15

Silencio al otro lado de la línea.

Más silencio.

«¡Me tienen harta los silencios!»

El GPS me llevó obedientemente a Sevilla por la A-4 en tan sólo una hora y veinte minutos. En unos quince minutos más dejé aparcada a mi pequeña en el aparcamiento de la Puerta de Jerez y salí corriendo, con mi guía electrónica en la mano, por la avenida de la Constitución. Acompañé las vías del tranvía hasta plaza Nueva y seguí en dirección a la calle Tetuán, donde estaba situada la redacción del periódico.

¿Puedes creer que no fui consciente de que era domingo hasta que me topé con aquel lugar cerrado a cal y canto? Había ido tan rápida y tan preocupada por ir esquivando a la gente que paseaba por el centro de la ciudad que ni siquiera me había dado cuenta de que las tiendas estaban cerradas.

Hasta las ocho y media de la mañana siguiente no tendría nada que hacer, según me dijo una vecina del edificio.

«Mierda», pensé.

Miré el reloj: ni siquiera eran las siete de la tarde.

Me resigné a esperar.

Deshice mis pasos arrastrando los pies, notando cómo el cansancio y la impaciencia se cargaban a mis espaldas. Tendría que buscar un lugar donde dormir y coger lo necesario de las maletas de la moto. No demasiado: ropa interior, un par de camisetas y la bolsa de aseo. El equipo de cordura me serviría de uniforme hasta mi llegada a Granada. Tenía tal sensación de estar dando tumbos que no quise permitirme el placer de una ropa cómoda y gustosita. ¡Hay que ser tonta!

Mira tú por dónde, de camino al aparcamiento pasé por la puerta del hostal Leonardo da Vinci. «Vamos a probar suerte», me dije. Tenía muy buena pinta y no era caro, creo que cuarenta euros la noche lo cual, para pleno casco histórico de Sevilla, no me pareció nada mal. Había una sola habitación libre y pronto tuvo mi nombre.

Salí de allí con una sonrisa hacia la moto. Eché todo lo necesario en la mochila y, de nuevo, caminé de vuelta hacia el hostal.

Justo en la entrada, mis tripas me recordaron que había comido sólo una vez aquel día y que, quizá, sería buena idea volver a hacerlo antes de subir a descansar. Les di la razón y me metí de cabeza en el Starbucks Coffee próximo a la catedral, donde me zampé un sándwich vegetal, un chocolate a la taza tamaño grande con nata montada y un muffin de chocolate con pepitas. No escogí la comida más sana del mundo si hablamos en términos de colesterol, pero sí que fue la más eficaz a la hora de aplacar la creciente ansiedad. Sentía un pinchazo en el pecho desde que había despertado tras la pesadilla, y era cada vez más intenso.

Salí de allí ebria de azúcar y algo lenta de reflejos. Toda mi sangre se había concentrado en el aparato digestivo, pero me quedó la suficiente en el cerebro para localizar la FNAC que se hallaba en la avenida y decidirme a adentrarme en sus dominios. No podía hacer nada más por Maria hasta la mañana siguiente, así que opté por darme algún capricho en la zona de la librería.

Me encantaría que hubiera FNAC en Granada. Entras por sus puertas y te encuentras inmersa en un mundo de literatura, música, juegos y electrónica. Una maravilla, vamos. Fue allí donde compré mi primera cámara para la moto, para inmortalizar y, ya de paso, rentabilizar aún más mis viajes. Fue allí también donde disfruté de uno de los momentos más peculiares de mi vida y que, mira tú por dónde, se repitió aquella tarde-noche en Sevilla.

Caminaba yo por los pasillos de la enorme tienda, inmersa en los títulos y las portadas de la sección de novelas. Esto no se lo cuento a mucha gente, pero creo que mi relación con los libros es tremendamente especial. Siempre he dicho que todos y cada uno de los libros que hay en mis estanterías están ahí porque, en su día, me eligieron a mí como lectora. Jamás me dejo llevar por recomendaciones o por modas. Lo único que es capaz de hacer que compre un libro es el nivel de intimidad que ese libro y yo hayamos podido alcanzar en tan sólo unos segundos, desde el instante en que entramos en contacto en una librería.

Su imagen.

Su nombre.

Su tacto.

Su olor.

Algunas frases sueltas entre sus páginas.

Indudablemente, mi relación con los libros en aquel momento de mi vida era mucho más intensa y compleja que la que podía tener con cualquier hombre.

