para evitar que pronunciara algún maleficio. Puede que por eso a todas les falte la lengua. En cuanto a los ojos, ¿no echaban las brujas el mal de ojo? A lo mejor él cree que sólo un tipo de brujas lo hace. Y lo de las manos, pues tres cuartas partes de lo mismo.

—No sé… —Hizo una pausa y miró fijamente el diagrama—. La verdad es que si no hubiese sido por la llamada de tu amiga, jamás se me habría ocurrido lo de las brujas. Y ni siquiera creo que Mari Vila encaje en todo esto. ¿No crees que podemos estar construyendo un castillo a partir de un diminuto grano de arena? —me preguntó dubitativo.

Entendí tanto las palabras de José Luis que estuve a punto de darle la razón y decirle que regresáramos a casa. Pero enseguida recordé su escopeta y el reloj de mis sueños. Llegué a la conclusión de que, aunque aquélla fuese una pista falsa, no teníamos ninguna más.

—Vamos a ver, José Luis —comencé—. Ni tú ni yo teníamos aparentemente nada esta mañana. Bueno, corrijo, a ti te esperaba una muerte violenta y a mí una angustia que, muy probablemente, en unos cuantos días acabaría convirtiéndose en una profunda tristeza por la pérdida de mi mejor amiga. Sólo tenemos una llamada de teléfono de ella, en la que asegura que el hombre que la tiene secuestrada cree que caza brujas, ¿verdad? —Él asintió y yo continué—. ¿Qué hacían con las brujas en la época de la Inquisición?

—Las quemaban —me respondió muy serio.

—Efectivamente, las quemaban. Vivas. —Hice hincapié en lo de «vivas»—. A todas estas mujeres las han quemado vivas. Y las han torturado antes de morir. No quiero ni pensar en lo que debe de ser que te saquen los ojos de las cuencas mientras aún respiras.

Un largo escalofrío recorrió mi cuerpo y la náusea de nuevo se agolpó en mi garganta. La contuve con todas mis fuerzas.

—¿Sabes que las supuestas brujas a las que quemaba la Inquisición no eran más que mujeres solteras que, por falta de población masculina, acababan quedándose solas y se veían obligadas a aprender a ser independientes y cultivadas para sobrevivir? —le pregunté sin esperar una respuesta—. Independientes e inteligentes, como todas las mujeres que tienes en fotos sobre la mesa. Mujeres de éxito que no necesitaban la compañía de un hombre para triunfar. Puede que la soledad fuese una de sus principales compañeras, o puede que no, pero eso nosotros no lo sabemos y me aventuraría a decir que el asesino tampoco.

Compartí con José Luis todo lo que había aprendido aquel día sobre la caza de brujas en Europa. Incluso insistí en que España había sido el país menos castigado por la quema, lo cual podía convertirlo, para una mente enferma obsesionada por la existencia de las brujas, en el último reducto europeo del mal y el pacto con el diablo.

Después de cinco alarmas más, la fe de José Luis en aquella línea de investigación se fortaleció.

Cuando nos despedíamos llegué a tener la sensación de que él confiaba incluso más que yo en acabar encontrando al Asesino de la Hoguera interpretando sus atrocidades como una caza de brujas muy particular.

Sus últimas palabras me dieron un pellizco en el estómago: «Si me hubiese declarado antes, puede que Silvia siguiese aún con vida».

Al principio salí de allí satisfecha. El apoyo mutuo nos había ayudado a ganar seguridad. Sin embargo, cuando pulsé el botón de encendido de la moto, recordé de nuevo a Maria. No encajaba de ninguna manera en el perfil de las víctimas, lo cual podía significar muchas cosas.

En un extremo, y ocupando un minúsculo trocito de mi cerebro, estaba Mari Vila, la modelo caprichosa que podía estar de juerga en cualquier sitio y que, después de ver en las noticias y en los programas del corazón lo de su posible rapto por parte de Hogui, había decidido seguir con la broma llamando a Roberto y soltándole todo aquello.

Sacudí la cabeza.

No quería creerlo. Era demasiado cruel, incluso para ella.

La otra posibilidad es que hubiera dos asesinos colgados rulando por Andalucía, pero se me antojó muy poco probable, sobre todo porque las únicas desapariciones de mujeres en los últimos meses acababan convirtiéndose en reapariciones bestiales con olor a carne quemada y cenizas.

Sólo me convencía la línea que estaba siguiendo: la de Hogui; mi pálpito.

El gran problema era descubrir el papel que desempeñaba María en aquel macabro juego. Estaba claro que no era la bruja.

Pero entonces… ¿qué era? Quizá deberíamos buscar alguna relación entre Mari Vila y las víctimas; puede que ahí estuviera la clave.

Y en eso estaba yo cuando, llegando ya a Sevilla, recordé que no había llamado a Cristina para decirle que todo había ido bien, que se despreocupara.

«¡Mierda!», pensé, y abandoné la autovía por la siguiente salida para llamarla. Me temía lo peor, y no me equivocaba.

Cristina ya había llamado a emergencias y me dijo que la policía estaba en camino.

—¡Mierda, mierda, mierda! —grité después de colgar el teléfono.

Traté de hablar con José Luis, pero no me lo cogió. Le mandé un mensaje: «Vete», y me puse el casco de nuevo para intentar llegar a tiempo.

Cuando me asomé a la calle, la policía sacaba a José Luis esposado. No se resistía, caminaba tranquilo y con la cabeza bien alta.

Otro agente salió un momento después con una gran caja en las manos. Supuse que se llevaba el material con el que habíamos estado trabajando. Menos mal que en mi móvil llevaba fotos de todo.

«Pobre José Luis», pensé.

[Nota mental: Bonita, a ver si te bajas de la parra, y la próxima vez que tengas que hacer una llamada para impedir que alguien vaya a la cárcel, ¡haz esa puta llamada!]