16

«Catorce días de angustia y casi dos meses de obsesión.

Eso es lo que me ha quedado».

Supe que era él desde el instante en que entró en el local. Yo me encontraba sentada a una de las mesas más discretas, a la izquierda, y pude echarle un buen vistazo. José Luis era un hombre delgado en extremo, con una obsesión marcada en el rostro. Supuse, por su ropa varias tallas grande, que la delgadez había sido una consecuencia de esa obsesión. Aspecto desaliñado, con el pelo modelado aprovechando la grasa del cuero cabelludo. Barba de varios días, tirando a muchos, y ojeras infinitas.

¿Tristeza?

¿Cansancio?

¿Ira?

Por encima de todo aquello intuí un corazón reventado. Un ser al que le habían robado el alma y sin posibilidad de recuperarla jamás.

No sentí lástima por él, ni por la tal Silvia, sino por su hermana, por Linda. Por tener que ver la muerte en vida de su hermano.

—¡José Luis! —Alcé la voz para llamar su atención cuando miraba en dirección a mi mesa.

Me levanté para saludarlo y agradecí enormemente que me estrechara la mano en lugar de acercarse a darme dos besos. No desprendía un olor demasiado agradable a esa distancia, y no quise imaginar cómo sería en las distancias cortas.

Se sentó frente a mí a la mesa, cosa que también agradecí, y pidió un café solo con hielo. Yo lo acompañé con una leche manchada.

—¿Qué te ha contado mi hermana de Silvia?

Me lanzó la pregunta a bocajarro, y no supe ver si estaba molesto o albergaba simple curiosidad. Le dije la verdad.

—Me ha contado muy poco. Me ha dicho que estaba segura de que no habías sido tú quien había colgado las fotos en internet, porque una de las más vistas pertenecía a los restos de una tal Silvia, la mujer de la que estabas enamorado.

¿Te puedes creer que hubo otro silencio? Que, vale, puede ser comprensible. Tenía muchas cosas en la cabeza. Muchas preocupaciones. El amor de su vida, o eso había supuesto yo, había muerto a manos de un malnacido y una de sus consecuencias había sido un proceso penal en su contra. Probablemente yo lo había pillado en su casa, destrozado y con un futuro incierto. Un hombre sin corazón ya no es un hombre. Y a él se le veía a la legua que ya casi no le latía.

—Esta mañana… —Hizo una pausa—. Esta mañana, cuando recibí tu mensaje…

De nuevo silencio. Breve esa vez.

—Si me hubieras preguntado hace un par de meses sobre el suicidio, te habría contestado de un modo rotundo que para mí no era una opción —me dijo con la vergüenza marcando sus mejillas—. Sin embargo, esta mañana, cuando recibí tu mensaje, tenía la escopeta que me regaló mi padre al cumplir los dieciocho años sobre la mesa, con un cartucho en la recámara, preparado y listo para destrozarme el cráneo.

Contuve la respiración al ser consciente de que, antes de que él lo confesara, yo ya había visto la muerte en su rostro.

—¿Qué has hecho con la escopeta? —No sabía qué otra cosa preguntar—. Quiero decir…

—Ella seguirá en casa, cargada, esperando a que regrese para acariciar su gatillo. No creo que se enfade por tener que esperar unas horas más.

José Luis había tenido los huevos de levantarse de aquella silla en la que había estado sentado saboreando la inminencia de su muerte para acudir a hablar conmigo y, seguidamente, regresar sobre sus pasos para sentarse de nuevo frente al regalo de su padre. Un escalofrío me recorrió la espalda hasta la nuca.

Pero ¿qué lo había llevado a postergarlo?

—¿Por qué has decidido entonces venir a hablar conmigo? ¿Vas a ayudarme?

Miró sus propias manos, estiró los dedos y luego los plegó hacia las palmas.

—Jamás le dije a Silvia que la amaba —comenzó—. Tres años viviendo el uno frente al otro. Tres años muriéndome por ella… y jamás le dije nada.

Había venido para hablarme de Silvia antes de que las postas de aquel cartucho agujerearan para siempre sus recuerdos.

—Yo estoy separado. Con un hijo y una pensión mensual que en el momento de la separación no me permitía vivir desahogadamente por mi cuenta —continuó—. Hoy es muy común que grupos de separados compartan vivienda y gastos. Sobre todo cuando te cuesta llegar a fin de mes porque otro se come tu trabajo. Puse un anuncio en el periódico y encontré habitación en un bonito piso, con otros dos hombres en mi misma situación. Fue como volver a mi vida de estudiante y descubrir que la chica más guapa de la residencia vivía en la puerta de enfrente.

»Te lo juro, me enamoré de ella en nuestro primer encuentro de ascensor, una mañana muy temprano. Yo tenía que hacer un recado antes de ir al periódico; de lo contrario, jamás la habría conocido.