Pues bien, caminaba yo por los pasillos de la enorme tienda cuando, a lo lejos, un libro se posó, zalamero, en mis pupilas.

Su imagen fue lo primero que me atrajo. Una portada ilustrada, con el torso desnudo y de espaldas de una mujer escultural en el centro. Larga melena castaña y ondulada. Rechazaba con un gesto de la mano la mitad izquierda de la carátula en la que aparecía un paraje devorado por la destrucción y la desolación. Ella, en un magnífico perfil, miraba con lágrimas en la mejilla y una sonrisa anhelante hacia la otra mitad de la portada, la derecha, en la que el mismo paisaje, rebosante de salud, resplandecía bañado por el sol. Era como si aquella mujer, en toda su perfección, se encontrara presa del cauce del destino.

Su nombre me atrapó en una vorágine de elucubraciones: Cómo matar a una ninfa. ¿Qué escondería un título como aquél?

Aquella novela y yo comenzamos con buen pie. Ella conocía a la perfección las artes del cortejo, tanto que pronto tuve la necesidad de tocarla, de sentirla mía por un instante. Quise saber cómo era. Me relamí pensando en la posibilidad de volcar los ojos y parte del alma en ella. Extendí, decidida, el brazo para cogerla cuando mi mano se topó con otra mano.

—No me lo puedo creer, ¡otra vez tú!

La magia entre aquel libro y yo se rompió en el mismo instante en que reconocí a Francisco Rodríguez a mi lado. Sonreí con tanta intensidad que noté cómo mis ojos se achinaron.

—¿Cómo que otra vez yo? ¡Otra vez tú! —le dije feliz—. Y queriendo robarme de nuevo un libro.

La primera vez que nos encontramos fue precisamente en una FNAC, en Madrid. Yo deambulaba, del mismo modo, por los pasillos de la sección de novelas y me quedé prendada de una edición preciosa de Frankenstein. Avancé sin ver nada más que el objeto de mi deseo, y cuando conseguí agarrarlo y tirar de él, otra mano lo había apresado. En lugar de mirarnos a la cara y disculparnos, nos quedamos los dos anclados en el libro como si del Anillo Único se tratara. Lo sujetamos fuertemente con la mano que teníamos libre y tiramos de él como dos niños chicos con cara de enfadados y pensando «mi tesoooro». Creo que si alguien nos vio, pensó que estábamos locos.

Después del instante de obcecación, nos miramos el uno al otro y supongo que ambos vimos lo mismo, a un energúmeno con ojos iracundos y cara color pimiento morrón. Cambiamos el semblante a la vez, sentimos vergüenza a la vez y acabamos con una sensación de ridículo extremo riendo a carcajadas, también a la vez.

Tras el extraño momento, lo reconocí enseguida. Era uno de mis escritores favoritos y, además, yo llevaba uno de sus libros en el bolso: Pronto, todo acabará, uno de mis preferidos.

Y ¡cómo no! Me salió de dentro la Ada emocionada e ilusionada. Saqué la novela del bolso, le pedí que me la dedicara, ante lo cual se ruborizó aún más que en nuestro encontronazo inicial, y acabamos compartiendo un rico café en la cafetería de la misma FNAC.

Sí, fue un momento muy especial del que salí con una edición preciosa de Frankenstein, porque él insistió en que fuese yo quien se la llevara. Desde entonces, habíamos mantenido contacto por Facebook y por teléfono esporádicamente.

Lo miré emocionada, sin creerme aún que hubiésemos vuelto a encontrarnos en la misma situación.

—Esta vez te toca a ti quedarte con el libro —le dije a Francisco entregándole el último ejemplar que quedaba de Cómo matar a una ninfa—. Es lo justo.

Me regaló una bonita sonrisa, intercambiamos algunas palabras más y nos separamos cuando anunciaron el cierre del establecimiento. Él regresaba a Madrid a la mañana siguiente, muy temprano, y yo no tenía ni idea de qué iba a ocurrir en mi vida ocho horas después. Prometimos mantener el contacto como lo habíamos estado haciendo hasta ese momento y nos despedimos.

—Ánimo y fuerza —fueron sus últimas palabras.

¿Cómo lo había adivinado? Aquello era justo lo que yo necesitaba: mucho ánimo y cantidades ingentes de fuerza.

Gracias a mi segundo encuentro especial con Francisco Rodríguez, regresé de camino al hostal sin un libro en las manos pero con una gran sonrisa.

