«Hablamos…
»Paseamos…
»Bailamos…
»Nos emborrachamos y…»
No sé cuántos holocaustos se han sucedido en la historia de la humanidad, pero después de haber dedicado todas aquellas horas de lunes a analizar los libros que compré y a hacer búsquedas en la red en el Starbucks, descubrí que entre mediados del siglo XV y mediados del siglo XVII tuvo lugar el mayor holocausto femenino de Europa, y eso quedó grabado a fuego en mi mente.
Supongo que hasta aquel día yo me encontraba entre esa mayoría de gente que tenía nociones de lo que había sido la Inquisición en Europa, entre esa mayoría de gente que había oído hablar de una caza de brujas en la época de la Inquisición y que, como dato curioso, guardaba en el recuerdo pinceladas de historias como las de las Brujas de Salem.
Yo sabía poco más, y no es que a día de hoy haya avanzado demasiado en mis conocimientos sobre la brujería o la caza de brujas, pero sí que me quedó muy claro lo que el MIEDO con mayúsculas puede llegar a ocasionar.
Hace muchos, muchísimos años hubo un tiempo en que toda mujer era reverenciada únicamente por el hecho de serlo. El sombrero cónico fue símbolo de sabiduría y el caldero representó los orígenes de la vida, el poder mágico de la mujer.
¿Qué ocurrió entonces? ¿Cómo pudimos pasar de una era de alabanza hacia lo femenino a otra de persecución hacia la mujer, en la que ese mismo sombrero y ese mismo caldero terminaron significando un pacto con el demonio?
Todo comenzó en el momento en el cual la secta católica se impuso sobre las demás sectas del cristianismo, erigiéndose como religión. Sus inicios no fueron fáciles, pues sus representantes tuvieron que lidiar con el culto a otras religiones ancestrales, llamadas paganas por el catolicismo.
Precisamente para controlar al paganismo se creó la Inquisición, una institución donde juzgar como herejes a todas aquellas personas que no adoptaran el catolicismo como su fe. Y contrariamente a lo que yo pensaba, la Santa Inquisición no era un órgano de la Iglesia católica que funcionaba a nivel global, sino que hubo tantas santas inquisiciones como zonas en las que iba a ser necesaria. En España, por ejemplo, había dos: una dependiente del Vaticano y común a todas las demás, y otra creada por los reyes Isabel y Fernando, que nombraban a sus propios inquisidores para que ejercieran sus labores como funcionarios del Estado.
Tras varios siglos de Inquisición, Europa se vio asolada por epidemias como la peste negra y por guerras cuyo estandarte no era otro que la defensa de la propia fe. Se originó el escenario perfecto para que la muerte fuera la protagonista indiscutible y el demonio comenzó a estar muy presente en la mente del pueblo, gracias a obras como La Divina Comedia de Dante Alighieri.
El miedo comenzó a aflorar y la Iglesia necesitó desesperadamente a alguien a quien culpar.
Se te hiela la sangre cuando te das cuenta de lo fácil que es convencer a la gente de algo cuando está aterrorizada. Sí, tremendamente fácil. De hecho, a Inocencio VIII le bastó la bula papal Summis Desiderantes Affectibus para, sin necesidad de probar nada, dar por oficial la existencia de la brujería.
Ese papa hablaba de hombres y mujeres que fornicaban con los demonios, realizaban conjuros maléficos, convertían las tierras fértiles en yermas y los vientres fecundos en estériles, mataban al ganado, envenenaban las aguas y dejaban a los hombres impotentes.
Vamos, que si eras un pobre campesino al que no se le levantaba, tu mujer no podía tener hijos y tus cultivos se habían ido a pique, lo único que te faltaba para creer a pies juntillas en la existencia de la brujería era que te lo dijera el mismísimo papa.
Y aunque en un principio se habló de brujas y brujos, fue la mujer quien tuvo la mala suerte de ser mayoría en ese momento. Muchos hombres murieron en las numerosas guerras de la época, y los que sobrevivían eran pasto de las epidemias que esas mismas guerras desencadenaban.
Así que las mujeres que acababan quedando solteras se vieron obligadas a salir adelante solas. Algunas solteronas acabaron en las calles pidiendo limosna, mientras que otras decidieron luchar por vivir lo más dignamente posible, aprendiendo sobre plantas y medicinas naturales, asistiendo partos y curando a sus vecinos. Y lo hacían tan bien que en las zonas rurales llegaron a ser llamadas «curanderas».