»La primera vez sólo pude emitir un leve sonido a modo de saludo. Aquella melena negra y sus ojos oscuros y profundos me dejaron sin respiración. Pero luego hubo una segunda vez. Y una tercera. Me levantaba más temprano cada mañana, como si fuese un adolescente en plena efervescencia hormonal, y esperaba que ella saliera para ir a trabajar y, así, salir yo a la vez para poder acompañarla los seis pisos que nos separaban de la calle.

»Las primeras semanas sólo intercambiamos breves saludos. Las siguientes, comenzamos a hablar del tiempo y, poco a poco, fuimos intercalando algún que otro comentario más personal. A Silvia parecían divertirle nuestros casuales encuentros matinales e incluso agradecía que tuviésemos horarios similares. Mientras tanto, yo cada mañana me alegraba más de haber decidido meses atrás levantarme una hora más temprano para compartir aquellos escasos tres minutos de tiempo juntos.

»Me enteré por las noticias, cuando desapareció, de que era la gerente de una importante cadena de restaurantes andaluza. Fue cuando comprendí por qué ella salía tan temprano y por qué yo jamás la oía regresar a casa. Silvia vivía por y para su trabajo, a excepción de los tres minutos que, cada mañana, parecía vivir para mí.

»Unos días antes de que ese malnacido se la llevara, decidí confesarle, dentro del lapso de aquellos tres minutos, lo enamorado que estaba de ella. Te parecerá una locura, pero creo que ella sentía lo mismo. Alababa mi aspecto cada mañana, me colocaba bien la corbata y controlaba con el dedo índice el rebelde caracol de mi frente. Me sonreía con ojos brillantes al verme y se despedía con anhelo al separarnos.

»La mañana de su desaparición la estuve esperando tras la puerta de mi piso, controlando la suya a través de la mirilla. Llevaba en una mano un ramo de rosas rojas, su flor preferida, y en la otra una modesta sortija. Pero no apareció. Ni esa mañana, ni las siguientes.

»Vi su foto en las noticias y un compañero mío cubrió la desaparición en el periódico. No sabía que era ella hasta que vi la foto de archivo que habían usado. Llevaba un vestido que yo conocía bien. Era su preferido.

»Catorce días de angustia y casi dos meses de obsesión. Eso es lo que me ha quedado de aquella larga secuencia de tres minutos de magia al día por veintitrés horas y cincuenta y siete minutos de espera.

Su espalda se encorvó aún más, si es que eso era posible. El cuerpo parecía pesarle de un modo inaguantable, tanto que los brazos le cayeron a plomo a ambos lados. Sus ojos me miraron fijamente y me dijeron que no tenían más lágrimas que soltar.

—Creerás que estoy loco —me dijo—. Enamorado y roto por culpa de tres minutos… —Y sonrió amargamente.

—No creo que estés loco, José Luis. Ni mucho menos —le aclaré—, tan sólo estabas enamorado y un malnacido ha roto tus sueños de felicidad.

Posé la palma de la mano sobre su áspera mejilla. Él inclinó la cabeza para acercarse más al contacto.

Aquel hombre al borde la muerte despertó tal ternura en mí, tanta simpatía, que casi me sentí culpable por haberlo alejado del regalo de su dieciocho cumpleaños. Sin embargo, la realidad era que aquel hombre estaba allí, a mi lado, con toda aquella información en la cabeza. Al menos eso creía yo, que tenía información. Y si la tenía, yo la quería.

Decidí no dejar escapar aquella oportunidad.

—José Luis… —Elevó los ojos y me miró—. Ya sé que nada de lo que pueda decirte va a traerte consuelo. —Hice una pausa solemne—. Lo siento mucho. Siento que hayan arrancado a Silvia de la vida y de tu lado. Y siento que hayas decidido que tu vida ha terminado. Sin embargo, antes de que todo acabe para ti, yo quiero pedirte un favor.

En una ocasión, no sé dónde, oí que muchas personas que se encuentran al borde del suicidio real, lo cual parecía ser el caso de José Luis, a pesar de su clara determinación, abandonan temporalmente o para siempre la idea de la muerte cuando descubren algo fuera de ellos, fuera de su propia miseria, a lo que poder aferrarse. Y eso que oí no debía de ir mal encaminado porque con un simple mensaje de texto había conseguido que aquel hombre destrozado al borde de volarse la tapa de los sesos decidiera postergar sus planes el tiempo suficiente para acudir a mi lado, tomarse un café conmigo y desnudar los miles de fragmentos que ahora conformaban su corazón.

Vi un leve brillo en sus ojos aguardando mi petición y decidí dar una vuelta de tuerca más.