¿En qué pensaba? En nada. Simplemente saboreé aquella agradable sensación que acababa de aparecer en mi vida para romper tres días de prisas, estrés y ansiedad. Observé mis pies, protegidos por las rígidas botas de moto, mientras avanzaban felices y casi a saltitos por aquella calzada peatonal surcada por las vías del tranvía. En aquel momento el caso de Mari Vila no era importante, ni el hecho de que la redacción del periódico Sevilla Sucesos hubiese estado cerrada, ni la falta de comunicación entre Maria y Miguel o la pelea de ésta con Roberto. Ni siquiera su llamada. En aquel momento lo único importante eran mis botas acariciando el pavimento de la avenida de la Constitución en dirección a mi hostal.

Todo hay que decirlo, lo de mi buena sensación se esfumó antes de llegar a la habitación. Sentí la vibración del móvil en el bolsillo del pantalón de cordura y me apresuré a sacarlo por si era algo importante. El nombre de Maria se había ya grabado de nuevo a fuego en mi mente antes de coger el móvil y comprobar que había recibido un mensaje de alguien en quien no había pensado en todo el día. Era Bruno a través del WhatsApp:

Bruno: Parece que no te gustó demasiado la foto…

Bruno: Creo que…

Bruno: No sé lo que creo.

Bruno: Un beso, Ada.

«Pobrecito», pensé. Había olvidado por completo responder a su mensaje. Vale que no me hubiera hecho demasiada gracia, pero sí intuí nada más leerlo que debía de haber supuesto para él un gran paso el enviar una foto así, en lugar de las fotos que estábamos acostumbrados a enviarnos determinadas noches del mes. Y yo lo había ignorado, después de una madrugada y una mañana tan «diferente» como la del sábado. No podía negarlo: me lo había pasado muy bien con él, había conocido mucho más de su vida que en todo el tiempo que habíamos estado viéndonos y, para colmo, habíamos tenido un sexo fabuloso.

Llegué a la habitación decidida a llamarlo para decirle que lo sentía mucho, que no se merecía que, después de una noche como la del viernes y una mañana como la del sábado, yo le mostrara indiferencia. Iba a mentirle piadosamente y a decirle que su foto me había encantado, que me parecía una promesa de muchas cosas. Pero cuando mi pulgar ya había pulsado en la pantalla táctil la tecla de llamada, el mismo dedo presionó sobre la de colgar.

—¿Qué quieres tú, Ada? —me pregunté en voz alta.

Yo no sabía lo que quería, pero sí lo que no quería. No quería comprometerme a nada con Bruno únicamente por agradecimiento o por obligación. Concluí que si entre Bruno y yo tenía que pasar algo, ese algo pasaría de un modo natural y espontáneo. Nada de obligaciones ni de sentimientos de culpa. No podía permitirme sentir culpabilidad por hacerle daño a él cuando era yo quien me arriesgaba a hacerme daño a mí misma.

Finalmente, le respondí por el mismo medio:

Yo: Si te soy sincera, no sé si la foto me gustó o no. Llevo tres días un tanto extraños.

Yo: Es que no sé lo que quiero, Bruno.

Yo: Aún sigo fuera por trabajo. En cuanto llegue a Granada te llamo.

Yo: Creo que sería bueno que habláramos los dos de lo que queremos. Y, sobre todo, de lo que no queremos.

Me respondió con un:

«De acuerdo, esperaré a que llegues, un beso».

Con aquello tuve la sensación de que el cajón llamado «Para cuando llegue a Granada» estaba cada vez más lleno. Primero había metido en él a Susana y mi relación con Nico, y después fue Bruno quien entró de cabeza en él. Mi vida se desajustaba, y Mari Vila, con sus caprichos, me estaba impidiendo recuperar el equilibrio. Lo peor de todo es que algo me decía que hasta que no diera con ella ese equilibrio que tanto echaba de menos no regresaría.

A la mañana siguiente desperté de nuevo sobresaltada y desorientada. La pesadilla se había repetido, igual que la sensación de ahogo y lo de estar empapada en sudor. Aunque, a diferencia de la noche anterior, en aquella ocasión fui consciente en todo momento de mi estado onírico. Me anticipé a cuanto estaba por venir. Traté de parar las agujas del reloj, el cual escapaba de mi alcance cada vez que trataba de cogerlo. E intenté conversar con Maria, le pregunté dónde se encontraba, como si mi cabeza y mis sueños pudieran proporcionarme esa información.