A pesar de ser tan útiles en sus pueblos, muchas de ellas también fueron envidiadas y temidas. El miedo de la gente acabó convirtiéndolas en carne de cañón. La brujería existía, porque lo había dicho el papa, así que ellas no podían ser otra cosa que brujas. ¿Quién, si no, iba a provocar que los maridos no regresaran de las guerras y que el hambre asolara la población? Únicamente ellas, que sobrevivían solas e independientes, podían caer en la tentación del diablo. Las mujeres ya eran consideradas débiles por naturaleza, y sin un hombre a su lado que las mantuviese rectas y en el buen camino, abrazarían el mal del mismo modo que Eva aceptó la manzana de la serpiente.
Si a todo lo anterior le unes el best seller de la Inquisición, puedes llegar a comprender por qué las acusaciones por brujería no tuvieron límites en aquella época.
El Malleus maleficarum, escrito por dos dominicos para ser usado como guía en la ardua tarea de perseguir la brujería, se extendió como la pólvora por toda Europa.
Aquí, en España, lo titularon El Martillo de las Brujas, y se convirtió en el manual de los inquisidores y en la biblia de todo cazador de brujas que se preciara. Con este librito, los dominicos se lucieron de verdad.
En la primera parte dejaban muy claros cuáles eran los tres pilares de la brujería: el demonio, la bruja y el permiso de Dios Todopoderoso. Explicaban en él que las brujas tenían relaciones sexuales con el diablo y engendraban a sus propios hijos. Eran capaces de controlar la mente de los hombres, provocar enfermedades venéreas, matar a niños en el mismo vientre materno y un largo etcétera que le pondría los pelos de punta a cualquiera.
No contentos con eso, en la segunda parte explicaban los métodos usados por las brujas para hacer el mal y enseñaban a defenderse de sus consecuencias. Narraba cómo se transportaban las brujas de un lugar a otro, normalmente volando sobre escobas, y hablaba del constante peligro al que se veía sometido el inocente, el cual, seducido por el demonio a través de las brujas, podía volverse también un brujo. Es decir, que la brujería era «contagiosa», como la peste.
Por último, para que no quedara ni un cabo suelto, explicaba el proceso con pelos y señales. Primero la denuncia, los testimonios y los testigos (testigo podía ser cualquiera); después las torturas más eficaces para arrancar confesiones; finalmente los castigos y las condenas. ¿Sabes que la mayoría de las veces el mero hecho de enseñar a la supuesta bruja la sala de tortura les proporcionaba la confesión que querían oír? Imagínate lo que encontrarían en aquellos lugares; el olor a sangre, orina, mierda y terror; aquellos aparatos cuya mera visión ya provocaba dolor. Si supieras que el final que te aguardaba no iba a cambiar, ¿no habrías hecho tú lo mismo? ¿No habrías elegido la muerte sin el sufrimiento previo?
Hace poco me enteré de otro de los métodos que empleaban los inquisidores para comprobar si una mujer había sido seducida por el demonio. La sumergían en un gran tanque de agua. Si la mujer se quedaba en el fondo y moría ahogada, significaba que era inocente. Si flotaba, era porque el demonio la había salvado, y se la consideraba culpable de brujería y, por consiguiente, era quemada en la hoguera. ¡Venga, no me jodas! ¿Cuando nadamos es obra del diablo? Pues menos mal que tenemos su ayuda, porque si no cualquiera aprende a nadar…
El resultado del conjunto MIEDO + LIBRO ATROZ me heló la sangre. Sólo en el siglo XVII murieron más de cincuenta mil mujeres quemadas en la hoguera en la Inglaterra anglicana y unas cien mil en Alemania. En esos países, la imprenta pasaba por un momento de auge y fueron miles las impresiones que se hicieron del Malleus maleficarum.
Por suerte, en España la cosa fue un poco diferente, y eso me dejo más tranquila. Los juicios que se iniciaron por brujería en la Inquisición fueron juicios con un proceso legal, documentados y organizados por el Estado. Aunque las pobres «brujas» rara vez se libraban de la tortura, la pena más común era la Abjuración de Levi, que consistía en una severa advertencia y una multa dineraria, el destierro durante seis años y, a veces, azotes púbicos. Y, «gracias a Dios», la absolución era frecuente en nuestro país.
Resumiendo, tras haber leído los libros que me llevé y ojeado con ansia todo lo que fui encontrando por internet aquel día y los siguientes, llegué a la conclusión de que miles y miles de mujeres de los siglos, XVI y XVII murieron en la hoguera acusadas de brujería por culpa de sentimientos como el miedo, el odio o el simple recelo.