—José Luis —comencé de nuevo—, ¿podrías pedirle a tu escopeta que espere un poco más? Necesito que me ayudes a encontrar a Maria. No soportaría perderla y menos aún soportaría ver en la cara de Roberto el dolor que supone no volver a disfrutar de la única persona en el mundo a la que ha querido de verdad.

Ya sé que lo de «podrías pedirle a tu escopeta que espere un poco más» es un poco fuerte, pero, por suerte, tuvo la reacción esperada: la expresión de su cara cambió. Me pareció que se estaba planteando la idea de dejar la muerte para otro día, o eso creí entender.

—Me gustaría poder ayudarte, pero hay un problema —me dijo.

—¿Cuál?

—No creo que a tu amiga se la haya llevado el Asesino de la Hoguera. Conociendo un poquito su pasado, esto parece más un crimen pasional que otra cosa —me respondió, no sin parte de razón en sus palabras.

—¿Cómo explicas, entonces, la llamada de Maria de ayer? —contraataqué algo ofuscada.

—¿Qué llamada? —Se interesó por el dato.

—Esa en la que, asustada, le dijo a Roberto que quien la tiene encerrada cree que caza brujas —le expliqué mientras abría mi cuaderno y le enseñaba, literalmente, en qué había consistido la breve conversación.

José Luis se mordió los labios y respiró hondo.

—En ningún momento se ha dicho que el Asesino de la Hoguera cace brujas. Aunque…

Se quedó en silencio, pensando en algo.

De pronto, me miró como si acabase de llegar a alguna conclusión tremendamente importante.

—¿Y si tuvieras razón? ¿Y si el Asesino de la Hoguera hubiera emprendido en el siglo veintiuno su particular caza de brujas?

Su lenguaje corporal había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. Seguridad y determinación. Vi en sus pupilas un propósito. Sacó una pequeña libreta del bolsillo de su cazadora y anotó algo en una hoja. La arrancó y me la dio.

—Vente esta noche a esta dirección, a eso de las nueve. Quiero comprobar algunas cosas y compartirlas contigo.

Sí, seguridad y determinación, también en su voz. Miré el papelito y vi que la dirección no era de Sevilla capital. Le pregunté al respecto y me dijo que se trataba de un pueblo en dirección a Huelva, a escasos veinte kilómetros.

—De acuerdo, estaré allí a esa hora —afirmé.

José Luis se levantó con la mirada como ida y con una excéntrica sonrisa en la cara, y se marchó sin ni siquiera pagar su café.

«Será fresco», pensé.

Luego la preocupación derivó hacia otro lugar. Acababa de concertar una cita con un hombre a quien no conocía de nada y en un lugar al cual jamás había ido para hablar sobre un asesino en serie.

«Tonta del culo, ¿no se te ha ocurrido pensar que José Luis Bayo puede ser el mismísimo Hogui?»

Sacudí la cabeza y lo eliminé de mi mente. Necesitaba desesperadamente la información que aquel hombre pudiera proporcionarme, así que decidí acudir a la cita fijada.

Miré el reloj: las once de la mañana.

Tenía un buen número de horas hasta las nueve de la noche y se me ocurrió llenarlas con información que pudiera sernos útil a ambos, siempre y cuando, llegada la hora, José Luis no resultase ser un loco psicópata con ansias de quemarme viva.

Antes de pagar la cuenta y salir del Horno San Buenaventura, le mandé un correo electrónico a Enrico informándole sobre mi cita con un hombre que, creía yo, podría ayudarme en el caso de Maria. Omití al Asesino de la Hoguera porque no estaba muy segura de si Enrico aprobaría la línea por la que había dirigido el caso de Mari Vila, y tampoco le conté que la cita era con un hombre un tanto atormentado en un lugar que no me ofrecía la más mínima garantía de seguridad. «Para qué preocuparlo», pensé. Ya tendría tiempo a lo largo del día de buscar un modo u otro para tratar de guardarme las espaldas.

Salí rumbo a la FNAC y pedí al atractivo dependiente de la zona de libros que me localizase lo que tenían en tienda que tratase de un modo serio la brujería. Mientras él buscaba en el ordenador, yo buscaba en él eso que me era tan familiar. Finalmente lo encontré: aquel chaval llamado Gustavo, o al menos eso leí en la placa que llevaba al pecho, se parecía muchísimo a mi amigo «meticuloso» al que, por cierto, llevaba varios meses sin llamar. Supongo que el exceso de cuidado a veces cansa. Aunque en aquel instante las palpitaciones en mi entrepierna me hicieron pensar que, quizá, había llegado el momento de llamarlo de nuevo.