Tratando de buscar pistas sólo conseguí aumentar mi angustia y mi deseo por despertar. Y no lo conseguí, hasta que la alarma del móvil lo decidió.

Miré la hora: las siete de la mañana.

Hice cálculos mentales. Aquel día que empezaba sería el undécimo desde la desaparición real de Maria. Si verdaderamente era Hogui quien la tenía cautiva, todo habría acabado en la madrugada del decimoquinto día. Es decir, el sábado siguiente.

La prisa recorrió, poderosa, mis venas y estimuló intensamente los latidos de mi corazón.

Me preparé para seguir dando pasos adelante, ya fueran certeros o palos de ciego. Para que el reloj me acompañara necesitaba avanzar, y lo que me esperaba aquella mañana parecía prometedor. De modo que me metí en la ducha de cabeza y traté de usar el agua caliente como tranquilizante. Estaba muy bien dar pasos hacia delante, pero los resultados serían mucho mejores si lograba darlos con templanza.

De nuevo me calcé el equipo de cordura y salí a la calle con el pelo aún húmedo, salvo por el flequillo, para sentir el frescor de primeros de octubre.

Miré el reloj: las ocho en punto.

Me moría de hambre, pero preferí ir primero a la redacción y tratar de localizar al tal José Luis Bayo, aunque tuviese que esperar de pie en la puerta hasta que abrieran.

Por suerte, la espera no hizo falta. Cuando llegué el portón del edificio estaba abierto. Subí hasta la primera planta y, en esa ocasión, la puerta de doble hoja de la redacción del Sevilla Sucesos estaba abierta de par en par. Tras ella, una puerta de cristal transparente servía de escaparate al intenso movimiento del interior.

Leí un cartel que rezaba «Tire» y eso hice, tirar. A continuación, en recepción me dijeron «Espere» y eso hice, esperar.

La chica de recepción parecía estar en una intensa conversación con otro señor. Era mona, con un voluminoso pelo rizado de color rojo y a lo afro, cara pequeña con rasgos redondeados y ojos almendrados color marrón enmarcados en unas bonitas gafas a juego con su pelo. Movía la cabeza y las finas manos de un modo muy expresivo mientras hablaba con aquel señor de aspecto estirado e iracundo.

Cuando terminaron de hablar, ella se dirigió a mí con una espléndida sonrisa.

—¿En qué puedo ayudarla? —me preguntó.

—Buenos días, quería saber si trabaja aquí José Luis Bayo.

Automáticamente, la chica cambió la sonrisa por una cara de «¿qué te digo?». Miró al señor con el que había estado hablando y le puso cara de «¿qué le digo?». Y el buen señor, el del aspecto estirado e iracundo, fue quien contestó:

—José Luis ya no trabaja aquí.

Su respuesta y su actitud me ayudaron a entender su invitación a marcharme.

«Mierda», pensé.

Tenía que intentarlo de nuevo. Total, ya estaba todo perdido.

—Verán, es que una amiga mía ha desaparecido y tengo muchos motivos para creer que quien se la ha llevado ha sido el Asesino de la Hoguera. —Tuve que morderme la lengua para no llamarlo Hogui—. Queda muy poco para la mañana del decimoquinto día, y me temo que José Luis es la única persona que puede darme alguna pista sobre él.

Mi cara reflejó toda la angustia que fui capaz de reunir en un instante, y no fue poca.

—Señorita, lo siento mucho pero aquí no podemos ayudarla —me dijo el señor de las malas pulgas—. Ya le he dicho que José Luis no trabaja aquí. —Su severidad había disminuido un poco, no obstante, el gesto de su mano señalándome la puerta no me dejaba lugar a dudas.

Me di la vuelta y salí de allí con sensación de derrota.

[Nota mental: La cara de perrillo abandonado podría ser más efectiva que la de angustia.]

Ya en la calle, oí una voz detrás de mí:

—¡Espera un momento!

Me volví y reconocí a la chica de la recepción, mucho más alta de lo que la había imaginado cuando estaba detrás del mostrador.

—Lo de seguir fumando tiene algunas ventajas —afirmó mostrándome un cigarrillo entre los dedos—. Toma —me dijo y me entregó un papel plegado varias veces—, es el número de teléfono de José Luis. Cuando lo llames dile que te lo he dado yo.