Permanecí todo el santo día metida en el Starbucks Coffee. Almorcé un sándwich vegetal, merendé un trozo de tarta excesivamente dulce para mi gusto y cargué las pilas con mucha más cafeína de la que mi cuerpo podía asimilar. Las brujas y el café me dejaron con una sensación en el pecho un tanto desagradable y con taquicardias frecuentes.
Serían las siete y media de la tarde cuando retiré los ojos del ordenador y de los tres libros que había comprado en la FNAC. Tuve suficiente por aquel día, y las anotaciones en mi libreta eran prueba de ello.
«¿Qué hago?», me pregunté. Y decidiéndome estaba cuando recibí una llamada de mi madre.
—¡Hola, cariño! —Sonaba muy contenta—. ¿Cómo andas?
«Si pudiera contarte como ando…», pensé. Pero estaba segura de no poder compartir mis últimos días con mi madre. «Este tipo de cosas no se le pueden contar a una madre», me advertí. Si se enteraba, conociéndola, cogería el primer avión con rumbo a Granada para hacer dos cosas. La primera sería matar a Enrico por pedirme que lo ayudara en un caso tan complicado y luego largarse como lo había hecho. La segunda sería matarme a mí, por haber decidido ayudarlo y, sobre todo, por haber concertado una cita con alguien a quien no conocía de nada y cuyo aspecto dejaba mucho que desear.
—Pues aquí estoy, mami —dije—. Ando por Sevilla. Ya sabes… con moto incorporada.
—Tú y tu moto… Os van a dar el premio a la pareja del año.
Mi madre es la mayor preguntona del universo conocido y de parte del desconocido. Siempre quiere saberlo todo, supongo que porque me echa de menos y se siente un poco culpable por no acompañarme más de cerca en lo que ella llama «la gran aventura de la felicidad». Sin embargo, aquella tarde no me hizo la más mínima pregunta; tenía tantas cosas que contarme ella misma que me evitó tener que inventar alguna que otra mentira.
—¡Acabo de volver de un crucero por el Mediterráneo! —me dijo entusiasmada.
—¿Otro? —le pregunté. Conté mentalmente y, con aquél, sumé cuatro cruceros en total por el Mediterráneo. Desde que le había tocado la lotería por segunda vez vivía como una auténtica reina. Y no es que hubiese ganado dos premios económicos, es que, para mí, cuando dejó a mi padre fue la primera gran lotería que le tocó en la vida: la de las sonrisas y la felicidad.
—Sí, es que éste era diferente. —Hizo una pausa, y sentí su sonrisa pícara a través del micro del móvil—. ¡Éste era un barco de solteros y separados!
¿Mi madre se había ido a ligar? No me lo podía creer.
—¡No me digas! ¿Y qué tal?
—Pues de maravilla, Ada. El primer día conocí a un cubano la mar de guapo. Hablamos… Paseamos… Bailamos… Nos emborrachamos y…
—¡Para! —La detuve—. Mamá… No necesito saber más.
Le pedí que siguiese contándome lo bien que se lo había pasado, omitiendo ese tipo de detalles. Y, no te lo vas a creer, pero, saltándose «esos» momentos, continuó con su historia del crucero a partir del cuarto día. ¿Pues no es verdad que la frase «De casta le viene al galgo» es real como la vida misma?
Al final del cuarto día se peleó con el cubano (al parecer, sólo era divertido en la cama) y conoció a un cincuentón londinense muy guapo, según ella, también muy atractivo, pero tremendamente tímido.
Y, la verdad, no sé qué concepto tiene mi madre de lo que es un hombre tremendamente tímido, porque de un crucero de ocho días sólo me habló del primero y del cuarto.
—¿Qué pasó con el de Londres, mami? —Sentía mucha curiosidad.
—Pues que fue bonito mientras duró, hija mía —me respondió con toda la naturalidad del mundo—. Unas horas antes de desembarcar, tuve que inventarme que esta española regresaba a casa.
—Pero ¿por qué?
—Porque pretendía que siguiéramos viéndonos —me explicó, como si la intención del pobre y tímido hombre fuese toda una atrocidad—. Ada, lo que ocurre en el barco se queda en el barco —me dijo para cerrar la conversación y se quedó la mar de satisfecha la tía.
—Mamá, que sepas que mi incapacidad para enamorarme es por tu culpa —concluí teatralmente antes de despedirnos.