Mi amigo «meticuloso» se llamaba en realidad Alfredo y, al igual que el chico de la FNAC, era alto y delgado, de facciones angulosas y labios pequeños, con el pelo a media melena siempre recogido en una coleta en la nuca. ¡Ay, Alfredo! La verdad es que parecía que lo habían fabricado única y exclusivamente para regalar orgasmos. Le encantaba dedicarle tiempo al proceso de la desnudez. Te quitaba cada prenda con cuidado. Si era la camiseta, te recorría con las manos todo el torso al arrastrarla. Si eran los pantalones, éstos caían poco a poco, a la vez que sus manos te apretaban el culo, los muslos, los gemelos, los tobillos… Adoraba los pies y le encantaba reconocerlos centímetro a centímetro con la lengua. Esa misma lengua se hundía en tu boca y jugaba en ella hasta animar a tu propia lengua. ¡Ay, Alfredo! Tan minucioso. Tan meticuloso. Tan dispuesto a no dejar ni un milímetro cuadrado de piel sin lamer.

Después de hurgar en tu boca hasta conseguir animar en extremo tu lengua y avivar tu respiración, serpenteaba con ella por tu cuello, se entretenía en tu pecho, tras liberarlo del estorbo del sujetador, y se deleitaba con tus pezones hasta dejarlos bien tiesos. ¡Ay, Alfredo! Tan minucioso. Tan meticuloso. Continuaba con el recorrido por la zona de las costillas y la línea que une el esternón con el ombligo. Hacía base en tu ombligo, uno de sus lugares preferidos, no me preguntes por qué, y finalmente, dando un pequeño rodeo, acababa siempre en tu parte más caliente, húmeda y lista para lo que estaba por llegar. Toquecitos leves con la lengua. Roces húmedos y más extensos a continuación, abarcando, incluso con los labios, todo lo que se pusiera por delante. ¡Ay, Alfredo! Ese dedo juguetón que sabía exactamente en qué momento introducirse y vibrar en tu interior. El momento perfecto, los movimientos linguales circulares en tu punto clave. Primero suaves. Luego más intensos. El dedo que se mueve dentro de ti, que escarba en tu interior. La lengua que parece conocer tu sexo a las mil maravillas y sabe el sitio exacto donde tiene que jugar. ¡Ay, Alfredo! Tan minucioso. Tan meticuloso. Justo cuando estás llegando a tu más íntima, intensa y agradable explosión, decide abarcar tus pechos con la mano que aún le queda libre. Los amasa.

¡Ay, Alfredo! ¡Menudos orgasmos! Convertía cada noche en una competición entre la susodicha lengua y tu más preciado botón. ¿Y sabes quién ganaba siempre? La lengua.

Jamás conocerás a nadie con más destreza a la hora de arrancar orgasmos que Alfredo, mi amigo «meticuloso».

[Nota mental: Llamar a Alfredo en cuanto logre regresar a Granada.]

—Puedes acercarte y echarle un ojo a la pantalla.

Gustavo interrumpió mis recuerdos, y al ser consciente de nuevo del enorme parecido entre mi amigo y aquel muchacho, noté que el rubor inundaba mi cara tan violento como un tsunami. Me acerqué a la pantalla, con las piernas bien juntas como si, al separarlas, el dependiente pudiera llegar a sentir el calor que desprendía mi entrepierna.

Estas cosas me suelen ocurrir. Tengo mucha imaginación y gran facilidad para dotar de sensaciones a mis recuerdos, y si esos recuerdos incluyen a alguno de mis amigos, llamémoslos «especiales», no va a ser raro que yo solita y en cualquier sitio me ponga cachonda como una perra en celo. Aunque no interpretes con esto que me ocurre de forma habitual. Generalmente el estrés intensifica mis ganas de sexo, y aquella mañana yo estaba muy estresada. Me planteé la posibilidad de pasar por el hostal en algún momento del día para desestresarme.

Ah, sí, continúo que me disperso. Pues bien, sintiéndome totalmente ridícula, me acerqué a la pantalla, carraspeé como para aclararme la garganta y aparté un mechón de pelo de mi cara lo más dignamente posible. Eso sí, mis piernas permanecieron soldadas hasta que estuve segura de que al abrirlas no provocaría una combustión espontánea de mi cuerpo, de Gustavo y de la FNAC en general.

La mayor parte de los libros que versaban sobre brujas eran novelas. Sin embargo, localicé en la interminable lista tres que parecían ser ensayos más o menos serios. De los tres, el guapo dependiente sólo pudo encontrarme dos. Uno de ellos de Julio Caro Baroja y el otro de Joseph Pérez. Me llevé un tercero por lo atrayente de su título: Malleus maleficarum. Un tomo diminuto que, bajo el mismo título, aparecía traducido como El Martillo de las Brujas.

Pagué los tres libros y salí de allí, aún un pelín avergonzada, en dirección al Starbucks Coffee.