La chica se llamaba Linda Bayo y, como habrás deducido, era la hermana de José Luis. Me explicó que el hombre que había visto con ella en recepción era su jefe y que estaba muy irritado porque su hermano se había despedido del periódico el sábado anterior.

—Mi hermano está muy afectado. Después de lo del robo de las fotos y la difusión por internet, supo que tendría problemas con la ley. Está convencido de que ha sido alguien de la redacción y, para colmo, tras conocerse lo de su imputación, nuestro magnífico jefe trató de convencerlo de que aquello había sido un golpe de suerte para el periódico. Quería convertirlo en el reportero del Asesino de la Hoguera. Él, por supuesto, se negó. Recogió todas sus cosas y se largó el sábado antes del mediodía. Nadie pudo impedírselo, ni siquiera yo.

—¿Y cómo sabes que no fue tu hermano quien difundió las fotos? —la interrumpí.

—Por dos motivos. El primero es la importancia que tienen para él conceptos como la verdad y el honor. El segundo atañe a su corazón: una de las imágenes que más han rulado por la red pertenece a los restos de Silvia, la mujer de la que él estaba enamorado.

Guardé silencio un instante y pensé en cuántas vidas estaba destrozando Hogui con las llamas. No sólo se trataba de aquellas pobres mujeres, sino de todas las vidas de la gente que las quería. Pobre Maria. Pobres Roberto y Miguel. Incluso, pobre Anna.

—No puedo entretenerme más.

Linda apagó el cigarro contra la suela del zapato y arrojó la colilla a una papelera cercana. Le di las gracias por su ayuda y nos despedimos.

[Nota mental: La cara de angustia sí funciona con recepcionistas de voluminoso pelo rizado de color rojo y a lo afro, cara pequeña con rasgos redondeados y ojos almendrados color marrón enmarcados en unas bonitas gafas a juego con su pelo, y que mueven la cabeza y las finas manos de un modo muy expresivo mientras hablan.]

El tronar de mis tripas me recordó que aún no había desayunado.

Regresé a la avenida de la Constitución y entré en el sitio con más movimiento de gente que encontré. Creo recordar que se llamaba Horno San Buenaventura. Les eché un vistazo a las vitrinas: dulces artesanos, una buena variedad de pan y charcutería propia. Se me hacía la boca agua.

Me senté a una mesa apartada y le eché un ojo a la carta. ¡Menuda carta! Incluso tenía para elegir entre «Desayunos» a secas y «Desayunos especiales». Como los segundos se me antojaron demasiado americanos, con sus huevos fritos y todo, me decanté por pasar revista a los «Desayunos» a secas. Tostada con jamón york y café con leche desnatada, tamaño extra grande.

El desayuno es, para mí, el mejor momento del día. Como lo que me apetece y no me preocupo por el exceso de calorías o por la calidad de las mismas. Desayuno y punto. En ocasiones, dos veces en la mañana. Así comienzo cada día con muchísima energía y no llego al almuerzo con ganas de comerme un caballo.

Pobre caballo.

Mientras esperaba a que me sirvieran, saqué el papelito doblado del bolsillo con el teléfono de José Luis. Lo miré emocionada, como si acabara de encontrar la segunda pista de aquella gran gincana en la que se me había ocurrido participar. Lo marqué en el móvil y lo memoricé ante la posibilidad, no muy remota en mi caso, de acabar perdiendo el papelito.

En esa ocasión, antes de pulsar la tecla de llamada cogí mi libreta para apuntar lo que le iba a decir.

Sabía de José Luis Bayo dos cosas. La primera: se había hecho con información que, supuestamente, debía estar sólo en manos de la policía. La segunda: una de las víctimas había sido alguien muy importante para él. «Silvia», apunté en la libreta al recordar el nombre que había pronunciado su hermana. José Luis estaba enamorado de esa tal Silvia.

Lo tuve claro. Iba a usar a Maria del modo más emocional posible para poder empatizar con él. Aquel hombre debía de estar pasando un momento realmente duro y, al igual que me había sucedido en un principio con Roberto, intuí la dificultad para conseguir que confiara en mí. En este caso no había ninguna Anna ni ningún Enrico que me facilitasen el trabajo.

Pulsé al fin la tecla de llamada, justo cuando me estaban sirviendo en la mesa el ansiado desayuno. El olor de las tostadas y su cercanía provocaron una nueva queja por parte de mis tripas. «¿Qué haces que no muerdes? ¿Qué haces que no masticas y saboreas? ¿Qué haces que no tragas?», insistían mientras yo trataba de concentrarme en los tonos de llamada. Mi parte consciente dijo: «Mierda», cuando mi llamada no obtuvo respuesta. Mi parte inconsciente se alegró y se relamió impaciente. «¿Qué haces que no muerdes? ¿Qué haces que no masticas y saboreas? ¿Qué haces que no tragas?»

Ante el primer bocado, mis entrañas se relajaron.

«¡Pero qué ricas las tostadas!», pensé.

Suponiendo que, tanto si lo intentaba una vez más como mil, José Luis no iba a responder ninguna llamada de un número desconocido, me puse a escribirle un mensaje de texto. Eso sí, sin dejar de masticar, no fuera que mi yo interior se enrabietara de nuevo.

Buenos días, José Luis:

Antes de nada, decirte que tu hermana me ha dado este número de teléfono hace poco más de quince minutos. Mi nombre es Ada y he venido desde Córdoba a buscarte porque eres mi último recurso. Mi mejor amiga ha desaparecido y estoy segura de que es el Asesino de la Hoguera quien la tiene. Ayúdame, por favor.

Al cabo de diez minutos escasos, mi plato y mi taza estaban vacíos. Y, al cabo de esos diez minutos escasos, recibí una llamada de José Luís.

Me puse nerviosa al ver la pantalla del móvil. Traté de tranquilizarme, abrí la libreta con lo que tenía previsto decirle y pulsé para descolgar.

—Ejem, sí… Hola. Soy José Luis. Tengo una llamada perdida de este teléfono y un mensaje suyo. ¿Es usted Ada?

Le pedí, por favor, que me tuteara. Necesitaba conseguir cercanía con él, y el «usted» por teléfono no iba a hacer más que distanciarnos. También le pedí permiso para tutearlo. Me lo concedió.

Su voz parecía cansada y bastante reacia a conversar conmigo. De modo que fui yo quien se lanzó. Le hablé de mí como una amiga de la infancia de Maria. Le conté que nos conocimos gracias a que nuestros respectivos padres eran muy amigos y que solíamos hacernos visitas cruzadas cuando ella aún vivía en Italia. Incluso me inventé una pelea por un ligue de juventud.

Por supuesto, omití las discusiones de pareja y los malos rollos con su madre. Describí una vida idílica en Córdoba, llena de amor y tranquilidad. Su deseo de abandonar por completo su antigua vida y algunas aficiones que compartíamos, como la natación. Incluso le dije que me sentía culpable por no haber estado aquel día con ella cuando fue a nadar. El día que desapareció habíamos quedado para ir juntas, pero el trabajo me lo había impedido.

Vamos, que mentí como una bellaca, pero fue necesario. A pesar de haber insistido tanto en la verdad como elemento fundamental para conseguir encontrar a Maria, en el caso de José Luis, estaba segura de que su inclinación o no a ayudarme iba a depender en gran medida de lo mucho o lo poco que se creyera mi miedo atroz a perder a mi mejor amiga y de lo mucho o lo poco que se tragara que Mari Vila, un personaje tremendamente mediático, había dejado de ser un demonio para convertirse en un ángel llamado Maria.

—¿Por qué crees que puedo ayudarte? —me preguntó, y tuve la sensación de haber escogido el camino correcto con él.

—Porque intuyo que sabes más sobre el Asesino de la Hoguera que la propia policía. Y porque sé que vas a remover cielo y tierra hasta dar con quien le hizo eso a Silvia.

De eso último no estaba muy segura, pero me pareció una frase potente que, cuando menos, lo obligaría a considerar si hablaba conmigo.

Silencio al otro lado de la línea.

Más silencio.

«¡Me tienen harta los silencios!», grité para mis adentros.

—¿Dónde podríamos vernos? —me preguntó, para mi sorpresa.

—Pues yo estoy alojada en un hostal en la avenida de la Constitución, pero, si lo prefieres, me acerco a donde tú me digas. —Traté de hacérselo más fácil.

—No, está bien. Yo vivo a cinco minutos andando —me dijo—. ¿Conoces una cafetería que se llama Horno San Buenaventura? Es muy típica de Sevilla.

¿Casualidad o destino?

—Pues si es una que hace esquina, estoy en este momento sentada a una de sus mesas —le informé feliz.

—De acuerdo, estaré allí en unos veinte minutos. Hasta ahora.

—Hasta ahora.